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Mar abierto: Ensayos sobre literatura brasileña, portuguesa e hispanoamericana
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Libro electrónico662 páginas9 horas

Mar abierto: Ensayos sobre literatura brasileña, portuguesa e hispanoamericana

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Ensayos sobre literatura brasileña, portuguesa e hispanoamericana. Corrientes de empatía entre la humanidad que se expresa en portugués y español. Así, por estas páginas desfilan autores como: Haroldo de Campos, Carlos Drummond de Andrade, Fernando Pessoa, José Saramago, Juan Rulfo, Jorge Luis Borges, Severo Sarduy, Octavio Paz y César Vallejo, entre otros.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 sept 2013
ISBN9786071616166
Mar abierto: Ensayos sobre literatura brasileña, portuguesa e hispanoamericana

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    Mar abierto - Horácio Costa

    estudiantes

    Nota sobre las traducciones y agradecimientos

    Los ensayos "Columna, playa, concha: símbolos en metamorfosis en Metamorfoses de Jorge de Sena, Camões, Góngora, Al margen de La república de los sueños de Nélida Piñón y la nota Historia del cerco de Lisboa", todos traducidos por Fátima Andreu, quien me ayudó pacientemente en la organización de Mar abierto. La traducción de la primera versión de Alencar, Simões Lopes Neto y Guimarães Rosa: tres escritores y la región fue hecha por Felícitas López-Portillo. Fernando Pessoa: los heterónimos y la naturaleza y Sobre la posmodernidad en Portugal: Saramago ‘revisita’ a Pessoa y las notas La novela portuguesa en los ochentas: José Saramago y La balsa de Piedra fueron traducidos por Rodolfo Mata Sandoval. Alma Miranda tradujo "Las peregrinaciones en la Nueva España, Brasil, entre la espada atlántica y la pared andina, El problema del registro literario en Poemas humanos de César Vallejo, Crítica literaria e integración latinoamericana" y "Post Tenebras Spero Lucem: texto-vida y alegoría en O Físico Prodigioso de Jorge de Sena. El acaso y la necesidad: Borges y Rosa, Dahlmann y Matraga y El centro está en todas partes fueron traducidos por Carmen Salas. Mis traducciones de De la región al cosmos: Rulfo, Rosa y Borges y de Poíesis y política: el modelo intelectual de Octavio Paz fueron revisadas por Aurora Montaño y la traducción de Acerca de la poesía visual brasileña (texto originalmente escrito en inglés) lo fue por Juan Malpartida. Brasil, 1933: Serafim Ponte-Grande, Caetés y Casa-Grande y Senzala", Octavio Paz: biógrafo y El año de la muerte de Ricardo Reis fueron traducidos por Manuel Ulacia, quien además ha colaborado directamente en los textos escritos por mí en español y cuya presencia se ha impreso indirectamente en casi todos los ensayos aquí publicados, sin importar la lengua en la que fueron originalmente escritos. Adriana de Teresa leyó la primera versión del manuscrito y me hizo sugerencias en cuanto a detalles estilísticos. Concepción Rodríguez y Juan Carlos H. Vera, del Departamento de Publicaciones de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM con cuidado uniformaron los ensayos e hicieron un gran trabajo de edición de los mismos. Danubio Torres Fierro y Adolfo Castañón se interesaron desde el principio por la publicación de Mar abierto.

    A todos estos colaboradores y amigos agradezco de antemano, y de todo corazón, su participación fundamental en este libro.

    H. C.

    Introducción

    Los ensayos aquí reunidos fueron escritos a lo largo de poco más de una década. En este libro se tratan prosa, poesía y crítica literaria producidas en tres lenguas en un gran número de países, localizados en ambos lados del Atlántico y al norte y sur del ecuador; en este libro se estudian obras y autores que han manifestado o profesado signos estéticos o ideológicos distintos, unidos, ellas y ellos, básicamente por lo que este crítico considera esencial: su calidad como agentes de cultura y productores de lenguaje, en el caso de los últimos, o su calidad como artefactos literarios, en el caso de las primeras. De manera general, podría decir que todos los ensayos aquí reunidos fueron concebidos como ejercicios de interpretación libre o, en algunos casos, de re-interpretación en función de algunos análisis ya convencionales (especialmente en el caso de la literatura brasileña). Interpretar o re-interpretar son actitudes que implican, para mí, tanto la elección de un ángulo de enfoque o de un aparato crítico, así como un lenguaje específico, concebidos o puestos en escena para la apreciación de los temas, los autores y las obras consideradas en su individualidad, en su singularidad.

    Los criterios que me impuse para seleccionar estos ensayos fueron tres. El primero, reducir el repertorio a temas, autores y obras actuantes en aquello que se podría llamar cultura latinoamericana contemporánea (lo que, por supuesto, incluye obras escritas en el periodo colonial, en el ámbito del universo ibérico de entonces). El segundo, realizar, antes que un abordaje historiográfico e informativo, una aproximación tanto crítica como personal de los tópicos seleccionados. En el caso de los ensayos relativos a la literatura brasileña y portuguesa, partí del principio de que, en los días que corren, los interesados en las literaturas lusófonas (con excepción de las africanas) ya cuentan, en el mundo hispanoamericano, con un número restringido pero significativo de libros de historia literaria, de traducciones y antologías más o menos recientes, mismos que cumplen con la función de informarlos sobre la evolución sistémica de las literaturas portuguesa y brasileña. En este sentido, elegí ensayos sobre un contado grupo de autores de expresión portuguesa, o bien sobre un igualmente reducido grupo de temas o problemas de la literatura brasileña y lusitana, a los que el lector hispanohablante ya ha tenido acceso, en mayor o menor medida, a través de traducciones o referencias directas (aunque el caso de los ensayos que tratan de Jorge de Sena, mi intención haya sido la opuesta, esto es, darlo a conocer en el contexto hispanoamericano). Si adopté este criterio en relación con mis literaturas y lengua de origen, no podría haber sido otro en relación con los autores y obras de expresión española aquí incluidos: los ensayos dedicados a ellos son aproximaciones particulares al pequeño grupo de escritores que me ha interesado más en el vasto escenario literario hispanoamericano, descartado todo intento de sistematización sectorial o global.

    El tercer criterio fue dialógico. Aunque yo no haya utilizado exclusivamente el análisis comparativo, un horizonte de doble flexión entre las culturas hispanoamericana y luso-brasileña acompañó no sólo la selección de los ensayos aquí reunidos, sino también su misma escritura. Antes de buscar una correspondencia directa y un tanto mecánica entre expresiones, escuelas, autores y obras de los universos culturales hispano y lusohablantes, lo que he intentado es demostrar la practicidad y la oportunidad de ponerlos en contacto indirecto, no sólo en función de sus definiciones aparentes o escolares, sino a partir de un punto de vista en movimiento.

    Parto de la creencia de que, más allá del hecho de que estos universos comulgan con un origen histórico común —que pocos dudan que es esencial para su comprensión mutua—, establecer hoy un mar abierto de relaciones entre ellos, es navegar y errar por océanos verbales, bajo cuyas superficies vislumbramos tectonismos distantes que equivalen a valiosas configuraciones culturales e intuimos poderosas e invisibles corrientes subacuáticas de empatía que, en su deslizamiento incesante, en su feliz deambulación, paradójicamente cada vez más nos aproximan.

    Finalmente, debo decir que muchos de los ensayos aquí incluidos lo fueron porque, además del horizonte informacional que los estructura, de los temas o autores que tratan, en ellos desarrollé una relación creativa, o aun lúdica, con el discurso literario-crítico internacional actual. Esto es que, más allá de los autores y temas tratados, miembros o sujetos, todos, de aquello que se podría llamar el paideuma de la literatura iberoamericana, me preocupé por experimentar una serie de vertientes literario-críticas en estos ensayos, lo que, creo yo, los inserta en el contexto cultural posmoderno.

    Me explico. Sin autonomizar completamente el ejercicio de la crítica literaria en relación con el objeto tratado, he mantenido una postura de abrir la reflexión sobre el fenómeno literario, piedra fundamental de cualquier ejercicio interpretativo, a formas experimentales de lo que quisiera llamar como el decir crítico, explorándole las configuraciones posibles, a través de un intento de afirmar la especificidad de la escritura crítica como tal, esto es, como escritura tout-court. Si no por azar muchos temas se repiten o dialogan contrapuntísticamente, y obras y autores son observados desde distintos y complementarios ángulos, también fue intencional que ciertas vertientes, ciertos modi de escritura crítica se recuperen de un ensayo a otro, en este sentido estableciendo otro nivel de contacto entre ellos —de nuevo: un lineamiento crítico-formal—, más allá de los temas que los mismos enfocan.

    Estos ensayos podrían ser considerados por el lector como un esfuerzo de un intelectual latinoamericano por dibujar, a partir de la visita a algunas de las riberas del mar abierto al que me he referido antes, algunos de los parámetros culturales de su generación, en un momento en que, como dice Marshall Berman, todo lo que es sólido tiende a desvanecerse en el aire.

    Si tal sucediera, y el esfuerzo que he puesto en la escritura de Mar abierto pudiese ser correspondido por la generosidad del lector, yo me sentiría recompensado.

    H. C.

    Panorama de la poesía brasileña en el siglo XX

    Tradición, ruptura. Mientras escribo estas dos palabras me doy cuenta de que un cambio significativo ocurrió en mi forma de encarar la poesía brasileña en estos últimos años.

    En 1982, en una ocasión similar, interpreté lo que es el cuerpo de la poesía nacional para enfatizar el peso de la tradición y de la continuidad. Me propongo hoy discurrir sobre el mismo tema pero con ánimo diverso, dispuesto a acentuar en esta exposición el punto de vista de la ruptura. Examinaré aquellos factores que me parecen ser los principales en esta disyuntiva.

    En primer lugar, el propio número del año que vivimos se impone de manera absoluta. No estoy con esto queriendo aludir a la mística de 1984.[1] No se trata de establecer una relación fetichista con una fecha. Por lo contrario, mi aproximación con este número es más directa y sin pretensiones proféticas. Simplemente quiero aquí referirme a una especie de conciencia —utilizo a voluntad esta expresión ambigua— que antes de formularla propongo sea puesta en tela de juicio. Me refiero a la conciencia de fin de siglo. ¿Es posible hablar en estos términos o será esta proto-conciencia una falsa conciencia, otro espejismo categorizante e historizante condenado a despistar al crítico de la senda crítica, al poeta de su tradición, al lector de su literatura? Creo que no, e igualmente no siento incurrir en la fenomenología fin-de-siècle, decididamente decadentista y, por lo tanto, estéril. Por el contrario, aceptar un hecho real cuando éste existe —perdónenme la tautología— me parece cosa sana, como, por ejemplo, asumir el fin de siglo que se procesa en estos días. Para el crítico, para el lector, para el poeta, una reflexión sobre esta materia, además, puede tan sólo ser tonificante y, como tal, antídoto de una posible óptica que intenta asociar una legítima preocupación de fin-de-siglo con una sensibilidad fin-de-siècle.

    En segundo lugar, quiero mencionar un elemento trivial. Se trata de asumir una condicionante biográfica; los que tuvimos la ventura o la desventura de haber nacido en la segunda mitad del siglo, estamos biológicamente forzados a vivir su fin e intelectualmente comprometidos a procesar su disecación, dado que al trazar su mapa en nuestra primera juventud nos situamos y nos colocamos en condición de enterrarlo todo en nuestra madurez.

    El periodo al que me quiero referir es bastante amplio. Me expongo, por un lado, a globalizar infructíferamente todo un ciclo y, por otro, a creer excesivamente en un raciocinio sintetizador —más en concreto, en mi propia capacidad crítica. Sin embargo, el desdoblamiento natural de una situación de crisis, como la que vivimos individual o colectivamente es, por ende, el ejercicio crítico. Quisiera relativizarlo, en relación con mi persona en este momento, quisiera que la visión que ofrezco fuera tomada como producto de una labor personal: no puedo hablar por otro que no sea yo mismo, no puedo sino avanzar a tientas.

    Antes de dar por concluida esta introducción, quiero todavía precisar dos puntos. El primero es un esclarecimiento funcional. El término modernismo brasileño corresponde dentro de las literaturas hispánicas a vanguardia, y aquí es usado en su acepción brasileña. Por otro lado, el término modernismo hispanoamericano corresponde al parnasianismo y al simbolismo brasileños, manifestaciones distintas, premodernistas, de las cuales hablaré en seguida.

    El segundo punto es un esclarecimiento táctico. Conviene señalar que desconozco la pretensión de originalidad en relación con el enfoque aquí dado: la cesión natural de terreno del modernismo para el posmodernismo, cuya percepción no se define en términos de un credo estético o ideológico definido, por ejemplo, nos llega no como una fiesta y sí como fate, si me permiten el juego. Pero no debo ir adelantando conclusiones.

    Cuatro generaciones románticas afirmaron, a lo largo del siglo XIX en las diferentes provincias que entonces formaban el Imperio de Brasil, una sensibilidad, un temperamento, un gusto por la literatura nacional y aunque en sí mismos estos tres hechos, estas conquistas, poco significaron, sí ejercieron un inestimable papel social y político, tanto en un primer momento para la afirmación del sistema imperial como, a partir de la crisis en la que éste entró a mediados de siglo, para su derrocamiento.

    El carioca Gonçalves de Magalhães, visconde de Araguaia, iniciador del movimiento en 1836, más apreciable histórica que literariamente en la primera generación; el maranhense Gonçalves Dias, en la segunda, probablemente nuestro mejor poeta del siglo pasado; el paulista Álvares de Azevedo, sentimental y byroniano, en la tercera; el bahiano Castro Alves, prócer antiesclavista, bastante popular gracias a su elocuencia condoreira, en la cuarta generación, son nombres paradigmáticos de un proceso que dio frutos importantes, cuantitativa y cualitativamente, para la estabilización de la literatura brasileña. Temáticamente, en este proceso, la vertiente indianista, de valoración de lo americano, de lo nacional, da lugar a la problematización del presente social: de evocadora, la poesía se vuelve de denuncia programática, republicana; al nivel de las influencias, vemos la presencia de la ex metrópoli reducirse inexorablemente ante el avance de las culturas francesa e inglesa, más notoriamente de la primera. En cuanto a la forma, observamos una cierta libertad contra la cual se rebelaron las siguientes generaciones. Sin embargo, nos sorprende, en retrospectiva, tanto el dominio rítmico y formal de un Gonçalves Dias al escribir A tempestade, por ejemplo, cuando por primera vez se ve en la literatura nacional la adecuación armónica de la forma, del poema como objeto, al asunto descrito, como la existencia de un raro —uso de la terminología de Darío— Sousândrade, tránsfuga y crítico precoz del romanticismo, que compone y publica su Guesa Errante en Nueva York, puntillando el poema con expresiones paródicas multilíngües, en una postura de deliberado arrojo para la época, lo que nos permite considerarlo como precursor de los procedimientos modernistas.

    A la nueva mentalidad que se implanta en el país a partir de 1880, marcada por la ideología del progreso positivista y burgués, corresponde un cambio de gusto literario acentuado. Pasan a ser consideradas de mal gusto la elocuencia, la inspiración y la temática románticas. En este cuadro se afirma el parnasianismo brasileño, émulo único de su homólogo francés en el mundo, en busca de una hechura más purista del acto poético, listo para rechazar al subjetivismo de la escuela anterior y a dedicarse al culto del arte y de la forma. La poesía parnasiana se quiere científica, se imagina como un utensilio artístico al servicio de un ideal de perfección. Prefiere el metro, el respeto a patrones siempre reactivados de control, a la melodía, poderoso rasgo coordinador de la estética romántica. Se separa de los problemas inmediatos de la sociedad y destituye elementos locales caros a la estética precedente como fuentes de inspiración temáticas. Los sustituye por motivos clásicos mitológicos. La figura del poeta profético, bardo más o menos osiánico, catalizador de la voz, es reemplazada por la figura del poeta orfebre, del poeta artesano. Al verso de fuego de los románticos se contrapone un verso que quiere ser de mármol.

    Naturalmente, este esquema es más ideal que real. La herencia romántica era por demás pesada, y se inmiscuía imperceptiblemente en el discurso parnasiano. No lograron estos poetas, salvo en algunas pocas composiciones, la soñada objetividad, no se deshicieron de la naturaleza ni de las metáforas americanas; no consiguieron asumir en su totalidad el proyecto encerrado en la producción del francés Leconte de Lisle, arcano del parnasianismo. Además de eso, entre ellos y su proyecto se hace sentir la presencia de la tradición de la lírica portuguesa del XVI.

    Si es verdad que algunos de los más felices poemas de la lengua fueron escritos conforme a las reglas del formalismo parnasiano, también es verdad que el cambio de mentalidad ya referido llevó a una creciente oficialización de la cultura brasileña. El poeta escribe para una platea semiculta, paradójicamente europeizada, dispuesta a glorificarlo en su papel de artista y a aceptar su condición de orfebre. La profesión de literato se impone en cada una de las ciudades brasileñas. El poeta se vuelve árbitro del buen tono, representa la encarnación de un proyecto estético acabado y fijo, vestido de frac y guantes de cabritilla, pedagogo máximo del culto a la belleza imperecedera, casi totalmente ajeno a las contradicciones humanas. Vale mencionar que en 1897 el proceso de oficialización culmina con la fundación de la Academia Brasileña de Letras, foro máximo de esta nueva mentalidad.

    Ya se dijo, de los parnasianos, que conformaron un grupo talentoso pero sin genio. Medianía tonal, no mediocridad, es la sensación que nos da su lectura. Alberto de Oliveira, el más ejemplar de ellos, revela un prosaísmo temático que entra en choque con el academicismo de la forma. En él observamos un deseo de luz, de elevación anímica a las regiones estelares sintetizado en el título de uno de sus mejores poemas, El pozo y la luna. Igual deseo de superación humana existe en Raimundo Corrêa, parnasiano ductilizado por las fuerzas del sentimiento, por consiguiente rescatado y respetado por modernistas como Mário de Andrade, su lector y crítico. Una vez más, cito solamente el título de uno de sus poemas mejor logrados: Lodo y estrellas. Inmersa en el barro vil, la vida se purifica en contacto con el cosmos, en una visión optimista de la existencia, iluminada por una divinidad omnipresente. Esta visión parnasiana se extiende, por supuesto, al sentimiento de muerte: para ilustrar la ecuanimidad con la cual estos poetas aceptan la condición humana, escogí la primera estrofa de Sueño póstumo, de Vicente de Carvalho, tercero de los maestros pre modernistas aquí citado:

    Poupem-me, quando morto, a sepultura! odeio

    A cova, escura e fria

    Ah! deixem-me acabar alegremente, em meio

    da luz, em pleno dia.

    Poeta oficial por excelencia, antológico paradigma parnasiano fue Olavo Bilac, quien llevó el culto del estilo y la forma hasta las últimas y más caprichosas consecuencias. Su sombra —y popularidad— invade las primeras décadas de este siglo y lo transforma en uno de los blancos predilectos de los jóvenes modernistas. En su producción poética nos sorprende una contradicción bastante original. Él es el poeta capaz de oír y entender estrellas, por un lado, pero por otro siente la incapacidad del verbo para expresar ideas tal vez inspiradas por su audición de las alturas siderales. Bilac inaugura en la poesía brasileña la crisis del emisor en relación con el lenguaje mismo, no en el sentido de la queja de la inefabilidad romántico-simbolista, en la relación entre lo que se está diciendo y lo que se quiere decir —cuando el sentimiento supera o embarga la voz que lo traduce—, pero sí en la relación más fría del poeta con la lengua. Sin embargo, como buen burgués, Bilac es poseedor de una receta neutralizadora de esta inquietud, que apunta precisamente al refuerzo de los principios parnasianos. El poeta se aquieta delante de la iteración de su credo, en un proceso en esencia religioso, análogamente al monje cristiano que resuelve sus problemas con la Iglesia a través de la transformación de un problema de fondo en un problema de forma, de la superación de la crisis de fe por la repetición ritual.

    En el poema que presento enseguida, además de los aspectos señalados anteriormente, observamos una clara demostración de la posición del poeta como mártir de un sistema estético autoimpuesto, que lo sobrepasa y le demanda disciplina y dedicación constantes. Se trata, claro, de un soneto —forma de elección de los parnasianos, por cierto— especie de testamento poético de Bilac intitulado A un poeta:

    Longe do estéril turbilhão da rua,

    Beneditino, escreve! No aconchego

    Do claustro, na paciência e no sossego,

    Trabalha, e teima, e sofre, e sua!

    Mas que na forma se disfarce o emprego

    Do esforço; e a trama viva se construa

    De tal modo, que a imagen fique nua,

    Rica mas sóbria, como um templo grego.

    Não se mostre na fábrica o suplício

    Do mestre. E, natural, o efeito agrade,

    Sem lembrar os andaimes do edifício:

    Porque a Beleza, gêmea da verdade,

    Arte pura, inimiga do artifício,

    É a força e a graça na simplicidade.

    Al poeta orfebre, miniaturista, cincelador del Parnaso, edificador de objetos verbales marmóreos, se contraponen los simbolistas, constituidos en bêtes-noires de los primeros, tanto debido a la presencia objetiva de residuos más nítidamente románticos en el poetizar de éstos, como a la fama de bohemios, por lo tanto de refractarios al oficialismo, que se ganaron en vida. De hecho, los simbolistas representan la cara opuesta del péndulo de la poesía brasileña del fin del siglo pasado y del principio del presente.

    Son ellos los nefelibatas, o sea, los amantes de las nubes. Su inadecuación a la pretensión objetivista de los parnasianos es total, de ahí que su distancia relativa al yo lírico romántico sea mucho menor. Si sumamos a esto una inclinación satanista, una atracción por el lado oscuro y problemático de la existencia, tendremos un cuadro fiel de la incompatibilidad que separa unos de otros. Si en la literatura de los parnasianos los elementos biográficos no importan, en la de los simbolistas ellos se nos imponen.

    Cruz e Sousa, principal exponente del simbolismo en el Brasil, es de aquellos poetas que no sólo valen toda una escuela, sino toda una poesía. Hijo de esclavos liberados, como el mulato Machado de Assis, recibe educación blanca. Con temperamento diferente al de Machado, incapaz de vencer el prejuicio racial, se vuelve su víctima. Mezcla de Baudelaire y Lautréamont, fue considerado por Roger Bastide como uno de los grandes simbolistas universales, en una valoración quizá exagerada que lo coloca al lado de Mallarmé y George. Como Bilac, también clama en contra de las formas, colores y sonidos intraducibles, revelando una relativa inseguridad en relación con el lenguaje, lo que no nos puede sorprender si tomamos en consideración la estética simbolista, impregnada de indeterminación. Examinemos estos versos de Antífona, en traducción de Ángel Crespo:

    Infinitos espíritus dispersos,

    Inefables, edénicos, aéreos,

    Fecundad el misterio de estos versos

    Con la llama ideal de todos los misterios.

    Fuljan del sueño las diafanidades

    Azules y en la Estrofa se levanten,

    Y la emoción de todas las castidades

    Del verso y su alma, en estos versos canten.

    A la religión de la forma —parnasianismo—, el culto del verbo —simbolismo—. Estamos de nuevo en la senda de la tradición romántica de la melodía, de la musicalidad. Espiritualismo y misticismo convergen en el simbolismo en contra del realismo y del positivismo que cimientan al parnasianismo. En el vocabulario de Cruz e Sousa, cuanto más avanza en su producción poética, más encontramos palabras como éxtasis búdico, ascésis, nada, noche, paralelamente a una constante denuncia social. Los primeros ocho versos de la Letanía de los pobres, que recordaron al crítico Alfredo Bosi la dicción del simbolista ruso Alejandro Blok:

    Os miseráveis, os rotos

    são as flores dos esgotos.

    São espectros implacáveis

    os rotos, os miseráveis.

    São prantos negros de furnas

    caladas, mudas, soturnas.

    As sombras das sombras mortas

    cegas, a tatear nas portas.

    Son líneas extraordinarias dentro de un movimiento de clima prerrafaelista, pautado por luminosidades crepusculares y una comprensión que se quiere parcial —intuitiva es la palabra— pero profunda, del universo. Para el poeta simbolista lo que importa son los flashes de luz que detonan una música de asociaciones e imágenes interiores —recordemos las Correspondencias de Baudelaire—, y no la comprensión continua de un espacio que se traduce, o intenta traducirse, en precisión verbal, como ocurre con los parnasianos. De ahí resulta el encanto simbolista por la sinestesia, como el verso Oh sonora audición colorida del aroma, de Alphonsus de Guimarães, discípulo y amigo de Cruz de Sousa. Guimarães es un poeta irrecuperablemente fechado a pesar de ciertos hallazgos de larga duración: es el primero en establecer una relación personal —diría física— con la religión católica, como indican sus concupiscentes amadas que son otras vírgenes marías (en un procedimiento que tendrá continuación en la poesía de Murilo Mendes, ya en la contemporaneidad), y es uno de los pocos de ese periodo capaces de jugar con el tema de la muerte.

    Observemos la intención autoirónica de estos versos de La Catedral, en traducción de Ángel Crespo:

    Glorioso, el astro sigue por su estrada.

    Una áurea flecha centellea en cada

    Refulgente rayo de luz.

    La catedral ebúrnea de mi sueño

    Donde pongo mis ojos cansados de su ensueño

    recibe el beso de Jesús.

    Y la campana clama en lúgubres responsos:

    ¡Pobre Alphonsus! ¡Pobre Alphonsus!

    Acabo de escribir este párrafo y me pongo a pensar en la relación escritura-lectura-tiempo. Efectivamente, parnasianos y simbolistas nos colocan en pauta la cuestión del gusto —no para ellos sino para nosotros mismos—. ¿Cómo leer la tradición?, o, entonces: ¿cómo desnudarnos de nuestros hábitos, de nuestro momento histórico, y encontrar las voces del pasado en su originalidad? Aunque este intento sea saludable, civilizado, es evidentemente irrealizable; sin embargo, la lectura de la tradición es posible. Lo es porque nos replegamos sobre el pasado con nuestra inteligencia impura, nuestro gusto, precisamente, que nos circunscribe a una dada temporalidad. En este momento de lectura —del de la lectura, como dijo Blanchot— sorprendemos a nuestro presente. Cualquier lectura supone una tolerancia —única verdadera virtud posible para el lector. Solamente después de esta digresión me permito detenerme en la obra y la figura de Augusto dos Anjos, poeta paraibano, un raro, último de los premodernistas aquí tratados. Augusto dos Anjos representa un punto de fusión —que no de equilibrio— entre parnasianismo y simbolismo.

    El título de su único libro: Yo (1912), ya nos da esta dimensión: por un lado, es profundamente objetivo —más que esto, es objetivo-límite— conforme al credo parnasiano. Por otro, es absoluta y tautológicamente subjetivo, a la manera simbolista. Confía en que las palabras correspondan a las cosas y anuncia que el sujeto emisor es reductible y reflejable en su discurso, al mismo tiempo que nos fascina por el misterio que implica el revelarse del yo lírico en la primera persona. En su lenguaje usa toda una terminología científica, echando mano de las nociones del evolucionismo, de la física, de la química, de las ciencias sociales. Del simbolismo hereda una musicalidad sinfónica y valores éticos como la morbidez y el gusto por lo nocturno. En verdad, Augusto dos Anjos subvierte las estéticas antinómicas al dar salida a su voz personal —su verso no es ni de mármol ni de nubes, es de plomo, pero de plomo caliente—. La suya no es una poesía de la decadencia, como se ha dicho innumerables veces, pero sí del deterioro. La poesía de Augusto dos Anjos es más interesante no por lo que refleja de un sentimiento momentáneo de una clase social, sino por lo que revela de una conciencia agónica de toda la humanidad. Visiones atómicas, infernales; metáforas de un mal gusto que el lector puede encontrar adorables, se construyen para demostrar la negación del mundo y su final abolición. En este proceso, la duda de la poesía como vehículo se constituye en un tormento impar, ella también vestíbulo a la saison en enfer que es la trayectoria vivencial del poeta. En el soneto A idéia observamos la vinculación corporal de la duda: la problematización y a la desconfianza del poeta en relación con su propio cuerpo:

    De onde ela vem? De que matéria bruta

    Vem essa luz que sobre as nebulosas

    Cai de incógnitas criptas misteriosas

    Como as estalactites de uma gruta?

    Vem da Psicogenética e alta luta

    Do feixe de moléculas nervosas,

    Que, em desintegrações maravilhosas,

    Delibera, e depois, quer e executa!

    Vem do encéfalo absconso que a constringe,

    chega em seguida às cordas da laringe,

    Tísica, tênue, mínima, raquítica…

    Quebra a força centrípeta que a amarra,

    Mas, de repente, e quase morta esbarra

    No molambo da língua paralítica!

    Como es de imaginarse, después de una experiencia límite como la de Augusto dos Anjos, que metaforizó la incomodidad absoluta del poeta en relación con los procedimientos poéticos en boga, el camino estaba abierto para una renovación total. Por otro lado, si sumamos a esto la afluencia económica del sur del país, ya que se vivía un proceso de cambio social acelerado después de recibir más de un millón de inmigrantes en las primeras décadas del siglo, el cuadro para la irrupción modernista se completa. Liberación total: temática, formal, estética, en toda la extensión de la palabra, caracteriza la nueva y optimista fase literaria que pasa a reflejar la vida nacional. Como todos sabemos, la afloración —el destape— modernista surge a la luz en la Semana de Arte Moderno de 1922. Uno de sus incansables animadores, Mário de Andrade, figura solar de la intelectualidad brasileña en la primera mitad del siglo, ya se había encargado de anunciar la nueva era, a través de la publicación en 1921 de Paulicéia desvairada (cuyo Prefácio interessantíssimo funda y, después de algunos párrafos, supera y suprime a una escuela imaginaria —el Desvairismo—), o a través de una serie de artículos periodísticos en que rendía un dudoso homenaje a los maestros del pasado. Oswald de Andrade, el otro dínamo modernista de estos tiempos heroicos, inmediatamente adopta a Mário proclamándolo su poeta futurista. A partir de la alianza de primera hora de estos dos hombres, el terremoto modernista-futurista-anarquista, enérgico e iconoclasta, que se ve agente fatal de la historia y de la razón del siglo, sacude el país.

    Creo que es innecesario extenderme en analizar los nuevos procedimientos poéticos instaurados por la escuela: vale mencionar la alternancia sistólica-diastólica, fotográfica-reflexiva, en el cuerpo del poema; la preferencia por metáforas de velocidad; la escisión absoluta de las formas tradicionales y el consecuente imperio del versolibrismo; el rompimiento secuencial y el montaje cubista; la inclinación neologística; la libre asociación, factores estos últimos ya pronunciados sea por el errante Sousândrade, sea por el Cruz e Sousa que escribe baudelairianos poemas em prosa. Del parnasianismo, el modernismo hereda un claro optimismo y la confianza en los medios expresivos; del simbolismo le llega la continuidad en la manifestación todopoderosa del yo lírico y el gusto por lo momentáneo. Axialmente, el modernismo representa la conciliación de dos estéticas que se imaginaron opuestas por más de cien años: el romanticismo y el realismo, de ahí que pueda ser visto como la gran operación cultural del presente siglo. Ideológicamente, en su raíz, es una ruptura que afirma la tradición: con otras palabras, otras metáforas, otros procedimientos, prosigue afirmando una noción de progreso, algo así ilimitado como una utopía histórica que usa otros combustibles para mantener en funcionamiento un motor fundamentalmente igual. La importancia de la fruición del presente en el modernismo heroico no esconde una despreocupación por el futuro, apenas posible sólo gracias a una visión progresiva de éste. Además, la razón modernista, erróneamente en un primer momento vista como desrazón, cimiéntase en una conciencia bastante precisa de un proyecto —estético, social, de civilización, lingüístico, ampliamente histórico— definido, central y globalizante. Naturalmente, esta visión bastante simplificada no contradice una hipótesis que considera la afirmación del modernismo, en el caso brasileño, como un regionalismo triunfante, creación necesaria de las élites sureñas con conexiones europeas, a lo cual responderán con relativa resistencia las demás voces regionales brasileñas.

    Si tomamos en cuenta que más o menos deliberadamente o con mayor o menor éxito, cualquier ruptura implica una revaloración, un restablecimiento de la tradición, lo que importa resaltar en el modernismo es su aspecto de efectivo rompimiento con el pasado. El ataque modernista a las viejas mentalidades imperantes en el país fue cabal y fructífero: a partir de 1922 Brasil fue visto con otros ojos, al punto de sernos difícil imaginar que otro cambio tan eficaz venga algún día a repetirse. Fue en verdad un trabajo interdisciplinario —en las artes plásticas, en la música, en la literatura, en el ensayo. El poeta Mário Andrade, confiando en su esprit-de-corps, puede entonces escribir Soy trescientos, aquí citado, en la traducción de Ángel Crespo:

    Soy trescientos, soy trescientos cincuenta,

    Las sensaciones renacen de sí mismas sin descanso,

    ¡Oh espejos, oh Pirineos, oh cercados!

    ¡Si un dios muere, iré a Piauí a buscar otro!

    Abrazo en mi lecho las mejores palabras,

    Y mis suspiros son violines ajenos;

    Piso la tierra como quien descubre a hurtadillas

    En las esquinas, en los taxis, en los dormitorios,

    sus propios besos.

    Soy trescientos, soy trescientos cincuenta,

    Pero un día acabaré por tropezar conmigo…

    Tengamos paciencia, golondrinas breves,

    Sólo el olvido es quien condensa,

    Y mi alma, entonces, hará de abrigo.

    Veamos cómo en el poema anterior, a un canto explosivo de un espíritu colectivo sucede una retracción del yo lírico del poeta: Sólo el olvido es quien condensa, / y mi alma, entonces, hará de abrigo. Aquí vemos pronunciarse el segundo momento del modernismo, que se implantará a partir de 1930, sobre la presión de las nuevas condiciones vigentes en el país. Antes de llegar a esta nueva fase, quiero referirme a la producción de tres participantes de primera magnitud en el modernismo heroico: Manuel Bandeira, Oswald de Andrade y Cassiano Ricardo, tres figuras proteicas que merecerían cada cual una explicación más amplia de lo que los límites de este trabajo permiten.

    Bandeira, como Mário de Andrade, se estrenó simbolista, aunque, sin embargo ya adepto al verso libre. Espíritu abierto e inquieto, es de esos poetas que se exponen a influencias y que se aprovechan de confluencias múltiples. A pesar de ser uno de los forjadores de la dicción brasileña contemporánea, se consideró poeta menor, para la unánime sorpresa de sus lectores y críticos. Si de hecho Bandeira no quiso procesar la construcción de un poema mayor, es mayor su aplicación a la vida, su verdadera pasión por todos los lados de la existencia. Esto lo convierte en un poeta moralista, en el buen sentido de la palabra, esto es, en un poeta del estar en el mundo moralmente, lo que incluye la conciencia de la amoralidad o de la inmoralidad. Hay poetas cuya vida es arte mayor. Estoico en su resistencia contra la tuberculosis que lo persigue, vive y canta —cierto, con ácido humor— todas las experiencias epicureístas de lo cotidiano. Es este equilibrio lo que le permite escribir, ya en la década de los cincuentas, este producto de sabiduría que es el poema Consoada:

    Quando a indesejada das gentes chegar

    (Nao sei se dura ou caroável),

    Talvez eu tenha medo.

    Talvez sorria, ou diga:

    —Alô, iniludível!:

    O meu dia foi bom, pode a noite descer,

    (A noite com seus sortilégios).

    Encontrará lavrado o campo, a casa limpa,

    A mesa posta,

    Com cada coisa em seu lugar.

    Éste, el Bandeira-hombre, el Bandeira-existencia. Sin pretender dividir el ser esencial del ser social, me cabe llamar la atención en cuanto al papel estructurador de nuestro poeta en la implantación del modernismo. Poética, en la que él se declarara a favor de una poesía libertaria, publicada en Libertinagem (1930), puede ser tomada como programa de toda una generación de poetas. La traducción es de Ángel Crespo:

    Estoy harto del mismo comedido

    Del lirismo bien cuidado

    Del lirismo funcionario público con cuaderno de notas

    expediente protocolo y palabras de aprecio al Sr. Director

    Estoy harto del lirismo que se detiene y va a averiguar en

    el diccionario el carácter vernáculo de un vocablo

    Abajo los puristas

    Todas las palabras, sobre todo los barbarismos universales

    Todas las construcciones, sobre todo las sintaxis de excepción

    Todos los ritmos, sobre todo los innumerables

    […]

    El poema es más extenso; estoy forzado a detenerme aquí. Hay un tercer aspecto de la obra (o de la vida) de Bandeira que quisiera resaltar. Es él quien, de entre los modernistas, todos bastante interesados en Hispanoamérica, aquel que, con un espíritu más sistemático, se aproximó a la cultura de otros países latinoamericanos. Fue catedrático de literatura hisponoamericana en la Universidad de Brasil y en 1949 escribió un manual sobre esta literatura con el que familiarizó al público brasileño con Huidobro, Vallejo y Mistral.

    Personalidad extrema, audaz forjador de mitos y metáforas, fue Oswald de Andrade, punta de lanza entre el Brasil y las vanguardias europeas. En la década de los veintes escribe dos librosexperimento en los cuales la tradicional división entre prosa y poesía es superada por el procedimiento narrativo: Memorias sentimentales de Juan Miramar y Serafín Ponte-Grande, aparte de una producción poética bastante importante. Es de las Memorias que escojo el capítulo 45 intitulado Aix, en una traducción de Héctor Olea:

    Albornoz y cafetanes de piel cúprica turqueaban en el expreso

    internacional servilleteando sobre sudores viejos.

    Hoja de afeitar el lago monoculaba hacia el sol entre litografías convexas.

    Montañas pinchaban pechos para la sed azul del cielo.

    Casas acarreaban pierrots en la carretera cuando de repente

    la estación de los baños manifestó catálogos coloridos de

    Riviera en el cemento de campanillas.

    Oswald era un transgresor, un transgresor emérito. Únicamente un individuo capaz de ir contra y más allá de la historia hubiera sido capaz de realizar la metaforización absoluta de la cultura brasileña, como la que él consiguió a través de su teoría —o mejor, principio— de la antropofagia. Se trataba de una adaptación creativa de lo que fuera una postura irracionalista de la vanguardia europea de la posguerra: recordemos que en los años veintes Francis Picabia escribió el Manifeste cannibale. La razón antropofágica nace de un gesto metalingüístico de Oswald, que canibaliza a Picabia e inventa —resemantiza— todo un sistema de valores que a lo largo del tiempo se reveló fundamental para que la cultura brasileña superara el síndrome de dependencia que la división internacional de fuerzas implica. Intento resumir en una interpretación personal los postulados de la antropofagia: el más débil come al más fuerte y se vuelve más fuerte que el más fuerte; el más débil no es omnívoro y come solamente lo que le interesa deglutir; el producto de esta deglución es entrañadamente cultural-fecal y en primera instancia afirma la libertad y la creatividad del más débil siempre en proceso de fortalecerse. Como podemos observar, hay mucho de una lectura de Freud —de una digestión de Freud—. En el Manifiesto antropófago, publicado en 1928 en la Revista de Antropofagia, heredera del grupo Pau-Brasil (Palo de Brasil) y que reunió a la crema y nata modernista anarco-socialista vinculada al primitivismo europeo, vemos a Oswald con su gran estilo: selecciono cinco de los cincuenta y un párrafos que lo constituyen. La traducción es de Manuel Ulacia:

    Sólo la Antropofagia nos une. Socialmente. Económicamente.

    Filosóficamente.

    […]

    Contra todas las catequesis. Y contra la mamá de los Gracos.

    Sólo me interesa lo que no es mío. Ley del hombre.

    Ley del Antropófago.

    […]

    Ya teníamos el comunismo. Ya teníamos la lengua surrealista.

    La Edad de Oro.

    […]

    Pregunté a un hombre lo que era el Derecho.

    Él me respondió que era la

    garantía del ejercicio de la posibilidad.

    Ese hombre se llamaba Galli Mathias. Me lo comí.

    La Edad de Oro, el regreso mítico, el canto del americano. Aquí, donde tantos críticos vieron una actitud blasé, caprichosa del poeta, yo prefiero ver una transfiguración de la labor romántica sobre el indianismo, una lección de continuidad intracultural. Oswald dio el tono —el humor— y el pasaporte para una cultura simultáneamente adulta y arlequín —uso esta palabra tan querida para los modernistas— y contribuyó decisivamente a crear el ethos brasileño contemporáneo.

    En el espectro intelectual-ideológico de los años veintes, Cassiano Ricardo se encontraba a la derecha de Oswald: participó en el movimiento Verde-Amarelo (Verde-Amarillo), de connotaciones progresivamente cripto-fascistas y nacionalistas. Nos interesa menos la fase de su poesía en la cual escribe poemas como Letanía, canto de los nombres históricos de Brasil, que su obra posterior, donde él revela su capacidad de supervivencia en el escenario de la literatura brasileña que llega hasta los años setentas. En este periodo, Cassiano se convirtió en una personalidad mixta de padre fundador, que por derecho ocupaba en la poesía a partir de 1922, y de alumno aplicado y sensible a todos los desdoblamientos llevados a cabo por las generaciones siguientes. Así, sufre el impacto del movimiento concreto de los años cincuentas —sobre el cual hablaré más adelante—, y consecuentemente de las teorías de la recepción, de la semiótica, de la semiología, del estructuralismo. De la fusión de estas nuevas disciplinas con la que ya entonces era la tradición modernista (y moderna), surgen a lo largo de las dos últimas décadas los mejores libros de su obra. Es de Jeremias Sem-Chorar (1964) libro en que revela su evolución de una conciencia nacional mítica a una conciencia planetaria y actual, del que extraigo los siguientes versos de Ode ao tigre morto:

    Tudo o que ocorre hoje

    na Terra não ocorre somente

    na Terra, mas entre

    as estrelas.

    Um tigre morto na rua não

    é apenas um tigre na rua.

    Mas na esquina da rua com

    a lua.

    Rodo o meu globo azul, em

    torno do eixo fixo, reduzo

    a uma só flor o espaço

    prolixo.

    A terra leva, no seu dorso,

    ao lado do touro e do peixe,

    não apenas um tigre morto,

    mas um tigre morto

    na esquina da rua com

    a lua.

    Me doy cuenta de que he dado un salto cronológico que podría parecer violento. Sin embargo, si Mário y Oswald de Andrade son poetas e intelectuales de la primera mitad del siglo, y si Bandeira es un poeta que dentro de toda su movilidad mantiene un lastre individualísimo —ya sea en sus sonetos, verso libre, gazales o pantoums—, carreras literarias como la de Cassiano Ricardo revelan dos grandes nombres que publican por primera vez en 1930: Murilo Mendes y Carlos Drummond de Andrade. Este año divide el modernismo heroico, optimista y programático, arriesgado, del pathos moderno de la segunda generación, a la cual pertenecen los últimos nombres mencionados, marcada por una reflexividad mayor, por un relativo desencanto político que acompaña la implantación del régimen de Getúlio Vargas, y por una primera manifestación del resurgimiento de la preocupación formal a nivel del discurso poético. No hay ruptura sino un cambio tonal: forjadores forjados por la historia, sus vastas y poliédricas obras reflejan todas las tendencias poéticas contemporáneas. Vale la pena formular una pregunta: en poetas como Murilo Mendes o Drummond ¿ya se da la modernidad vista como un momento distinto del modernismo? Mantengamos la duda por ahora.

    Es parco, sobrio, y también evasivo el título Alguna poesía que da nombre al primer libro de Drummond. En él está el antológico poema que dice A la mitad del camino había una piedra/ había una piedra a la mitad del camino, anunciando una crisis, en un gesto de afirmación metafórica de la conciencia de la dificultad —en la poesía, en el mundo, en los hombres— que se oponía a la ligereza y a la fruición total de los modernistas de primera hora. Algunos años después, indisponiéndose con el nacionalismo del momento anterior, él escribe Himno Nacional cuyas últimas estrofas transcribo, en traducción de Francisco Cervantes:

    […]

    ¡Necesitamos adorar al Brasil!

    Bien que sea difícil que quepa tanto océano y tanta soledad

    en el pobre corazón lleno ya de compromisos…

    bien que sea difícil comprender lo que quieren estos hombres

    por qué motivo ellos se reunieron y

    cuál es la razón de sus sufrimientos.

    ¡Necesitamos, necesitamos olvidar al Brasil!

    Tan majestuoso, tan sin límites, tan sin propósitos,

    él quiere descansar de nuestro terrible cariño.

    ¡El Brasil no nos quiere! ¡Está harto de nosotros!

    Nuestro Brasil está en otro mundo. Esto no es nuestro Brasil.

    No existe Brasil alguno. ¿Existirán acaso los brasileños?

    El primer Drummond depura y decanta uno a uno los trazos sentimentaloides, de cuño romántico, las metáforas de sabor parnasiano o simbolista que todavía subsistían en la obra de la generación anterior. Escéptico sin ser cínico, trabajando continuamente sobre el prosaísmo de la lengua, acepta el lugar común para combatir el lugar común. Al humor oswaldiano se suma la ironía, a los arrobos de Mário de Andrade se contrapone la discreción. Al idealismo socializante añade una combatividad política explícita en un primer momento, e implícita en su producción que llega a los años ochentas. Poco a poco, su obra adquiere un tono existencial, puramente interrogativo, que se refleja en una problematización aguda del fenómeno poético. Veamos la primera y las últimas dos estrofas de Búsqueda de la poesía, en traducción de Ángel Crespo:

    No hagas versos sobre los acontecimientos.

    No hay creación ni muerte ante la poesía.

    Ante ella la vida es un sol estático,

    no calienta ni alumbra.

    Las afinidades, los aniversarios,

    los incidentes personales no cuentan.

    No hagas poesía con el cuerpo,

    ese excelente, completo y confortable cuerpo

    tan indefenso ante la efusión lírica.

    Tu gota de bilis, tu antifaz de gozo o de dolor en la oscuridad

    son indiferentes.

    No me reveles tus sentimientos,

    que se aprovechan del equívoco e intentan el largo viaje.

    Lo que piensas y sientes, eso no es todavía poesía.

    […]

    Acércate más y contempla las palabras.

    Cada una

    tiene mil faces secretas bajo la faz neutra

    y te pregunta, sin interés por la respuesta,

    pobre o terrible que le des:

    Has traído la llave?

    Fíjate:

    yermas de melodía y concepto,

    se refugian en la noche, las palabras.

    Todavía húmedas e impregnadas de sueño,

    ruedan en un río difícil y se transforman en desprecio.

    Estamos en el espacio absoluto donde todo es relativo —esto no es una boutade—. Sin duda estamos en el espacio de la gran poesía. A partir de Claro enigma, de 1951, Drummond se encuentra con la tradición barroca hispano-portuguesa y se abre a la modern tradition de Valéry y de Eliot. Este es el segundo Drummond, que no se desprende de sus raíces pero se permite indisponerse con el adjetivo y la denominación modernista: éste es el poeta que escribe Y que aburrido quedó ser moderno./Ahora seré eterno […] a cada instante se crean nuevas categorás de eterno. Al modismo, a la literatura de contingencia, la visión de la atemporalidad de la manifestación artística. En este panorama, designaciones de escuelas, o la división del flujo poético en generaciones, pierden totalmente el sentido. Manteniendo la dicción modernista y al mismo tiempo tratando temas mayores, Drummond redimensiona todo un movimiento y afirma una verdad bastante más extensa que este mismo movimiento y: el artista, el poeta, está solo, condenado a la vida y a la escritura.

    Me pegaron al tiempo, me pusieron

    un alma viva y un cuerpo descoyuntado. Estoy

    limitado al norte por los sentidos, al sur por el miedo,

    al este por el apóstol san Pablo, al oeste por mi educación.

    Me veo en una nebulosa, rodando, soy un fluido,

    después llego a la conciencia de la tierra, ando como los otros,

    me clavan a una cruz, en una única vida.

    Traducidos por Ángel Crespo, estos versos son de Mapa, que Murilo Mendes publica en 1930. Mendes representa bien la nueva vertiente de la poesía brasileña después de 1922. Murilo completa al reticente Drummond en el sentido de que es poseedor de una imaginación todopoderosa que, además, recibe el influjo del surrealismo francés. De ahí su poesía brilla por la prioridad de la imagen, de la metáfora, sobre el nivel del mensaje, como bien señaló João Cabral de Melo Neto. La poesía de Murilo es multiplicativa, abundante: una pulsación barroquizante incide más o menos intensamente a lo largo de su obra. Esta propia multiplicación lo lleva a la conciencia del caos omnipresente en el universo y la poesía misma: Murilo lucha contra la desintegración, contra la nulificación. Es a partir de esta conciencia que nace su esfuerzo constante para mapearse: su obra es una gran tentativa que procesa un individuo para diseñarse entre las cosas, diseñándolas. En este contexto nos es fácil comprender su aproximación al catolicismo —no en su valor ritual o moral sino en aquél propiamente místico—. Su iglesia es una mujer de inagotables dotes sensuales y trascendentes. Todavía en los años treintas él escribe con el poeta Jorge de Lima un libro a cuatro manos: Tiempo y eternidad, en una tentativa de restaurar la poesía en Cristo. Sus inquietudes, por otro lado, lo llevan a ser —si me permiten la expresión— un habitante de la historia, que encuentra en una dimensión atemporal a figuras como Marco Aurelio, Simone Martini, Proust y Picasso. De cierta manera, esto es ser clásico. Probablemente el más cosmopolita entre los brasileños de este siglo, profundamente marcado por la experiencia de la plástica contemporánea, termina por encontrar una forma de expresión poética mínima, prosapoesía, cápsulas de escritura

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