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Un puñado de esperanzas 3
Un puñado de esperanzas 3
Un puñado de esperanzas 3
Libro electrónico420 páginas11 horas

Un puñado de esperanzas 3

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Información de este libro electrónico

Juntos no existe el tiempo y no tenemos edad. Porque a veces esta unión inexplicable traspasa todo lo físico y se convierte en una promesa de eternidad.
Mark y Frank ya son padres de tres hijos y han entrado en la madurez con su pasión intacta, más unidos que nunca y lidiando con la difícil adolescencia de su hija mayor. Será ella, Charlotte, quien pondrá patas arriba la tranquila vida que llevan en Nueva York cuando decida fugarse a Los Ángeles con la intención de probar suerte como actriz.
Mientras Mark y Frank intentan traer de vuelta a casa a su díscola hija de quince años, una inesperada herencia hará que Mark tenga que viajar hasta Irlanda.
Una vez más tienen que separarse, y su amor se pondrá a prueba de nuevo cuando los secretos del pasado amenacen con tambalear sus vidas. Pero el verdadero obstáculo que deben superar no tiene que ver con la distancia y sí con cumplir la promesa que una vez se hicieron: "En la salud y en la enfermedad, hasta que la muerte nos separe".

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IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 sept 2020
ISBN9788413485072
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    Un puñado de esperanzas 3 - Irene Mendoza

    Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

    Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

    www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

    Editado por Harlequin Ibérica.

    Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Núñez de Balboa, 56

    28001 Madrid

    © 2020 Irene Mendoza Gascón

    © 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

    Un puñado de esperanzas III, n.º 279 - septiembre 2020

    Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

    Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

    ® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

    ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

    Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.

    I.S.B.N.: 978-84-1348-507-2

    Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

    Índice

    Créditos

    Cita

    PRIMERA PARTE

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    SEGUNDA PARTE

    Capítulo 22

    Capítulo 23

    Capítulo 24

    Capítulo 25

    Capítulo 26

    Capítulo 27

    Capítulo 28

    Capítulo 29

    Capítulo 30

    Capítulo 31

    Capítulo 32

    Capítulo 33

    Capítulo 34

    Capítulo 35

    Capítulo 36

    Capítulo 37

    Capítulo 38

    Capítulo 39

    Capítulo 40

    Capítulo 41

    Capítulo 42

    Capítulo 43

    Capítulo 44

    Capítulo 45

    Epílogo

    Recomendación de la autora

    Si te ha gustado este libro…

    Soy lo que has hecho de mí. Toma mis elogios, toma mi culpa, toma todo el éxito, toma el fracaso, en resumen, tómame.

    Grandes Esperanzas, Charles Dickens

    PRIMERA PARTE

    Capítulo 1

    She’s A Lady

    Astoria, Queens, finales de mayo de 2030

    Frank se miró en el espejo que adornaba una de las paredes del salón de nuestra casa y bufó de frustración un par de veces, pellizcándose las mejillas.

    —¿Qué pasa, amor? —pregunté quitándome las gafas para leer, dejando de ojear un libro, medio aburrido y obviando todo lo que había tardado en decidir qué ponerse.

    —Creo que dentro de poco pareceré una pasa —dijo haciendo un puchero.

    Me levanté del sofá Chester y me acerqué a ella, que continuaba frente al espejo con un mohín de disgusto y la rodeé con mis brazos. En el plato de vinilos sonaba un viejo éxito de Tom Jones, She’s A Lady.

    —Una pasa preciosa —dije retirándole el pelo para besar su cuello y aspirar su aroma.

    —¡No te burles, Mark!

    —No lo hago. Apenas tienes arrugas, no exageres —le dije con ternura—. Yo sí que estoy arrugándome. ¿Lo ves?

    Era cierto, tenía patas de gallo, el entrecejo marcado y los rasgos más afilados. Ella observó mi reflejo en aquel espejo con marco dorado envejecido, la última sugerencia decorativa de Pocket para nuestra casa y se apoyó en mí. Pude sentir el calor de su cuerpo a través de la ropa.

    —Los hombres siempre tenéis el recurso machista de decir que sois «maduritos atractivos». Con nosotras no hay piedad. En breve seré invisible —suspiró—. Pero da igual. No pienso dedicar todas mis energías a evitar algo que es cuestión de tiempo y ponerme bótox hasta parecer una esfinge y no poder ni reír por miedo a mearme encima.

    Reí con el comentario y la apreté un poco más contra mi cuerpo haciéndola sentir mis músculos a conciencia. Tenía toda la razón, como siempre.

    Yo me mantenía en forma boxeando en el gimnasio de Joe, como siempre. Bueno, sí he de ser sincero, más que en forma. Me encontraba muy bien para mi edad, no es por presumir.

    Soy de natural delgado y musculoso, pero había empezado a cuidarme bastante más en cuanto a la comida porque en mis análisis médicos del año anterior había salido que tenía alto el colesterol y Frank no me dejaba bajar la guardia.

    «Quiero tenerte en perfectas condiciones sexuales hasta al menos dentro de otros cincuenta años, chéri. Ya sabes que una buena circulación de la sangre lo es todo en cuanto al miembro masculino se refiere», me decía.

    En cuanto a ella…, Frank siempre estuvo a otro nivel. Ya lo decía Tom Jones, era una dama, tenía estilo. Ella era guapa, con una belleza elegante, distinguida, simplemente lo era. No solo por su físico. Seguía teniendo un cuerpo bello y absolutamente deseable, pero para mí era hermosa por sus pecas, su nariz chata y respingona, sus deliciosos labios cuando sonreía, sus ojos del color del caramelo y sobre todo por su inteligencia y su personalidad apasionada. Y porque era mi Frank y me hacía unas felaciones gloriosas, lo reconozco. Continuaba siendo ella, ingeniosa, divertida, dulce, vibrante de entusiasmo en todo cuanto hacía o decía y eso era lo que realmente la convertía en alguien tan atrayente. Era sincera y leal a pesar del tiempo, del dinero y de ser la gerente y principal inversora de la Academia de Artes Escénicas Charmaine Moore.

    —Eres hermosa, con arrugas y sin ellas, y siempre lo serás, amor. Eso no lo puede cambiar nada, ni todo el tiempo del mundo, y nunca serás invisible para mí.

    —Tu tampoco estás tan mal para tus cuarenta y siete años, chéri —sonrió.

    Frank se giró para rodearme el cuello con sus brazos y yo la besé con suavidad en los labios. Después tomé su rostro entre mis manos y lo observé en silencio durante unos preciosos segundos. Tenía unas graciosas marcas de expresión en los ojos cuando sonreía. Lo hacía mucho y siempre he querido pensar que gracias a mí. Sus ojeras estaban más marcadas, sus mejillas menos redondeadas y ya tenía algunas canas que se empeñaba en teñir, pero no tantas como yo, que ya las lucía generosamente en las patillas.

    Ella también intentaba mantenerse en forma con algo de pilates, yoga o nadando, pero su personalidad la incapacitaba para ser constante y, aunque su cintura no hubiese vuelto a ser la misma después de tres embarazos, a mí no me importaba en absoluto porque seguía teniendo un trasero que me volvía loco, su piel era igual de suave y continuaba estremeciéndose del mismo modo espectacular cada vez que la acariciaba.

    Creía conocerla perfectamente, aunque siempre lograba sorprenderme de cuando en cuando, a pesar de llevar veinte años juntos, pero en aquel momento, gracias al conocimiento mutuo y la intuición que da la convivencia, pude darme cuenta de aquel malestar suyo.

    —Nena… ¿Todo esto no será por tu próximo cumpleaños?

    —La verdad es que sí —resopló—. Ahora mismo no tengo ninguna gana de cumplir los cuarenta.

    Volví a reír abrazándola con fuerza.

    —Pensé que era yo el único anticelebraciones. A ti siempre te han encantado las fiestas de cumpleaños, los bautizos y las bodas —bromeé para ponerme serio de pronto—. Te aseguro que cuando tengas noventa años seguiré deseándote igual que ahora.

    Se lo dije sabiendo que cada palabra era real y la besé en el cuello suavemente. Frank ronroneó y yo le rodeé la cintura y la atraje hacia mí.

    —¿Con noventa años crees que lo seguiremos haciendo? —sonrió.

    —Estoy seguro. Con las mismas ganas de siempre —le dije al oído.

    Mis caderas se pegaron a las suyas y noté cómo respiraba hondo, lo bastante como para que sus senos rozaran mi pecho haciendo que mi pelvis se balanceara hacía adelante y rozara la suya suavemente. Ella se frotó contra mi cuerpo y seguí el compás de sus movimientos, casi imperceptibles. Tomé sus manos y enredé mis dedos en ellas para mantenerlas bajas, a cada costado de su cuerpo, y pegué mi frente a la suya sin dejar de mirar sus ojos. El balanceo de nuestros cuerpos persistía haciéndome sentir en el estómago aquel calor pesado y profundo del deseo. Continuamos así, casi sin menearnos, y noté un leve estremecimiento en Frank que se propagó hasta mi cuerpo e hizo que el mío se contagiase del suyo y que la piel se me erizase. Mis dedos apretaron los suyos y sentí su mano con fuerza contra la mía.

    —Se me están quitando las ganas de salir —susurró en mi boca haciendo que sintiese sus palabras sobre mis labios.

    —Pero se lo habíamos prometido a Pocket y ya estás preparada… por fin —reí con una de mis socarronas sonrisas torcidas.

    Frank me propinó un codazo en el costado haciéndome reír con más fuerza.

    —Está bien, saldremos —dijo—. Me da pena que Jalissa haya decidido pedir el divorcio al final.

    —Sí, a mí también. Pensé que cambiaría de opinión —suspiré acariciando sus dedos enredados entre los míos—. El pobre Pocket está hecho polvo. No levanta cabeza.

    —Pues ella está genial. Más guapa que nunca. La vi muy bien el otro día, cuando comimos juntas. Hablamos de su nuevo trabajo y me dijo que… bueno, que había comenzado a salir con alguien. Solo para ver qué tal, aún no es nada serio, pero creo que es mejor que no le digamos nada a Pocket.

    —¡No, claro! —resoplé imaginando el drama que podría montar mi amigo—. Si se entera se va a deprimir aún más. Lo está llevando fatal. Hace más de un año que se separaron y no lo supera. Por eso tenemos que salir a animarlo un poco.

    —Me da pena, por los dos. Y por Jewel y D’Shawn.

    Asentí sin dejar de acariciar sus dedos.

    —Pocket dice que Jalissa le dijo que ya no estaba enamorada y que no quería conformarse. —Frank asintió.

    —A nosotros no nos pasará eso, chéri. Estoy segura —dijo alzando mis manos hacia su cintura para que la abrazara.

    —No, amor, nunca. Lo que tú y yo tenemos es especial —dije acariciándola.

    —Lo sé —susurró Frank pegando su vientre al mío.

    No lo decía por decir. Lo creía sin duda alguna. Habíamos pasado por muchas cosas juntos, sobre todo los diez primeros años de nuestra vida en común, con aquel par de dolorosas separaciones por causa de la difunta amiga de la familia Sargent, Patricia Van der Veen. La siguiente década, criando a nuestros hijos y ocupándonos de la academia, pasó a toda velocidad y, aunque agotadora, había sido maravillosa. Tal vez esos primeros años de dificultades, de luchar para mantenernos unidos, era lo que había logrado hacer que nuestra unión fuese tan sólida. El mismo Pocket me lo había dicho una vez, hacía bastante tiempo, que nosotros no éramos como Jalissa y él, que teníamos algo diferente, un vínculo indestructible que el paso del tiempo no podía romper. Y era cierto. Todo podía cambiar a nuestro alrededor, pero no nuestro amor, el que hacía que sintiésemos esa pasión el uno por el otro.

    La estreché con fuerza contra mis caderas y ella me acarició el pecho suavemente, bajando y subiendo sus manos de mis pectorales hasta más abajo de mi ombligo, demorándose en esa zona tan sensible. Notaba su tacto a través de la camisa, caliente sobre mi piel. Suspiré con fuerza y ella sonrió con picardía.

    —Estás dispuesta a que lleguemos tarde, ¿verdad? —susurré ronco por culpa de mi más que evidente excitación.

    —¿Uno rapidito antes de cenar? —sonrió mientras comenzaba a enredar con mi cinturón.

    No pude más y la tomé por la nuca con un gruñido animal de asentimiento para acercar su boca a la mía con fuerza. Frank tomó mis labios con avidez y me dejé arrastrar por su lengua y su aliento caliente y húmedo. Mis manos se aferraron a su trasero apretándolo con firmeza. Ella ya había conseguido soltarme el cinturón y yo ya estaba subiéndole la falda hasta la altura de la cintura entre risas, mientras nos acariciábamos y besábamos ansiosos cuando se oyó un portazo y una exclamación de asco.

    —¡Oh, por favor! ¿No podéis hacer eso en… en otro momento o en otro lugar? —dijo Charlotte, nuestra hija mayor.

    Nos soltamos rápidamente. Frank no pudo evitar una risita antes de ponerse sería mientras yo intentaba guardar la compostura, descamisado y rojo como un tomate.

    ¿Cómo íbamos a explicarle a nuestra hija lo mucho que a su madre y a mí nos gustaba hacer el amor? Simplemente, no podíamos.

    —No te esperábamos, chérie. ¿No ibas a ensayar con D’Shawn y Jewel en el garaje de Pocket? —preguntó Frank aún aferrada a mi cintura.

    —¿Y vosotros no ibais a salir a cenar con Pocket? —dijo Charlotte con cara de pocos amigos.

    —Contesta a tu madre… —le reprendí con suavidad mientras Frank se recomponía la ropa.

    Charlotte resopló antes de comenzar:

    —D’Shawn se ha enfadado con Jewel porque, según él, estaba tocando fatal la batería. Yo le he dado la razón a ella porque el que estaba perdiendo el compás era él y me estaba haciendo cantar a destiempo, y D’Shawn se ha enfadado con nosotras dos por llevarle la contraria y ponerle en evidencia —dijo nuestra hija dejándose caer en el sofá del salón exasperada por nuestras miradas de estupor—. Parecéis dos adolescentes salidos, ¿lo sabíais?

    —Estamos casados y en la intimidad de nuestra casa, hija —dije intentando parecer un padre serio y responsable.

    «Lo de intimidad es mucho decir», pensé. Me volví a mirar a Frank, que intentaba no reírse. Charlotte puso los ojos en blanco.

    —Comportaros un poco. Al menos delante de mí.

    —Lo hacemos —refunfuñé.

    —Sí, como la semana pasada, que os pillé en este mismo sofá en… en cueros y… ¡Oh, por favor! No quiero recordar eso ni estar aquí sentada.

    Y se levantó para tomar asiento en una butaca, mirando el sofá con aprensión.

    Carraspeé. Nuestra hija de casi dieciséis años nos había sorprendido haciendo el amor en el sofá Chester y desde entonces no nos podía mirar a la cara ni sentarse en aquel lugar de la casa sin resoplar como si fuese una dama del Ejército de Salvación. En nuestra defensa diré que no estábamos completamente desnudos, pero lo suficiente para lo que interrumpió.

    —¿No deberías estar en el apartamento de Charlie, con tus hermanos? —preguntó Frank.

    —No necesito ninguna niñera —respondió Charlotte.

    Mi madre se había comprado un apartamento con vistas a Central Park para pasar tiempo con sus nietos. Durante años los había cuidado y consentido y nos había proporcionado múltiples momentos de intimidad a Frank y a mí. Pero Charlotte ya no era ninguna cría, aunque yo me empeñase en negarlo y Korey, a sus casi once años, estaba a punto de dejar de serlo. Solo la pequeña Valerie, a la que habíamos llamado así por una canción de Amy Winehouse, mantenía intacta su ilusión por las cosas de niños.

    —Sí que la necesitas —repliqué.

    —Ya soy mayor.

    —¡Mayorcísima! —dije con sarcasmo.

    —Mark… —me reprendió Frank con dulzura.

    Ella era consciente de que Charlotte y yo éramos muy parecidos, cabezotas y orgullosos y que enseguida saltaban chispas. Por eso, en cuanto podía frenaba nuestras disputas para que no acabásemos enzarzados en una discusión. Aunque no siempre lo lograba.

    Pero en aquel momento yo no tenía ganas de discutir, así que hice un esfuerzo y suavicé mi tono.

    —Anda, hija, llama a tu abuela y dile que te quedas aquí para que no se preocupe. Nosotros nos vamos ya —dije.

    —De acuerdo… —gruñó Charlotte, frunciendo el ceño de la misma forma que yo para acto seguido esbozar una sonrisa torcida marca Gallagher—. ¡Pasadlo bien!

    Negué con la cabeza mientras Frank posaba la mano sobre mi hombro.

    —Has estado muy comedido, chéri. Sé lo que te cuesta, así que… enhorabuena —dijo besando mi mejilla

    —¡Qué remedio me queda! —sonreí justo cuando salíamos por la puerta.

    Capítulo 2

    Never Tear Us Apart

    —Divorcio… —resopló Pocket compungido mientras terminábamos la noche en el pub de Sullivan—. Y para colmo el negocio no va bien. Esta enésima crisis mundial nos está jodiendo a todos y nadie quiere gastar en decorar sus casas.

    Su tienda de decoración, que tanto éxito tuvo al principio, llevaba meses casi sin clientela porque en Queens, la clase media, que era la que pagaba los platos rotos de todas las crisis, no levantaba cabeza.

    —Sí, lo sé, tío. Estuve hablando ayer con el hijo de Santino y dice que todo anda muy raro. Hasta el alquiler de coches —dije.

    —En la academia no nos libramos tampoco. Cada vez tenemos menos donaciones y más gastos. La luz y el gas están por las nubes. Y el agua —dijo Frank.

    Asentí y estreché su mano. Sabía de sobra por las dificultades que estábamos pasando. El país había llegado a tener varios colapsos energéticos. El clima era cada vez más extremado y afectaba a las economías de todos los países. Las inundaciones se alternaban con periodos de sequía y olas de calor intenso o frío polar. Los apagones eran numerosos en Nueva York, lo que me había llevado a invertir parte de mis acciones de los estudios Kaufmann, propiedad de mi madre, en la academia para abastecerla mediante paneles solares que evitasen tanto gasto energético.

    Nosotros podíamos aguantar los malos tiempos, éramos unos privilegiados. Aunque nuestros fondos hubiesen mermado bastante en la última década no nos faltaba dinero, esa era la verdad, pero si mi amigo de la infancia no recuperaba clientes iba a estar en problemas pronto. Le habíamos ofrecido nuestra ayuda en numerosas ocasiones, pero él se había negado.

    —Ya sé que te lo he dicho muchas veces y que no hace falta repetirlo, pero… —comencé.

    —Lo sé, lo sé, tío —asintió Pocket sin dejarme terminar.

    Conocía a mi viejo amigo lo suficiente como para saber que sería difícil que aceptase ningún auxilio monetario, aunque tanto Frank como yo estábamos dispuestos a ayudarle si llegaba el caso.

    Saqué un par de pintas más y mi insípida cerveza sin alcohol y los tres continuamos hablando de cosas menos alarmantes con lo que la velada terminó con algunas risas y unas cuantas canciones irlandesas.

    Nos despedimos de Pocket dejándole en su apartamento alquilado de Forest Hills, al que se había mudado al separarse de Jalissa, y nos encaminamos a nuestra casa en Astoria.

    Astoria había cambiado mucho en diez años y ahora era un barrio de clase media alta. Del antiguo y sencillo distrito multicultural de Queens con edificios de poca altura y pequeños negocios familiares quedaba poco. La zona seguía albergando a la mayor comunidad griega de Nueva York y aún resistían restaurantes griegos rodeados de iglesias ortodoxas, pero abundaban nuevos locales de moda que atraían turistas ávidos de lo «normal y corriente, sin artificio», decían los tours turísticos, y los precios, antes asequibles, se habían puesto por las nubes.

    Frank canturreaba bajito una canción antigua que sonaba en nuestra emisora favorita. Casi todo lo que nos gustaba a ambos ya era considerado antiguo por nuestros hijos, como aquel estupendo éxito de los INXS, Never Tear Us Apart.

    —¿Te lo has pasado bien? —pregunté aparcando el Audi en el garaje de nuestra casa.

    —Sí. ¿Y tú? —preguntó con una sonrisa somnolienta.

    —También. Hacía bastante que no salíamos de noche.

    Salimos del coche a la vez, yo canturreando: «Amo tu precioso corazón. Yo estaba de pie. Tú estabas allí. Dos mundos colisionaron…».

    La miré y dejé de cantar. Frank estaba espectacular, vestida con una blusa de seda amarilla atada con una lazada en el cuello, a juego con una falda muy vaporosa, que se ondulaba con cada uno de sus movimientos. No llevaba sujetador y sus pechos naturalmente turgentes se le marcaban bajo la etérea tela.

    —Estás preciosa —dije de pronto repasándola de arriba abajo con la mirada.

    Hacía varios meses que no salíamos solos y que no la veía vestida para cenar fuera de casa y me pareció que estaba radiante.

    Frank se quedó de pie, junto al coche, aguardándome en silencio, y yo me acerqué despacio, sin romper el contacto visual. Había algo muy dulce y a la vez muy sensual en su forma de mirarme. Sabía que se sentía deseada en ese preciso momento y a mí siempre me ha encantado demostrárselo mediante aquellos juegos de seducción tan nuestros.

    La alcancé agarrando su cintura y la atraje hacia mí despacio.

    —Esta tarde nos hemos quedado a medias y por culpa de eso he estado toda la noche pensando en ti, ¿sabes? —susurré colocándole un mechón de pelo tras la oreja.

    Al hacerlo le acaricié el borde del lóbulo y descendí por su cuello casi sin rozarla. Noté cómo se estremecía con mi tacto. Posé las yemas de los dedos sobre sus labios y sentí el temblor de su aliento en mis dedos. Inspiré con fuerza sin dejar de mirarla.

    —¿Por eso me tocabas por debajo de la mesa? —sonrió.

    Respondí con mi sonrisa canalla. Así había transcurrido toda la noche. Nos habíamos buscado con los ojos y con las manos, rozándonos de cuando en cuando. Durante la cena, una de mis manos se había adentrado en su falda deslizándose suavemente por su pantorrilla, subiendo por la cara posterior de la rodilla hasta alcanzar la redondez de su suave muslo donde, al rozarlo con las yemas de mis dedos, podía notar los casi invisibles pelillos rubios.

    No fuimos más allá para no incomodar a Pocket, pero mis manos no habían hecho otra cosa que acariciar su muslo bajo la mesa y las suyas posarse en mi brazo, mi pecho o mi espalda con premeditada lentitud.

    Me sentía abrumado y ansioso por tenerla.

    —Te deseo. Mucho —susurré ronco besando su sien y su frente.

    —Yo también a ti —respondió.

    La tomé con más fuerza, apretándola contra mi cuerpo. Mis dedos rozaron su boca y Frank los chupó con la punta de su lengua. Su saliva húmeda y caliente tuvo un efecto inmediato en mi bragueta. Mi miembro comenzó a crecer y así se lo hice notar, apretándome contra su vientre.

    —No vamos a poder… —jadeó—. Arriba está Charlotte.

    —No puedo esperar, amor. ¿Y tú?

    —Tampoco —susurró Frank soltándome los botones de la camisa a toda prisa.

    Mi polla saltó bajo mis pantalones y sus manos expertas corrieron a liberarla desabrochándome el cinturón. Inmediatamente metió una mano en mis calzoncillos. No tuvo que rebuscar mucho, ya estaba en todo mi esplendor, duro e impaciente. Frank la tomó en su mano acariciándola, haciéndome gemir con fuerza. Ella también emitió un gemido y se chupó los labios. Al verla hacer ese gesto me lancé a besarla como un desesperado a la vez que ella me bajaba los pantalones junto con los calzoncillos y se tumbaba sobre el capó del coche.

    —¿Aquí? El coche aún está caliente —jadeó.

    —Yo sí que estoy caliente, nena —resoplé subiéndole la falda hasta los muslos.

    —Pero quítame los tacones. No quiero rayar la carrocería, chéri.

    Lo hice y, así, descalza, encima del Audi, abrió las piernas para mí, apoyándose sobre las palmas de las manos para no perder el equilibrio.

    Acaricie su sexo presionando con mi mano, que notó la humedad caliente de la tela empapada.

    —Umm… qué mojada estás —siseé.

    —Llevo así desde esta tarde.

    Le retiré las braguitas con urgencia y contemplé su sexo brillante y sonrosado. Mis dedos no pudieron aguantar las ganas de sentir aquella carne suave y tierna y el suave vello castaño. Acaricié sus labios primero con mis dedos y después con mi glande, haciéndola gemir muy fuerte.

    Frank no aguantó ni dos minutos. Solo tuve que presionar un par de veces contra su clítoris y su cuerpo cedió abandonándose por completo. Siempre me ha maravillado su rapidez para alcanzar el orgasmo. Se arqueó elevándose sobre el capó del coche y cerró los ojos mientras gimoteaba entre sacudidas de placer.

    No aguardé a que terminara. La penetré completa, notando cada suspiro, cada temblor, cada presión de su carne en la mía. Su cuerpo se agitaba en eróticas sacudidas, sus pechos bailaban bajo la seda mientras yo la penetraba una y otra vez, sin dejar de admirarla. Con una mano me aferré a sus nalgas y rápidamente le levanté la blusa con la otra para acariciarle los pechos. Sus deliciosos y duros pezones acabaron en mi boca. Tampoco pude aguantar mucho. La tomé por debajo de las rodillas pegándola a mí y me dejé llevar por aquel amor apasionado y urgente que sentía. Mi cuerpo se tensó mientras el suyo se relajaba por completo y me derramé copiosamente para dejarme caer sobre ella sin parar de gemir su nombre.

    Después de todo aquel estallido de movimiento nos quedamos muy quietos, intentando recuperar el resuello mientras nuestros cuerpos continuaban unidos.

    Al abrir los ojos e incorporarme la vi observándome serena y sofocada y sonreí resoplando. Estaba fatigado y el corazón me palpitaba con fuerza.

    —Me encanta verte al terminar, chéri —susurró acariciándome el vientre.

    —A mí también me encanta verte, amor —suspiré con aquel dulce y familiar dolor en el pecho, el que llevaba sintiendo desde el momento en que la conocí, aquella lejana tarde, cuando la fui a buscar al teatro donde trabajaba, en calidad de chófer.

    Me había sabido a poco, pero me puse de pie y ayudé a Frank a levantarse del capó del coche aferrando sus manos. Ella me abrazó temblorosa y cálida y yo tomé su rostro encendido para besarla con toda la ternura del mundo antes de vestirnos de nuevo y coger el ascensor para entrar en casa, intentando parecer dos buenos padres castos y formales.

    —Creo que no va a colar —dijo Frank con una risita—. Tienes las orejas rojísimas.

    —Y tú estás toda sonrojada y guapísima —susurré volviéndola a besar apretándola con fuerza contra mi pecho.

    Nuestra hija no podía entender lo mucho que nos costaba a su madre y a mí mantener una sana vida sexual con tres hijos de más de quince, once y nueve años. Era mucho más complicado que cuando eran pequeños. Se había vuelto una misión imposible tener sexo no silencioso en nuestra casa y solíamos recurrir a escapadas y momentos robados a la jornada para podar dar rienda a nuestros apetitos carnales más ruidosos. Aquello tenía su parte buena porque a ambos nos han gustado siempre los lugares extraños en los que podíamos ser vistos. Creo que nos pone, qué le vamos a hacer. Pero he de reconocer que donde mejor se hace el amor es en la propia cama de uno.

    Charlotte estaba en el salón, bailoteando y escuchando música con los auriculares puestos, y aquella pinta de Madonna en los 80 que se había vuelto a poner de moda casi cincuenta años después. Ni nos oyó entrar. Al notar nuestra presencia dejó de moverse, se volvió y nada más vernos hizo un gesto con la cabeza a modo de saludo.

    —Charlotte, es tarde. Deberías estar ya en la cama, ma chérie —dijo Frank casi gritando para que nuestra hija nos oyera.

    —Mañana es sábado —refunfuñó.

    —Ya es sábado, hija. Son más de las doce —apunté haciéndole un gesto para que se quitara los auriculares—. No quiero que te levantes a las tantas. Hemos quedado para comer con tu abuela.

    —¡Yo tenía planes! ¡No es justo! Nunca me preguntáis.

    —No chilles. Seguro que puedes hacerlos otro día. Y apaga la música, por favor —dijo Frank.

    Nuestra hija adolescente obedeció resoplando y se encaminó a su habitación pasando a nuestro lado.

    —Anda, cariño, dale un beso a tu madre —le pedí con suavidad y toda la paciencia del mundo.

    Lo hizo, pero pasó de largo ante mí. Justo antes de entrar en su dormitorio se volvió hacia nosotros y mirándonos de arriba abajo se dirigió a Frank:

    —Mamá, te has puesto mal la falda. Tienes la cremallera delante.

    Y ambos nos miramos entre asombrados y avergonzados antes de echarnos a reír.

    Capítulo 3

    Più Bella Cosa

    Después de un largo día de labor, la casa estaba en silencio por fin. Frank se había quedado dormida en el sofá, con el portátil encendido sobre su regazo mientras repasaba unos documentos relacionados con la Academia de Arte.

    Me quedé sentado en la esquina del sofá, junto a sus pies descalzos, y le retiré el portátil que amenazaba con caerse en cualquier momento. Lo dejé en el suelo y me dediqué a observarla. Estaba apaciblemente dormida, preciosa, con una camisola que se le abría en el escote y me permitía ver uno de sus maravillosos pechos. De pronto me apetecía acariciárselos, pero preferí aguardar y continuar contemplándola. No tardó mucho en despertarse. Nada más abrir los ojos se encontró con los míos y sonrió con dulzura, haciendo que doliese de puro amor por ella.

    —Me he dormido —bostezó—. ¿Es tarde?

    —Sí, los niños ya duermen, pero me daba pena despertarte —susurré acariciando sus piernas desnudas.

    —Estaba revisando algunas cosas de la academia —dijo incorporándose con cara de preocupación.

    —¿Y? —pregunté acariciándole un hombro.

    —No me salen las cuentas. Se han retirado otros dos inversores este mes pasado y necesitamos más capital o estaremos en serios problemas.

    —He estado revisando los papeles que me dejaste —asentí—. Lo peor de todo es que mi madre tampoco anda muy boyante. Los últimos proyectos de Estudios Kaufmann han sido un auténtico fracaso y no ha recuperado la inversión. Así que mi participación como accionista no sirve de nada.

    —Lo sé. La dichosa crisis está pudriéndolo todo. La gente lo está pasando muy mal y por eso mismo no quiero dejar a ningún alumno que lo merezca sin su beca. Hay verdadero talento en esos chicos y chicas. El único problema es que han nacido en el lugar equivocado.

    —Hay unos cuantos que son geniales. El trimestre pasado, en las clases de improvisación de jazz, me encontré con verdaderos talentos. Por cierto, uno de ellos es D’Shawn. Tiene muy buen oído y compone sobre la marcha.

    —Sí, pero ya sabes lo que opinan Pocket y Jalissa sobre lo de dedicarse al mundo del espectáculo.

    —Como todos los padres

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