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Puto cáncer
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Libro electrónico231 páginas3 horas

Puto cáncer

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"Puto cáncer" aborda en primera persona, literariamente y con humor el tránsito de una enfermedad que muchos ni se atreven a pronunciar. En palabras de la autora, se trata del diario íntimo de una paciente oncológica, que mezcla experiencias propias (ella superó un cáncer de intestino diagnosticado a los 35 años) y de otra gente a la que ha acompañado en el grupo de ayuda mutua Apostar a la vida. Dentro de la novela se describen de manera cruda e hilarante los pasos de la enfermedad, los temores, los pequeños triunfos, los procedimientos médicos necesarios y los invasivos, las reacciones del entorno. En el medio de las situaciones más desesperantes es posible encontrar nuevas reservas de vitalidad. Este libro lo demuestra.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento28 abr 2022
ISBN9788726903386
Puto cáncer

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    Puto cáncer - Mayra Sánchez

    Puto cáncer

    Copyright © 2012, 2022 Mayra Sánchez and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726903386

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    A mis viejos, que me regalaron la vida, en especial a mi mamá que lo hizo pariéndome mil veces.

    A MODO DE INTRODUCCIÓN

    Un profeta islámico dijo que en la vida hay que hacer algunas cosas importantes. Priorizó, entre ellas, las de plantar un árbol, tener un hijo y escribir un libro.

    He plantado flores y arbustos. He visto crecer robustos los árboles que planté y hoy dan sombra. También escribí muchos libros y no sentí que mi trascendencia estuviera garantizada por eso.

    No sé por dónde pasará la cosa. Los libros que publiqué hasta hoy son textos científicos, aburridísimos, largos y no los compraría ni mi vieja.

    Árboles bellos, libros horribles. Me falta el hijo y a esta altura del partido ya no sería parido con dolor físico, sino con el tormento de las gestiones de la burocracia. Sólo pensar en las colas eternas durante varios años explicando por qué una cuarentona solterona quiere adoptar un niño me hace desistir de la idea.

    Decidí plantar raíces pariendo un libro. Desde el dolor y desde el amor.

    Intenté organizar la parte más dura de mi historia y, como suele suceder con lo que duele hasta la médula, es de la que más he aprendido. Podría hacerme la canchera diciendo que escribí para compartir aprendizajes después de pasar un cáncer con pronóstico reservado porque eso puede ser bueno para otras personas pero en realidad fue bueno para mí.

    Mi narcisismo se nutrió de ver una edición bonita y un título sugerente. Mi corazón supo que puedo mirar las cicatrices sin llorar.

    Organicé las piezas y procuré darles orden. Dibujé algunos datos y recordé otros. No todo es verdad, pero nada es mentira.

    Alguien dijo, no sé dónde ni cuándo, algo como que lo que no es cierto, merecería serlo.

    Espero puedan disfrutar de leer esta historia tanto como yo disfruté escribirla.

    1

    Empezaré por contar que me gusta mucho el nombre que mis viejos eligieron para mí. Me llamo Mayra que, en latín, quiere decir la maravillosa. El error estuvo en que me lo creí.

    Sentí que podía todo y la vida tuvo que ponerme un planazo en la cara para mostrarme que, de maravillosa, sólo tengo el nombre.

    Soy un despelote viviente, como la mesa en la que trabajo. Me la hizo mi papá. Es una obra de arte. Tiene patas de cedro y, en la tapa, un marco de pinotea que encierra un collage de maderas de diferentes tipos, vetas y tonos. Es una mesa única.

    El despelote que tiene arriba empieza con la computadora, siempre prendida y conectada a internet. Es una compu de buena calidad, pero vieja. Debería cambiarla pero tendré que esperar épocas de vacas gordas para hacerlo.

    Al costado de la compu está la pila de apuntes con los que preparo mis clases para la universidad. En general, tengo mucho para leer. Hace casi veinte años que doy clases y hace casi cuarenta que soy alumna. Estudié psicología, recursos humanos, políticas públicas, políticas de empleo y salud comunitaria. Ahora empecé un posgrado de nuevas tecnologías.

    Nunca supe si estudio para saber o para decir que sé. Muchas veces me gusta alardear. Ya saben cómo es eso. No hay negro que no sea farolero y yo soy bien negra, y, a los dioses, gracias. Otras veces uso la información que conozco para manipular al entorno. Con mi amiga Nori siempre nos reímos a las carcajadas cuando podemos jugar con la ignorancia del auditorio.

    En varias situaciones hemos tenido que dar cursos de capacitación para funcionarios públicos o equipos técnicos de municipios. En medio de nuestros cursos hemos citado autores inexistentes frente a ese público que nos miró deslumbrado por todo lo que sabíamos. Es como si hablar en difícil fuera más admirado.

    Puedo hacerlo y soy buena pero no me resulta tan divertido como desafiar pautas moralistas con un lenguaje chabacano y vulgar. Hay situaciones en que llevo la gronchada a niveles que ruboriza al más pintado.

    Más me pienso y menos me sé. De hecho, creo que no importa demasiado si es por grasa, por traga, por desafiante o por necesidad de que me admiren. Por lo que puta sea, siempre estudié mucho y soy básicamente curiosa.

    También en la mesa, sobre uno de los apuntes que tengo que estudiar, tirada como un griego que espera sus uvas en la boca, está Doña Gómez, mi gata.

    Ella es loca como una cabra. Ella no sabe bien que es una gata. Por momentos se cree una persona, por momentos un perro. En este hogar convivimos muchos seres y yo soy la única humana. Una de mis pasiones son los animales. Milito en defensa de sus derechos y tengo un canil con perritos callejeros en el fondo de casa y he tenido jaurías dentro del dormitorio. Hoy son once pero he llegado a tener veintiséis.

    Al costado de Doña Gómez y del esmalte de uñas están mis hormonas. Esas que tomo porque mis ovarios ya no las producen. Las hormonas me han generado muchísimos problemas, pero también algunos amores. Soy bastante cachonda y enamoradiza. Disfruto salir de bares. Me encanta hacerme la divina en antros de mala muerte.

    Puedo pintarme como una puerta, plancharme el pelo y salir a las pistas de la noche. Eso convive en mí con los saldos de años de estar sola que me han hecho intolerante y exigente cuando de entuertos de pantalones se trata. Soy una vieja solterona asumida, pero me siento una pendeja alborotada.

    Me aburren las rutinas y mi mesa de trabajo es como un test de Rorschach. ¿Qué ve usted en esta mancha? Veo que soy tantas mayras como boludeces hay en este mueble.

    Tengo muchos amigos y disfruto dejar algo de tiempo para compartir con ellos un trago o un mate amargo. Casi nunca me aburro. Mis amigos, amantes y trabajos me abren miles de historias en los encuentros.

    Los proyectos en los que laburo, los grupos de alumnos que tengo o los pacientes a los que acompaño en sus pesares, se me abren como los capítulos de un libro.

    No tengo días iguales. Nunca los tuve. Una sola vez laburé en una sola cosa con un contrato full life: durante dos años seguidos trabajé de enferma oncológica.

    No diré paciente oncológica porque la paciencia es un atributo que no me tocó en el reparto de virtudes. Fui una impaciente enferma de cáncer.

    Cuando esta historia empezó trabajaba de sol a sol. Me subía a un auto los lunes por la mañana y volvía a casa los viernes por la tarde. Andaba como la Mona Jiménez en sus años de pobre. Lunes, Villa María; martes, San Francisco; miércoles, Ramallo, Junín o San Nicolás.

    Dormía en hoteles y comía en restaurantes. No tenía mucho tiempo de ocuparme de mi salud.

    Fui y soy una negra curtida. No me duele el cuerpo hasta que no doy más. No me preocupé demasiado cuando noté que la mierda me salía con un poco de sangre. Pensé que podrían ser parásitos. Mi vida mascotera hacía que las posibilidades de ese diagnóstico fueran altas. Odio ir al médico y me encanta jugar a la curandera.

    Me colgué de los delirios macrobióticos y naturistas. Largué con ajo como para voltear al más pintado de los vampiros con la teoría de que el picante y el ajo eliminan los bichos de los intestinos y evité consultar a un clínico durante algunos meses. Después hice una patética investigación googleada y wikipediada y adjudiqué el síntoma a las hemorroides.

    Suprimí el ajo y, con eso, bajé el presupuesto que gastaba en chicles porque la baranda que emanaba de mi boquita de fresa me corría los candidatos. Necesitaba curarme, pero también necesitaba coger. Todo junto no se puede en la vida.

    Modifiqué mi dieta y comí sano durante un par de meses. Nada cambió. Tampoco decidí ir al médico pero, entre cerveza y cerveza, le pregunté a mi amiga Mercedes, que es matasanos graduada:

    —Decime, nena, ¿qué causa puede tener un hilito de sangre en la materia fecal? —mientras hablaba miraba al costado intentando quitarle importancia a lo que estaba diciendo.

    —En tu familia, con tu viejo zafando del tercer cáncer asociado al sistema digestivo, quizás un tumor —contestó la flaca con esa cara dulce que sólo pone frente a sus pacientes.

    —Ah —dije, como si nada hubiera dicho.

    —¿Por? —preguntó.

    —Hace un año que cago con sangre y no para.

    Ella acusó el recibo. Yo me hice la boluda un tiempo más.

    Pasó el fin de semana. Llegó el lunes. Me subí al auto, salí de viaje y recibí su llamada diciendo que necesitaba verme en el hospital. Casi nunca digo que no a los llamados de los amigos. Acomodé mi agenda, volví a casa el jueves y el viernes tempranito fui a verla, bañada, cambiada y peinada, sin tener idea de lo que se venía.

    Mer estaba atendiendo a sus pacientes cuando llegué y tuve que esperarla un ratito. Cuando salió de su consultorio, me abrazó y me contó que veríamos a un cirujano que sabía mucho.

    Empezamos a buscarlo por los pasillos eternos de ese hospital con estética Evita. Entramos y salimos de varias habitaciones. Ella hablaba de cualquier cosa, mientras yo pensaba por qué era un cirujano al que consultaríamos. Los cirujanos no me caen bien. Son tipos poco afectuosos. Se hacen los recios. Creo que dentro de la fauna médica son los peores.

    Tenía un casete con una murga platense que cantaba ahora llega él, más que humano, el grandioso cirujano. Siempre me acuerdo de eso. Me parecen agrandados. Manipuladores y omnipotentes.

    Claro, entiendo que nadie podría meter un cuchillo en otra persona si no tuviera esas características. Mientras mi psiquiátrica cabecita pensaba en la relación que existe entre el sadismo y las cirugías, encontramos al señor que buscábamos que no hizo más que confirmar las hipótesis.

    En menos de lo que canta un gallo, sin sonrisa ni gesto que se le parezca, me pidió que me sacara la ropa, que me pusiera en cuatro patas y, sin vaselina ni mimos en la oreja, me hizo un tacto rectal. La vergüenza era peor que el dolor.

    Estaba entre biombos en una sala gigante, con una exposición que no era fantasía mía. Desde cualquier lado se me veía el culo roto por el médico de mierda que tenía los dedos como un racimo de pinchilas. Estaba enojada. Lo odié.

    Ya no recuerdo su cara ni su nombre. Tampoco me importan. Sólo me acuerdo que me pidió que me vistiera, nos reunió a Mer y a mí y sentenció:

    —Lo peor es que no toco nada, es necesario ver a un gastroenterólogo urgente —y se fue.

    Mercedes tuvo que explicarme que estábamos frente a la mala combinación de sangre fresca, historia familiar y personal de cáncer y hemorroides inexistentes. Las posibilidades diagnósticas se reducían. Ella me dijo que se ocuparía del turno con el gastroenterólogo, que buscaría el mejor, que me quedara tranquila.

    Yo la miré a los ojos, fruncí el ceño con esas fruncidas de sorpresa, no de enojo, mientras pensaba que me ardía el culo, pero estaba tranquila.

    El turno que Mercedes consiguió era con un gastroenterólogo prestigioso del hospital privado donde trabaja. Ella, que sabe de sus colegas, decía que era un tipo muy responsable, muy estudioso y una gran persona. A mí me alcanzaba y sobraba con que mi amiga me diera referencias. Confiaba en su criterio y sabía que me pondría en las mejores manos.

    Llegué sola y puntual a mi turno.

    Siempre me gustó ir sin compañía a las consultas y procuro estar unos minutos antes, a pesar de saber que junto con el título de grado los médicos reciben un manual de mala caligrafía, un reloj que atrasa horas y una dosis de té con sabor a no valoro el tiempo ajeno y así me siento importante. Igual, procuro no hacer lo que no me gusta que me hagan y prefiero putear la demora que tener que pedir disculpas por mi tardanza.

    Me senté en la sala de espera hasta que el médico me llamó. Me hizo preguntas sobre mi historia clínica y sobre la de mi familia. Fue puntilloso. Pidió muchos datos. Me acostó en la camilla y empezó a revisarme.

    Cuando llegó a la panza tocó, presionó y me preguntó si dolía. Le dije que no. Me preguntó cómo defecaba.

    Defecar es una palabra mucho más cerda que cagar. Pensé: Este señor no le dice pan al pan ni vino al vino.

    Nuestra charla escatológica abundó en detalles sobre mi despreocupado estreñimiento, sobre mis dietas y mis humores. Parecía una propaganda auspiciada por Activia. Un verdadero asco.

    Me hizo vestir y nos sentamos en su escritorio.

    —Tenés un polipito —dijo.

    Y yo largué la carcajada. Poli siempre suena a mucho y pitos mejor no les cuento. Ese fue mi primer síntoma maníaco-depresivo.

    Él estaba transpirando y yo intuía sus preocupaciones. Ambos sabíamos que la gente teme nombrar al cáncer tanto en las sospechas como en las certezas.

    Se habla del problemita, del tumorcito como si fuera un relato de maestra jardinera, o se pasa a la solemnidad de las duras y penosas enfermedades que titulan las noticias de los diarios.

    El doctor me preguntó cuántos años tenía y, como en pocas cosas, la juventud juega en contra frente a los pronósticos. Parece que los tumores crecen más rápido en los niños que en los viejos.

    Me dio un nuevo turno y me pidió que fuera a la obra social a autorizar una colonoscopia y unas biopsias.

    Yo ya estaba de los pelos de sólo pensar que tendría que someterme al tormento de estudios tan invasivos. La palabra biopsia me confirmó que ambos temíamos el mismo diagnóstico

    Tenía treinta y cinco años y casi la certeza de tener un cáncer.

    2

    Salí mareada del consultorio del médico. Caminé hasta un bar cercano que me gusta mucho y miré la pantalla del teléfono celular. ¿A quién llamar? ¿Qué decir?

    No lo sabía. Tampoco tenía muy claro qué necesitaba, qué esperaba escuchar.

    Se me aparecían tendencias históricas. Siempre fui una cuidadora. Estudié psicología para cuidar a los otros del dolor.

    Tampoco sé si digo esto convencida. Quizás sólo esté faroleando delante de ustedes, haciéndome la divina, y estudié psicología como la mayoría de los psicólogos: por chiflada irresuelta en búsqueda de soluciones propias. No sé. No importa ahora. Ya estudié psicología y ya asumí que dejarme cuidar me cuesta un ovario y la mitad del otro.

    Como casi siempre que algo me duele intensamente en el cuerpo o el corazón, llamé a mi mamá.

    —Mami, ¿qué hacés? —dije procurando mostrar calma.

    —Hola, nena —ella siempre me dice nena cuando nos saludamos o cuando estoy sufriendo. Quizás sabía que en ese momento pasaban las dos cosas a la vez.

    —Salgo del médico, mami, sospecha que tengo un cáncer —le dije. El silencio ocupó la línea esos segundos que parecen milenios.

    —Ay, ¿qué te dijo? —preguntó, también intentando no quebrarse.

    —Que tengo unos polipitos y que quiere hacer una colonoscopia y tres biopsias.

    —Te doy con tu padre —y pasó el teléfono.

    Los pedile a tu madre, preguntale a tu padre, mejor que decida tu madre han sido sinónimos de problemas serios desde que era una niña.

    Tengo una yunta de progenitores que pueden resolver muchas cosas sin ayuda.

    Cuando era preadolescente y por primera vez pedía permiso para ir a un boliche; cuando choqué el auto de mis viejos o quise salir con la mochila a dedo por las rutas argentinas, se imponía un plenario familiar.

    Si mi madre había sugerido que hablara con mi padre era porque había escuchado lo mismo que yo. Ella también sintió que el pronóstico era de tiempo inestable.

    Mi papá, macho y argentino, tomó el teléfono.

    —Hola, bebé, ¿en qué andás? —mi viejo sólo usa ese mote cuando yo ando soltera. Si ando noviando o me reconoce con historias de amante, automáticamente me dice negra o Mayra a secas.

    —Hola, papi, vengo del gastroenterólogo, supone un cáncer y me dijo que hay que hacer una colonoscopia y biopsia de las muestras.

    Mi viejo como ex canceroso, reincidente en tres momentos distintos, uno de garganta, uno de pulmón y uno de colon, médico jubilado y orgulloso de su profesión, sacó el Libro gordo de Petete, lo bañó en negación y largó su laralila:

    —No seás pelotuda, el tipo es un currero, te quiere sacar guita. Los protocolos —que son como los recetarios de los procedimientos que se estilan entre los curadores— dicen que primero hay que hacer un colon por enema. Este hijo de puta

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