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La Fortaleza
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Libro electrónico375 páginas5 horas

La Fortaleza

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Información de este libro electrónico

Año 2038. Una crisis económica desgarra al mundo.
En una sociedad donde la perfección engendra violencia, el gobierno inicia una purga, quemando papeles e identidades.
Los militares se toman las calles, mientras la élite está a salvo en su cúpula de poder: la fortaleza.
Los marginados reciben una marca de fuego.

Arabella se ve separada de su novio, León, quien vive en una burbuja de privilegios junto a su familia. El futuro es incierto, pero todavía les queda la llama de la esperanza.

Descubre una novela distópica, donde el amor desafía el orden establecido. Dos rebeldes atados por el hilo del destino.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 nov 2023
ISBN9789566183792
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    La Fortaleza - Javi Zanelli

    -

    © La fortaleza

    Sello: Soyuz

    Primera edición digital: Marzo 2024

    © Javi Zanelli

    Director editorial: Aldo Berríos

    Ilustración de portada: José Canales

    Corrección de textos: Gabriela Balbontín

    Diagramación digital: Marcela Bruna

    Diseño de portada: Marcela Bruna

    © Áurea Ediciones

    Errázuriz 1178 of #75, Valparaíso, Chile

    www.aureaediciones.cl

    info@aureaediciones.cl

    ISBN impreso: 978-956-6183-61-7

    ISBN digital: 978-956-6183-79-2

    Este libro no podrá ser reproducido, ni total

    ni parcialmente, sin permiso escrito del editor.

    Todos los derechos reservados.

    Capítulo 0 - Postdata, te amo (Arabella)

    24 de junio de 2038

    Feliz tercer aniversario, amor.

    Sé que no te gustan las cosas cursis, pero también me conoces, y hay veces en que no puedo evitar imaginar mi vida como si fuera una novela romántica, o como una película americana perfecta. Pensarás que es una estupidez, que debería dejar de tener mi cabeza en las nubes, que esas cursilerías solo pasan en la ficción, pero creo que nuestro amor no tiene nada que envidiarle a esas cinematografías de colores intensos, miradas confidentes y promesas de amor de eterno, porque siento en lo más profundo de mi ser, que tú eres mi felices para siempre.

    Cuando imagino mi futuro siempre estás tú a mi lado. A veces me imagino también a un perro, viviendo todos juntos en un departamento vintage remodelado, y por qué no, una pareja de niños para completar el retrato familiar. La niña se parecería a mí, y el niño a ti. Eso es lo que hemos hablado, y he llegado a la conclusión que me acomoda. No soy buena con los niños, quizás nunca lo seré, pero me tranquiliza saber que tú serías el papá perfecto y me enseñarías a darles una vida infinitamente tranquila y feliz.

    Una infancia muy distinta a la que cualquiera de los dos pudo acceder.

    No me malinterpretes, aunque soy soñadora, también soy realista y conozco lo oscura que puede llegar a ser la vida. Puedo reconocer qué patrones no me gustaría que repitiéramos. Venimos de mundos distintos y probablemente cada uno tenga sus reparos sobre los métodos de crianza poco ortodoxos que utilizaron nuestros padres. Pero no me quiero quedar pegada en injusticias y traumas infantiles, quiero enfocarme en lo bueno, y lo bueno es que nos encontramos. Tú eres mi razón de vivir y por la que mi alma no vagará jamás en el limbo del olvido.

    Quiero envejecer junto a ti, y que tomes mi mano en los momentos felices y en los difíciles. Quiero que vivamos una vida extraordinariamente ordinaria, color de rosa y llena de escenas ridículamente dulces. Porque sé que nuestra relación es merecedora de un futuro lleno de luz.

    Además, estoy segura de que, aunque se acabara el mundo, encontraríamos la forma de seguir amándonos, porque así de épico es nuestro amor.

    PD: Sé que sueno intensa, pero espero que ya hayamos estado el tiempo suficiente juntos como para que no te espantes con esta carta.

    Por siempre tuya,

    Ari.

    Capítulo 1 - La Noche de los Papeles Quemados (Arabella)

    25 de junio de 2038

    No importa dónde, importa lo que pasó.

    La sensación de sus caricias acrecentaba la electricidad en mi piel. Su mirada de dorado puro me hacía sentir un tanto intimidada y segura al mismo tiempo. Era amor, eso era seguro.

    —Feliz aniversario, amor —dijo León sin despegar su vista de mí.

    Me sonrojé y le puse un dedo entre sus labios como un gesto para que no hablara, que guardara silencio, que no arruinara aquel momento infinitamente perfecto en el cual las palabras sobraban. Tan solo un momento, un momento en que todo se congela. Un momento de paz, de quietud. Un momento libre de miedo. Un momento en que piensas que eres indestructible y que si esa persona está a tu lado nada malo puede pasar. Un momento que desearía durara por siempre.

    León, con un movimiento brusco, alborota sus cabellos dorados y se levanta para estirar sus músculos agarrotados de tanto estar acostado en la hierba. Su acción me despierta de mi trance. Me observa con sus ojos grandes, esta vez con destello juguetón.

    —Perdona, sabes lo mucho que se me duerme el brazo —dijo León escondiendo una pequeña sonrisa al ver que su movimiento había hecho que pasara de estar en la comodidad misma, a estar tirada en el húmedo césped —desventajas de ser el hombre en la relación, supongo —agregó.

    —¿Desventajas de ser hombre? Intenta tener el periodo un mes y sabrás lo que es dolor —dije en tono desafiante.

    —Mujeres, siempre utilizan el mismo argumento en nuestra contra —esbozó una media sonrisa mientras sacaba un cigarrillo de su cajetilla plateada.

    —¿Sabes que eso te terminará matando, cierto? —pregunté.

    —¿Sabes que no me importa, cierto? —contestó.

    Lo miré con cara de pocos amigos. Su postura burlesca se suavizó y se excusó.

    —Sabes que no lo digo en serio, Ari. No me des esa mirada —mi postura no cambió—. Arabella, no lo tomes a pecho, fue solo un comentario sarcástico. Sabes que no lo digo en serio. Estos tres años han sido los mejores de mi vida. Ven, mírame —dijo tomando mis mejillas con ambas manos para obligarme a mirarlo a los ojos—. No sé qué haría sin ti. Eres mi razón de levantarme en las mañanas. Mi razón para soñar y, aunque muriera mañana, me sentiría satisfecho, porque te conocí y sé que mi alma jamás vagará en el limbo del olvido, porque tú me recordarás.

    Por más que intentara mantener mi postura dura y distante, esbocé una sonrisa nerviosa y sentí cómo la sangre subía a mis mejillas. Aún causaba ese efecto en mí. El efecto de volver a ser una niñita a la que le gustaba el chico misterioso de la fiesta.

    Y así fue que en unos segundos nos olvidamos de todo. Nunca he comprendido eso. Cómo teníamos la facilidad de olvidar y dejar de lado nuestras diferencias. Era normal que situaciones así escalaran a discusiones acaloradas en relaciones de pareja. Sobre todo cuando eres joven. Pero con él todo era sencillo, y siempre tenía esta aura de calma que me absorbía y contagiaba.

    —Ari, debes dejar de ser tan poco tolerante conmigo, después de todo estaré una vida junto a ti.

    —Yo, ¿contigo? ¿Quién te crees? Yo viviré sola con mis diez perros —dije en tono burlón.

    Si bien era para fastidiarlo, había algo de verdad en eso. Amaba a los perros y feliz imaginaba un futuro con una casa lleno de ellos.

    —Por favor, Ari, tú no podrías vivir sin mí. Además tenemos planes. Ya sabes, construir una casa, viajar por el mundo, poder darnos nuestros lujos.

    —Para ti es fácil decirlo. Ya tienes todo eso. Como están las cosas con el gobierno, la crisis económica y todo, dudo que podamos llegar lejos, Leo. Nuestra generación la tendrá difícil.

    —Arabella, Arabella, siempre tan pesimista, mujer. Todo estará bien. Las crisis no duran para siempre.

    Era fácil para él ser optimista. Veníamos de mundos diferentes. Su mundo siempre fue más brillante y sencillo que el mío.

    —No es de pesimista, Leo. Es de realista. Tienes una realidad distinta a la mía y no ves lo que está ocurriendo alrededor. Ciudadanos roban para sobrevivir. Empresas embargan hasta más no poder y dejan a familias enteras en la calle. Los colegios estatales están cerrando, dejando a miles sin educación. Cada vez quitan más becas, ¿de veras crees que todo pasará así como así? —dije con ojos repletos de furia e impotencia.

    —Amor, ¿podemos no hablar de política? No creo que sea el momento.

    Trataba de no perder la paciencia, pero estos temas causaban una rabia en mi interior que no podía controlar ni acallar.

    —León, no es política, es actualidad. Nuestra realidad —intenté decirlo en un tono más suave esta vez.

    —Lo sé, pero no arruinemos este momento. Disfrutemos lo que queda del día. Solo existimos tú y yo, ¿de acuerdo? —besó tiernamente mi frente. Le sonreí, a pesar que su respuesta me dejó intranquila—. Siempre serás mi revolucionaria —agregó León con sonrisa juguetona.

    Accedí a dejar el tema de lado a regañadientes y, en instantes, me dejé caer junto a él en el pasto. Conversamos y caímos en un profundo sueño, refugiándonos de la humedad del bosque, entrelazando nuestros cuerpos. Despertamos horas más tarde con extraños ruidos provenientes de la ciudad que estaba a unos pasos del pequeño oasis vegetativo en el que nos encontrábamos. Gritos, llantos y humo provenían de todas partes. Al principio pensaba que aún estaba soñando, pero a medida que íbamos despabilando reconocía características que no eran propias de un sueño ni de nada que hubiese experimentado antes. Un hedor putrefacto venía del humo y sentí náuseas de tan solo pensar qué clase de cosas emanarían ese infernal olor. León tomó mi mano y me guió hacia la ciudad. Aún en estado shock corrimos a ver qué ocurría. El miedo y la ansiedad que causaba nuestra ignorancia respecto a lo que estaba pasando nos dejaba sin respiración y, aun así, nos dirigíamos a nuestro destino sin vacilar.

    Paso a paso la realidad se volvía cada vez más surrealista. Corríamos cuidando nuestras espaldas, ya que a centímetros de nuestros oídos corrían balas qué veía incrustarse en los cuerpos de mis propios vecinos. Veía cómo viejecitas forcejeaban con uniformados para que no les quitaran sus tesoros más preciados y cómo madres lloraban porque sus niños eran arrebatados de sus manos a golpes. No entendíamos qué ocurría y, quizás, si hubiéramos dado media vuelta y hubiéramos huido, las cosas habrían sido distintas. Pero ahí estábamos. Un cruce de miradas y ambos sabíamos que no había marcha atrás. Que en medio de este caos habíamos forjado nuestro propio destino con la decisión de quedarnos y no huir como cualquier persona racional hubiera hecho. León tomó mi mano con auge y lo único que pasaba por mi mente, mientras corríamos a mi departamento, era una vocecita cobarde que emanaba en mi cabeza en un susurro: No me dejes ir.

    Mi corazón se detuvo al mismo tiempo que mis piernas al llegar a mi departamento. El escenario que presenciaba no era más alentador que el del exterior. Alguien había entrado y había dado vuelta todo. Dejé de oír los gritos y los disparos. Incluso dejé de sentir la mano de León sobre la mía. Solo pensaba en que mi destino era ahora incierto y todos mis sueños parecían vagos y superficiales al lado de lo que estaba ocurriendo. Aquel día, podría afirmar que una parte de mí murió.

    —Arabella, ¡Arabella! ¡Arabella!

    León intentaba despabilarme, pero, por alguna razón, no podía despegarme de mis pensamientos. Estaba totalmente disociada y no me había dado cuenta de lo que estaba ocurriendo a mi alrededor hasta que, con una maniobra ágil, León me tiró al suelo evitando que una bala se incrustara en mi cabeza. Fue la primera vez que sentí que la posibilidad de una muerte rápida fuera más alentadora que la vida.

    Toda esa adrenalina logró que me situara en la realidad. La bala provenía de una M-16 característica del ejército y, en efecto, quien cargaba el arma era un uniformado que mantenía amordazada a mi madre.

    —¿Qué mierda está haciendo? ¡Suéltala! —dijo León, ahogando esta última palabra en un grito de furia.

    El uniformado pareció no percatarse del grito, susurró un par de palabras a través de su radio y, en cuestión de segundos, otros dos uniformados estaban en el acto. No alcancé a reaccionar de ninguna manera. Uno de ellos me tomó por la cintura y, antes que pudiera hacer algo, me despojó de la mano de León, quien, en cuestión de fracciones de segundo, comenzó a forcejear. Uno de ellos, el más alto y feo, tomó mi dedo y lo posó en una extraña maquinita. Esta misma acción se repitió simultáneamente con León.

    —El chico está limpio. Póngalo en un lugar seguro —dijo el uniformado que mantenía reducido a León.

    —La chica no pasó. Llévensela —declaró el uniformado que se encontraba junto a mí.

    Todo se tornó violento desde ahí. León intentó librarse de las garras de los militares. Sin embargo, lo único que logró fue recibir un golpe en el rostro que lo dejó algo aturdido. Él no paraba de gritar, mi madre tampoco. Yo, al contrario, no reaccionaba de ninguna manera. Estaba paralizada. Nos llevaron al primer piso, donde León fue metido en una camioneta blindada con vidrios polarizados. Hasta el último momento mantuvimos nuestras miradas cruzadas, como sí intentáramos memorizar como lucíamos. Como si supiéramos que no nos volveríamos a ver. El auto se alejaba y solo en el momento en que nos subían a un camión hermético me di cuenta de dónde provenía el humo. Miles de papeles: pasaportes, identidades, actas de nacimiento, probablemente cuerpos también, a juzgar por el olor putrefacto, quemándose hasta las cenizas.

    —¿Adónde nos llevan? ¡¿Adónde nos llevan?! Mi hijo ¿dónde está? Se lo llevaron ¡Díganme a dónde se lo llevaron! —exclamaba una señora a mi lado.

    Sollozaba derrotada sobre sus rodillas. Su cara cubierta de sangre se encontró con la mía. Parecía buscar algún tipo de ayuda entre nosotros. Esperaba algún tipo de acto heroico. Pero nadie se movió. Nadie se inmutó mientras la golpeaban, aún derrotada, en el suelo. Todos estaban sumidos en sus propios miedos. No había héroes. Solo gallinas.

    Aquella mujer era valerosa. Seguía forcejeando con los uniformados a pesar de sus heridas. Tenía más bolas que cualquiera de nosotros. No podía dejar de observar su rostro, cubierto de rojo carmesí, y sus ojos inyectados en ira. Llenos de fuerza. Llenos de revolución. Y entonces, ¡BANG! Una bala directa en su nuca. Su sangre me alcanzó y emití un grito ahogado intentando zafarme de ella.

    —Nombre —me detuvo un caballero en la puerta de un camión.

    —A-arabella Ma-artínez —titubeé aún en shock y cubierta de la pegajosa sangre de la señora.

    —Desde ahora tus papeles están quemados. Jamás podrás volver al sistema ya que tu nombre no será nada para nosotros. ¿Entiendes? ¡¿Entiendes?!

    Estas últimas palabras las esbozó con un matiz sombrío acompañado de una risa maliciosa, mientras sacaba un fierro hirviendo con un símbolo extraño que hundió en mi clavícula. El dolor se inyectaba en mi hueso y recorría todo mi cuerpo como electricidad pura. En un grito ahogado perdí el conocimiento y, en mi último deje de cordura, suspiré su nombre entre sollozos. Te dije que no me dejaras ir, repitió una vez más la vocecita cobarde en mi cabeza.

    Capítulo 2 - Tom y Jerry (León)

    Horas, días, semanas. ¿Qué importa? La vida es una mierda, el nuevo mundo los espera, el mañana es hoy, ¿a quién quieren engañar? Me dan asco, malditos políticos que se creen dueños del universo, y se atreven a arrebatarme a… a … Ari. Un hondo suspiro invadió mi pecho, y mi vista se volvió a nublar. Aún no podía pensar en su nombre sin que doliera, ni sin que mi pecho se volviera a apretar al punto en que respirar se hacía difícil.

    Había estado buscando por días rastros de Arabella o de cualquiera de los desaparecidos, pero nada, ni una sola pista. No me permito comer, no me permito dormir, y siento que estoy destinado a ser esclavo de mi propia pena, de mi propia impotencia. Tengo el sentimiento que he sido terriblemente estafado por el gobierno, y lo peor es que nadie parece verlo. Todos parecen entusiasmados con el nuevo mundo que se está formando.

    La gente me da náuseas, es cosa de verlos ahí, paseando a sus perros con sonrisas cínicas en sus rostros, saludando cortésmente al vecino mientras que en la comodidad del hogar es obvio que hablan de cuánto los desprecian, y probablemente ya estén maquinando la manera de delatarlos para lograr que les quemen sus papeles. Suena brutal, pero era algo que ya comenzaba a ser una práctica común mientras se formaban los cimientos de esta respetable nueva sociedad. Nadie parecía ver la crueldad vivida en la noche de los papeles quemados. Fácilmente volvieron a ensimismarse en sus problemas superficiales, y nadie se ha preguntado, ¿qué pasó con estas personas? Se lo merecían, dicen muchos. ¡Qué estupidez! Me impresiona la incapacidad de la gente de no ver más allá de sus caros zapatos italianos. Que no vean que lo que sea que hicieron o están haciendo se lo están haciendo a seres humanos. Ellos son los hijos de alguien, los hermanos de alguien, los hombres de alguien, las mujeres de... alguien.

    Tragué violentamente saliva y decidí dejar de lado mis pensamientos intrusivos de una vez por todas. Era la única forma de seguir adelante sin que la vida comenzara a dar vueltas. No podía permitirme un mental breakdown en estos momentos. Tenía un lugar al que ir y debía mantener la mejor de las composturas.

    Me acercaba por una avenida bastante concurrida del centro y me decidí, después de estar un rato revoloteando de un lado a otro por la misma vereda, a entrar a hablar con un ex político, quien recientemente había sido despedido bajo circunstancias sospechosas. Gracias a la selecta agenda de contactos de mi padre, logré encontrar un teléfono y una dirección. Me paré delante de un edificio de ladrillos y ventanas francesas. Aquí es me dije, luego de chequear la dirección de mi bolsillo. Tomé una bocanada de aire para seguir con mi trayecto. No sabía qué sacaba con hablar con ese sujeto, ni siquiera sabía si estaba conectado con la situación. Estaba solo siguiendo mi intuición diciéndome que no creyera en coincidencias, menos en el mundo político.

    —Cálmate León —dije en voz alta, mientras me obligaba a mover un pie delante del otro—. Es solo una persona. Tú mismo lo has visto en las reuniones de papá con sus amigos, te has fumado puros con él.

    Me percaté de que estaba hablando en un volumen más alto de lo que quería, y por unos momentos me preocupé de que alguien dudara de mi cordura. Afortunadamente, el barrio ya estaba deshabitado. Por supuesto, era un barrio de clase media. No era de extrañar que estuviera vacío.

    Entré al edificio empujando unas grandes puertas color caoba. Me permití contemplar su apariencia por unos segundos, era un lindo edificio, de eso no cabía duda, pero los escombros y las ventanas rotas no favorecían para nada su estilo, que alguna vez fue elevado y pulcro, lleno de detalles característicos de principios del 1900. Seguí caminando, unas cuantas vueltas en la escalera de caracol, y ya había llegado a la dirección que tenía, un 403 oxidado marcaba la puerta que buscaba. Toqué dos veces y la puerta se abrió de par en par. El cuarto se veía como me esperaba, una planta de distribución normal, una sala de estar normal, un escritorio normal, una cocina americana normal, pero completamente destruido, y no parecía que nadie hubiese vivido allí en algún tiempo. Comencé a examinar el lugar hasta que pude sentir cómo un palo de hierro golpeó fuertemente mi sien, me volteé rápidamente y pude ver a un señor gordinflón en calzoncillos sudando de forma nerviosa al percatarse que el golpe no había sido lo suficientemente fuerte como para derribarme.

    —No me haga daño se-eñor. Yo ya le dije que no sé nada, yo no sé nada, no me haga nada —balbuceó el señor Gordinflón quien, mirándolo más de cerca, pude concluir rápidamente que resultaba ser el amigo de mi padre, a quien buscaba.

    —¿Señor Smith? —le dije con tono amable, casi tranquilizador.

    —Tú no eres… ¿a qué vienes? ¿Por qué estás aquí? —dijo el señor Smith levantando su mirada.

    —Señor, lo siento que lo moleste. Soy León el hijo de Benedetti, su amigo.

    —Hijo de Benedetti ¿eh? ¿Qué lo trae por aquí? Yo no tengo ningún asunto pendiente con tu padre— su voz nerviosa cambió a un tono de voz seguro y netamente político.

    —Solo venía a hacerle un par de preguntas sobre el paradero de los desaparecidos —agregué con tono vacilante. La verdad era que no sabía bien lo qué estaba haciendo ni lo que esperaba lograr con todo esto.

    —¿Y qué le hace pensar que yo debería tener las respuestas que busca usted, joven León? —dijo con los ojos muy abiertos, podía percibir que ahora había pequeños rastros de miedo en su voz.

    —Porque sé que algo raro ocurrió en el parlamento una semana antes del Día D. Sé que usted estuvo implicado en una situación no muy honorable, si me permite decir, señor Smith —esbocé una sonrisa de satisfacción. Quizás sí era capaz manejar la situación después de todo.

    —Mocoso, qué vas a saber tú de lo que ocurre en el parlamento —soltó un carcajada burlona e incrédula.

    —Puede que no lo sepa todo, pero escuché a mi papá hablar por teléfono ese día. Usted intentó reabrir un colegio municipal. Creo que aún existe algo de bondad en usted, Sr. Smith, bondad que no es bien vista en estos días. Verá, puede que con el antiguo gobierno haya pasado desapercibido, pero ¿quiere usted que el nuevo gobierno se entere? No sé si estará de acuerdo conmigo, pero imagino que hay una posibilidad bastante factible de que no se lo tomen muy bien. Después de todo, están quemando papeles por mucho menos —observé como su rostro se tornaba de todos colores, hasta finalmente sucumbir ante mis deseos.

    —Está bien —dijo acomodándose en una silla junto a su escritorio, aún en calzoncillos, poniéndose unas gafas de lectura—. ¿Qué deseas saber, joven León? —agregó entrelazando sus dedos sobre la mesa y volviendo a tener una compostura política. Era como si yo fuera un periodista preguntándole sobre los detalles de su próxima campaña.

    —Señor Smith, por favor dígame, ¿dónde reubicaron a los sin nombre? —intentaba mantener una postura de control, incluso imitaba el tono engreído que había escuchado tantas veces en los profesores de mi universidad.

    —No lo sé —se apresuró en decir.

    —¿Sabe si aún viven?

    —No lo sé.

    —¿Está usted tomándome por un tonto, señor? —le respondí ya alterado, aferrando mi mano al poco cabello que le quedaba.

    —No lo sé, joven León, no lo sé. Yo mismo perdí a mi esposa, ¿crees que acaso no iría en su búsqueda si tuviera en mi poder semejante información? —dijo casi entre lágrimas.

    —¿Cree usted que creo alguna palabra de lo que me está diciendo? —dije sacando una cuchilla de mi navaja suiza. Sabía que debía sacarla en caso que no funcionara conversar con él, pero el peso del acero en mi mano era estremecedor y casi me hizo sucumbir al miedo.

    —¿Qué vas a hacer con eso, joven León? ¿Acaso piensas matarme? Un adulto inocente, un político, un hombre importante, ¿no crees que sería un poquitín imprudente? —dijo mostrando unos filosos caninos y entonando una sonrisa sarcástica.

    —Ex político. Y con ni una pizca de inocente —le aclaré. La sonrisa se borró de su rostro y la cambió por una expresión vacía.

    —Asesinar a un expolítico sigue siendo un crimen que hasta el viejo mundo castigaría —buscaba esperanzas en sus palabras.

    —Pruébame —contesté apretando aún más el cuchillo contra su yugular.

    —¡Jajajá! Tus dedos tiemblan como si fueran a caer de tus manos. Tu postura de chico rudo ni siquiera llega a tu mirada, y dudo que tu desesperación sea tan grande como para manchar tus papeles de por vida. Soy político, joven León, conozco a la gente, sobre todo a los mentirosos. Ese es mi trabajo: conocer a los maestros del engaño y aspirar a ser mejor que ellos. Permíteme decirte, joven León, que tú no eres muy bueno. No te atreverías.

    El señor Smith tenía un tono altanero. A pesar de que estaba en lo cierto en casi todas sus lecturas, se equivocaba en algo: mi desesperación sí era grande, lo bastante como para teñir mis papeles y mis manos de rojo.

    —Si usted lo dice —dije apretando mucho más la navaja hasta penetrar la primera capa de piel. Pude ver cómo la desesperación se apoderaba de su cuerpo.

    —Espera, espera —dijo el señor Smith entre dientes, algo jadeante.

    —¿Desea ahora entablar una conversación conmigo, honorable? —le hablé en tono sarcástico. Su expresión sumisa y llena de ira me dio una inmensa satisfacción que me hizo odiarme un poco a mí mismo.

    —Sí, sé algo —comenzó diciendo mientras se acomodaba en su respaldo.

    —Prosiga —le dije al señor Smith mientras relajaba mi postura, aunque sin abandonar mi estado de alerta.

    —El mundo está loco, joven León. Le advierto que sabiendo esta información no está a salvo, y que una vez mis labios emitan el secreto y sus oídos reciban el mensaje, no hay vuelta atrás.

    La advertencia parecía real. Sin embargo, sentía que ya no tenía mucho más que perder.

    —Será un riesgo que tendré que correr —dije con tono calmado, mientras amarraba los regordetes brazos del señor Smith con una cuerda que llevaba en mi mochila.

    —Joven León, esta gente no ha sido eliminada. La Fortaleza no quería manchar sus manos de sangre. No podían, no al menos si querían crear el mundo que predican estar formando. Por meses se habló del Día D y de cómo se convencería a la gente de quedarse en la Fortaleza. Había que dejarlos tranquilos con que no hubo genocidio ni injusticia alguna. He ahí cuando comenzó la propaganda y la clausura de proyectos e instituciones sociales.

    Recordaba claramente las acciones que describía Smith, se sentía como el inicio de una crisis nunca antes vista y la culpa de la creciente inflación y desempleo recayó, al menos para la prensa, sobre la clase trabajadora.

    —Y si lo que querían era que la gente creyera que fue un acto protector y justo, ¿cómo es que nadie sabe dónde están los sin nombre? —estaba desconcertado. No entendía mucho la lógica detrás del plan maestro del gobierno, y mucho menos comprendía la reacción de la gente ante el Día D.

    —El cómo recae en la sociedad, joven León. Resultó ser que la propaganda se esparció rápido en los grupos sociales a los cuales debía llegar. Una vez que nos dimos cuenta que los grupos privilegiados estaban convencidos que la llegada de un nuevo mundo, utópico, sin deudores, limosna o delincuencia, estaba a la vuelta de la esquina, estaban dispuestos a pagar un precio por ello. Y si aquel pequeño precio resultaba ser vidas humanas, parecía ser razonable en relación a las ganancias, siempre y cuando, aquellas vidas no fueran las de los suyos, por supuesto. Se nos facilitó el trabajo, la misma sociedad siguió un status quo y consumió de forma casi instantánea el recuerdo de los sin nombre. Así de fácil, como si jamás hubieran existido.

    —Malditas ratas —acusé con asco.

    —¿Olvidas que tú eres parte de esta sociedad de ratas también? —volvió a interpelarme con su pomposo tono político.

    —Jamás haría algo tan asqueroso como cambiar vidas humanas por comodidad.

    —¿Estás seguro de eso? Acá te veo, bien vestido, bien bañado, bien comido. Si de verdad hubieras defendido la causa te habrías ido con ellos o habrías manchado ya tus papeles. Tal como hicieron muchos documentados que no pudieron soportar la idea de pagar su comodidad en vidas humanas. Sin embargo, acá estás —dijo mientras arqueaba una ceja.

    Me quedé en silencio. Tenía razón, era una rata asquerosa por dejarla ir, por no rogar que me llevaran a mí en vez de ella, por ser un cobarde.

    —Y bien, joven León…

    Al parecer esperaba alguna especie de respuesta o reacción de mi parte. Me acerqué a él.

    —Podré ser una rata asquerosa, pero de algo vale que esté aquí, ¿o cree usted que hablar con un idiota es placentero para mí? —estaba genuinamente enrabiado.

    —Guarda tus insultos para alguien a quien le hieran. A mí, ni las balas me

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