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El vuelo del alcotán
El vuelo del alcotán
El vuelo del alcotán
Libro electrónico402 páginas6 horas

El vuelo del alcotán

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Habrá que creer en el determinismo para dar sentido al personaje y al entorno en que se ubica.

El hilo argumental gira en torno a Ginés, un ser accidental y accidentado. Fruto forzado de un feriante, que lo mismo que acertó hubiera podido no hacerlo. Y del acierto, llegando a las entrañas de Manuela, nació Ginés, de alma sensible pero cuerpo incompleto; cuerpo que lo condicionó toda su vida.

No fue aceptado como niño normal en ninguna parte: sus posibles amigos pasaban o se reían de él, dejándolo en la mayor soledad imaginable. Varios adultos, principalmente el párroco, lo consideraron un fruto del pecado y como tal tenía que pagar la penitencia: prohibido integrarse con los demás, ni en la escuela, ni en la iglesia ni en la plaza. Como fruto del pecado, era rechazado. Y cuando la madre luchó para integrarlo, se desató la ira del párroco que terminó encerrándolo en un sanatorio psiquiátrico.

Allí tuvo que soportar todas las vejaciones imaginables: sin ser loco, pasó por ello; pasó por maniático, por depresivo, esquizofrénico... pasó por pervertido, sin serlo; mas suscitó el apetito carnal y fue víctima y objeto de deseo para varios adultos.

Ginés fue al final un ejemplo claro del determinismo que condiciona caprichosamente: ¿quién elige las víctimas? ¿Quién elige el cómo, el dónde y el cuándo?

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento7 abr 2017
ISBN9788491128922
El vuelo del alcotán
Autor

Miguel Ángel Plaza García

Miguel Ángel Plaza García nació el año 1946, en Miño de Medinaceli, Soria, cuando los campos en primavera eran retos de perfumes y colores y los veranos picor a cereal, masa de cebada y trigo. Había una escuela en la que aprendí todos nuestros montes, ríos, mares, cabos y puertos; toda la enciclopedia Álvarez. Quise continuar estudios, por lo que ingresé en un colegio religioso, en el que cursé Bachillerato elemental y superior.Durante unos años tuve contacto directo, en un centro psiquiátrico, con enfermos de variadas patologías mentales, pero mi enfoque cervantino me dirigió a la Facultad de Filología de la Universidad de Salamanca, donde cursé la Licenciatura en «Filología Románica». Luego, para compensarlo con mi afición por la filosofía y la psicología, me licencié en psicología y pedagogía en la Universidad Pontificia de Salamanca. Con esa finalidad tomé como la primera meta y elprimer logro, opositar en busca de una plaza de agregado o de catedrático. Fue como entré en el ámbito de la docencia, primero en Ubrique, Cádiz, y luego en Béjar, Salamanca y, finalmente, en Requena, Valencia, a partir de 1982 y hasta mi jubilación. He disfrutado como docente y a la enseñanza he dedicado gran parte de mi vida. Y muchas horas de forma altruista, fomentando la poesía, elteatro, etc.

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    El vuelo del alcotán - Miguel Ángel Plaza García

    El vuelo del alcotán

    filigrana

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta novela son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados en esta obra de manera ficticia.

    El vuelo del alcotán

    Primera edición: febrero 2017

    ISBN: 9788491127727

    ISBN e-book: 9788491128922

    © del texto

    Miguel Angel Plaza García

    © de esta edición

    , 2017

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    El vuelo del alcotán

    Miguel Angel Plaza García

    caligrama

    Prólogo

    Una vez fuimos así y hubo quien lo pagó con su vida. Con esta y otras reflexiones pasé la última página de El vuelo del alcotán, no sin cierta paradójica sensación de satisfacción y desamparo, del que ha recorrido un intenso camino y duda de si el siguiente le deparará tantas aventuras.

    Créanme si les digo que la novela que tienen en las manos, la novela de mi amigo y compañero Miguel Ángel Plaza, es una gran historia. Lo comprobarán sin duda, pero no quiero engañarles. No es una historia ingenua, no es en absoluto inocente. Es una historia dura, descarnada, un golpe despiadado de realidad que nos abre los ojos y nos estruja el corazón. Es una historia que despide una bruma de angustia que a veces puede llegar a ahogar; una historia auténtica que podemos llegar a reconocer como nuestra porque todos pudimos vivir en Quintanilla del Duque, todos pudimos ser Sito, todos pudimos ser D. Sixto. Todos pudimos ser víctimas, verdugos o testigos pasivos de un relato que refleja la intrahistoria de cualquier pueblo de esa España profunda que es de todos y ya no es de nadie. Porque una vez fuimos así, seres que sobreviven caminando hacia delante, culpables activos o pasivos que forjan un camino donde el único inocente debe ser sacrificado porque no encaja, porque no puede encajar en esa sociedad donde las mudas miradas pesan tanto como las palabras más hirientes.¡Qué pena de cuerpos, qué pena de vidas!

    Y es que Sito no es únicamente el niño eterno en cuerpo de niño y luego de hombre, el inocente al que se le ha negado la posibilidad de entender por qué sufre a manos de sus semejantes, por qué recibe crueldad y odio simplemente por existir. Sito es algo más que Sito, aunque nunca llegue a ver la mediocridad de esas mismas personas que lo humillan y maltratan. Sito es también la otra sociedad, la de los desprotegidos, la de los abandonados y anulados, razón por la que trasciende de personaje a símbolo. Es entonces cuando el autor le hace abandonar la pretendida insignificancia con la que la vida le ha golpeado para ofrecerle esa melancólica justicia que todos le negaron. En última instancia, en su sufrimiento se retrata la sociedad que le hace sufrir, del mismo modo que se retrataba todo aquel que se mofaba de D. Quijote, del mismo modo que Homais, el boticario de la eterna Madame Bovary, se quitó al ciego de encima porque en la persona de este mendigo no dejaba de ver su propio fracaso. Es así como Sito, fruto del pecado a ojos de un cura perverso, es anulado, vejado, maltratado y etiquetado de loco por todos los cuerdos que lo rodean y por no pocos locos. Abandonado como un resto humano, donde la única salida es una monstruosa terapia de inyecciones de aguarrás, atado de pies y manos, que lo vacía para finalmente desecharlo. Prueba irrefutable que avergüenza a todos los Homais de esta novela. Estamos, sin lugar a dudas, ante el enorme precio del símbolo.

    Debo añadir que he visto cómo El vuelo del alcotán quiere llegar a un público amplio. Es una novela para el deleite de los amantes de historias, para los que se sumergen en la peripecia de la trama. Sin embargo, como buen profesor de literatura, Miguel Ángel no deja de lado al que ama la literatura y, por ello, aprovecha la mejor tradición literaria, nacional y universal para formar el andamiaje de su edificio. Las huellas del Realismo nos pintan el fresco de aquella sociedad adusta y sin adornos, fiera en su supervivencia, aunque no por ello el autor abandona el brillo poético del lado más humano de los personajes, la pasión casi lorquiana de Manuela y Raúl. En este camino de reformulación, vemos cómo el narrador que nos guía en la novela vuela a distancia como el alcotán sobre la sociedad y los personajes o se acerca cuando lo considera oportuno hasta lo más profundo de ese mundo tan genuinamente suyo. Entra y sale de la cabeza de los personajes, fragmenta las historias de algunos de los personajes, cambia de rostro, observa, ironiza, reflexiona y, lo más difícil, nos sumerge en la locura. Casi nada. De forma implacable nos hace bajar a los infiernos dantescos del hombre, a lo más oscuro de la condición humana, pero con gran sutileza nos regala destellos de nobleza que emergen de la sordidez del ambiente: Me ha amargado la vida. Pero habrá que perdonar, sentencia Manuela refiriéndose a D. Sixto.

    En definitiva, Miguel Ángel reconvierte, reinventa, transita en lo conocido para mostrarnos de forma original lo desconocido. Y el resultado final es un estilo brillante y personal que nos regala este vuelo antiguo, o no tanto, un vuelo que nos hará viajar a lo inmutable, al alma humana.

    El vuelo del alcotán es la novela de un autor que debería seguir escribiendo, que debería escribir siempre, debería seguir ofreciendo historias como esta, bien escritas, con ritmo regular e incesante. Historias contundentes que se introducen en nosotros como lectores para cambiarnos, para modificar nuestro interior y provocarnos un recuerdo imborrable. Historias que nos dejan la huella de su lectora, que son como el propio Miguel Ángel, que pasan intentando mejorar el camino que recorren. Debería seguir escribiendo porque no nos merecemos perdernos ese cosmos vasto y rico que nos ofrece. Porque no nos merecemos perdernos la entereza y valentía de Tinín, la mirada perdida y babeante de Ginés, el idealismo de Paco, el amor de Manuela, pero también la violencia de D. Sixto, la depravación de Germán y Agustín, la fijación de Toboa, la inoperancia de los doctores; el brillo y la mugre de la misma vivienda.

    Deberías seguir escribiendo, amigo Miguel Ángel Plaza porque te vamos a esperar con anhelo, porque te vamos a disfrutar, porque siempre te lo vamos a agradecer.

    JOSE ANTONIO NAVARRO

    I. Atado a su propio cuerpo

    —A este chico, lo que tenéis que hacer, es meterlo en algún sitio.

    Así acababa siempre. Era como la despedida del tío Pedro, cada vez que pasaba por la puerta de la casa y encontraba allí a Manuela con su Sito, a la sombra, guardando los pesares en silencio.

    —No, por Dios, respondía Manuela.

    Y cuando ya el tío Pedro torcía la plaza, se repetía para sus adentros, que no se le desgravaran, las palabras de D. Sixto: recuerda, Manuela, es tu sino y la voluntad de Dios. No intentes torcer sus caminos.

    No quería pensar más. Las cosas son como son— solía decir ella—. Nunca, que recordara, se habían cumplido sus planes. Si alguna vez pensó, soñó o ideó algo, ya se encargó el destino de darle la vuelta a todo.

    De lo que más se acuerda es de lo del novio; bueno, por llamarlo de algún modo, pues se escapó de su vida, igual que de la espiga el grano con la lluvia de tormenta. Se descolgó de sus brazos y cayó al suelo muerto. Como si el corazón se lo hubiera partido un rayo, dejándole el vientre blando, cual pan revenido y a medio cocer.

    Recuerda que fue también el tío Pedro el que se la encontró gritando y golpeándole el pecho. Pero todo fue en vano. Y se le encogieron las blanduras y los ánimos al ver que Alejandro, que llegó el primer día con su carromato de feria y que se había posado en ella, como los zánganos, para quitarle la miel más sabrosa, había marchitado su flor para siempre.

    Y fue otra vez el tío Pedro el que avisó a la Guardia Civil. Lo metieron en una especie de saco, parecido a las fundas con cremallera para guardar los abrigos y los trajes, y se lo llevaron. Ella nunca pudo saber adónde. ¡Pobre Alejandro! Cuando llegaron los guardias estaba todavía con los pantalones bajados, enseñando sus restos de hombre.

    Después, ella diría que se lo encontró ya muerto y, por compasión, nunca la metieron en pleitos. Mas alguien habría en todo momento para recordárselo.

    Hubo de transcurrir un tiempo para que comprendiera que algo, no previsto, le estaba ocurriendo. Y el miedo a la preñez, y a la deshonra, le caló tan fuerte, que maldijo una y mil veces aquel placer a medias. Y hubiera deseado que cuando se desprendió de su piel se le hubieran desprendido también los entresijos de aquel vientre cambiante.

    Tomó aguas de saúco, aceite de ricino, salvado de avena y de centeno... pero nada parecía cortar las raíces que aquella simiente de feriante estaba echando. Se fajó el estómago, tanto, que apenas podía comer. Y en su desesperación llegó a golpearse el vientre: por fuera, con el mazo de un mortero; y por dentro, con los pensamientos.

    Pero estaba previsto que aquella criatura siguiera su proceso, y ni la anemia, ni las frecuentes caídas que sufrió por las bajadas de azúcar, ni la neumonía que cogió por estar varias horas en la nieve, inconsciente, a causa de sus mareos, la libraron de la ponzoña que, cual alacrán furioso, le escupió aquella tarde Alejandro: que llegó el primer día de fiesta con su carromato y se había posado en ella, como los zánganos, marchitando su flor más preciada para siempre.

    Así que, rendida, dejó que el destino le rompiera la faja y que pasara lo que tuviera que pasar.

    El hinchazón de Manuela avivó los corrillos por un tiempo y retrasó la calceta y la puntilla, mientras las vecinas ingeniaban una original explicación: seguro que aquel feriante tuvo algo que ver con la barriga de esa criatura.

    Y satisfechas con el genial esclarecimiento del enigma, se fueron olvidando del caso, también ellas, con el convencimiento de que ocurriría lo que estuviera previsto en los cielos.

    Pero en la tierra no estaba previsto que Manuela se pusiera de golpe de parto, entre otras cosas, porque ella ni siquiera había asumido su estado; y no estaba previsto que, tras la primera criatura que nació entera, pero muerta, sintiera de nuevo el desgarrar del vientre. Fue entonces cuando apareció Ginés: apenas tenía cuello. Y cuando la Petra, la mujer del tío Pedro, tiró para cortar el cordón, se apercibió de que su tripa estaba muy suelta. En ese momento no le prestaron mayor importancia: lo envolvieron en una toalla y se lo dieron a Manuela.

    —Toma. Este está vivo. Espabila, que ya tienes faena.

    Del primero sería la Petra la que se ocupara. Subió hacia las rocas y, apenas disimulado con unos trapos, lo dejó en un pequeño hoyo que encontró junto al camino. Luego, con la frialdad del que ha experimentado que el nacer y el morir son cosas que la naturaleza a menudo confunde, puso dos piedras sobre el envoltorio y se marchó hacia su casa. Nada ni nadie le exigió volver la mirada.

    Fue entonces cuando, a pesar de no haber sido llamado, apareció D. Sixto. Sin mediar palabra, se acercó a la recién parida e inclinando la cabeza le susurró al oído:

    —¿Ves las consecuencias del pecado? Esta criatura no tiene ninguna culpa. Ahora a cuidarlo, como si lo hubieras deseado. No lo abandones nunca, para que Dios te perdone.

    Las palabras de D. Sixto se le grabaron tanto, que todos los consejos que la gente le dio con el afán de liberarla de aquella carga que, como ellos decían, podía enterrarla en vida, las tomaba como palabras dichas por el mismo diablo, contra las que tenía que luchar para no caer en la condenación eterna.

    Lo tenía horas y horas agarrado a sus pechos y, más de una vez, se le cayó al suelo al quedarse dormida con él en brazos. Pero al niño nunca le pasó nada: parecía blando de piernas, blando de cabeza, blando de vientre. Lo que más le crecía, precisamente, era la cabeza. Tal vez por esto, por su desproporcionado volumen, a la edad en la que los niños comienzan a dar sus primeros pasos, él se quedaba tumbado, vientre arriba, sin poder moverse. Hasta los tres años no dio ninguna muestra de que algún día pudiera andar.

    Manuela no lo dejaba solo ni un momento, por lo que pudiera ocurrir: podía llorar, ahogarse, escocerse, golpearse con algo.

    D. Sixto, el cura, a menudo pasaba por allí para recordarle las palabras que le dijera el día del parto. Y algunas veces añadía, como si guardara el mal y el bien en la misma alforja: recuerda, este niño es tu premio y tu castigo.

    Se quedó ronca de tanto cantarle; de no dormir se le hundieron los ojos como queriendo esconderse, y los pechos se le agrandaron tanto que el pezón, cual petunia sin agua, le miraba hacia abajo.

    Se pasó horas y horas, días enteros susurrándole tiernos sentimientos en forma de palabras o sujetándole la cabeza para que aprendiera el movimiento de los labios, que pudiera decir mamá, pan, caca, pis... te quiero. A pesar de todo, en ningún momento vio ni un solo detalle; ningún indicio de que aquel cuerpo blando, escurridizo, fuera un regalo. Después de que diera los primeros pasos hubo de pasar mucho, pero mucho tiempo, hasta lograr unos quebrados balbuceos… Y, según cuentan, lo primero que dijo no fue mamá, sino caca.

    Pero a Manuela le dio igual: su hijo, al fin, andaba y hablaba... al igual que todos los demás niños. ¡Qué más daba en ese momento que hubiera tardado tanto! Ese día volvió a tener esperanza. Después, lo recordaría casi más que el mismo día del parto.

    Y lo sacó a la luz, lo sacó a la calle. Tenía que mostrarlo como su trofeo, orgullosa, por haberlo conseguido con tanta paciencia y tanto trabajo. Aunque cuando se acercaba a un corro, todos callaran; cuando iba hacia los niños, todos rieran y escaparan.

    Hasta que la gente del pueblo comprendió que, siendo real, aquel muchacho era a la vez un fenómeno raro y extraño. Y lo fueron tomando como una particularidad más de su aislado y curioso pueblo. Así lo aceptaron, al igual que hicieron con las angostas callejuelas o las gigantescas rocas que rodeaban las casas, amenazando con precipitarse rodando sobre ellas en cualquier momento. O como aceptaban, ¡qué remedio!, estar varios días encerrados cuando el pueblo quedaba hundido, sumergido, bajo nevadas eternas; o que un buen día, ya en verano, la furia del granizo arrasara campos y cosechas y secara en los rostros la alegría.

    Ginés pasó a formar parte del paisaje de aquel pueblo, mas como ocurría con las nevadas y tormentas, nadie lo quería; nadie lo buscaba; todos evitaban su encuentro. En todo caso, se le llamaba de lejos:

    —¡Ginés! –gritaba alguien desde la base de un risco, para desaparecer peñas arriba al ver que se acercaba.

    Luego, cuando inseguro emprendía la vuelta:

    —¡Ginés! —volvía a oírse desde el hueco de una cueva.

    Y el pobrecillo se giraba de nuevo.

    Pero antes de que llegara, ya se ocultaban de la burla en el oscuro más profundo.

    Él, parado allá abajo, caído de brazos y estómago, se parecía un poco a ese Judas de paja, serrín y trapos que, de forma anacrónica, muy ajenos al original significado, los martes de Carnaval solían colgar de un madero.

    A veces, su propio cuerpo le hacía sentarse sobre un terrón, o sobre una piedra, y permanecía allí ovillado largo tiempo; no había ningún estímulo que le moviera a hacer un esfuerzo para levantarse. Cuando, al final, giraba un poco y hacia arriba la cabeza, clavaba por última vez la vista en la cueva, con la esperanza de ver en las tinieblas. Y, desalentado, apoyando las manos en tierra, tras varios intentos, conseguía levantarse.

    Luego, con un lento y rítmico balanceo, se le veía arrastrar los pies por aquellos caminos de polvo y cantos; achicándose, más y más, según se acercaba al pueblo.

    —¡Hola, Ginés!, ¿Ya te vuelves? —le decían entre risas las vecinas —. ¿Cómo es que no te has quedado con ellos?

    —Es que se han subido trepando por los riscos y no he podido seguirlos

    –inocente y limpiándose las lágrimas con las mangas, respondía Ginés—

    —Pero, hombre –insistían —. ¡Que no se diga! Haber tú también subido con ellos.

    Y seguían hablando con palabras que Sito no oía. Y el bueno de Ginés, como sintiendo vergüenza de sí mismo, después de abrir la puerta para esconderse en casa, volvía a cerrarla de nuevo y, retrocediendo unos pasos, dejaba descansar el cuerpo sobre el poyato de la entrada.

    No estaba previsto que el destino de este chico fuera andar y andar siguiendo voces, buscando amigos; que en los años que van de la infancia a la adolescencia, recorriera tantos kilómetros: desde casa a la fuente; desde casa a los Pilares; desde casa a La Laguna Verde; desde casa a la vega. Fueron eternos recorridos de ida; eternos recorridos de vuelta, pero sin traspasar, nunca, la línea de meta.

    Era de esos seres, marcados por la inconsciencia o malicia de sus semejantes, a quienes se les roba un destino y el camino se les enrosca en la cintura, como flexible serpiente, y ni ellos mismos saben si es que vienen o van; si marchan o vuelven. Tienen los ojos de niebla; nunca aparecerá en ellos la claridad de la esperanza ni el brillo del deseo.

    Son como hijos del viento, que tan pronto sopla el cierzo como sopla el solano. Son como esos saltamontes, verdes, amarillos, terreros…que al esconderse entre las flores o camuflarse entre la hierba, camuflan también sus colores.

    Recuerdo que para cogerlos teníamos que ponernos en corro, pues nadie podía imaginar la dirección de su salto. Luego... hacíamos con ellos barbaridades: ¿saltarían con una sola pata... con una sola ala... con una paja atravesándoles el vientre...o uniendo sus dos alas?

    Ginés, claro que no era un saltamontes. No podía saltar de ninguna forma. Si lo hubiera intentado, habría caído de cabeza o perdido su vientre por el aire.

    Manuela no comprendía nada y, aunque unas veces La Petra, su comadrona; otras el tío Pedro, otras D. Sixto, el cura, le repitieran, día tras día, que ese chico no era para andar suelto por ahí, ella contestaba que por qué:

    —¿Porque no corre tanto como los vuestros? Lo que tenían que hacer los otros chiquillos era esperarlo, como manda Dios. Y también como Dios manda. Y los miraba con ojos de ruego, como mira la luna cuando el sol naciente amenaza

    Olvidada ya la miel de un día; limpia ya su piel de aquel placer húmedo que sintió breves instantes, cuando el feriante Alejandro la aplastaba con su cuerpo, caliente como palo en ascuas, Manuela no guardaba en el recuerdo momento agradable alguno con el que distraer el pensamiento, tener algo en que soñar o poder acallar el cosquilleo de la sangre.

    Por las noches, hasta de puro sueño se desvelaba. Y entonces, cuando estaba en la cama, rígida y paralela al cuerpo de Ginés, los ojos clavados en la oscuridad, como si fueran dos ganchos que, agarrados a la densidad de la noche, la dejaran suspendida en el vacío, entonces, ese hormigueo continuo se hacía tan fuerte que necesitaba agarrarse al cuerpo de su hijo para calmarlo. Y así, sintiendo aquel calor blando, la sangre de Manuela se amansaba y volvía el fluir a su ritmo habitual.

    Y al amanecer, los ojos se le descolgaban del techo y hasta conseguía, a veces, dormir algo antes de que Tinín, hijo de un primo lejano, golpeara la puerta y entreabriéndola gritara:

    —¡Prima, ya te dejo aquí la leche! Guárdala pronto; que andan por aquí los gatos.

    El bueno de Tinín siempre decía lo mismo. Lo oía a los mayores y, al repetirlo él, se sentía importante y seguro.

    Ella, tras separarse de Ginés, se tiraba de la cama y salía rápidamente, esperando que no se hubiera ido:

    —¡Adiós, Tinín! ¡Gracias! Pásate luego por aquí un rato.

    Lo gritaba por la ventanilla de la puerta. Pero el muchacho, ya en casa de otra vecina, nunca la oía.

    —Buen chico este Joaquín –pensaba, cuando después de coger la leche y dejarla puesta al fuego, se metía un poco más en la cama; sólo mientras hervía. Le pediría con más insistencia que fuera de vez en cuando. Podría ser un buen amigo para su hijo —eso pensaba.

    Pero aunque se lo dijera mil veces y aquel lo oyera, Tinín no iba a ir. Manuela no sabía que su padre, el único familiar que le quedaba en el pueblo, se lo había prohibido. Se lo dijo un día muy tajante: que mirara a ver, que Manuela, su prima, aunque lejana, no era buena mujer. Que aunque hacía ya tiempo, estuvo metida en líos y se libró de la cárcel porque, a pesar de haber muerte por medio, como no era de por allí, nadie quiso pleitear entonces.

    Que además se decía que el padre de ese crío, su primo, era al que tocó la muerte. ¡Vamos! —esto lo dijo sin querer decirlo —que no es buena gente. Que de momento iba a seguir con lo de la leche todos los días; porque, al fin y al cabo, eran familia y como tenían tan pocos recursos, no podían dejarlos sin un algo que llevarse a la boca.

    Luego, como no convencido de la verdad de sus propios argumentos, le puso la mano sobre el hombro, en señal de interés mutuo, y con tono lento y grave resumió su parlamento:

    —No quiero verte hablar con ellos. Nadie lo entendería. Llévales la leche, más que nada por esa criatura de Dios, que no tiene ninguna culpa. Y nada más. Si ella te quiere alguna vez dar algo, no se lo cojas. ¿Entendido?

    A Tinín todo eso le sonó un poco a cuento, parecido a esos fantasiosos que de vez en cuando contaba en clase Dña. Inés. Pero, conociendo el percal, tal como lo conocía, no tuvo otro remedio que contestarle:

    —Sí padre. Como Usted mande.

    Así que dejaba la leche y salía corriendo. Luego, durante el día, procuraba no pasar por la puerta siquiera, no fuera que se viera en el compromiso de tener que decirles algo. Incluso adelantó la hora del reparto todo lo que pudo para pillar a su prima dormida. Dejaría la leche sin decir palabra. Y si había gatos, que hubiera.

    Los gatos podían beberse la leche, pero la mala leche de su padre, cuando la cogía, no había quien se la bebiera.

    —Y ¿qué le podría decir a Manuela –le pasó por la cabeza— si algún día, al estar despierta, le preguntaba? Porque por él... sí que iría a jugar con Ginés; aunque bien habría de guardarse de no decírselo.

    Y con los días, los meses y los años, el cuerpo de Ginés iba creciendo, desarrollándose. Ya apuntaban por encima de sus labios carnosos los primeros pelillos, precoces, de un bigote inicialmente ralo y sin sentido. Desentonaban en aquella piel lacia, falta de madurez y de la tersura y color de una buena hornada que el sol y el aire, frío y sano de aquel pueblo, solía dar al resto de los chicos de su edad.

    Y todo su cuerpo fue perdiendo la envoltura de la infancia que, en cierto modo, disimulaba algunas malformaciones o, por lo menos, las hacía no tan ostentosas y rechazables.

    A Manuela se le iban los ojos detrás de los otros y, cuando luego miraba a su hijo, le hubiera gustado poder borrar esas imágenes para no caer en la tentación de compararlos. ¡Eran tantas cosas! Los otros chicos altos, fuertes, bien formados. Pasaban siempre en grupo por delante de su casa, hablando, riendo, en el ir—volver de la escuela. Luego salían con la merienda a la calle. En ese momento se colocaba junto a la ventana y miraba hipnotizada, sin pensarlo ni quererlo.

    Los críos silbaban, tiraban piedras al primer gato o perro que pasara y reían por reír, gritaban por gritar; jugaban a las tabas, a saltar el burro o... a ver quién meaba más alto. Ella lo veía todo por la rendija. Carlos, el del Luis, era casi siempre el que ganaba: se la sacaba bien recta, se echaba hacia atrás doblando un poco las rodillas y soltaba el chorro con tanta fuerza que sobrepasaba la pared del chozo, la que solían escoger para la prueba. Y así mataban el tiempo, y también se divertían; no tanto, a lo mejor, como ella se imaginaba.

    Y no quería pararse a pensar qué, en esos momentos, le pasaba por dentro. Pero algo, como culebrillas, le subía por las piernas hasta el vientre. Y un sabor a yeso se le ponía debajo de la lengua, y por toda la garganta. Entonces, agarrándose de silla en silla para no caerse, llegaba hasta la cama y, al ver a Ginés tumbado, con los ojos en blanco, el cuerpo se le abrazaba y lo recorría de arriba abajo con las manos, con toda su tristeza y su ternura. Y paraba la mirada en la ingle: su hijo, como los de la plaza, se estaba haciendo hombre, pero sólo ella podía darse cuenta. Mantenía la mirada en el latido fuerte de las venas, por donde sí que corría la sangre; por donde se engrosaba la vida.

    Y lo comparó con Carlitos, y pensó que tal vez era una tontería aquello, pero mientras Carlos se crecía, haciéndose el gallo por eso, a su Sito sólo ella podía apreciarlo. Poco a poco se relajaba y el mareo iba desapareciendo.

    Hasta entonces no fue consciente de estar fijándose, de buscar un apoyo en algo que no le pertenecía y, al igual que el llanto a las flores, cuando se pisan y aplastan, a ella le venían los martirios:

    —Me estoy volviendo loca —pensaba—. ¿Será esto también voluntad de Dios y — como decía D. Sixto —estos sus caminos? Todo se me va apareciendo sin quererlo y yo me siento sin fuerzas para rechazarlo.

    Desorientada puso la mano en su muslo y cuando insegura fue a retirarla, y levantarla lentamente, Ginés, con un pequeño gemido caprichoso se la retuvo. Ese día y esa noche durmieron hasta el amanecer.

    Oyó a Tinín dejar la leche en la puerta, pero no quiso decir nada. A lo mejor entre sueños había estado comparando imágenes; las que tan fuertes se le habían grabado la tarde anterior. Y por eso, al despertarse, lo veía tan claro: sólo en ella estaba el deber de intentar que su hijo fuera como los demás muchachos. Pondría todo lo que estaba de su parte. No permitiría que se fuera ablandando y ablandando hasta que ni siquiera los huesos pudieran aguantar su cada vez más voluminoso cuerpo.

    —Iría a hablar con la maestra, las gentes decían que Doña Inés era buena. Si acaso por alguna razón le pusiera pegas, acudiría a D. Sixto: no podía decirle que en los caminos esos, los de Dios, estaba también escrito que Ginés habría de vivir solo, despreciado y olvidado por los hombres. Sólo porque sobre ella un día cayó el cuerpo abrasado de un feriante que pasó por el pueblo. Se llamaba Alejandro —recordó hacia dentro— y murió entre mis brazos.

    Don Jacinto, últimamente, no pasaba mucho por su casa, como si la estuviera olvidando; pero tendría que ayudarla.

    Sí, su hijo iría a la escuela, como los demás. Y luego lo sacaría a la plaza, cuando se juntaban los muchachos, a reír y gritar y jugar. Y a lo mejor si se pone –una sonrisa pícara dilató sus labios —los gana a todos en eso de soltar el chorro hacia lo alto.

    Lo llevaré a dar paseos por el campo y, cuando la piel haya cogido el color maduro de sus años, igual hasta me lo toma el tío Pedro para ayudarle en algo: se va haciendo mayor y que alguien pudiera quedarse con las ovejas un rato... no sé, le vendría bien. O, aunque sea tan sólo para echarle al ganado.

    Manuela se fue ilusionando y todo lo deseado lo fue disfrazando de realidad:

    —Claro –se repetía —cuando viera la gente que su Ginés valía para algo, igual hasta dejaban de reírse de él... y de ella: podría volver a hablar con las vecinas, y bailar el día de la feria en la plaza, y....

    —No, no quería seguir pensando; no quería seguir soñando: ¿A qué esperar?

    Descolgó de la percha aquel vestido rojo que llevaba colgado los mismos años que hacía de la lejana feria en la que Alejandro… Rechazó el recuerdo y, rápida, salió hacia la escuela. Tenía que poder hablar con la maestra antes de que llegaran los muchachos.

    A pesar de que las palabras no acababan de fraguar en sus labios, le relató el caso lo mejor que pudo. Entre tartamudeos y sollozos le contó que a su hijo le costó primero andar, y luego hablar; de cómo por esto todos se reían de él y que Ginés, intentando hacerse amigos, iba siempre detrás de ellos, y lo dejaban tirado en medio del camino, o al pie de los riscos, para luego lanzarle piedras desde arriba; como si fuera todo un apestado. Que cuando lo veían por las calles —decía — todos huían de él; como si fuera a contagiarlos –decía.

    Que por eso un día, sin saber muy bien por qué —a Dña. Inés le decía — lo protegió escondiéndolo en casa. Y que ahora su hijo había crecido mucho, y que no podía tenerlo así para siempre. Que ella ya no sabía qué hacer –decía—. Que venía porque él también podía ir a la escuela, como los otros. Que a lo mejor aprendía a leer y todo eso. Que si no – eso la preocupaba – cuando ella faltara, ¿qué iba a ser de él? — pensaba ella— si no sabía hacer nada.

    Dña. Inés, la maestra, escuchó todo aquel tartamudeo sollozante y se quedó en blanco, cual si de golpe se hubiera encontrado con un inmenso muro cortándole el paso. Pasaban los segundos y ella sin reaccionar, como midiendo la altura y su agilidad para saltarlo. Se decía que ya estaba superando bastantes obstáculos día a día, que ya iba bien servida con aquellos cuarenta alumnos de edades distintas, de niveles distintos, de distinta capacidad y distintas ganas, para hacer o dejar de hacer algo. Y llevaba ya mucho tiempo tomando carrerilla, animándose a luchar por aquella gente y saltar por encima de todas las dificultades.

    Pero lo que le proponía aquella mujer era ya demasiado. No habría carrerilla ni impulso que fuera suficiente, a no ser para dar un salto al vacío, para lanzarse desde aquella peña, La Peña Reina:

    ...lanzarse cerrando los ojos y dejando que el viento, sólo el viento, con su roce suave y fresco te sirva de último consuelo. Sí.— A veces ya había sentido eso, cuando no podía más y el dolor, ardiente como el vinagre, se le colocaba entre ceja y ceja; peor que un chirrido. Como si alguien quisiera separar los huesos herrumbrosos de su frente.

    No, no estaba ella para eso. Le fallaban las fuerzas. Nunca había tenido alumnos así; no sabría qué hacer con él... Ya veía, en su silencio, a los demás muchachos armarla a su costa; y ella, sin

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