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Lenguas filosas
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Libro electrónico342 páginas5 horas

Lenguas filosas

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"Lenguas filosas" vuelca como novela la historia de un grupo de mujeres que dicen en lenguaje "guarro cordobés" lo que piensan, sienten y les pasa con el aborto, el trabajo, la maternidad, el mismo lenguaje, el amor y el desamor, la sexualidad. El libro bucea así, desde la literatura, en algunas de las vivencias más directas de los cambios que los feminismos vienen generando en Argentina y otros países durante los últimos años.Tomando vuelo a partir de fragmentos y detalles que pueden aparecer en el margen de una conversación, Lenguas filosas aporta miradas atípicas sobre lo ambiguo, lo adverso y lo alegre que recorre la trama íntima de estas transformaciones.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento28 abr 2022
ISBN9788726903393
Lenguas filosas

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    Lenguas filosas - Mayra Sánchez

    Lenguas filosas

    Copyright © 2019, 2022 Mayra Sánchez and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726903393

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    A ellas que fueron letra.

    1

    Clara odiaba discutir. No le gustaba polemizar. Evitaba la tensión a la que la sometían las confrontaciones. Hubiera huido gustosa de los debates pero con ellas era imposible escaparse.

    —¿Militante? Ni en pedo Clara, no te confundás. Si hay algo que dinamita cualquier posibilidad de construir consensos son las pancartas militantes. De solo pensarlo salgo eyectada mentalmente a la niñez y siento vívida la escena inmodificable de los días que pasé en el living de la casa de mis abuelos: la tele siempre prendida, la botonera fija en el canal de aire por el que emitían cuatro horas de telenovelas con guiones clonados en los que la niña pobre se convierte en millonaria porque pega un braguetazo; dos horas de noticias de violaciones y robos; una serie lacrimógena y un programa de humor infantil en el que un niño o una niña son cacheteados y nos reímos por repetición del cállate, cállate, cállate que me desespeeeeeras o con el fíjate, fíjate, fíjate en esas escenas tan previsibles como una de nuestras fotos hogareñas. Mi abuela defendiendo a capa y espada el mandato de la castidad hasta el matrimonio. Mi abuelo trabando esa lucha anti rock, alcohol y tabaco. Tengo la certeza de que las cruzadas de los dos viejos en el medio de esa rutina insoportable fueron las piedras angulares de esta familia que me tocó en suerte. Cornudos y cornudas, borrachos y adictos, con esa marcada tendencia a levantar santos dedos inquisidores sobre la frente ajena —dijo Mora, y estalló en una carcajada—. Ponele comillas gigantes a tocar en suerte, Clara. Muchas veces intento imaginar quién hubiera sido yo sin ellos cerca.

    —¿Y eso qué tiene que ver con el feminismo?

    —Tiene que ver con cualquier ismo. Kirchnerismo, macrismo o feminismo, da igual. Los fanáticos se convierten en esos títeres aplaudidores que reproducen a pie juntillas el discurso oficial que les mandan decir los líderes de sus movimientos. Y repiten, sin pensar, como un casete; una y otra vez hasta que se les estira la cinta y ya no se entiende nada de lo que dicen.

    No se puede poner la misma música en un velorio que en un casamiento. Es más, ni siquiera se puede poner el vals durante el carnaval carioca, cariño… —continúa Mora con su cantinela más exaltada que al inicio de la conversación. —¿Cómo se inspiraría tu tío para tocarte el ojete como al descuido si no le ponés una de Los Caligaris? El pobre tío Cacho tendría que dejar sus manos sobre tu cintura y se perdería el honor de zanjearte el pan dulce…

    —¡Boluda! —la paró Clara cagándose de risa—. Sigo sin entender adónde vas.

    —Tenés razón, desvarié un poco. Digo que la masa de militancia en tiempos de Facebook es peor que mi abuela repitiendo el discurso del cura. Si vas al encuentro nacional de mujeres y empezás a sentir que es peligroso decir a un grupo de minas paren un poco locas, que eso no cabe cuando ves que están armando una molotov para que explote la pared de una iglesia a poquitos metros de donde sale una viejita de hombros caídos y mirada al suelo… tarde o temprano terminarás tomando distancia. Porque participar sin poder decir, es una mierda. Hay algún punto en el que no querés, o al menos yo no quiero, sentir que soy peor que aquello que condeno. Sé que hay que poner mucho esfuerzo y mucho corazón para intentar comprender a la viejita que sostiene los discursos del patriarcado, porque también es producto de un sistema y de una familia que no le dio opciones... ¡Qué sé yo Clara! Lo que te quiero decir es que está claro que ningún pibe nace chorro pero necesitamos recordar que ninguna nena nace Mirtha Chiqui Legrand…

    —Jajajja —estalló Clara y dijo—: bueno boluda, pero a Mirtha la odiás y le tirarías dieciocho molotov

    —¿Sabés que no? Bueno sí. La odio, pero creo que me encantaría ir a ese programa. Eso es justamente lo que intentaba decirte: me parece que la única estrategia real de cambio que tenemos es la sensibilización que solo se logra con una cosa tan simple y tan faraónica a la vez como es la docencia. ¿Qué ganamos alimentando entre nosotras esa paja mental constante que no se baja al llano ni con patadas de un ninja? Boludeces de una pseudointelectualidad en decadencia. ¿Por qué no es bueno sentarse con Mirtha a compartir su caviar? Si no puedo tomarme el tiempo de intentar explicar a esa versión glamorosa de la viejita de la puerta de la iglesia lo que para mí significa justicia en términos de oportunidades, ¿no te parece que termino siendo tan opresora como los más soretes de los referentes del patriarcado y del androcentrismo que conozco?

    —Quizás. Te aseguro y te lo firmo: ruego que la vida te dé la oportunidad de sentarte con Mirtha porque eso será también mi oportunidad de escucharte decir tenés razón. Si hay algo de lo que estoy segura es que el día que la tele anuncie almuerza con la señora Mirtha Legrand, la referente feminista Mora Flores, ¡será el mismo día en el que vas a escupir el plato de una viejecita y vas a tener que usar toda tu empatía en comprender a las chicas que arman las bombas para tirar en misa!

    —Loca, poneme una ficha al menos. Quiero seguir creyendo que puedo ser mejor que esa vieja de mierda o que las activistas que pretenden erradicar la violencia contra las mujeres pegándole a otras mujeres.

    —Mmmm, difícil que el chancho vuele, Mora. Sos demasiado leche hervida y no creo que puedas sostener esa postura tan Gandhi que discurseás cuando estés en medio de una situación realmente jodida. Te conozco amiga, te he visto sacar las uñas.

    —Bueno, supongamos que saltara sobre la gargantilla de la vieja. De cualquier manera no podés negar que el feminismo está en problemas desde el momento en que se nominó de una manera tan poco asertiva.

    —¿Ah? ¿De qué hablás?

    —Confunde, Clara. La palabra feminismo confunde. Si ves a una mujer cualquiera que ha nacido y crecido en una familia tradicional y que repitió como mandamiento no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su criada, ni su buey, ni su asno, ni su casa y que procura reflexionar haciendo un esfuerzo sobrehumano sobre el machismo que contiene esa premisa, ¿cómo le explicás que el feminismo no es la supremacía de lo femenino sobre lo masculino? Feminismo y machismo suenan a un Boca-River. Deberíamos buscar otra palabra para nombrarlo…

    —Bueno, sí, en eso tenés razón. Feminismo no suena a igualdad…

    —Y menos aun suena a la posibilidad de elegir transitar matices. Ni es una palabra que asocies con la justicia…

    —Pero entonces, ¿cómo hacés para cambiar el uso de una palabra con tanta fuerza?

    —¡Qué sé yo, Clara! Supongo que es como en cualquier otra cosa. Primero con la diferencia entre sexo y género, o cuando discriminamos tipos de inteligencias.

    —No lo sé, Mora. Me parecen diferencias tan sutiles que no creo que se comprendan. Ahora ¿te parece que es para tanto un conchuda tirado al viento?

    —No Clara, justamente de eso se trata. Vos fuiste la que dijo que el tipo era machista cuando te dijo conchuda y remataste con ese pedorro vos que militás el feminismo, buscándome de aliada a tu reacción. Yo solo digo que el tipo no tuvo más objetivo que el de insultarte, y que no veo en eso el machismo; como no veo feminismo ni búsqueda de igualdad en que sigamos usando los adjetivos por los que reconocerías a un argentino en China. Que te digan conchuda o boluda es igual a que te digan imbécil, y me parece una pelotudez atómica que digas que el insulto es machista…

    —¿Sabés qué, Mora? Odio cuando te parás sobre el podio y te creés descendiente de los esclavos de Bonaire. Ya me secaste la cabeza. No te aguanto más. Prefiero al tipo gritándome conchuda al oído hasta el año que viene a seguir aguantando tus fundamentos. Me voy a poner la pava así tomamos unos mates y hablamos del clima.

    Cuando los españoles llegaron a la isla encontraron a hombres y mujeres que vivían en sus casas de barro, disfrutando del sol, viviendo de la caza y de la pesca. No había oro, ni plata. No tenían piedras con valor de reventa. No había nada que saquear pero las carabelas nunca partieron vacías. Los mercenarios robaron almas a fuerza de látigos y espadas, capturaron a sus habitantes y los llevaron como esclavos a las minas de La Española.

    Cuando los holandeses decidieron quedarse con Bonaire ya no había personas para secuestrar pero los opresores siempre se las rebuscan.

    Bonaire se habitó con familias que raptaron de África y con burros que trajeron en sus barcos desde Europa, para que los esclavos no murieran tan rápido de agotamiento y de hambre. Los esclavos y los burros trabajaron de sol a sol llevando agua del mar, llenando lagunas que el sol evaporaba dejando solo la sal que, luego, cargaban en los barcos que la transportaban a Europa.

    Los esclavos y los burros morían para saborizar la comida del plato del verdugo.

    Cuando los piratas ingleses y franceses robaron a los holandeses ese pedacito de tierra que fue hogar de los Arawak y botín de los países civilizados, los negros y los burros de Bonaire sacaron sal bajo otro látigo y la cargaron en barcos con otra bandera, mientras sus hijos eran vendidos por kilo. Luego, los holandeses recuperaron el látigo y sacaron la sal teñida con sangre hasta mediados del siglo XIX en que abolieron la esclavitud.

    Los negros sobrevivientes, de espaldas arqueadas y surcadas de cicatrices, hombres y mujeres que durante siglos habían esperado cortar esas cadenas, enseñaron a sus opresores el valor de la libertad.

    Salieron de sus casitas con sus grilletes cortados, exorcizaron sus almas y sacaron hasta la última gota de resignación esclava con un alarido de guerra que hizo temblar las salinas de la isla. Llevaban en sus manos callosas los punzones y martillos con que cortaron sus propias cadenas.

    Corrieron hasta los corrales y miraron a los ojos a sus asnos. Acariciaron sus lomos con silencio de sepulcro.

    Uno a uno, los burros, esclavos de los esclavos, vieron caer las cinchas y los alambres que los mantenían presos.

    Los asnos liberados por los negros corrieron entre los cardos y los cactus pateando al viento para que se llevara cualquier rastro de dolor.

    Ese día de 1863, los negros y los burros que nunca más usaron cadenas, escucharon por primera vez la palabra Bonaire en la brisa de los salares y sonrieron.

    2

    Aceite y vinagre. Difíciles de amalgamar pero excelente condimento para esas ensaladas que armaban en cualquier diálogo.

    Clara tenía la dulzura cremosa de los helados de chocolate. Mora era ácida y esgrimía argumentos con la destreza de una experimentada y, por qué no, sádica espadachina.

    Eran más que amigas. La vida las hermanó. Se conocieron en los años en que asesinaban a Cabezas y la gente se preguntaba si era real la muerte de Yabrán. Las teorías conspirativas pasaban sin pena ni gloria al costado de Clara, quien renegaba por historia, química y matemáticas en su último año de secundario. Tenía dieciocho años.

    Mora había llegado a Colón un año antes, llevando en una mano el título de psicóloga con olor a tinta fresca y en el corazón una gran dosis de añoranza por la vida universitaria que le había servido de antídoto infalible cuando tuvo su primer desarraigo. Colón estaba muy lejos del Valle de Traslasierra en el que Mora creció y donde todavía vivían sus padres. Nostalgia de los años en los que Freud y el primer porro asesinaron sin piedad cada vestigio de romanticismo adolescente que estaba escondido en una caja con rosas secas y diarios íntimos de Sarah Kay. Gloriosos cadáveres de un ayer en el que Mora aún no había sentido el viento en la cara.

    En el Valle de Traslasierra hay un paraje que se llama Piedra Pintada, que custodia el Río de los Sauces, a pocos kilómetros de Villa Dolores. La piedra que le da nombre fue pintada por comechingones y las pinturas aún están. Poquito se ven y casi nada se cuidan.

    ¡Viva Boca, carajo!, dice al costado con mayor intensidad que las pinturas aborígenes.

    Los imbéciles no son solo hinchas de fútbol. También son viejos fachos como el mismo que montó sobre la Piedra Pintada el monumento más espantoso que la imaginación de un hombre pueda crear y, las manos de otros hombres construir. Semejante esperpento lleva varias décadas arruinando el paisaje. Cuentan que antes, ciertos jóvenes alborotados por el amor o por ese algo que brota de madrugada después de algunos vasos de vino, iban a la vera del río buscando un poco de intimidad. Así, frente a la Piedra Pintada muchos años antes por los aborígenes, se armó una villa cariño de esas que no faltan en ningún pueblo.

    El dueño del terreno odiaba el amor y se creía con derecho a decidir sobre los encuentros y desencuentros. Levantaba el dedo inquisidor sobre los amantes tal como levantan las varitas sobre las ratas los magos poderosos. El pobre no entendía nada. Creía, como creen algunas religiones, que la fiesta del cuerpo era una enfermedad que debía curarse.

    Por eso construyó sobre la piedra un monumento. Una media cápsula de puro cemento. Medio remedio para el amor. Tenía un gran ojo, que el tiempo destruyó y una gran oreja, que aún se conserva.

    Una leyenda coronaba la construcción. Dios todo lo ve y todo lo oye, decía.

    Ni la advertencia con aires de censura ni el paso del tiempo pudieron con las pasiones de los jóvenes dolorenses.

    La Oreja de Piedra Pintada sigue siendo cuna de grandes y sordos amores.

    Clara participaba de un taller de orientación vocacional que Mora coordinaba con carcajadas sonoras y ropa solemne que la escudaba de su inexperiencia.

    Las cejas de Clara se enarbolaban sobre sus ojos celestes con cada relato de Mora rompiendo el mito del sacrificio de ser estudiante más que hija.

    Es el mejor momento de la vida decía Mora, como si a los veintitrés pudiera hablar de balances vitales. Pero ellas eran así: Mora hablaba como si supiera y adoraba jugar con la ignorancia del auditorio; Clara soñaba con esa utopía de libertad que supone la adultez, sobre la que Mora profetizaba y sostenía que se conseguía con la libreta universitaria.

    Ellas crecieron con cinco años, dos provincias y mil kilómetros de distancia pero aun así tuvieron muchas cosas en común. Muchos hermanos, mandatos machistas, niñez sobre bicicletas, pandillas de amigos y juegos de escondidas al atardecer. Veranos de ríos. Animales como miembros de la familia. Adolescencias sin la paranoia de los secuestros y de las violaciones.

    Clara eligió una carrera que sus padres no podían costear. Mora la ayudó a buscar, entre opciones similares, una licenciatura que se estudiara a distancia.

    El taller grupal terminó pero Clara y Mora no se despidieron.

    Rumiaron juntas precios y opciones. Estudiaron mapas, requisitos de inscripción, calcularon fechas y reunieron documentos hasta que Mora, asfixiada de alegría, confesó la intención. Yo también me voy a inscribir, dijo, como niña que planea una travesura.

    Prepararon el mate, subieron al viejo R 12 y ese diciembre viajaron por primera vez a Córdoba por la misma ruta que recorrieron durante los veinte veranos siguientes.

    Te amo. Te amo en la alegría y en la tristeza, en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad. Siempre te amo.

    Te extraño tanto en esos meses en los que desaparecés. Te extraño más cuando ellos vienen, corridos de otros lados, aprovechándose de mí por el vacío que deja tu partida; se meten en mi cama, sensibilizan mis pies y erizan mis pezones. Te sueño y te deseo mientras con ellos solo muero de frío y acuno un sueño depresivo en el que las horas que duermo nunca alcanzan.

    Odio salir de la cama cuando no estás cerca.

    Quizás te extraño menos cuando ella me seduce con su colorido, me regala esas flores soñadas y me alegra los días con melodías de cantos de pájaros. Yo te amo y ella me abraza mientras yo odio a las parejas que circulan por la calle tomadas de las manos. Ella está conmigo pero eso no me importa. Vos no estás y me siento más sola que nunca. Tiro pañuelos llenos de mocos, uno tras otro porque ella me asfixia y las lágrimas me caen.

    Te pido, te ruego que vuelvas a curar mis alergias.

    Amo que regreses.

    Amo el sudor que nos baña en cada encuentro.

    Amo que me obligues a buscar el helado de limón y chocolate con almendras.

    Amo ir al río o al mar, salir de nochecita a tomar una cerveza con mucho hielo y amo que hagas que la noche se dilate y las ganas de disfrutarla dure hasta la salida del sol.

    Te amo como te aman las iguanas en las rutas y hoy celebro tu llegada con más sudor que lágrimas.

    Ella

    Escritora de odas de amor cachondo al verano

    Veinte años en los que la ley de gravedad trabajó como esclava con grillete, veinticuatro horas por día los trescientos sesenta y cinco días del año, tirando al piso lo que tenía que caer. El culo, las tetas, los labios de la vulva y los miles de prejuicios que durante la niñez eran firmes y turgentes, se llenaron de manchas, flecos, pozos y recovecos.

    Clara y Mora habían madurado casi tanto como había crecido la idea de ser mujer. Lo verdaderamente grave ya no era lo que fue en los noventa cuando se conocieron. La ley no era la de entonces. Tampoco la idea de lo bello o de lo noble.

    El mundo y ellas habían sufrido por igual el trabajo del tiempo. Había que cambiar de anteojos para enfocar lo cercano o lo lejano, lo grande y lo pequeño.

    Mora no hubiera podido identificar el instante en que empezó a ser mujer con todas las letras. Quizás porque no lo hubo. No recordaba la aparición de su menstruación como el hito que describen los libros de psicología, no le dolieron las mudanzas, las despedidas no la dejaron partida en dos mitades.

    En cambio Clara podía relatar segundo a segundo cada imagen de la noche del antes y después. Recordaba la ropa que usó, el color del maquillaje con que tapó sus ojeras, el olor que dejó en el baño la planchita del pelo y el perfume con el que lo tapó. Lo que no podía recrear con su memoria era el terror que quiso esconder con esa pose de bailarina de flamenco. Sabía que enderezó la espalda, paró el culo, entró panza y sacó tetas, levantó la cabeza, bajó un poco el mentón, clavó la vista al frente. Podía describir el ruido que hizo la puerta vaivén cuando la empujó esa noche y podía relatar cómo fue opacado por el martilleo de los tacos sobre el piso de madera.

    3

    Para usted son terribles. Debe cuidarse. Le sugiero caminar descalza todo el día, arreglar las plantas de su jardín, almorzar liviano, no comer carne ni legumbres en todo el día. Antes de que llegue la noche prepare una bañera tibia con sal y romero. El agua purifica, dijo el doctor Tanaka mientras caminaba hasta la computadora y llenaba la historia clínica de notas.

    Ella se levantó de la camilla y abotonó su camisa hasta el cuello.

    Sí, sí. A usted los domingos le hacen mucho daño, reforzó el anciano, por si quedaba algún atisbo de dudas.

    Agradecida, abrazó al viejecito y se fue antes de que la viera llorar.

    Tenía cuatro años el primer día de los mil días en que su tío abusó de ella.

    Tenía cuatro, quizás cinco años, ese día en que el sol comenzó a esconderse.

    Era un martes.

    Su tío se llamaba Domingo.

    Las tardecitas de los domingos siempre fueron espantosas para Clara aunque no supiera el porqué. Desde pequeña, en especial cuando tenía que volver temprano a su casa para preparar las cosas de la escuela o en la adolescencia de inviernos lluviosos, no recordaba los finales de los domingos con alegría o, al menos, con algo de paz. Pero particularmente esa fue la peor de todas las tardecitas domingueras. Había salido sin rumbo, después de dos días de deambular entre el patio y la habitación de una casa que ya no sentía suya, mientras él hacía de cuenta que ella no estaba.

    El reloj de Clara movía las agujas al ritmo del sufrimiento. En la cabeza le retumbaba esa melodía picaseso: un tic tac denso y bipolar. El tiempo estaba jugando al misterio. Quedaba petrificado por horas y de pronto volaba.

    Clara seguía sentada en el mismo banco gris de cemento frío, en el mismo bulevar. Sin saber cómo o cuándo, la noche la cercó. Ya no lloraba, quería hacerlo pero no le quedaban fuerzas. Había llenado la cartera de pañuelos de papel húmedos. Había secado prolijamente las lágrimas y los mocos durante horas. Sentía la congestión de la congoja. La nariz paspada le dolía mucho menos que el alma o el orgullo.

    ¿Por qué?,se preguntaba sin saber si en verdad quería escuchar la respuesta. Hablaba sola como en la más profunda de las demencias. Lloraba intentando aliviar la presión que sentía en el pecho. No podía pensar. No sabía qué hacer. Se levantó y dio un par de pasos zigzagueantes. Estaba a cuatro cuadras de su casa pero la aterraba volver y encontrarlo ahí, con esa cara de boludo que ponía cuando tenían algún problema o, peor aún, sentado en su puta computadora como si nada pasara.

    Paró un taxi y le pidió al chofer que la llevara a zona sur. El tipo la miraba por el espejo, intrigado por la cara hinchada y los ojos llorosos. Clara bajó la vista; no le alcanzaban las fuerzas para mantener la mirada frente a nadie. Mientras, enroscaba con dos dedos el hilo que sobresalía de la costura de su vaquero. Miraba la nada por la ventana, intentando organizar el tsunami de pensamientos. Abrió la cartera, sacó el celular y marcó. No obtuvo respuesta. Tomó su billetera y vio que adentro solo tenía la foto de sus gatitas, la tarjeta del bondi y cuatro monedas.

    La angustia fue opacada un instante por el temor. Viajaba buscando auxilio sin que nadie la esperara al llegar. ¿Qué haría si Mora no estaba? No tenía adónde ir.

    El taxista la esperó en frente al jardín de la casa con el auto encendido.

    Clara golpeó la puerta con las pocas fuerzas que le quedaban. Nadie abrió. Los perros no ladraron y los vecinos no se asomaron a chusmear por detrás de las cortinas. Insistió. Usó el anillo contra la puerta de chapa.

    —¿Quién es? —preguntó Mora con voz de sueño interrumpido.

    —Soy Clara. Alejandro me dejó.

    —¿Quién? —repitió como tomando el aire necesario para reaccionar.

    —Soy yo, ¿puedo quedarme acá hoy? Necesito que me prestés plata para el taxi —dijo mientras Mora abría la puerta, la abrazaba y la acompañaba a la silla en la que las piernas se le aflojaron. Se desplomó en ese breve espacio sintiendo que el culo le pesaba toneladas y con los brazos tapándose la cara, se apoyó sobre la mesa. Cayó como un trapo viejo mientras Mora pagaba el taxi y ponía agua para el mate.

    Mora se paró al costado de la cocina mirando la pava que estaba en el fuego, como si necesitara custodia. Excusas para no enfrentarse cara a cara con el dolor su amiga, que nuevamente lloraba como una Magdalena.

    María Magdalena trabajó de sol a sol, o de luna a luna, en un trabajo que nadie sabe si la hizo feliz porque a nadie le importaba su alegría.

    María Magdalena lavó los pies ajenos y los secó con su propio cabello llenándolos de su perfume.

    María Magdalena amaba y cogía con la intensidad y la frecuencia con la que nos gustaría amar y coger a cada uno de nosotros.

    Quizás por eso, por envidia intensa, quisieron lapidarla. María Magdalena lloraba a moco tendido y, mientras la prensa decía que era por arrepentimiento, nosotras sabemos que no.

    María Magdalena lloraba porque vivía en un mundo en el que se enseñaba a las mujeres a no ser violadas en lugar de educar a los varones para que no se conviertan en violadores. María Magdalena no lloraba sus pecados: María Magdalena lloraba los nuestros.

    Clara siempre se divertía con las ocurrencias de Mora. Muchas veces la desconcertaban las irreverencias o las bravuconadas que hacía en la escuela solemne de la pequeña ciudad en la que se conocieron. Para Clara, tanto como para los parámetros del pueblo, Mora era un raro personaje, una loca pintoresca.

    Cuando empezaron la facultad en modalidad a distancia todavía vivían en Colón. Mora organizó sus agendas, armó cronograma de viajes para rendir los finales y le enseñó a estudiar. Clara pudo mantener el ritmo durante un par de años y luego sintió que era mejor inscribirse en alguna de las opciones que le ofrecía el pueblo. Clara sabía que la autogestión no era su fuerte: disfrutaba más de las pautas impuestas por el

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