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Analepsis
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Libro electrónico346 páginas4 horas

Analepsis

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Puto año 2020, una treintañera aguerrida y deslenguada narra la forma uraniana en que cambió su vida. Beatriz, en el peor año de nuestra historia moderna, cuando las mascarillas cubrían el rostro de las personas de todo el planeta, conseguía arrancársela al amor y descubrir que en realidad siempre lo había tenido idealizado. Una historia de amor, desamor y destino en tiempos convulsos y extraños. Una novela escrita bajo la influencia de los trastornos mentales que el confinamiento nos estaba provocando. No apta para lectores de libertad mental circuncidada o de gustos refinados. Pues no encontrarán una Oda al amor, sino un «aunque joda conocer la verdad resulta liberador».
IdiomaEspañol
EditorialLetrame Grupo Editorial
Fecha de lanzamiento17 oct 2024
ISBN9788410892774
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    Analepsis - Esther Sonder

    Portada de Analepsis hecha por Esther Sonder

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © Esther Sonder

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    ISBN: 978-84-1089-277-4

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    «Para todas aquellas personas que, conociendo la verdad…,

    siguen creyendo en el amor».

    EN BLANCO

    En blanco…

    Todo estaba blanco, no podía ver nada a mi alrededor. Era como si levitase dentro de un banco de nubes. Pero podía oír sus murmullos. No tenía la más remota idea de lo que había ocurrido o de dónde me encontraba. Siquiera podía sentir mi propio cuerpo. Intenté hablar y no pude, me estaban colocando una máscara con oxígeno entre dos personas, sentía cómo el corazón se me salía del pecho.

    —Tranquila, Beatriz, tranquila. No pasa nada, cariño, acabas de despertar. Has pasado un tiempo dormida, pero ya estás bien, ya has salido. Eres toda una guerrera, mi vida.

    —Miiihii… —Una lastimosa tos me impidió terminar, pero detestaba a esas personas que hablan así sin conocerme. Tenía la garganta completamente seca y dolorida.

    —No te esfuerces cariño, poquito a poco. ¿Puedes apretar mi mano? Intenta mover un poco los brazos. Despacito.

    «¿Despacito? Cabrona, si apenas siento mi espíritu dentro del cuerpo», pensé. Sabía que estaba en un puto psiquiátrico. Que la perturbada de mi madre me había metido allí. Por fin lo había conseguido la muy zorra.

    Mientras aquellos pensamientos azotaban mi entumecido cerebro, esas personas distantes y frías, con ojos de conocer una horrible y misteriosa verdad, incierta para mí y que llevaban mascarillas para no ser reconocidas me manipulaban, palpaban mi cuerpo desnudo y manejaban un complejo instrumental médico que, aunque no pudiese ver, sentía alrededor de mí pitando hasta taladrarme el cráneo. El personal se movía ligero, parecían tener bastante prisa por sacarme de aquella habitación. Mi vista no conseguía enfocar aún con suficiente nitidez como para percibir los detalles, pero estaba convencida de que se trataba de una sala clandestina de lobotomización experimental. Sabía que mi madre era capaz de eso y de mucho más. Me dolía a rabiar la cabeza, debía tener una gran herida cubierta de grapas, podía sentirlas una a una clavadas en mi cuero cabelludo.

    De repente, oí que quitaban el freno desbloqueando la camilla, entonces empezaron a empujarla dirigiéndome a un pasillo. Un pasillo en el que unos pocos más de psicópatas de incógnito aplaudían al personal médico que me transportaba como si fuese su mejor obra.

    —¿Ves, Beatriz, Eres una guerrera? Estos aplausos son para ti, campeona.

    «Campeona los cojones». Seguía oyéndolos cuchichear en voz baja a mi espalda, pero estaba demasiado mareada como para saber lo que decían. Los oía hablar de dosis de medicamentos con nombres irreproducibles. Trataba de memorizarlos, pero el dolor de cabeza me lo impedía. Me sentía aturdida, desorientada, trataba de agudizar mi visión para retener cada detalle, cada pista, algo que me ayudara a salir de aquel manicomio ilícito y secreto en el que me habían encerrado.

    Envuelta en mis pensamientos y exhausta física y mentalmente, cuando me di cuenta ya estaba en otra habitación.

    —Hola, Beatriz, soy Marta, la enfermera de planta. ¿Qué tal te encuentras? Ya estás fuera, enhorabuena, eres una luchadora —dijo con voz enérgica, con una mascarilla colgando de una de sus orejas, una enfermera nueva que acababa de entrar.

    Sabía que era nueva por su voz y porque, a pesar de ser amable, no me hablaba como si me acabasen de destetar.

    —Bueno Beatriz, te traigo una sorpresa. ¡Mira! —exclamó mientras me enseñaba una tablet—, vamos a hacer una videollamada a tu madre, que está deseando verte.

    —¡No…o…o…! —exclamé con un hálito de voz entrecortada que por fin salió de mi cuerpo—. ¡Noo!

    Las lágrimas comenzaron a brotar por mis mejillas, estaba aterrorizada. Mis latidos se aceleraron hasta pisarse unos a otros, sabía que todo era una conspiración hacia mí. Me sentía observada, estaba convencida de que todo lo que me decían era la maléfica obra de mi madre. Entonces, de nuevo empecé a verlo todo blanco.

    —Beatriz, tranquila, tranquila, no pas…

    Sin acabar de escuchar aquella frase me desvanecí.

    Algún tiempo indeterminado después…

    «Oh, ¡Dios! Qué ha ocurrido, por qué me duele todo. Joder, necesito que venga alguien, estoy en un puto hospital. ¡Dios! Pero qué mierda de uñas son estas. Vaya bracitos, wow qué delgada estoy».

    —¿Qué tal Beatriz? ¿Más tranquila, corazón?, soy Marta, hoy estoy otra vez contigo —espetó una enfermera que entraba como un jodido elefante en una cacharrería, sacándome abruptamente de mis pensamientos —voy a quitarte el ventimask y a ponerte unas gafas nasales para que te ayude un poquito todavía con la respiración.

    —¿Qué ha ocurrido? —pregunté con voz de aguardentosa, todavía dolorida y confusa mientras me introducía un cable translucido con unos tubitos por la nariz.

    —Uy, qué no ha ocurrido, sería la pregunta. Estás en el Hospital Juan Ramón Jiménez. ¿Recuerdas algo?

    —Sí, un poco. Vine con mi madre y creo que me desmayé en un ataque de tos.

    —Exacto. Bueno, aquel día te auscultaron, tenías una neumonía bilateral bastante atípica para nosotros, al menos, en aquel momento. Empeoraste súbitamente y no nos quedó más opción que ingresarte en la UCI —dijo cogiéndome cariñosamente la mano.

    —¿Cómo «aquel día»? —Apenas pude escuchar el resto de la frase, me había quedado agarrada a esas palabras.

    —Sí, cariño, aquel día. Eres una guerrera. Has pasado treinta largos días en la UCI.

    —¿Treinta?

    —Así es, casi un día por año que tienes. Y no han sido nada fáciles. Has estado conectada a un respirador que ha asumido el rol de tus pulmones. Así que tus funciones corporales básicas las han estado haciendo por ti las máquinas.

    —¿Ya estoy bien?

    —Desde luego… —dijo soltando una pequeña risita.

    —¿Mi familia?

    —Tu familia está bien cariño, ayer traje una tablet para que les hiciéramos una videollamada, pero fue imposible. Estabas muy alterada y tuviste una reacción que llamamos síndrome post UCI, es frecuente que ocurra en pacientes que han estado tantos días entubados, pero tranquila, que ahora va a pasar por aquí un compañero psicólogo.

    —¿Psicólogo?, ¿síndrome post UCI? —seguía preguntándole sin entender nada y con una disfonía que parecía no querer abandonarme.

    —No te asustes, ya te digo, es algo relativamente normal, has tenido algunos delirios al despertar y ha habido muchos cambios desde que ingresaste. Por protocolo te va a informar él. ¿Vale?

    —Vale… —dije descolocada.

    —Después pasaré otra vez para que puedas hablar con tu madre —aseguró, mientras inyectaba algo a la bolsa nueva de suero que colgaba en la percha del gotero.

    —¿Mi madre no está aquí?

    —Ahora te lo explica mi compañero, ¿vale, corazón? —dijo dándome un apretón de consuelo en la mano y girándose dirección a la puerta.

    «Madre mía, me considero una tía muy sana, de pueblo, hasta algo garrula. Ni siquiera fumo, bueno, solo un poco de yerba de vez en cuando. Qué sentido tiene padecer una neumonía atípica siendo tan joven. ¿Y mi madre y mis hermanos? Dios, deben de estar preocupadísimos. Treinta días, treinta días», pensaba una y otra vez mientras observaba mis uñas, mi piel, mi tan inusitada delgadez… «¡Coño!, y si lo del psicólogo, los cambios a los que se refiere es que me han tenido que amputar las piernas, estoy segura». Poco a poco, con una debilidad imponente, fui tirando de aquella sábana mientras intentaba que el cablecito transparente que salía de la vía de la mano no se enredase. «¡Buff! Menos mal, ahí están mis pies». Unos pies paliduchos con garras de garza y que apenas podía mover. Me quedé de nuevo dormida esperando que llegase el psicólogo que tenía, que se supone tenía, que contarme lo que estaba pasando.

    Pasaron dos o tres días, en los que tampoco lo hizo, solo entraban enfermeras y un doctor llamado Agustín que era quien llevaba mi caso. Uno de esos días, otra enfermera entró en la habitación con un folio en la mano, de nuevo también con una mascarilla colgada de su oreja y haciendo referencia a que yo era toda una heroína.

    —¡Hola, campeona!, me han dicho que estás más tranquilita, traigo conmigo una sorpresa. He impreso una carta de ánimo exclusiva para ti, eres una superviviente, has vencido al enemigo, preciosa. ¡Toma!

    Exclamó haciéndome entrega de un folio impreso en blanco y negro en el que se apreciaba unas letras infantiles enormes, desordenadas y con faltas de ortografía más grandes que Alicante. Además de un arcoíris bastante mal ejecutado y un garabato que supuse era la firma del autor. En el margen inferior derecho podía leerse… Iván, 8 años.

    «¿Ehn…? Y esto ahora qué es, ya podrían enseñar a escribir a ese niño. ¿Y a mí para qué me dan esto?». Ni me gustaban los niños, ni conocía a ningún Iván de 8 años. No entendía nada. Por un momento pensé que debía ser verdad, quizás yo era todo un hito por primera vez en mi vida. Joder, no era por lo que me hubiese gustado destacar precisamente, pero bueno, lo mismo me ayudaba a alejar de mí la mierda de imagen de fracasada que siempre había tenido. Como fuese, intenté dejar el folio sobre el estrecho mueblecito auxiliar que había junto a la cama, pero me fue imposible. Apenas podía levantar los brazos, así que estiré la mano como pude y lo intenté lanzar sin éxito sobre los pies de la camilla. La hoja acabó resbalando y se posó sobre el suelo de la habitación.

    De repente empecé a visualizar una imagen en mi cabeza, era hiperreal, pero me rallaba sobremanera porque estaba en blanco y negro. En la imagen, que si no fuese porque sabía que no lo había vivido pensaría que era un recuerdo. Aparezco conduciendo mi coche, bueno, solo veo mis antebrazos apoyados sobre el volante y una inhóspita e interminable carretera tras la luna delantera. A pesar de estar en blanco y negro, la escena está cargada de detalles, como si pudiese vivirlo solo recordando. Llevaba puesta una pulsera de hilo como con nudos, no sé, no tenía una pulsera de hilo desde el mundial de 2010. Que llevaba la muñeca a reventar de pulseritas de hilo de colores de las que colgaba una cruz. Tratando de descifrar el motivo por el cual veía esa imagen en mi mente, volví a quedarme dormida.

    No sé cuánto tiempo había pasado dormida, pero desperté cuando el enfermero del turno de tarde vino a pincharme la heparina. Mientras lo hacía, entró un señor alto con pelo negro que también llevaba mascarilla, en esta ocasión colgando de su mano y que vestía sutilmente de forma diferente. No tardó en presentarse.

    —Buenas, ¿qué tal? —dijo mirándome sonrientemente—. Me han dicho que te gusta que te llamen Beatriz, mi hija se llama así, pero desde pequeña se le quedó el inevitable Bea —dijo con una risilla.

    —Sí, bueno, mi madre siempre ha intentado que fuese así, porque dice que ella me puso Beatriz, y no Bea.

    —Bueno, bueno. —Y tras colocarse bien el pelo y orientar la pesada butaca de la habitación hacía mí, prosiguió—. Ahora voy a contarte algo que te va a dejar a cuadros, pero quiero ponerte al tanto de lo que ha ocurrido y de cómo están las cosas actualmente, ya que, desde que entraste en el hospital y se te ingresó de urgencia en cuidados intensivos, han pasado muchas cosas. Te hablaré primero de eso, y luego, si te parece, me comentas qué te ocurrió ayer. Qué recuerdos tienes de la UCI, etc. ¿De acuerdo?

    —Vale —dije encogiendo un poco los hombros.

    Aquel señor alto de pelo negro alborotado comenzó a explicarme que el virus ese que había estado en China y que después saltó a Italia, había llegado a España y lo había hecho pisando fuerte. Cuando yo ingresé, a finales de febrero, apenas se tenía constancia de un par de casos en nuestro país, el de unos alemanes en la Gomera al parecer. Por lo que la neumonía con la que ingresé les pareció atípica, pero no se hacían una idea de lo que estaba por venir. Me habló del estado de alarma, del confinamiento que se había decretado hacía unos días, de miles de contagiados e ingresados en UCI. Sin embargo, seguía sin entender por qué pollas a mí.

    No me explicaba cómo había podido contagiarme, mi vida era una auténtica patata. Nunca había salido de Encinasola, más allá de Huelva a comprar al gremio, o de compras a Aracena. En mi pueblo apenas se habían reportado casos positivos. Y Huelva, por el momento, era la provincia menos afectada de Andalucía. Mi familia tenía un pequeño bar en la plaza del ayuntamiento al que solía ir a ayudar a mis hermanos y a mi madre, y yo regentaba debajo de mi casa un pequeño centro de estética al que solo asistían las vecinas, la mayor parte de ellas señoras mayores. Los jóvenes se marchaban dándose patadas en el culo para salir de allí y progresar en sus vidas. Solo unos cuantos fracasados, como yo, nos habíamos quedados estancados en un pueblo de mil trescientos habitantes donde no hay una tienda de ropa juvenil o una librería. ¿En qué lugar del mundo que se precie no hay una puta librería? Me habló de la dramática situación que estaba viviendo Madrid y Cataluña, del cierre de los centros educativos y los bares. Estaba flipando.

    Pero sobre todo estaba jodida, jodida porque nunca había destacado en nada en mi patética vida, nunca fui la más guapa, la más lista, ni la más buena. La mitad del instituto en el que estudié siquiera reparó en mi existencia. No sobresalía en nada, y coño, llega un puto virus apocalíptico al país y lo pillo en el lugar más recóndito e improbable del mapa. ¡Tócate los cojones!

    Tras ponerme al día de todo por fin me encendieron la televisión, y gratis, increíble, pero cierto, así que pude poner imagen a lo que estaba pasando y era dantesco. Por el momento, empecé a alegrarme de no tener un hijo por el que preocuparme, de ni siquiera tener un puto compañero de vida. ¿Quién iba a quedarse conmigo en ese pueblucho? Pero a pesar de lo que me jodía que me hubiese tocado a mí, me hacía pensar que mejor a mí que a mi madre o a cualquier anciano de mi pueblo, que eran la inmensa mayoría. Fui consciente del pánico que debían haber pasado mi madre y mis hermanos. Mi padre había muerto de cáncer de esófago hacía once años, y no saber si iban a perderme a mí también debió partirles la vida. Estaba deseando hacer esa videollamada que me habían prometido, más en ese momento que ya sabía la magnitud del problema y, sobre todo, que aunque con dificultad, podía hablar mejor.

    Marta cumplió, se presentó aquella misma tarde, tablet en mano, y entusiasmada para hacer la videollamada. Se sentó en la camilla, conectó y en seguida salió la imagen.

    —¡Hola, familia!, ¿cómo estáis?, ¡lo prometido es deuda! —Y tras soltar unas risitas me pasó la tablet.

    —Mamá —dije sin poder contener las lágrimas.

    —Ay, hija, hija, hija… —replicó con el corazón encogido por el llanto.

    —¿Qué pasa, Fiona?, has podido con el bicho, si es que contigo no se casa ni un virus. —Mi hermano intentó subirnos el ánimo a todos como siempre solía hacer, aunque se denotaba la emoción en su rostro.

    —¿Qué pasa, Pococu? —contesté con cariño.

    En ese momento no pude evitar fijarme en Marta, que no podía disimular su cara de póquer. Así que la miré y le dije:

    —Es que tiene poco cuello el muchacho, así que desde que me puso el mote de Fiona por mis curvas, yo le puse ese…, y ya, pues ya sabes, se le quedó.

    Después de unas cuantas risas aderezadas con lágrimas y de saber que estaban bien, y que toda mi familia y amigos lo estaban, colgamos. Pero yo no podía quitarme de la cabeza a Nuria. Nuria era mi mejor amiga desde pequeñas. Bueno, eso de mi mejor amiga es un decir, porque solo tenía una, pero la verdad que nunca necesité más, cuando nos juntábamos éramos la polla. Así que me tomé el atrevimiento de pedirle un favorcillo a Marta: «Marta por favor, ¿podemos llamar a mi mejor amiga? Estoy deseando verla».

    Pero casi sin haber terminado la frase, otra enfermera entró a llamar a Marta con urgencia, así que mi gozo quedó en un pozo.

    Los días en planta fueron relativamente fáciles en el sentido emocional, sentía la empatía del personal, siempre con una sonrisa, siempre pendientes de si necesitaba algo, desde un zumo a un arreglo de uñas, cada día hacía una videollamada, por fin pude hablar con mi Nuria, con la que acababa con dolor en la cara de sonreír, porque ella y yo con solo mirarnos ya nos decíamos mil cosas. Pero en lo físico, fue durísimo, indescriptible. Me dolían las articulaciones, todas las mañanas venía una fisioterapeuta para ayudarme a recobrar lo movimientos. Estaba hasta los cojones de tener que usar un puto pañal y de que me limpiasen el culo, al principio hasta me daban de comer. Jamás se me olvidará aquella sopa de patata y puerro que fue la primera comida que degusté y que me supo a manjar de dioses, también realizaba a diario algunos ejercicios respiratorios, mi capacidad pulmonar estaba mermada aún, además, debido a la atrofia muscular tenía una debilidad extenuante. Me interrumpían el sueño para suministrar medicamentos, corticoides y no sé cuántas cosas más. Pero lo peor ya había pasado tras que confirmaran mi positivo algún tiempo después de ingresar en la UCI, puesto que al principio no sabían muy bien qué era y el tema de los test había estado gestionado de una forma insuficiente y ridícula según me habían contado. Pero yo era de las afortunadas que tenía dos pruebas nasofaríngeas negativas al SARS-Cov-2, realizadas cuando estaba en cuidados intensivos. Por lo que era cuestión de tiempo que mejorase algo más mi movilidad, y a la tercera podría marcharme. Sin embargo, lo que más me impactó de todo aquello, fue mi imagen. Madre mía cuando por primera vez me vi reflejada en el espejo del baño.

    Creo que era la primera vez que estaba delgada en toda mi vida. No es que fuese una puta mórbida, pero siempre había estado redondita. Hasta el punto de que mi hermano mayor, el único sin mote en la familia, decidió unirse al pequeño empezando a llamarme Fiona por mis curvas y porque en una ocasión eructé en una cita. Sí, para una mierda de cita que tenía, se me escapó y fui trending topic en la academia de estética donde estudiaba. Así que palparme los huesos de las clavículas o de la cadera fue toda una sorpresa. Sorpresa, para sorpresa mis tetas, la hostia puta, se me habían quedado como a las nativas de Burundi. ¡Qué horror!

    EL REENCUENTRO

    Finalmente, llegó el día, tras casi dos meses de ingreso había obtenido el tercer grado, que diga, el tercer negativo. Esta vez en una prueba PCR obtenida a través de la sangre de mi dedo. Agustín, el médico que me había atendido durante toda mi estancia en planta, tuvo la deferencia de no entrar a darme el alta solo, sino en compañía de Marta. Esperó que estuviese en turno para que pudiese despedirme también de ella. Un gesto que agradecí enormemente, pues estar allí sola, en la situación más susceptible y vulnerable del mundo, hacía que te encariñases muchísimo con el personal que te atendía. Y que muy a pesar del peso que llevaban a su espalda, del estrés, de la sobrecarga de trabajo, de las situaciones inauditas que estaban viviendo, siempre tenían una sonrisa o un buen gesto hacia mí. Aunque hubiera podido permanecer mi ingreso en una habitación sola, gracias a la poca saturación del hospital en comparación con los hospitales de otras ciudades. No estuve ajena a lo que ocurría a mi alrededor, y en más de una ocasión Marta me declaraba su alegría por mi recuperación. Me había contado lo hijo de puta que era ese mal bicho, que parecía jugar a la ruleta rusa con los afectados. Que lo mismo se recuperaba y salía de cuidados intensivos un paciente con setenta y seis años y patologías previas, que alguien con veintinueve como yo, sin problemas subyacentes y con síntomas leves, empeoraba súbitamente y no podían hacer nada para salvar su vida.

    Agustín y Marta me hicieron entrega del informe de alta, el cual no reparé en leer de la emoción. Me dieron las pautas que seguir en mi recuperación domiciliaria, ya que estaba bastante lejos de alcanzar mi estado óptimo. Cuando salí de la habitación, estaban todos ahí apostados aplaudiéndome. Pasillo de honor le llamaban. Rompí a llorar como una niña pequeña, si el honor había sido todo mío, «¿cómo podían ser tan empáticos, joder?». Me habían salvado la vida arriesgando no solo las suyas, sino la de todas sus familias. Los había visto correr, los había visto con marcas y heridas en sus rostros producida por los trajes de protección que usaban en la zona sucia, como llamaban a los espacios donde había positivos. Hasta había notado sus ojos hinchados de haber llorado… Y ahí estaban, todos pendientes de mí, de una chica insignificante para el mundo. Y veía la emoción en sus ojos, sus vítores y palabras de ánimos. Su sincera alegría. No podía reaccionar.

    —Toma, Bea, la bolsa con tus cosas —dijo un enfermero delgaducho que alguna vez me había inyectado heparina.

    —Gracias, de verdad. Gracias. No os voy a olvidar en mi vida —contesté entre lágrimas. Y sin esperarlo, me dio un pequeño abrazo.

    —Mucha suerte, Beatriz, y dile a tu hermano que aquí entró Fiona, pero salió la Bea Kardashian —me susurró Marta al oído con mucha guasa, mientras me acompañaba hasta la salida, entre aplausos e improvisadas cámaras de móvil que inmortalizaban el momento.

    Al salir, aún andaba con dificultad, pero no se borrará de mi memoria la primera bocanada que tomé de aire fresco. El olor a tierra mojada, ya que lloviznaba en ese momento. Miré a mi alrededor contemplativa, perdiendo mi mirada en el horizonte. El taxi que me llevaría a casa ya estaba esperando. Pero me quedé ahí unos segundos, sola, notando la brizna de aire húmedo en mi rostro. Por un momento sentía ser «alguien» encima de esa escalinata. Tenía la sensación, de haber nacido de nuevo. De ser otra persona, quizás una versión de mí mejorada. Quizás era la sensación que se te queda después de haber estado a un paso de la muerte. De repente, cuando por fin comencé a bajar los escalones, me a bordó de nuevo aquella imagen sin sentido. Otra vez me vi sentada al volante, la misma carretera, la pulsera. Un fotograma en blanco y negro que no sabía cómo interpretar o siquiera si tendría algún significado o mensaje para mí.

    Pasé todo el trayecto observando el paisaje desde aquel taxi antivirus que apestaba a lejía. Una mampara de vidrio me separaba del conductor. Un señor calvo de mediana edad que me hacía preguntas cubierto con una mascarilla muy divertida estampada de emojis de cacas. Me parecía muy simpática y me recordaba a las broncas de mi madre, quien me reprendía a menudo por mi uso excesivo de palabrotas diciendo que solo me salía mierda por la boca. «Pues anda que si viese a este», pensé entre risas.

    —Me gusta su mascarilla —dije riéndome—, bonito estampado.

    —Gracias, lo elegí yo mismo. Este país se va a la mierda y todos nosotros con él, nos están gestionando unos incompetentes de cuidado, supongo que no te habrás enterado de nada en el hospital.

    —Sí, de algo estoy al tanto. Tenía tele gratis y he visto la que liaron con la manifestación del 8

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