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Un fuerte olor a flores
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Libro electrónico247 páginas3 horas

Un fuerte olor a flores

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Una novela dramática escrita desde el corazón y con capítulos emotivos y gramos de drama que te llevan de la mano a un momento de la historia vista desde los ojos de una familia peruana, concretamente de un niño, por la década de 1970, donde la necesidad y el hambre tanto protagonismo tenían y donde la fe y la religión no solo en los colegios si

IdiomaEspañol
Editorialibukku, LLC
Fecha de lanzamiento22 abr 2023
ISBN9781685743352
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    Un fuerte olor a flores - Pedro López

    Un_fuerte_olor_a_flores_port_ebook.jpg

    UN FUERTE

    OLOR A

    FLORES

    Pedro López

    Reservados todos los derechos. No se permite la reproducción total o parcial de esta obra, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio (electrónico, mecánico, fotocopia, grabación u otros) sin autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. La infracción de dichos derechos puede constituir un delito contra la propiedad intelectual.

    El contenido de esta obra es responsabilidad del autor y no refleja necesariamente las opiniones de la casa editora. Todos los textos e imágenes fueron proporcionados por el autor, quien es el único responsable por los derechos de los mismos.

    Publicado por Ibukku, LLC

    www.ibukku.com

    Diseño y maquetación: Índigo Estudio Gráfico

    Copyright © 2023 Pedro López

    ISBN Paperback: 978-1-68574-333-8

    ISBN Hardcover: 978-1-68574-334-5

    ISBN eBook: 978-1-68574-335-2

    ... la muerte, ¡desdicha fuerte!:

    ¡que hay quien intente reinar,

    viendo que ha de despertar

    en el sueño de la muerte!

    La vida es sueño,

    de Pedro Calderón de la Barca

    IN MEMORIAM

    A quien más he querido en este mundo, mi abuela (1900-1976),

    que vivió una época de penuria.

    Y a pesar de ello,

    me dejó una luz de entusiasmo sin el cual no habría terminado este libro.

    PRIMERA PARTE

    1

    Paolo lo esperó en medio del patio mientras el vecindario dormía la siesta. Contempló las nubes negras deformes que pasaban por encima de su cabeza. Las antiguas paredes de adobe olían a tierra mojada, la humedad brotaba de sus múltiples ranuras. Del fondo de una vereda angosta, por fin, apareció Mario, apresurado a su encuentro. Paolo le tocó el hombro y corrió hasta que no pudo maniobrar más. Mario lo atrapó. Le tocaba a él, se empujó contra la pared y aceleró. Pensó que antes de que llegase al muro opuesto lo alcanzaría, sin embargo, con un movimiento ágil, su amigo consiguió esquivarlo. Entró a la parte descubierta del patio y le sacó ventaja con la ligereza de una gacela asustada. Paolo no se precipitó detrás, le cortaría el paso a su regreso. Mario, pensando que lo seguía, aceleró y cruzó el umbral del portón de la calle como una flecha. Paolo no pasó el limen, paró en seco al escuchar un fuerte sonido de bocina parecido al estallido de un cañón.

    Era una tarde de otoño. Una pesada nube negra en forma de pulpo se detuvo sobre un cielo gris y, durante una eternidad, el día oscureció. El nubarrón se desvaneció ante sus ojos con la imagen de terror, el firmamento ardió y cayó una llovizna de gotas rojas. El estruendoso impacto del auto contra el cuerpo de su amigo lo ensordeció. Se sujetó la sien como si hubiese recibido un golpe seco en la nuca. No esperó ver su caída, regresó de ese umbral de enormes puertas oscuras y cruzó el patio con la mirada al frente, tieso. Entró a su casa, notó el piso negro con tablones desgastados. Su cuarto tenía un bombillo colgante al centro que se desprendía del alto techo. Al fondo, contra el muro de adobes, estaban las dos camas situadas una encima de la otra. La pared del lado tenía una cortina que cubría la ventana colonial que conectaba con otro gran cuarto, el de sus padres. Un ambiente fúnebre con personas deformes envolvió los aires, sombras. Cerró su puerta, corrió el pestillo y se sentó. No subió a su cama, se resguardó debajo del camarote mirando la entrada, atento como un soldado. Su mente recreó una y otra vez el vuelo de Mario por los aires. Se quedó dormido y su sueño describió un arco ardiente: era la trayectoria que formó su amigo al ser embestido.

    Despertó con hambre y miedo. Con la vista fija en el techo del catre no se movió. el tétrico cuadro le produjo ansiedad, se acordó de su mamá ausente, lo invadió una sensación de letargo y tristeza. No lloraba, se frotaba la frente caliente para enfriarla con sus manos heladas.

    Subió y volvió a quedarse dormido. Despertó doce horas después con un fuerte dolor de cabeza. Ese día se levantó de su colchón de paja solo una vez para recorrer la casa y el patio buscando a su mamá. Intuyó otra desgracia mayor que le produjo una desgana profunda y un gran cansancio. Nunca más jugó a la pega y todo sonido estrepitoso lo relacionaba con la muerte.

    2

    Daniela, su tía, era secretaria en Radio Miraflores. Llevaba solo seis meses trabajando allí y ya le habían aumentado el sueldo al doble de cuando comenzó. Era eficiente, una artista. A la hora de escribir a máquina estiraba el cuello con un gesto altivo al natural, echaba los hombros hacia atrás y, risueña, sin mirar el teclado, mecanografiaba a cien palabras por minuto. Su trabajo se había convertido en su pasión, tal vez más que los halagos que alimentaban su vanidad. Vestía elegantemente y se adornaba de alhajas; la veían engreída cuantos la conocían, portaba una coquetería innata. Se arreglaba de maravilla hasta para ir al mercado.

    —¡Eres presumida hasta las coronillas! —le decía su madre cuando iban de compras, incómoda ante las miradas, piropos y silbidos que la acechaban.

    —Pero, mamá, ¿qué culpa tengo yo de que me hayas hecho con una figura así de regia? —respondía mirándose contornear, alardeando de sus cualidades.

    —Con razón que no tienes amigas —le decía su madre refunfuñando.

    Daniela tenía 29 años, vestía una blusa crema de mangas largas. Le contaba a su mamá, una morena entregada a su religión, lo bien que lo pasaba en el trabajo y los múltiples pretendientes que la acechaban: locutores, empresarios, buenos partidos todos. Desde que tuvo a su hija, su mamá le advertía sobre la frialdad de los hombres cuando deseaban saciar sus instintos, de lo mentirosos que eran; como su padre, que acabó abandonándolas. Le recordaba que era madre soltera, que no le sería fácil en una sociedad de mojigatos alcanzar sus sueños y que los de buena pinta y buena posición económica eran, por lo demás, unos picaflores... Ella la cortaba, le respondía siempre lo mismo: «Lo sé, lo sé, que tonta no soy».

    Dos días después de perder a su amigo, el lunes 9 de abril, Paolo sintió en sus sueños el sonido de unos zapatos de tacones altos, un fuerte olor a flores y una voz de mujer. Daniela había recibido una llamada en su trabajo a las diez de la mañana. La enfermera le había dicho que era urgente su presencia. Salió de inmediato. Hacía mucho frío cuando llegó a casa de su hermana y solo encontró a su sobrino durmiendo, lo tapó y salió en medio de una garúa incesante. El taxista del carro negro no tuvo tiempo de leer la primera nota de su periódico. El conductor cruzó la ciudad con precaución, las pistas estaban resbaladizas, el carro patinó más de una vez.

    Llegaron a la Maternidad de Lima. La sala amplia olía a cloro mezclado con sudor, había gestantes quejándose de dolores de espalda, molestias en las piernas, entumecimientos y hormigueos. Cada vez que abrían la puerta interior se escuchaban los llantos de bebés que entraban a la sala. Daniela aguardó impaciente tratando de desentrañar el apremio. «No puede ser nada grave —pensó—. Mi hermana tiene solo treinta y tres años y es fuerte, ha salido bien parada de sus primeros ocho partos, inclusive regresando a sus labores el mismo día. Entonces, ahora puede que necesite que la lleve a casa».

    Después de una larga espera se le acercó el obstetra con el rostro sudoroso:

    —No pudimos controlar la hemorragia —dijo secándose la frente con un pañuelo descolorido—. Tuvo una hemorragia, se nos fue.

    Daniela sabía lo que eso significaba, sin embargo no reaccionó. Movió su cabeza de lado a lado con una expresión de negación.

    —Creo que es un error, doctor —pronunció después de una larga pausa—. Le dije a la recepcionista que venía por mi hermana. Su nombre es Gloria…

    —Sí, es ella, su hermana… —susurró. El bebé sobrevivió. Y tras una pausa, añadió—. En breve podrá entrar a verlo.

    En ese instante su rostro moreno palideció, sus menudos pies no la resistieron y cayó derrumbada. El doctor la sostuvo y le ayudó a sentarse.

    —¡Dígame que no es ella, doctor! —articuló en voz alta, entre sollozos y lágrimas.

    Se quedó absorta sin saber qué hacer ni qué decir, con los ojos enrojecidos y los contornos manchados de rímel. Cuando su abuela entró al amplio y atiborrado lobby, fue a la recepción y pidió hablar con el doctor. Esperó en la ventanilla sin darse cuenta de que su hija estaba sentada en una esquina llorando, con sus manos tapándose el rostro. Salió el jefe de la junta médica que atendió en el parto a su hija, un hombre de más edad del que le dio la noticia a Daniela, de barba corta y cabello canoso. Estaba acostumbrado a responder a ese tipo de tragedias. Empezó con gestos afectivos, estudiando el grado de aflicción que el familiar reflejaba.

    —Hicimos todo lo que pudimos, señora, lo siento —balbuceó y su rostro se encendió—. Su hija se nos fue.

    Los ojos de su abuela parecían desorbitarse, cerró con fuerza sus manos haciendo puños, apretó sus gruesos labios, se agarró la cabeza como para que no reventase, abrió la boca... Iba a soltar una grosería, pero se acordó de su Dios. Entonces el doctor, temiendo un desmayo, la sujetó de los brazos y la dejó caer en una silla.

    Lloró, pensó en sus nietos, su larga falda negra le descubrió sus tobillos y zapatos bajos sin cordones, se limpió las lágrimas en la manga de su camisa de seda crema. Temblando, en voz alta, rezó el padrenuestro: «Padre nuestro que estás en el cielo…». Quedó en silencio.

    Daniela salió de su aturdimiento y se levantó como un resorte al verla. Lloraron desconsoladas. Su abuela fue la primera en serenarse diciéndole a su hija que llamase a su cuñado y le diese la noticia. Daniela se repuso, sacudió la cabeza, se levantó, acercó a la cabina y entre sollozos llamó.

    Su padre no reaccionó al escucharla, quedó en silencio, sin interrumpir los sollozos de su cuñada.

    —Voy, avisaré a mi comandante. Aquí ellos pueden arreglar lo del entierro —explicó.

    Mientras tanto, ese día Paolo había salido a esperar a su amigo donde solían encontrarse. Percibió un sentimiento de tristeza y desánimo en medio del patio frío, se preguntó dónde se habían ido todos. Pasó la mañana sentado en el suelo a la intemperie, deseando que apareciese Mario o alguien que le diese alguna razón de lo que pasaba; por la tarde el hambre aumentó, regresó a su casa, no encontró qué comer y volvió a salir parándose en el portón de la calle desierta. Desde entonces, los atardeceres pocos soleados de principios de abril lo entristecían y lo hacían experimentar un sentimiento de soledad profunda.

    3

    Su padre no reaccionó ante el pésame de su jefe, le dijo que se tomase los días necesarios y permaneció inmóvil ante él. Plácido Flores llevaba una camisa de manga corta a pesar del frío; no recordaba cuánto tiempo no veía las mañanas húmedas y las pistas resbaladizas a esas horas del mediodía, ni la última vez que se había movido en taxi. En el camino sacó la cuenta, nueve hijos, su cuñada le había dicho que el último había sobrevivido a una cesárea. Pensó que había sido para ellos una relación productiva, todavía el sentimiento de pérdida no había calado.

    Sus padres tuvieron diez hijos, todos se fueron muy jóvenes a la capital al terminar la fiebre del caucho. Se le vino a la memoria la serie de acontecimientos que lo llevaron a Lima a pesar de su promesa de quedarse en su tierra.

    Todo comenzó en el mes de febrero en que los demonios, según la leyenda, andaban sueltos y en Iquitos se celebraban los carnavales. El jolgorio en las calles era impresionante. Los danzantes vestían plumas multicolores, el pecho desnudo y túnicas cortas; las mujeres ricamente maquilladas y adornadas de dos pequeñas piezas semejantes a trajes de baño que meneaban cordoncitos y se levantaban al contoneo de la cumbia. Recordó el momento en el que él y su hermana llegaron a la plaza de armas y se deleitaban con los bailes bajo el sol abrasador mientras escuchaban gozosos los sonidos de la flauta y el bombo. Alba tenía el cabello castaño ensortijado, sonrisa sensual y vestía una sola pieza a modo de túnica que le cubría hasta los pies. Observaba a las bailarinas imaginándose entre ellas y, contagiada por la música, se movía discretamente. Se separó de su hermano para ir al quiosco a por un masato. En ese mismo momento, un simpático joven militar alto y delgado llegaba al puesto a por una Coca-Cola, pero al verla cambió de opinión y pidió la misma bebida loretana. Ella notó su presencia, lo miró con el recato de una joven bien criada, y sus ojos brillantes y tiernos lo desconcertaron. Se quedó prendado e irreflexivamente la examinó atentamente, embelesado y atravesado con un deseo profundo. Se llenó de valor, se puso su quepí y se acercó a su hermano.

    —¡Caramba, bailan bonito! —manifestó con su característica entonación andina—. Apuesto a que tú sabes bailar como ellos.

    —Yo no sé —contestó como cantando Plácido, con una tímida sonrisa, tratando de descifrar la institución a la que el uniforme pertenecía.

    —Usted debería tomarse el tiempo de enseñar a este joven —dijo Iván con gesto de amonestación seguido de una sonrisa. Y tras una breve pausa, añadió—: Señorita, se nota que este jovencito tiene un talento que no debe desperdiciar. ¿Cuántos años tienes?

    —Doce años —intervino cándidamente Alba con ánimo de juguetear con su hermano—. Y sí, baila, pero cuando no lo miran.

    Plácido, con un gesto de fastidio hacia su hermana, fue a comprar un refresco. Iván aprovechó el momento para halagar su figura y su modo de hablar cantadito. Las chicas que presenciaban el desfile voltearon descaradamente a mirar la hermosura de Alba y la elegancia de Iván, su uniforme impecable y su personalidad. Alba trataba de adivinar el origen de Iván, de su hablar pausado y claro, de su modo particular de pronunciar.

    Plácido recordó que Iván les dijo a sus padres ese día si le permitían que fueran amigos con su hermana, cuando cayó en la cuenta que lo había usado para acercarse a ella. Desde ese instante Plácido lo detestó, le decía que no estaba en casa cuando la visitaba, que tenía otro amigo. Cuando esto no funcionaba, desde el techo le aventaba piedras con su honda. A principios de la primavera, antes de partir, Iván le pidió matrimonio, se casaron en diciembre en Lima. Su jefe le dijo que las instalaciones de la FAP estaban a su disponibilidad. Tuvieron ocho hijos.

    Plácido y su madre fueron los últimos del éxodo a la capital donde se establecieron al terminar el quinto de media. Su pasión por las matemáticas lo hizo decidirse por la carrera de ingeniero. Estaba cursando el tercer año en la universidad de ingeniería cuando, un domingo que acompañó a su madre a la parroquia, la Virgen Milagrosa, conoció a una joven que también acompañaba a su mamá. Gloria era una morena con velo negro que apenas dejaba ver sus ojos almendrados. Guio a su madre al único espacio disponible del frente donde conoció a Plácido, que al verlas se levantó y les cedió su asiento.

    Se casaron cuando supieron que estaba embarazada. Su madre protestó, le dijo que se iba a ver en la necesidad de trabajar y abandonar su carrera. Plácido la consoló diciéndole que se metería a trabajar, que con Odría en el poder había chamba para todos, necesitaban hombres en las fuerzas armadas. Tuvieron nueve hijos. Un freno brusco del conductor lo sacó de su ensimismamiento. Pensó en la brevedad de la vida, en el velatorio y en que no habían pasado dos días desde que su hijo había perdido a su amigo.

    4

    A Paolo la muerte se le fue mezclando con los juegos de la infancia Para cuando llegó el día del velatorio, sintió miedo. Su abuela mostraba una gran tristeza, no así el resto de sus familiares, sus hermanos menores correteaban sin descanso. El firmamento empezaba a cubrirse de nubes, cuando a las diez colocaron el cajón en medio del patio ya estaba totalmente gris. La neblina dificultaba la visibilidad a corta distancia. Los arreglos florales en canastas y jarrones fueron los primeros en llegar. Los ramilletes de lirios, rosas, claveles y orquídeas los iban poniendo encima del ataúd. Los caballetes en forma de triángulo, de cruces y corazones los colocaban alrededor. Un olor dulce se apoderó del patio y penetró por todas las puertas y ventanas abiertas de las habitaciones. Paolo entró a la pequeña antesala de la casa de su abuela paterna, tenía una larga mesa con mantel negro y vista al patio. Se acercó a la ventana y vio que tres hombres vestidos de negro abrían las dos compuertas pesadas de la

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