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De un mentecato y sus miserias
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De un mentecato y sus miserias
Libro electrónico374 páginas6 horas

De un mentecato y sus miserias

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Información de este libro electrónico

Las tragicómicas andanzas de un ser indiscutiblemente único.

De un mentecato y sus miserias relata la trayectoria vital de Jeremías Peinado, un triunfador desde su concepción deformada y un indeseable desde cualquier otra. Sus llamativas aventuras esconden más de lo que aparentan, y es ese recorrido desconcertante y multicolor lo que da vida al relato, sin olvidar un final que a muchos lectores les podrá resultar reconfortante.

De todo ello se sirve el autor de su alter ego narrativo, Ángel Ayuso, un expolicía jubilado que dibuja el contrapunto, con su honestidad casi excesiva y un abrumador sentido del humor, a la personalidad inquietante del protagonista.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento16 feb 2018
ISBN9788417382551
De un mentecato y sus miserias
Autor

Jesús Pinar

Jesús Pinar es un madrileño nacido allá por los 60. Ha sido colaborador con sus narraciones en el programa El Espejo de la COPE, y en la página Web Cincuentopía. Persigue alejarse de la concepción de una cultura pseudotrascendente. Escribe porque le satisface, procurando compartir de forma cómplice, sin más, su deformada visión lúdica de la realidad.

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    De un mentecato y sus miserias - Jesús Pinar

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    De un mentecato y sus miserias

    Primera edición: febrero 2018

    ISBN: 9788417335731

    ISBN eBook: 9788417382551

    © del texto:

    Jesús Pinar

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A mis padres, permanente enseñanza.

    Sin ellos no estaría, sin ellos no sería.

    A Toni, mujer de blanca hondura.

    Mi estímulo y mi refugio.

    A mis hijos, desvelos y alegrías.

    En la distancia, pero siempre conmigo.

    Capítulo primero

    Presentación

    Madrid, 13 de Julio de 2009

    Tras largos y afanados años de investigación he resuelto varios de los enigmas de la historia moderna que han quitado el sueño a tantos hombres, y por cuyo esclarecimiento alguno que otro, preso del delirio envuelto en la persecución de la verdad, hubiera llegado a matar. No ha sido fácil. He pasado por trances en los que me he sumido vertiginosamente en los más espantosos peligros, viéndome obligado a convivir con perdularios y facinerosos de la peor calaña que me colocaron al borde del abismo de la lógica, del elemental sentido de la supervivencia, incluso de mi fidelidad a los principios morales, llegando a superar barreras que nunca hubiera previsto soslayar. Pero ha merecido la pena. Ustedes lo comprobarán con el paso de estas páginas que modestamente pretenden reflejar mi frenética huída hacia adelante, escapando tantas veces de otros y hasta de mí mismo y mi conciencia.

    No daré más rodeos. Se lo anticiparé sin más alharacas, ni subterfugios vanos para enaltecer mi vanidad… Sé quién estuvo detrás de la muerte de John Fitgerald Kennedy. Sé cual fue la última noche en que disfrutó de los favores sexuales de Marilyn Monroe, e incluso sé de qué color era la ropa interior que lució ésta en aquella velada repleta de un romanticismo teñido de lujuria irrefrenable. Y para finalizar, también sé quien inventó la teoría, que aún deambula por algunos foros más o menos razonables, de que el hombre no llegó nunca a pisar la luna cuarenta años atrás, y que aquellas imágenes en blanco y negro de los tres astronautas embutidos en sus trajes carísimos, coronados por escafandras que parecían peceras de las que venden los chinos en sus tiendas de todo a un euro, no eran sino un burdo montaje que vio la luz en un estudio y unos decorados construidos para tal ocasión por un eminente creador que gozaba de amplia experiencia e indiscutido prestigio en el campo de la cinematografía de entonces.

    Todos estos misterios están unidos por un nexo causal innegable y revelador. Pensarán ustedes, así de sopetón, cual es la relación que puede existir entre el color de la ropa interior que lució la bellísima Marilyn en su última noche de pasión junto al presidente de los Estados Unidos, con la llegada (presuntamente irreal) del hombre a la luna. Pues les advierto que la hay, y en su momento la desvelaré ante sus atónitos ojos.

    Antes de empezar con el desarrollo de la apasionante trama que nos espera, así como de todas las terribles vicisitudes por las que hube de transitar a lo largo de los años y diferentes escenarios, considero oportuno presentarme ante los lectores. Si, ya sé que no es habitual y que lo normal es que el narrador permanezca en la oscuridad anónima impuesta por el autor caprichoso que maneja sus acciones y hasta su pensamiento, y que puede interpretarse como un acto de singular e injustificable vanidad el hecho de hablar de uno mismo, pero, a fuer de ser sincero, me importa un pimiento que alguien, sin duda perversa e infundadamente, llegue a la imperfecta conclusión de que no viene a cuento que hable de mí mismo, pues para eso voy a narrar una historia absolutamente apasionante y, caramba, qué menos que rendirme un satisfactorio autotributo.

    Además se lo prometí a mi mujer, quien me convenció con el argumento (incontestable) de que probablemente, dada la actual coyuntura y las previsiones ajustadas a la estricta realidad, no llegaré a conocer a mis nietos, al menos en su etapa racional, aquella que se desarrolla a partir de los dieciséis años (más o menos…, los hay que no llegan a transitar nunca por la susodicha racionalidad), y que por tanto era conveniente que ya que esta novela no la leería nadie porque nunca llegará a editarse, al menos dé a conocer algo de mí para dotar de algún punto de referencia genealógico a mis descendientes, obviando la alta posibilidad de que se avergüencen notoriamente de mi humilde persona.

    Mi nombre es Ángel Ayuso. Cuento en la actualidad con la nada desdeñable edad de 62 años. Pueden ustedes pensar que soy demasiado mayor para empezar ahora a contar historias, pero lo cierto y verdad es que verbalmente llevo ya muchos años narrando peripecias con mi peculiar estilo, dotado de gran voluntad y estimable rigor, si bien es probable que no de notable brillantez o siquiera de un aceptable interés. Todo ello me propongo cambiarlo a partir de hoy, transformando mi anónima vida y mis andanzas sin rimbombancia en una suerte de apasionado y arrebatador retrato de hechos irrefutablemente esenciales para el conocimiento público, o al menos para el solaz de algún que otro lector predispuesto a la diversión y la zambullida fresca y sin complejos en los avatares quizás disparatados, quizás sorprendentes, quizás reveladores, y seguro que interesantes (al menos bajo mi singular perspectiva).

    Durante toda mi vida he sido un intachable servidor público, puesto que entré a servir en la policía cuando aún vivía el señor General, y aunque llegué a vestir aquel uniforme gris tan denostado y símbolo represor elegido unánimemente por la progresía veraz o falaz, de entonces o de ahora, puedo dar mi palabra de que jamás corrí detrás de ningún estudiante, ni apresé con brutalidad a ningún sindicalista de la época. Probablemente la razón es que cuando yo entré a servir al Cuerpo, ya estábamos en el año 1971, y la mano de hierro del mandamás ya no era tal, mostrando inequívocos síntomas de oxidación, y porque los tiempos le empujaban a aflojar las tuercas, mal que le pesara o pesase. Durante los largos años en que ejercí mi profesión, creo que lo hice a satisfacción tanto mía personal, como de mis superiores que jamás tuvieron motivo alguno de queja sobre mí, o al menos no me lo manifestaron. Cumplí siempre con interés, con profesionalidad, con salud inmejorable, pues en treinta y cinco años de servicio tan sólo falté por enfermedad en tres ocasiones, y todas ellas inexcusables. Un lumbago aterrador y sumamente doloroso en el 83, un cólico nefrítico impío y arrasador en el 92, y por último un repugnante quiste sebáceo en la rabadilla que hubo de ser extirpado por medios quirúrgicos y que me impidió tomar asiento por una buena temporada. Jamás catarro alguno, ni otras dolencias menores de semejante índole, perturbaron el normal desarrollo de mis obligaciones, a las que acudí religiosamente incluso atacado por pequeños accesos febriles que soslayé en forma no sé si sumamente responsable o sumamente estúpida.

    —Ángel, hazme el favor. Me he quedado sin huevos para la tortilla de patatas de esta noche. ¿Te puedes acercar al súper de abajo y comprar una docena?

    —Mujer, me pillas en muy mal momento. Acabo de empezar con la novela, y ahora que me estaba animando…

    —Anda, cariño, si ahora tienes mucho tiempo, que para eso estás ya jubilado. Es un ratito, guapo.

    —María de las Mercedes. Mi reina. Sólo me llamas guapo, faltando a la más elemental de las realidades, cuando quieres que te haga algún recadito…

    —Venga, guapo. Si me haces caso, prometo no dejar tu novela a medias para cuando la lea… ¿vale?

    —Hummm, una lectora fiel,… Algo es algo. De acuerdo. Bajo a por los dichosos huevos. ¿Alguna preferencia?

    —Sí. Tráemelos de los grandes, guapetón mío.

    Guapetón. Eso ya sólo me lo dice cuando tiene asegurado el triunfo de sus peticiones. Esta reflexión la hago unos minutos después de haber cumplimentado los requerimientos de mi señora, de la que también haré la merecida referencia en breves momentos, y la cual, por cierto, transitando por un ardid muy frecuente en aquellas personas con cierta ascendencia sobre los débiles de espíritu como yo mismo, ha aumentado la lista de la compra una vez que transigí a sus deseos y me vestí adecuadamente para salir a la vía pública, cambiando mis pantalones cortos de cuadros, tan frescos y confortables como anticuados e inadecuados para mostrar en público por unos vaqueros relavados pero dignos, y mi camiseta sin mangas, igualita que aquella que portaba Marlon Brando en la ley del silencio, si bien es cierto que colocada sobre mi cuerpo serrano el resultado es estéticamente algo menos atractivo, por un polo de rayas azules y blancas, de esos que hace unos años sacaba los domingos, habiendo quedado ahora para faenas de aliño intrascendentes e insípidas.

    Andaba yo por el relato de mis quehaceres profesionales cuando hube de adquirir los huevos, el pan, los pimientos de piquillo, un par de cebollas, la manzanilla y el arroz largo, y la verdad es que tampoco deseo extenderme en muchos más detalles, puesto que yo no debo de erigirme en el centro de este relato. Sólo aspiro a que me conozcan puesto que aunque no soy el protagonista, si que serán mis ojos, mis oídos y mis neuronas el filtro para acceder a él y a su historia. Añadiré que me jubilé tan sólo hace unos meses, justamente cuando cumplí los 62. Podría haber continuado con mi ejemplar trayectoria en el Cuerpo Nacional de Policía, pero comprendí que probablemente este país no se hundiría sin mi brillantísima colaboración para el mantenimiento de su seguridad y también que ya tocaba, puesto que me era factible, disfrutar, aún en plena forma, del ocio reparador y de la ausencia de obligaciones horarias y rutinarias que durante tanto tiempo marcaron mi devenir.

    He de reconocer que sufrí una cierta congoja, casi vergonzosa, que hizo aflorar unos lagrimones sinceros y algo patéticos el día de la despedida de mi actividad, con todos mis compañeros delante esgrimiendo esa sonrisa algo bobalicona y pretendidamente comprensiva que se suele regalar a aquellos que abandonan el barco, aunque sé que más de uno sentía arañar en sus tripas el bastardo sentimiento de la ponzoñosa envidia, obligados a sufrir aún unos cuantos años más el aliciente impagable de sus rutilantes ejecutorias profesionales. No era uno de estos, sin duda, mi querido jefe, el comisario Magallanes. Claudio para mí desde hace muchos años, hombre y policía ejemplar que me juró, éste si con absoluta sinceridad, que me echaría de menos abundantemente en estos pocos años que restarán a su vez para el abandono de su responsabilidad. Y es que este hombre ha constituido para mi no sólo un notable aliciente a la hora de encarar los duros trances por los que muy a menudo me vi obligado a transitar durante mis años de esforzado contribuyente al sostenimiento del Estado de Derecho, sino que con el regalo de su amistad inteligente y desinteresada, los obstáculos casi siempre se empequeñecieron hasta límites microscópicos, consiguiendo en cambio acrecentar notablemente todos los estímulos que rodearon nuestra labor.

    Aún me crujen los huesos y se me dibuja un nudo cursi en la garganta cuando recuerdo el abrazo, la despedida final que me tributó a solas, tras haber despedido a todos los demás, mirándome a los ojos mientras me decía Ayuso, es la primera vez que siento que seas mayor que yo y que, por tanto, me dejes abandonado en medio de esta jauría…. Yo sonreí, no ante el recuerdo bienintencionado de su mayor lozanía, sino ante la definición de jauría hacia buena parte de los compañeros, que bien es cierto que sólo ladran conformes cuando el hueso que les lanzas satisface sus mundanas pretensiones.

    Mientras se alejaba calle abajo, volví a sonreír sabiendo que nos veríamos a menudo, puesto que no sólo compartimos nuestra personal amistad, sino que además nuestras respectivas cónyuges, y hasta dos de nuestros respectivos hijos, son íntimas en el caso de ellas, y colegas ocasionales en el de ellos. Amparo, su mujer, es una dama hermosa, provista de la elegancia eterna de quién la posee a sabiendas pero sin el menor esfuerzo porque la destila en su respiración, en su caminar armónico y elástico, en su mirada limpia y sin dobleces. No quisiera que me interpretasen mal. Yo, de quién estoy enamorado es de mi María de las Mercedes, mi reina y señora, pero he de reconocer que la mujer de Claudio es una hembra de postín, y que además contó con la virtud de llenar de color una existencia algo monótona con la que se regalaba el entonces inspector, hasta que tuvo el arranque y la fortuna de atraparla bajo sus brazos.

    Aquel día mis compañeros me regalaron con una sorpresa que me resultó verdaderamente inesperada, con lo cual no hube de realizar esfuerzo interpretativo alguno para mostrar en mi rostro el impacto de situación tan imprevista. No me estoy refiriendo a la actuación de ninguna gogó o artista del streptease, circunstancia que, mal que me pese reconocer, tampoco me hubiera desagradado, pues bien es sabido que uno ya va entrando en esas edades en que el innoble pero inocuo arte de la contemplación es la más factible de sus actividades de índole pseudosexual (caramba, no sé si suprimir esta última frase, teniendo en cuenta que mi mujer ha prometido que leería esta novela…, me lo pensaré para cuando la revise).

    La sorpresa a la que me refiero fue la aparición súbita e impensada del jubiladísimo comisario Villarejos, el cual apareció a los postres con la intención de compartir, conmigo y con los demás comensales, la copita de después, ya que su mujer le prohibió acudir al banquete completo, teniendo en cuenta dos factores fundamentales: la estricta dieta del octogenario exfuncionario, acosado tanto por el feroz colesterol como por los molestos y casi anónimos triglicéridos; y por otro lado la tendencia natural e irrefrenable de don Gregorio de saltarse a la torera las reconvenciones de su santa, y aprovechar estas ocasiones para degustar alimentos tan fuera de su dieta habitual, como presuntamente dañinos para su ajado, pero aún vigoroso, organismo. Y es que Villarejos, al que hace años que no veíamos, nos sorprendió con un aspecto formidable, pese a haber perdido algo de peso sometido a la dictadura férrea e insípida de la acelga, el brócoli y el café descafeinado con sacarina y leche desnatada. Esto parecía haber acentuado algo sus arrugas, sobre todo la del entrecejo que exhibía ya una amplitud similar al Canal de Panamá, pero sin embargo no conseguía conferir a su silueta y a su rostro un aire de viejo bonachón, sino del puñetero y entrañable cascarrabias de siempre, simplemente algo ralentizado por la implacable naturaleza y la falta de urgencias laborales. Nos confesó que seguía echando de menos su despacho, sus quehaceres y la ausencia de vigilancia de su señora, que desde que se jubiló hasta hoy, había conseguido adaptarse de tal manera a su papel de inquisidora bienintencionada pero asfixiante, que a veces la confundía con su sombra y le daba la impresión de que estaba tan encima que le robaba parte de su propia respiración, hasta hacerla más lenta y agobiada.

    Ninguno de los presentes dudamos de sus palabras, revestidas de una cierta sorna algo dolorida, aunque el tema de la respiración lo atribuimos a su afición cultivada alrededor de cincuenta años a los puros baratos y al irrespetuoso paso del tiempo, más que al notable afán controlador de la pertinaz cónyuge. Agradecí mucho la presencia de Don Gregorio aquella noche, porque me retrotrajo a muchos años atrás cuando aún no me sentía un botarate por no saber lo que era un procesador de textos, porque me hizo sentirme más feliz sabiendo que mi vida no era sólo mi trabajo que entonces acababa, y porque mi mujer, aparte de más guapa y más discreta, no se ocuparía de mi colesterol en forma tan obsesiva ya que, afortunadamente, mi herencia genética no había recogido tal predisposición al infortunio, lo cual me permitía seguir disfrutando de placeres culinarios incompatibles con dicha traba castradora.

    —¿Todavía estás escribiendo, cariño?... Pues si que lo has cogido con ganas. ¿No será que te has leído algún artículo de esos de autoayuda que te impulsan a desarrollar alguna actividad para sentirte útil en la jubilación?

    —Claro, mujer. Lo leí ayer, y el artículo terminaba diciendo que era necesario encontrar alguna afición de índole creativa, ya que era muy habitual que los jubilados, cuando se sentían frustrados, acabaran asesinando a alguien de su entorno más próximo en una especie de ritual satánico.

    —¡Ay guapo!, tú no te preocupes que yo dejaré que fluya en ti todo tu genio literario, que seguro que es mucho, pero ¿por qué no te vienes ya la cama?, que ya sabes que mañana madrugo, que yo aún trabajo, y que sin tu estimulante presencia de macho arrebatador me cuesta mucho coger el sueño…

    Macho arrebatador. Creo que esa definición no la había utilizado nunca, ni siquiera en nuestros tiempos pretéritos, que no mozos, porque nos conocimos cuando ambos ya habíamos renunciado prácticamente a encontrar una pareja en la que refugiar nuestras soledades y compartir nuestras pequeñas mezquindades atesoradas en la rutina individual durante largos años. Hace ya veintitrés, es decir que un modesto servidor se hallaba en la cúspide de la treintena, a punto de ingresar en el club de los afectados por el síndrome de la notable y paradigmática edad de cuarenta. Esa edad en la que hace no muchas generaciones, nuestros antepasados eran ya por lo general abuelos, y su vida en todos los sentidos estaba tan encauzada que apenas admitía mínimas variaciones, constituyendo hoy sin embargo el punto de inflexión para muchos y muchas, en el que han de reconstruirse por su propia voluntad o por la de otros, resultando un campo de abono de relaciones semiapasionadas de tantos que emprenden segundas, terceras o cuartas aventuras tras anteriores fracasos o simplemente amargas experiencias.

    No fue mi caso. Yo llegué virgen de relaciones estables a mi emparejamiento con María de las Mercedes, y vive Dios que no resultó una empresa sencilla la de su conquista. Ella era una viuda ya reposada cuando la conocí. Quiero decir con esto que su difunto marido, a quien el sumo hacedor tenga en su gloria, había fallecido hacía ya unos ocho años cuando yo tuve el placer de su conocimiento. El bueno de Ricardo, siempre lo llama así, era un hombre apocado, irrefutable en sus modales pero más soso que un pepino sin aliñar. No tuve el gusto (supongo) de conocerlo, pero de las infinitas historias que sobre él me ha contado mi señora, he deducido sin gran esfuerzo que el hombre tenía menos carisma que el presidente de mi comunidad de vecinos, del que nunca recuerdo su nombre ni su aspecto grisáceo y rotundamente vulgar y prescindible. Ante tal precedente, no me resultó difícil llamar su atención, envolviéndola en mi particular verborrea y mi encanto dudoso, pero contumaz. Ella trabajaba de farmacéutica cerca de mi casa, actividad que sigue desempeñando a día de hoy esperando la oportunidad precisa para el traspaso ventajoso de su negocio, y debo de reconocer que los comienzos no fueron muy esperanzadores, pues tuvo a mal concederme la duda de mis verdaderas intenciones, creyendo que yo era un crápula que tan sólo perseguía la satisfacción de mis más bajos y pasionales instintos. Yo nunca se lo he confesado, pero lo cierto y verdad es que ese fue uno de los ejes motrices de mis primeros impulsos hacia ella, pero también es cierto que pronto, sin desaparecer por supuesto tales ardores carnales, se vieron sobrepasados por un afán romántico algo bobalicón que me confirió un mayor conocimiento de su persona y sus atributos, no ya sólo físicos, sino morales e intelectuales.

    Tampoco podría insinuar otra cosa en estas líneas sabiendo, como sé, que serán devoradas por sus hermosos ojos grandes y perspicaces y que cualquier otra afirmación podría suponer un innecesario cisma en nuestra consolidadísima relación, pero puedo jurar ante ella y ante el resto, que lo que digo es cierto, que estuve loco por ella desde el principio y que hoy, tantos años después, aún me seduce, me atrapa con el brillo de su mirada inquieta. Y esa fue la razón de que, pese a los iniciales rechazos cuando aún no había sabido reconocer mi modesta pero aseada personalidad de hombre de bien, yo me mantuviera firme en la intención de su conquista, suponiendo ésta no sólo un reto y un acicate como para cualquier otro hombre perseguidor de una cima incomparable, sino la persecución de un sueño, sabedor de que mi vida cambiaría a su lado, y también la suya, perdón por la inmodestia, al dejarme coger su mano.

    Algún día, si la estructura de esta novela, que me doy cuenta de que he empezado en forma algo heterodoxa, me lo aconseja, o al menos me lo permite, me extenderé en los detalles de esa conquista trabajada, complicada y feliz. Pero de momento y para finalizar mi ya algo excesiva presentación, terminaré señalando que fruto de nuestros ardores iniciales y del deseo instintivo de la perduración de nuestra estirpe, concebimos al año de nuestro matrimonio (tampoco podíamos pensárnoslo demasiado por evidentes razones biológicas) a nuestro único hijo, al que tuvimos a bien bautizar en la fe de nuestra Santa Madre Iglesia con el nombre de Alejandro (si, como el Magno), del cual ya daré detalles asimismo más adelante y del que puedo avanzar en este momento que cuenta con la insultante edad de 19 años, inmerso en una juventud atolondrada y algo paranoide, en la que alterna momentos aislados de inusitada responsabilidad con otros períodos (desgraciadamente más comunes y dilatados) de post-adolescencia recalcitrante, inseguridad recurrente y una afición a vivir del cuento extremadamente preocupante.

    Pero ahora, ya cumplimentado mi deseo de situar al lector en la personalidad, sin duda fascinante, del narrador que va a conducir este relato, llega el momento de que nos adentremos en la auténtica naturaleza de los acontecimientos que son objeto de mi obra, y en el protagonista auténtico de la acción, de las aventuras y desventuras que se plasmarán en la misma.

    —¡Cariñoooo! ¿Vienes ya a la cama a regalarme con tu adorable compañía o llamo al vecino del quinto?

    —Ya voy, preciosa mía. Cierro el ordenador y te regalo con mi insustituible presencia.

    Y lo cerré. Vaya que si lo cerré. La prontitud en doblegarme a los requerimientos de mi señora y santa esposa no vinieron condicionados por la referencia, sucinta y socarrona, a mi posible alternancia con el vecino del quinto, pues la realidad es que en el quinto, dos por encima de mi residencia, en las tres viviendas que comparten rellano viven un par de hermanas viudas de más de ochenta años, unas muchachas jovencitas de alquiler que deben de ser estudiantes universitarias, aunque según tengo comprobado gracias a la fineza auditiva que aún conservo, no es por las noches cuando se dedican a cultivar el estudio, al menos el estudio de las materias de sus carreras, salvo que ahora exista algún plan de estudios que comprenda la metodología y conocimiento empírico de las juergas nocturnas, así como de los ejercicios de alcoba con somieres chirriantes.

    Por último, en la puerta C es en la única en la que podemos encontrar un hombre, quiero decir como residente habitual y empadronado, y éste no es otro que Patricio Hernández, el cual, aparte de resultar un varón de escasos atractivos físicos e intelectuales, cuenta con el agravante de ostentar la edad de 88 años y de haber extraviado hace un par de meses su dentadura postiza, que aún no ha podido sustituir por escasez de recursos, subsistiendo el pobre a base de gazpachos andaluces, pese a que éstos le repiten a menudo, y sopas frías o calientes, lo cual ha redundado en la parquedad de sus carnes escasas conformando su triste anatomía como una auténtica concatenación de pellejos ajenos a cualquier goce visual. Vive este hombre con una cuidadora de origen subsahariano, según he deducido del color de su piel y del tosco castellano balbucido por la susodicha, la cual pasea con gesto de adusto aburrimiento a su patrón todas las tardes de siete a ocho por el parque cercano, cuando aún pululan por éste las madres jóvenes con sus criaturas babeantes y gritonas, y el viejo Patricio pasea sus miradas, disimuladas y esquivas pero inequívocas, por las anatomías firmes y prietas de esas mujeres, que ajenas al verdadero espíritu de las pecaminosas intenciones del abuelo sin carnes, sonríen a éste cuando alguna vez cruzan con él sus dispares miradas.

    No obstante, teniendo claro que mi condición de macho único no corría peligro, al menos de momento, en lo que atañe a mi matrimonio bendecido por el párroco Agustín y por los parabienes de rigor de ambas familias, como decía anteriormente me arrojé al lecho reparador, pues aunque esto de escribir, he de reconocer que en un principio me ha colmado de sensaciones refrescantes, mi castigado cuerpo de hombre maduro, a la par que atractivo, se hallaba en la tesitura de impedir que mi creatividad siguiera fluyendo en manera abundante, tal y como mis maravillosos lectores merecen.

    Así pues y hallándome en la plena, aunque probablemente limitada, posesión de mis facultades, recobrada tras ese gratificante descanso, y antes de presentar al auténtico protagonista de esta novela (me parece que ya he aplazado este momento unas cuantas veces…, me recuerdo a esos estúpidos programas de televisión que anuncian cuarenta veces lo que va a emitir a continuación para, presuntamente, captar el interés del aburrido espectador caprichoso), he de hacer una confesión. Sí, una confesión dolorosa y que sorprenderá a alguno de ustedes que haya creído ver en mí en estas primeras páginas a un honesto y cabal aspirante a escritor e incapaz de urdir con malas artes alguna artimaña casquivana y barata para captar la atención. Pues no.

    Confieso que he pecado, y aunque no pensaba hacer esta aclaración hasta al menos la página 50 para garantizarme la fidelidad de algún lector que otro, mi conciencia me impide seguir con el engaño que dibujé en el inicio de este relato, de forma burda y socavadora de los principios éticos más elementales que deben de animar la creación de una obra, por modesta o incluso infame que ésta sea. En esta novela no voy a desentrañar quien estuvo detrás de la muerte de Kennedy, ni como fue su última noche con la bellísima Marilyn, ni por supuesto el color de las braguitas y el sostén (seguro que a juego) que exhibió la infeliz actriz ante el popular presidente de origen irlandés y tan aficionado a las mujeres como cualquier camionero de Getafe o ex-policía prejubilado con ínfulas de escritor. Lo sé. Probablemente con esta confesión más de un lector escandalizado habrá cerrado las páginas de mi bastarda obra, pero confío en la bondad, e incluso en la perplejidad de otros que, más cautos, más curiosos, quizás hasta alguno identificado con ese punto canalla que acabo de desentrañar, estarán esperando a que justifique tal barrabasada.

    Queda feo esto de echar la culpa a los hijos. Sí, ya lo sé. Un buen padre nunca debería de hacerlo, aunque sólo fuera por hacer honor a ese tópico indubitado que circula, referido no sólo a la especie humana, y que estriba en atribuir a los progenitores la instintiva e inevitable virtud de protección, a veces sobreprotección, de sus criaturas, de su estirpe, salvaguardándolos de todo peligro, y por supuesto, de toda culpa. Pues lamento decir que no es mi caso. Y antes de que más lectores escandalizados den por terminada su corta aventura con mis líneas amorales, les especificaré que fue mi hijo Alejandro quien, al conocer mi determinación de escribir esta modesta novela, me aconsejó que transitara por internet y que me instruyera en los consejos, sabios e irrechazables, que pudieran hallarse en este oráculo bañado, casi inundado, de modernidad y de sapiencia. Localizamos una página en la que se desarrollaban, de forma irreprochable, consejos bienintencionados para escritores novatos que desearan introducirse en el proceloso mundo de la creación literaria y de su posterior divulgación.

    Después de leerlo, con gran interés y con escasos frutos, lo único claro que pude deducir es que resultaba fundamental que el principio de la novela fuera atractivo, que atrapara el interés impagable del lector, y que para ello era imprescindible alguna frase impactante y altamente sugerente. La palabra sugerente, no sé por qué extraño resorte de mi subconsciente probablemente enfermo o rotundamente inmoral, trajo a mi mente la imagen de la hermosa y frágil Marilyn, y desde ahí se gestó la maniobra, tan artera como reprochable, que decidí poner en práctica para conseguir, al menos, las migajas de la atención de unos lectores a los que he engañado en forma tan atroz como irreparable…

    Como deduzco que quien aún se sienta atrapado por estas líneas debe de ser una persona de gran capacidad intelectual y de un notable sentido de la estética y el valor literarios, colijo que podría estar pensando que a qué viene tamaña confesión de presunta culpabilidad plagada de atroces remordimientos, cuando estoy escribiendo esta magna obra en un procesador de textos de mi ordenador, y por lo tanto nada sería tan fácil como borrar ese primer folio y dejarnos de memeces autorreprobatorias. He de felicitarles por tal reflexión. En suma, todo ha

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