Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Relatos de tierra, viento y escamas
Relatos de tierra, viento y escamas
Relatos de tierra, viento y escamas
Libro electrónico247 páginas2 horas

Relatos de tierra, viento y escamas

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

No te dejes engañar por el título. Este libro es algo diferente y no fácil de encasillar. Esa es, precisamente, su mayor virtud. Y puede que no todo en este libro sea para todos, pero hay algo en él para cada uno. Porque este libro es más que una colección de relatos.


Esta antología son 63 cuentos cortos seleccionados que abarcan distintos géneros, realidades y emociones. Algunos son extensos, otros simples suspiros. Unos te resultaran familiares, pero otros te pueden parecer extraños, incluso ajenos. Son pinceladas, son fotogramas narrativos; son historias que nos invitan a soñar, pero también a reflexionar. Y es que, en estas páginas, todos los relatos comparten un hilo común: la búsqueda de la verdad, de la belleza y de la emoción genuina. Es como si el autor, que nos guía de la mano con una voz narrativa que se mueve con soltura tanto por la introspección psicológica como por la descripción poética, quisiera recordarnos que la belleza y la complejidad no son excluyentes, sino que, a menudo, se encuentran entrelazadas, en esa intrincada danza que es la existencia, la complejidad del alma humana y el mundo que nos rodea.


No es solo un libro, es una experiencia literaria y por eso, más allá de las palabras, lo que realmente importa es lo que estos relatos despierten en ti.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento26 mar 2024
ISBN9786072950603
Relatos de tierra, viento y escamas

Relacionado con Relatos de tierra, viento y escamas

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Relatos de tierra, viento y escamas

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Relatos de tierra, viento y escamas - Ruben Zamora Equert

    Soñando vidas, viviendo sueños

    Por fin escucha su nombre. Cómo no escuchar ese último grito, que sale certero de la habitación a través de la pared de madera de ese segundo piso. Encuentra al hombrecillo derrumbado en el suelo del pasillo, con la espalda encorvada, la cabeza entre los brazos y las manos apretando con fuerza las orejas. Así logró no escuchar muchos de los anteriores, y los que sí escuchó no le dolieron demasiado. No importa, este es un grito diferente, desgarrador e infinito. Se mete a través de piel y huesos y entrañas y no deja de buscar hasta que encuentra su alma, cobarde, que se había encogido y escondido detrás del corazón, para que no la encontrara nadie. Entonces la desnuda y la atraviesa y la zarandea. El grito, al haber cumplido su cometido, se transforma y sale de ese cuerpo enjuto convertido en babas y mocos, y en gemido de vergüenza.

    Se golpea las sienes y el rostro con los puños; se agarra los pocos cabellos en los costados de la cabeza y tira de ellos. Quizás piensa que el dolor del cuerpo puede distraer el dolor de su corazón aterrado y enloquecido, que se siente impotente ahora que por fin entendió –es lento en entender– la soledad de su mujer, que está dando a luz sin él. Todo el día y la mitad de la noche de parto y la criatura sin nacer.

    «¡Juan!»

    No lo soporta más. Por fin, el miedo de su esposa amada puede más que su propio miedo y se levanta y abre la puerta, acompañando el eco del último grito. Su cuerpo se recorta en el hueco. Viste una gastada camisa blanca y un pantalón marrón de tela gruesa que sirve tanto para ir a matar una gallina como para ir a la iglesia los domingos. Parece más un jornalero que el tabernero que siempre ha sido. Nunca se preocupó de las apariencias. Solo por el trabajo duro y honesto, y por su familia.

    La habitación es amplia, con una cama en el centro con sábanas que antes eran claras y ahora están húmedas y ensangrentadas. Su mujer se agarra de los costados con esa fuerza de hembra, casi inhumana. Lo ve y puja otra vez, pero la panza no se vacía.

    El no haber entrado antes hace que se acerque a su esposa con la cabeza agachada. Llega hasta la cama y Marga es la que le coge de la mano sin reclamos y con fuerza. Se obliga a levantar la vista y se encuentra con la agotada y agradecida mirada de su mujer.

    El doctor está a un par de metros a un lado de la cama, vestido de negro con los brazos detrás de la espalda y el sombrero de copa enmarca una melena gris que termina en una coleta descuidada atada con un lazo negro de algodón. Sus rasgos son los de un ave de rapiña: el rostro anguloso punteado por una chiva también encanecida, la nariz aquilina y el cuerpo encorvado. Es uno de los mejores galenos de la ciudad y solo atiende a integrantes de la nobleza y a comerciantes de verdad, no como ese tabernero. Si no fuera por los ruegos del hombrecillo. No. Si no fuera porque ese estúpido le ha pagado por adelantado el triple de lo que es usual para contratar sus servicios, no hubiera puesto un solo botín en ese barrio, en esa casa, ni en ese suelo envejecido. Hasta ahora no se ha inmiscuido. Incluso ha logrado mantener el maletín sin abrir.

    Juan se da cuenta de eso y mira al doctor, asombrado. Lo que ve en esos pequeños y negros ojos no es vergüenza, es un calmo e impúdico desprecio. Se da cuenta de que el dinero que ya le dio, sus ahorros de años, solo le han alcanzado, por mucho que haya sido, para que ese maldito doctor de alcurnia espere en la habitación hasta que tenga que certificar la muerte de su mujer, de su hijo o de los dos. El tabernero ahora lo sabe, aunque debería haberse dado cuenta antes de que fuera demasiado tarde. Pierde el equilibrio y no se cae al suelo porque es su mujer la que lo sostiene de la mano y lo hace regresar a su lado.

    Se suelta de su esposa y mira a la comadrona. La Jacinta, vive al final de la calle de los Doblones y es viuda de Manuel el albardero. Está de rodillas entre las piernas de su esposa y cubierta de sangre hasta los codos. La sangre y los fluidos de ese parto que no termina de ser, van a dar a un recipiente de agua caliente que una de las sirvientas de la taberna cambia por otro con agua nueva una y otra vez.

    Una golondrina revolotea por encima de la cama y desaparece a través de la pequeña ventana en la noche; una cucaracha escala la levita del médico que al darse cuenta la aparta de un manotazo y cae al suelo donde el hombre la pisa veloz antes de que reaccione el insecto. El sudor y el dolor llenan la habitación, pero en ese momento el sonido crujiente es lo único que se oye.

    Un gemido de alivio aborta otro grito, dilatado y ondulante. La mano de la mujer se relaja y se suelta. El hombre busca esa mano con la mirada porque piensa que se ha caído al suelo y se ha hecho añicos. La comadrona se levanta. Juan, atemorizado, da atrás dos pasos. La vecina avanza y le entrega un bulto minúsculo. Le dice que es una niña y Juan se alegra, porque solo tiene hijos.

    Y la mira y, aunque está aún llena de sangre y mucosidades, es lo más hermoso que ha visto en su vida. Y es su hija y se parece a su Marga y también se parece a su hermana pequeña, a Sara. Así se va a llamar, por su pelo claro y su boca abierta en una pequeña sonrisa. Y la acuna entre sus brazos y la acaricia. Y es el momento más feliz de su vida. Y Juan llora y ríe de absoluta felicidad mirando a la niña. Su mujer ya duerme, exhausta. Y Juan ve a Sara como crece, y le ve dar los primeros pasos, con una dificultad que va más allá de su edad. Y el doctor sigue ahí implacable, inmutable, una sombra que oscurece su vida, solo que Juan no se atreve a despacharlo y que a su hija le pase algo. Y su hija es una hermosa saca de huesos con tirabuzones en lo alto, y la ve postrada en la cama, como su madre estaba cuando nació, hace ya diez años, con el pelo empapado por el sudor, pegado al almohadón, con los ojos cerrados y su rostro salpicado; y hiede a enfermedad y arde de fiebre y el doctor sigue sin moverse, en la misma habitación, en la misma postura en su mirada idéntico desdén. Y su pequeña Sara muere, diciendo que se va con Dios. Y un leve arañazo en el suelo helado recibe la caja de madera, pequeña e insignificante, y la tierra se cierra y la abraza, cubriendo a su hija para siempre. Y Juan levanta la mirada de la tumba y encuentra una sonrisa de triunfo en el rostro del doctor. Y jirones de tela negra caen al suelo. El doctor se ha convertido en cuervo y levanta el vuelo y devora el corazón de una golondrina mientras vuela.

    Desde el suelo de madera de su taberna Juan grita. Grita con todas sus fuerzas al cuervo, al cielo y a su propia miseria. Un grito que se traga otro grito, que devora al que llega desde la habitación donde está pariendo Marga. Sin embargo, el hombre desde el suelo se silencia a mitad de ese aullido y solo queda, mitigado, el que viene desde el otro lado: hay algo que no le cuadra al hombre, que no tiene sentido.

    Pasa las manos por la madera del suelo de esa planta. Debería estar podrida, con agujeros, y no lo está. Quiso cambiarlo cuando Sara cumplió ocho años, pero no les alcanzaba el dinero. O era la reparación del suelo o los cuidados de la niña. Vuelve a acariciar la madera. Se ve vieja y delicada, desgastada en los puntos de mayor paso, pero si la cuidan aun durará varios años.

    Se incorpora con cuidado de sus huesos pensando en la niña y en el porqué estaba tirado ahí en el suelo. No le duele nada, como debería. ¿Será que lo han drogado porque pasó algo más después de la muerte de Sara? ¿Murió alguno de sus otros hijos y no lo recuerda? ¡Marga murió! Debe de ser eso y al no soportar el dolor, pidió que le dieran algo que le adormeciera el alma.

    Con un angustiado «¡Marga!», Juan abre la puerta y descubre, en efecto, a su mujer postrada en la cama. Solo que… no es cadáver. La mujer, mordiendo sábana, sigue pujando concentrada desde la cama y la Jacinta desde entre sus piernas le da ánimos. El doctor, un poco apartado, las observa, con las manos en la espalda. El maletín está como recuerda Juan que estaba aquella noche: sin abrir sobre la cómoda. Todo está como Juan recuerda que estaba hace diez años, incluso los olores.

    Se mira las manos y ve completos los dedos que perdió en aquella reyerta, un sábado casi en la madrugada. No aguantaba más y bajó a su propia taberna a buscar a un estúpido a quien hacerle pagar el dolor y la confusión unos pocos meses antes de perder a Sara. El estúpido pagó, él perdió tres dedos de la mano derecha y la ley casi le quita la taberna. Tuvo que pagar un dinero que podía haber mantenido a su hija unos meses con vida y, también, tuvo que prometer que no era él ese otro hombre, que se desconocía. ¡Perdón! Fue la locura quien me poseyó anoche, pues. Pensé que no podría vivir cuando pensé en perder a mi hija. Perdón, oficiales, les juro que fui yo, pero que no volverá a pasar se lo juro por Dios. ¡Miren! Para que me crean y no me alejen de ella ni de mi familia, para que entiendan que fue locura y pasajera les dejo como garantía la taberna y mi vida con ella ¡Aquí está el papel! ¡Y lo firmo ante testigos y de mi puño y letra! Aunque disculpen ustedes esta última, que aún estoy aprendiendo a hacer las cosas con la izquierda y escribir no se me daba bien ni con la que era la buena. Y la buena, la que Juan en esos momentos mira está, como antes, completa. Los dedos callosos, pero enteros, y es con esos mismos con los que confirma que todavía le queda pelo en la cabeza y que, ni el vello del pecho ni el de los brazos están encanecidos, como deberían.

    No, no es un recuerdo. Él sabe lo que es recordar, y como hacerlo. Eso ha sido otra cosa, diferente y más extraña. Nada de lo que vio pasar, ha ocurrido: su mujer no dio a luz hace diez años, y su hija nonata no ha muerto antes de cumplir las once primaveras.

    Sin entrar a la habitación ve a su esposa, a la vecina y al galeno que lo miran como los mira, plantado en el quicio de la puerta con los ojos enloquecidos, viéndolos y también mirando a través de ellos, como cuando miras hacia adentro y como cuando miras a una golondrina que detenida en el alfeizar de la ventana y con una cucaracha en el pico también te mira.

    Con lentitud y sin darles la espalda sale de la habitación y cierra la puerta. No es muy listo, pero tonto nunca ha sido. Y sabe que Dios existe, aunque nunca lo haya visto.

    Comienza por el principio, pues, y deja que otros galenos, dentistas y matasanos crucen por su cabeza. Los desecha con golpes de pensamiento a mano abierta, convencido de que lo único que harán será precipitar la muerte de su mujer y de su hija. Unos por ser inconscientes, otros por insensibles y otros por lerdos.

    De repente sabe qué hacer y, al saberlo, con un gruñido, se precipita

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1