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Al otro lado: ¿Qué estarías dispuesto a hacer por amor?
Al otro lado: ¿Qué estarías dispuesto a hacer por amor?
Al otro lado: ¿Qué estarías dispuesto a hacer por amor?
Libro electrónico558 páginas8 horas

Al otro lado: ¿Qué estarías dispuesto a hacer por amor?

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¿Qué estarías dispuesto a hacer por amor?

Marcos está destrozado. Perdido. Sin rumbo. Sin esperanzas. Sin nada. Desde que su mujer murió en aquel horrible accidente, no sabe cómo continuar con su vida.

Valeria, aun teniendo lo que siempre quiso y por lo que había luchado toda su vida, no es plenamente feliz. Desde hace tiempo tiene unos sueños raros y en ellos parece vivir otra vida. Lo peor de todo es que, cuando despierta, quiere volver a sus sueños porque allí sí es feliz. Con él. Con aquel hombre que ni conoce.

Marcos se adentra en su trabajo como físico y consigue, junto con sus compañeros, estabilizar la no materia y crear agujeros negros. Lo que no saben es lo que podrán encontrar al otro lado.

Así que cuando llega el momento Marcos se presenta voluntario para ir, ¿a dónde? Ni él mismo lo sabe. Ya todo le da igual. No tiene nada que perder.

Pero el destino hace que entre en otra dimensión, en otro mundo casi igual al suyo, y en el que se encontrará con... ELLA.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento16 nov 2017
ISBN9788417164539
Al otro lado: ¿Qué estarías dispuesto a hacer por amor?
Autor

M.C. McCarthy

M.C. McCarthy, cuyo nombre real es María Cobos, es una joven universitaria cordobesa, nacida el 25 de abril 1997. Desde que era pequeña, una de sus mayores pasiones era la lectura. Con el tiempo esa pasión le hizo comenzar a escribir. Su primera novela, Rebelión, fue todo un éxito entre sus amigas. Y eso fue lo que la motivó a continuar escribiendo hasta terminar Al otro lado. María quiere que este libro sea solo el principio en su carrera como escritora.

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    Al otro lado - M.C. McCarthy

    Agradecimientos

    Doy las gracias al equipo de Caligrama Editorial, y en especial a Fernando, que por su buena orientación ha hecho que me decida de una vez por todas a publicar este libro.

    Debo dar las gracias a ese profesor de Filosofía, quien en una de sus clases sobre Platón me dio la inspiración para comenzar esta novela.

    Gracias a todos mis amigos y en especial a mi mejor amiga, Teresa Marín, que me ayudó desde un primer momento, me alentó en la lectura y, sobre todo, en la escritura. Gracias, Tere, por esas tardes de edición juntas, que, aunque dieron mucho trabajo, han dado sus frutos.

    Y no puedo olvidarme de mi familia.

    Gracias a mis padres (sobre todo, a mamá) por todo, y en especial por no decirme siempre lo que quería oír. Eso ha hecho que intente mejorar en la escritura cada día. Hasta llegar a hoy.

    Gracias a Isa, que me ha ayudado en lo que ha podido y siempre me ha cuidado como hermana mayor que es.

    Y gracias al resto de mi gran familia (gracias más mejor, prima Bea).

    Y, por último, gracias a todos mis lectores.

    Prologo

    En un principio no había nada. Solo oscuridad.

    En aquel paraje tan lúgubre existía un único ser.

    Su tormento era eterno.

    Pero sus dones infinitos.

    Su soledad era tan inmensa que un día decidió crear a unos seres semejantes a él, unos discípulos para que le ayudasen con su tarea para crear un universo lleno de vida.

    A esos seres les concedió unas potentes alas que les ayudaban a desplazarse por cualquier lugar.

    Y Dios ya no estuvo solo.

    Pero deseaba algo más.

    Así que creó plantas y animales para que habitasen el Universo.

    Y aun así, seguía sintiendo que su obra no estaba completa.

    Y entonces creó a la Humanidad. Seres con conciencia, capaces de vivir en libertad. Incluso si eso significaba que no podía controlarlos.

    De esta manera, fueron creados el hombre y a la mujer.

    Dos seres, dos sexos. Capaces de reproducirse y dar a luz a más vida por sí solos. Aunque esa vida siempre llega a su fin.

    Pero esto tuvo sus consecuencias.

    Los ángeles, enviados a salvaguardar la vida, estaban celosos de los humanos. No entendían porqué ellos podían vivir una vida en total libertad, sin que nadie les diera órdenes.

    Así que un grupo de ángeles, liderado por Lucifer, intentó esclavizar a los humanos. Por ello, Dios los desterró del cielo y los condenó a un infierno eterno.

    Por desgracia, Lucifer ya había plantado una semilla oscura en el ser humano. Lo llenó de odio, envidia, avaricia, celos, engaño…

    Dios ya no podía hacer nada. Había hecho a esos seres para que viviesen en armonía, y se mataban los unos a los otros.

    Así que envió a algunos ángeles que todavía le eran fieles con los humanos para ayudarlos.

    No podía imponerles su voluntad, pero sí intentar que tomaran el camino correcto.

    Esta historia es sólo una de las muchas, incluso infinitas, que pueden contarse, de cómo los ángeles intentan ayudar a los humanos.

    Aunque no siempre lo consiguen.

    Capítulo 1

    15 de octubre de 2017, en algún café de Madrid…

    Tomé un sorbo de aquella maravillosa delicia que era el café. Una de las cosas que más me gustaban de este mundo. Di gracias a Dios por haberla creado.

    Era simplemente perfecta…

    Hoy era un día maravilloso. Las nubes se esparcían por un cielo azul claro, y el sol brillaba por todas partes. Pero pocas personas se daban cuenta de ello. Nadie de hecho lo hacía.

    Estaba sentado en aquella pequeña cafetería observando a toda esa gente pasar por la calle, pensando en su trabajo, en sus hijos, en la hora de hacer la comida… Todos ellos parecían absortos en sus propios problemas.

    Pero nadie se había parado a pensar en la vida. Sí, la vida. Si alguno de ellos supiera lo que yo sé, si alguno hubiera vivido las vidas que yo he vivido, no seguirían enfrascados en atascos, en trabajos que no les hacen felices... Siempre corriendo a todas partes.

    Todos ellos vivían, pero ninguno saboreaba la vida. Simplemente respiraban, comían, dormían… Pero en estos tiempos (en ninguno, en realidad) nadie parecía disfrutarla.

    ¿Nunca se habían parado a pensar que, tal vez, aquel día iba a ser el último de su vida? Para cuando se daban cuenta de que les quedaba poco de vida, ya era tarde para hacer las cosas que querían hacer.

    Todos ellos decían que mañana lo harían, o decían una frase que me encantaba: algún día, que en realidad quería decir nunca.

    Si no fuese tan viejo, si no hubiese vivido tanto, estaría enfadado. Estará furioso con toda esa gente que malgasta su vida en tonterías. Ninguno perseguía la esencia misma de la vida.

    Mi intención no era regresar a aquel lugar, a Madrid, pero… Obedecía órdenes, mi jefe me había encomendado una misión de vital importancia.

    Me prometí a mí mismo que no regresaría a este mundo tan lúgubre, pero las órdenes eran órdenes. Además, a mi jefe nadie le decía que no, nadie podía en realidad.

    Incluso su hijo, que intentó no prestarle atención, al final acató su voluntad, y fue crucificado por estas personas, aquellas que creen que son el motor de la vida en la Tierra. Aquellos seres que se consideran inteligentes hicieron sufrir al hijo de mi jefe, hasta que murió. Pero he de confesar que nunca había visto a aquel anciano, aquel padre para todos, tan triste como aquel día.

    Por eso, y por su infinita misericordia, volvió a enviar a su hijo a este mundo. Siempre me pregunté porqué lo hizo.

    Todos creen que fue por servirle a Él, yo soy igual que Él, pero no es así. Yo no hubiese hecho las cosas que ha llegado a hacer.

    No podría.

    Aunque es duro decirlo, yo hubiera dejado que la humanidad se masacrara mutuamente, o los hubiera matado yo mismo. Resulta irónico, ya que mi trabajo era hacer todo lo posible para que eso no ocurriera.

    Todos estos seres caminaban por la Tierra como si les perteneciera. Tenían muchos defectos. Cómo la avaricia, la lujuria, la gula, la pereza, la ira, la envidia, la soberbia… Esos solo serán algunos de la larga lista.

    A veces pensaba que todo sería mucho más fácil, para ellos y para mí, si esos pecados triunfaran sobre las almas de todos. Pero lo que siempre había salvado a la humanidad era su diversidad.

    Todos los seres son diferentes. Únicos. O al menos eso creen ellos.

    Por lo tanto, había personas que no se dejaban guiar por esos pecados, vivían con respeto, amabilidad, felicidad… Y la palabra que tanto me gustaba, amor. El amor era algo que quería pero que nunca había llegado a comprender del todo.

    El amor era muy fácil de confundir con la pasión, obsesión, idolatría… pero, en algunas ocasiones, era tan fuerte que ni Él podía cortarlo, ya fuera el amor de una madre por su hijo, el amor entre amigos, o el amor en pareja. Ese era el amor verdadero.

    Era increíble cómo ante toda esta oscuridad que parecía que lo cubría todo, siempre había una pequeña luz, casi imperceptible, que brillaba.

    Mi cometido era precisamente evitar que aquella luz se apagara y guiarlos para que aprendiesen a compartirla.

    Todos aquellos seres, cada uno individualmente, poseía aquella luz, algunos más brillante que otros. Debía guiarlos para que no acabaran en la oscuridad.

    Abrí por tercera vez aquel sobre que me había dado mi superior. A simple vista era un sobre ocre normal y corriente, para los humanos, pero dentro contenía la información sobre un sujeto en especial.

    Cuando leí su historial casi me dio pena aquel hombre. Era joven pero ya había perdido a su único amor. Su destino, si seguía así, estaba claro. Acabaría mal, muy mal. Su luz ya se estaba apagando, y solo había una manera de que no lo devoraran las tinieblas…

    Devolvérsela.

    Me era imposible devolverle a su amada. Murió, no había forma de resucitarla, pero… Había otras opciones. Algo que ninguno de estos humanos sabia, era que su idílico mundo, no era único. Lo que les hacía únicos eran las decisiones que habían tomado a lo largo de su vida, eso les hacía parecer distintos al resto. Incluso los hermanos gemelos eran diferentes, porque ninguno de ellos tenía una vida completamente exacta a la del otro.

    Una persona es el resultado de miles de situaciones afrontadas a lo largo de su vida. La forma de ser, el carácter, así como su manera de actuar ante distintas situaciones depende de cómo haya vivido su vida.

    Lo que estos humanos no sabían era que hay muchas más dimensiones distintas a la que estaba en este momento. En ellas vivían las mismas personas que estaba viendo a través del cristal de la cafetería en aquel momento. Todas ellas habían nacido en muchos mundos, solo que sus vidas eran distintas. Por el destino, por el azar, o por nosotros, el camino que habían tomado era distinto a este.

    No entendía por qué mi jefe se había implicado tanto en este caso. Aquel hombre no tenía ni idea de la suerte que tenía. Le íbamos a brindar otra oportunidad de vivir feliz. Pero, claro, para alcanzar su felicidad, aquel físico, Marcos, tenía que afrontar muchas barreras. Y yo estaba allí para ayudarlo. Aunque eso significara que tendría que revelarle uno de los mayores secretos del universo, que poca gente sabia.

    El camino que le esperaba a Marcos iba a ser tortuoso y muy difícil. Había hablado con mi jefe para explicarle que aquello iba a ser muy complicado y que tal vez aquel humano no lo conseguiría. Yo no creía que su amor por ella fuese tan fuerte como para lograrlo, pero Él si.

    Mi labor era ayudarlo, mostrándole uno de los mayores secretos del universo. Secretos desconocidos para la mayoría. Secretos que cambiarían su vida para siempre, y para los que quizá no estuviese preparado.

    Recuerdo que se sentó detrás de su mesa, juntó ambas manos y me miró con un atisbo de sonrisa.

    —No pierdas la fe, hijo.

    Agaché la cabeza con vergüenza. Mi deber era transmitir dicha fe, no quebrantarla.

    Pero no podía ocultar que no tenía fe en la humanidad, hacía ya muchos años que me había abandonado. Tan solo tenía fe en Él, y solo por eso acaté su orden.

    Así que aquí me encontraba, rodeado de humanos, intentando que esta vez todo fuese distinto.

    Ahora esperaba que aquel hombre no lo defraudara. Quería con todas mis fuerzas equivocarme esta vez y que todo saliese bien, porque yo raras veces me equivocaba.

    Mientras me terminaba el café, no paraba de preguntarme algo que iba a ser la clave para saber si esto iba a salir correctamente…

    ¿Qué estaría dispuesto a hacer Marcos por amor?

    Capítulo 2

    Marcos

    15 octubre 2017 (en el otro Madrid)

    ¿Quién iba a creerlo? Yo, uno de los científicos más prestigiosos del mundo, estaba llorando.

    Giré la cabeza involuntariamente para ver mi rostro reflejado en el espejo y observé cómo una lágrima se deslizaba, sigilosa, por mi mejilla.

    La gente, a menudo, se sorprendía al saber que era científico. Me decían que parecía el típico profesor atractivo, sexy y yo solía sonreír de una manera arrogante; me lo creía.

    Ahora, con treinta años recién cumplidos, mi belleza comenzaba a marchitarse, y lo mejor de todo era que no me importaba en absoluto. Aún seguía teniendo las facciones bien marcadas, unos labios gruesos, unos ojos azules atrayentes y una mandíbula robusta, que me daba aspecto de chico duro; tan solo se podía deducir mi edad por algunas canas, que ya comenzaban a asomarse por mi pelo caoba. Mi físico seguía siendo bueno, pero hacía tiempo que no me pasaba por el gimnasio, así que mis músculos no estaban tan tonificados como antes.

    Lo que me hacía parecer mayor eran mis ojos vacíos y las enormes ojeras que se asomaban debajo de ellos.

    Mi psicólogo me había mandado unas pastillas para dormir hacía seis meses, después de aquel fatídico día. Pero todo el que me conocía sabía el motivo por el que no podía dormir.

    Su ausencia.

    La triste verdad era que mi mujer, Casandra, había muerto hacía ya más de seis meses. Y aún seguía repasando cada segundo del día de su muerte.

    Si no la hubiese mirado tan fijamente mientras ella estaba de espaldas, alejándose por la acera para ir a trabajar. Si no se hubiese girado y acercado a mí para darme un rápido beso de despedida antes de irse. Si yo la hubiese parado, para que no se alejara. Si ella no hubiese corrido antes de que el semáforo terminara de ponerse en rojo. Si ese conductor no hubiese estado mirando el último y estúpido whatsapp que le habían mandado… Sencillamente, si alguno de esos sencillos e inofensivos actos no se hubiesen llevado a cabo, mi mujer ahora estaría aquí, y no bajo tierra.

    Cerré los ojos un segundo intentando borrar las imágenes de ese día en mi mente, pero me perseguían. Su cuerpo, su dulce y precioso cuerpo, esparcido por la calle como un trozo de carne, sin vida.

    Recordaba que me había parado a mirar al frente unos segundos sin poder creérmelo. Estaba intentando buscar algo a lo que aferrarme, pero sencillamente, no podía creer lo que estaba pasando. No. Pero cuando llegó la ambulancia y comenzaron a meterla dentro de una bolsa negra, algo en mí se rompió y mi mente no era más que una cadena de neuronas sin sentido. Ni siquiera fui tras ella, ni me aferré a su cuerpo; en vez de eso, me giré y observé con furia al idiota que me había quitado lo que más quería en esta vida.

    Él, un chico joven, que seguramente habría cogido el coche de su papaíto, estaba llorando, llevándose las manos a la cabeza, sentado en el ahora destrozado capó de su Mercedes.

    Cerré los puños. Y un fuego dentro de mí que reclamaba venganza hizo que me acercara con paso decidido a aquel desgraciado, le cogiera del cuello de su camisa y comenzara a darle una paliza. No recuerdo cómo ni cuándo paré, sólo sé que eso casi me costó mi carrera y estuve a un paso de entrar en prisión, pero en ese momento no me importó lo más mínimo ni mi carrera, ni mi vida, ni mi libertad, ni mucho menos la cara de ese chico. Ella… Ella era lo único que me importaba, y ahora que ya no estaba, yo no tenía razón de vivir.

    —Marcos… —El suave susurro de mi hermana, abriendo la puerta de mi dormitorio provisional, me despertó de mis amargos recuerdos, y me llevó al mundo real.

    —¿Por qué me despiertas? —Le dije con tono gruñón, moviéndome en la cama para que no notase que ya estaba incorporado desde antes de que viniera, y para que no viera mis lágrimas.

    —Me dijiste que irías al grupo de apoyo. —Me dijo, encendiendo la luz de la habitación, que acabó cegándome por completo durante unos segundos.

    Su voz dulce no me engañaba. Conocía a mi hermosa hermanita lo suficiente como para saber que, tras esa fachada de cariño, dulzura y comprensión, estaba tan cansada de esta situación, como yo mismo.

    —Cuando te lo dije no entendía lo que decía. —Ronroneé un poco y me eché en la cama de nuevo, acurrucándome en las sábanas para que me dejara en paz. Pero mi hermana era demasiado terca como para irse sin más. — ¡Adriana! —Le grité cuando me destapó por completo en un estudiado tirón de las sábanas.

    —¡Ni se te ocurra! —Me dijo cuando intenté recolocarlas de nuevo. ¿¡Tú te crees que yo soy idiota!? —Observé por primera vez su rostro. Estaba completamente enfadada. Me lo decían sus ojos azules, tan parecidos a los míos, y su pelo negro alborotado. — ¡Tú no duermes nunca! ¡Y para quedarte aquí todo el día y la noche prefiero que hagas algo de utilidad!

    —Déjame en paz, por favor. —Me giré, dándole la espalda y mirando a la pared, mientras me ahuecaba la almohada.

    —¡No! ¡Me tienes harta! —De repente, sentí cómo me quitaba la almohada de golpe y mi cabeza, por gran obra de la gravedad, cayó y rebotó en el colchón.

    —¡Pero tú estás loca! —Ahora, enfadado, la miré para encararla.

    —¡Sí! ¡Me tienes loca, Marcos! ¡Tienes que despertar! ¡No puedes quedarte aquí para siempre! —Dijo, señalando la cama revuelta.

    —Sé que no me puedo quedar aquí para siempre, hermanita. —Me calmé y me restregué la cara con las dos manos. —Ésta es tu casa. En un par de días desapareceré de aquí, y ordenaré todo este desorden, te lo prometo.

    En otro tiempo, si mi hermana pequeña me hubiese gritado así, la hubiese tirado por el balcón, pero muchas cosas de mí habían cambiado. Y sabía que ella sólo quería lo mejor para mí, pero, ¿¡no podía dejarme en paz y preocuparse de sus cosas!? Una de las peores cosas que le pueden pasar a un viudo es que todo el mundo piense que saben por lo que estás pasando y que lo que ellos dicen que hagas, es lo mejor para ti. Por mí todos ellos podrían irse a la mierda.

    —Por favor, no era eso lo que quería decir… —Me levanté de la cama y me dirigí al baño, pero mi hermana me abrazó fuertemente por la espalda y paré en seco. —Yo sólo quiero que estés bien. —Dijo en un tono más cariñoso.— Sé que crees que después de su muerte tu vida no tiene sentido, pero tienes que seguir luchando… Por favor, ve a ese grupo… Te ayudará.

    —Todo lo que soy se fue con ella, y lo sabes. —Lo dije tan fríamente que sentí el escalofrío de Adriana por mi espalda.

    —Hazlo por mí, por favor, hazlo por mí. Tú eres lo único que me queda.

    Deshice nuestro abrazo y la miré fijamente. Nuestros padres habían muerto hacía mucho tiempo. Primero, nuestra madre de cáncer y luego nuestro padre se suicidó. Esto último nunca se lo dije, sería demasiado para ella, solo tenía catorce años cuando ocurrió, así que tomé el mando de la situación. Así que asumí su custodia cuando nos quedamos huérfanos, y estuvimos juntos desde entonces, como uña y carne.

    —No estás sola. Tienes a tu hijo.

    —Sí, Hugo, mi hijo de cuatro años. Él me cuidará, ¿no?

    Cerré los ojos abochornado por haber olvidado que mi hermanita era madre soltera. Desde que se quedó embarazada, a los dieciocho años, la ayudé, dándole una pequeña pensión mientras el cerdo con el que se acostó la dejó tirada, sola.

    —Lo siento. Yo…

    —Solo te perdonaré si vas hoy al grupo de apoyo. —Me dijo solemnemente y señalándome con el dedo.

    Suspiré de agotamiento y me froté las sienes con la mano.

    —Está bien, iré. —Ella sonrió y le besé la frente. —Cabezota. —Le dije antes de ir al baño a darme una ducha.

    Después de una ducha y de vestirme rápidamente con unos vaqueros gastados y una camiseta blanca. Me apresuré a coger las llaves para salir cuando vi cómo mi dulce sobrino se debatía en cómo darle su siguiente bocado al enorme bollo de chocolate que tenía entre las manos. Sonreí levemente al observar cómo fruncía el ceño concentrado, pero a la hora de dar el bocado se llenó toda la cara de chocolate. Siempre le ocurría lo mismo. Hugo se llevó una servilleta a su polo blanco del colegio y se esparció aún más una pequeña mancha que le había salpicado. Suspiré. Ojalá mis únicas preocupaciones fuesen no mancharme la ropa… Esperaba que mi querido sobrino nunca creciera. Nunca. Ojalá fuese posible que su vida no fuese tan trágica como la mia.

    —Adiós, gordito. —Le dije con dulzura mientras abría la puerta del piso.

    —No soy un gordito…—Me dijo girándose de cara a la puerta y llenando hasta el suelo de chocolate.

    —Por supuesto que no eres un gordito, corazón. —Le dijo mi hermana, apareciendo de la nada, recolocándole el bollo y dándole un beso en una de sus grandes y esponjosas mejillas. —Hasta luego, Marcos.

    —Adiós. —Dije cerrando la puerta tras de mí antes de arrepentirme de salir.

    En cuanto crucé el umbral y me invadió la esencia del centro de Madrid, quise volver a donde estaba, pero tenía que hacer al menos esto por mi hermana. No quería seguir siendo una carga para ella.

    Me repetí a mí mismo esto una y otra vez mientras daba un paso y luego otro, mirando al suelo y avanzando hasta mi destino. Un pequeño edificio que pasaba inadvertido y cuyo sótano escondía mi tortura: el grupo de apoyo. Todo el mundo lo llamaba así, pero sólo era un círculo de locos, que se contaban los unos a los otros sus miserias y se hundían más y más en ellas.

    No quería ser parte de esa locura, pero ahí estaba, junto a la puerta y tomando aire para entrar.

    —¿Vas a entrar?

    Me giré para mirar a una despampanante rubia con los pechos de silicona. Me percaté de que se le abrían ligeramente los ojos del asombro al verme la cara. No me di cuenta de que estaba parado frente a la puerta interrumpiendo el acceso al edificio.

    —Lo siento. —Dije, apartándome de la puerta y dejándole más de dos metros para entrar. No sabía porqué pero no quería estar cerca de aquella mujer. Desde lo de mi esposa no quería tener contacto con ninguna otra, a excepción de mi hermana.

    —Hui, lo siento… —Me dijo la muy descarada mientras se caía "accidentalmente’’ sobre mí y me restregaba el culo contra la entrepierna. Alzó la vista y me sonrió tontamente mientras me enfurecía.

    —Ten más cuidado la próxima vez. —Le dije rotundamente mientras me apartaba de ella rápidamente, pero evitando hacerle daño.

    —¡Pero qué mal humor tienes, cariño! Ya te he pedido perdón.

    Estaba entrando por la puerta doble, pero me giré cerrando los puños. Esta mujer me estaba sacando de mis casillas. Ya se me estaban empezando a ocurrir mil maneras de estamparla contra la pared de cemento.

    —No me llames cariño… —exhalé.

    Esa palabra solo podía decírmela una persona, y ella ya nunca iba a regresar. Jamás volvería a oír a mi amada esposa llamarme de esa forma… Y por supuesto aquella mujer no tenía derecho a llamarme así.

    —Ay, cielo… Tienes que controlar ese temperamento tuyo… —Se estaba acercando a mí como una gata en celo, silenciosamente y mirándome con llamas en los ojos. —Aunque… Reconozco que eso me pone mucho… —Se mordió el labio y yo la mire atónito.

    Ahora el miedo superaba a mi enfado, pero no dejé que se me notara lo que me hacía sentir. Sospechaba que era una comehombres, así que debía tener cuidado. Me aparté dando un paso atrás cuando me iba a tocar el brazo.

    En estos momentos eché mucho de menos mi chaqueta.

    —No me toques… Zorra.

    Ella paró en seco su intento de tocarme y abrió mucho los ojos. Yo también estaba sorprendido. Nunca había llamado zorra a ninguna mujer. Pero, en este caso, creía que era la única opción que tenía para que me dejara en paz. Y dio resultado, porque me abofeteó la cara al instante de haberla insultado.

    Me giré rápidamente para entrar al edificio y comprobé aliviado que no me seguía.

    Era raro, pero esta vez estaba yendo a mi terapia en grupo rápidamente y a paso decidido, ya que era la primera vez que detestaba estar en un sitio más que allí.

    La mayoría ya estaban reunidos y sentados en sus respectivas sillas, dentro del estúpido círculo que hacía que en la dirección en la que mirases solo vieses a más de ellos. Rápidamente me senté en una de las sillas libres y lejos del psicólogo que nos ofrecía sus estupendos servicios.

    —¡Buenos días a todos! —Cerré los ojos un momento, suspirando. Hablando del rey de Roma…

    —¡Buenos días, Abel! —Gritaron todos, sentándose en sus sitios y sonriéndole como si fuese una estrella del rock.

    Y nuestro psicólogo no se parecía en nada a un famoso. No tenía ni una pizca artística en su cuerpo, aunque intentase ocultarlo. Era un hombre bajito, con gafas y bigote, calvo y con una barriga que empezaba a asomar por entre los jerséis que le lavaba su madre. Y sí; vivía aún con su madre a los casi cuarenta años.

    —Buenas, chicos, tengo que deciros que hoy será una reunión muy especial. —Alcé una ceja incrédulo. ¿Qué tocaba ahora, escribir nuestros miedos en un papelito y dárselo? Menudo espectáculo. —Hoy vamos a tener una compañera nueva en nuestro círculo.— ¡Otra loca en el grupo! ¡Bien! —Se llama Fabiola… —No sabía el por qué, pero un escalofrío me recorrió el cuerpo al escuchar ese nombre. —Por favor Fabiola… —Ahora Abel se dirigió a la puerta de entrada del sótano, donde una mujer comenzaba a asomarse para entrar.

    ¡Joder! ¡No podía ser! Apareció y se sentó en una silla, sonriéndonos. Había algunos sitios libres, pero escogió el que estaba justo enfrente de mí. Y ahí estábamos, ella, la barbie de silicona a la que había llamado zorra hacía unos minutos, dirigiéndome una mirada asesina y yo maldiciendo por haber venido.

    —Buenos días. —Dijo ella educadamente, pero mirándome por el rabillo del ojo.

    —Como sabéis, todos nosotros compartimos un pasado peculiar, compartimos dolor… —El doctor Abel nos miró a todos, ahora serio.— ¿Quién quisiera empezar? —No tardaron en levantar una mano. Fue una mujer cuyo nombre no recuerdo, como todos los demás. Nunca había querido ir a estas reuniones y por eso nunca me esforzaba en recordar los nombres. Cada vez que venía a otra reunión juraba que esa iba a ser la última.

    Me toqué las sienes cuando comenzaron algunos a contarnos detalladamente y por cuarta o quinta vez la historia de su vida. Un hijo que se drogaba y que no le hacía caso a sus padres, otra que perdió a su novio, otra que sufrió anorexia… ¡Menos mal que solo era una sesión de dos horas, porque, en caso contrario, estaba seguro de que me pegaba un tiro en la cabeza! Si todos ellos hubiesen pasado por una milésima del dolor por la pérdida que había sufrido yo…No estarían aquí. Estarían suicidándose. Esta gente no sabía lo que era el verdadero dolor, y eso lo sabía porque yo lo estaba sintiendo.

    —Después de Ana, ¿querrías decirnos qué es lo que te ha traído aquí, Fabiola?

    Alcé la vista de mis manos cuando paró el incesante parloteo de la mujer que tenía unos asientos a mi derecha. Me sorprendió ver que la barbie me estaba mirando fijamente, y eso me hizo revolverme en la silla, no de vergüenza sino de incomodidad.

    —Claro, Abel. —No apartó la vista de mí en cuanto comenzó a hablar de nuevo, así que yo le mantuve la mirada, cabreado. —En primer lugar, querría presentarme. Me llamo Fabiola, y tengo treinta y cuatro años. Vivía en Colombia hasta que me casé con mi marido… Jonathan, pero… —Se puso una mano en la boca e hizo como que estaba llorando, pero a mí no me engañaba. —Él murió hace unos meses y yo no lo supero…. Además, tengo un hijastro que no para de darme problemas y yo… —Se le quebró la voz y comenzó a sollozar, tapándose con ambas manos, decoradas con una manicura impecable, la cara. La mujer que estaba junto a ella le acarició el hombro.

    No podía creer que estos tontos no se diesen cuenta de que esta mujer no sentía para nada la pérdida de su marido. Nada. Lo decía un experto. Miré a Abel perplejo esperando que se diese cuenta.

    —Sentimos tu pérdida, Fabiola.

    Casi se me desencajó la mandíbula cuando fue a abrazarla y la barbie, entre llantos, me lanzó una mirada de deseo. ¡Es que nadie se daba cuenta! Aparté la vista de ella, cabreado y cansado de tantas tonterías.

    —Nadie me comprende…

    —Claro. Todos te comprendemos, Fabiola. —Le dijo Abel, soltándola y dejando que volviera a acomodarse en su silla. —Todos… especialmente Marcos, que vivió una experiencia parecida a la tuya. —Me miró con ojos de comprensión y yo quise pegarle un puñetazo. ¡Cómo se atrevía a contar mi vida sin mi permiso!

    —Pues tiene que decirme cómo lo puede sobrellevar… —La barbie se dirigió a mí y se limpió con un pañuelo una lágrima ficticia de su mejilla.

    —Claro. Seguro que él puede ayudarte mucho.—Abel se giró para dirigirse a mí. —¿Tienes algún consejo para Fabiola? —Me crucé de brazos a la defensiva, y más aún cuando la rubia me miró tan fijamente, ella y todos.

    —Sí, que tengo uno. —Dije alto y claro. —Si de verdad querías a tu marido y sientes tanto dolor como para creer que no puedes vivir sin él, deja de llorar como una histérica y guárdate tu dolor para ti. Resérvatelo. Y si eso no es suficiente, acaba con todo…

    —Marcos, ¡que no estamos para bromas ahora! —Abel me interrumpió y se movió alarmado, intentando que mis últimas palabras no se tomaran en cuenta. Pero todos se quedaron en silencio, ocultando que me miraban con asombro. —Bien, ¿porqué no comenzamos con un nuevo ejercicio? —El psicólogo se frotó las manos todavía alarmado y sacó de una carpeta folios y bolígrafos. —Coged todos uno… Y escribid lo que os dé más miedo en la vida.

    Todos reaccionaron al cabo del tiempo y se pusieron a escribir algo en su folio. Yo miré al mío, que descansaba sobre mi regazo, con repugnancia. A Abel ya no se le ocurrían ideas buenas, en realidad, ni ahora ni nunca, pero esta superaba con creces su estupidez.

    —Vamos. Tenéis un minuto para responder. Después doblad el folio y pasádmelos.

    Me crucé de brazos después de doblar mi papel en blanco. No iba a seguirle el juego a este hombre chalado. Al levantar un poco la vista pillé a Fabiola mirándome de arriba abajo. Algo sobresaltada, agachó la vista hacia su papel y escribió algo antes de doblarlo.

    A la hora de entregar ese estúpido papel me levanté y fui rápidamente hacia Abel para entregárselo.

    —Gracias, Marcos. —Le asentí y me volví a acomodar en mi silla. —Pero, Marcos… tu papel está en blanco.

    —Lo sé.

    —Vamos, Marcos… Tienes que escribir algo. Todos lo han hecho.

    —No quiero participar en esta dinámica. —Me crucé de brazos y lo miré a la defensiva. Eso debía bastar para acobardarlo.

    —Formas parte de este grupo… Venga. —Ahora todos lo imitaban y me decían venga. Me restregué las sienes y recogí el maldito papel.

    Rápidamente escribí: Tengo miedo a olvidarla.

    Le di el folio y él me sonrió como si le estuviese dando un millón de pesetas.

    —¿Ves como no es tan complicado? ¿A que ahora te sientes mejor?

    Me hubiese gustado gritarle. Gritarle que no estaba aquí por voluntad propia, sino para que mi hermana dejara de preocuparse tanto por mí, y que su estúpido grupo no ayudaba a nadie, y menos a mí. Pero, como la mayoría de veces en mi vida, guardé silencio.

    —Ahora cada uno tiene que… —Miró el reloj. —Puf. Se nos ha hecho tardísimo. Ya han pasado las dos horas. Ya podemos irnos y el próximo día terminaremos esto, ¿De acuerdo? —Todos le respondieron.Todos menos Fabiola y yo, que nos mirábamos, yo queriendo matarla y ella queriendo arrancarme los pantalones.

    Fui el primero en salir de aquel sótano. Apoyé el cuerpo contra la pared de ladrillos del edificio y me encendí un cigarrillo para relajarme. Solté el aire lentamente, un aire que me nublaba la vista de los peatones y coches de la amplia calle.

    Volví la vista hacia el cigarrillo que tenía en la mano. Ella, Casandra, jamás hubiese dejado que volviera a fumar. Lo dejé hacía ya más de ocho años por ella, pero ahora que no estaba necesitaba desahogarme con algo. Y por eso fumaba, y me odiaba por ello.

    —¡Aquí estas! —No me lo podía creer. La barbie había vuelto. —Has salido tan rápido que no me ha dado tiempo a hablarte. —Comenzó a sonreírme y a contonearse, invadiendo poco a poco mi espacio personal, pero me di cuenta de que tenía un arma. Mi cigarrillo. Me lo coloqué delante del pecho como escudo. Si se acercaba la ceniza le quemaría la ropa. Estaba seguro de que ella no iba a correr ese riesgo conmigo.

    —Ah. —Dije cuando vi que esperaba una respuesta.

    —¿Me darías un cigarrillo? —Me quedé impasible. De un momento a otro iba a salir corriendo de allí o acabaría matándola. —Por favor… el próximo día te daré yo uno a ti. —Cruzó las manos en señal de penitencia y mirándome con carita de ángel. Yo me reí por dentro, sabiendo que pasara lo que pasara no pensaba venir más a este grupo de apoyo.

    —Toma. —Le di uno rápidamente y evitando que me tocara la mano.

    —¿Tienes también fuego? —Se colocó el mechero entre los labios en un gesto seductor, pero sus artimañas en mí no surtían efecto.

    Le tendí el mechero pero ella señaló sus labios para que encendiera yo el cigarrillo. Y lo hice. Suspiré de impotencia y di un paso para irme. Esta situación era de locos y todas las fibras de mi cuerpo me decían que me fuese.

    —¿Ya te vas?

    —Sí. Tengo cosas que hacer.

    Para mi sorpresa, ella me puso una mano en el pecho evitando que me fuese. Mi mirada iba desde su mano a su cara. Cerré los puños y tiré mi cigarrillo al suelo. Lo había conseguido, me había cabreado de verdad.

    —Así que tu mayor miedo es olvidar a tu mujer… —Me quedé sorprendido de repente y ella aprovechó para acercarse y soltar de su boca lentamente el humo que guardaba dentro, y este fue a parar directamente a mi cara.

    —No sé de qué me hablas. —Dije al recuperarme del asombro.

    —Ya. —Apartó su mano de mi pecho y le dio otra calada a su cigarrillo. ¿Quieres saber lo que puse yo en el folio?

    —No. No quiero saberlo. —Como estaba tremendamente cabreado crucé los brazos y me acerqué aún más a ella. Menos mal que sus tetas de silicona impedían que nos chocásemos.

    —He puesto… Que tengo miedo de no volver a ser deseada… —Volvió a soltar el aire y acercó su cara tanto a mí que tuve que apartarme hasta que me topé a la espalda contra la pared.

    —¿Me quieres decir de una vez que es lo que quieres? —Mi furia salió de mí y ella dio un paso atrás, pero no se fue.

    —Solo quiero lo mejor para ambos… Los dos tenemos miedos y creo que podemos solucionarlos.

    —¿Yo? ¿Contigo? Por favor. —Intenté irme pero ella me volvió a poner la mano en el pecho, esta vez acariciándomelo. Le cogí la mano instantáneamente y se la retorcí, pero ella, en vez de intentar zafarse de mí, pareció que le gustase la sensación de dolor que le afligía. —Eres una zorra. Vienes a este grupo de apoyo porque has perdido a tu marido e intentas ligar conmigo… Lo tuyo es demasiado…

    —Estoy viva y tengo necesidades… Al igual que tú. Tú no quieres olvidar la sensación de lo que es una mujer y yo quiero ser deseada, y los dos estamos sin pareja, ¿qué problema hay?

    —¿Problema…? —Me tapó la boca con un dedo.

    —Solo digo que te lo pienses. No hace falta que me lo digas ahora. —Sacó una tarjeta de la nada y me la metió en el bolsillo de mis vaqueros. —Ahí tienes mi número. Llámame cuando quieras. —Se relamió los labios mirándome la boca y se marchó por donde había venido.

    Yo, perplejo, tomé el camino a vuelta a casa de mi hermana mientras me preguntaba una y mil veces por qué no le había arrojado su tarjeta a la cara, o por qué no la había tirado ya.

    Capítulo 3

    Valeria

    15 octubre 2017 (en este Madrid)

    Mientras hacía girar una y otra vez la taza de leche que me había hecho para desayunar, no paraba de darle vueltas al sueño que había tenido. Hacía más o menos seis meses que no dormía bien, y lo peor era que no sabía por qué.

    Yo, Valeria Márquez, había conseguido lo imposible hacía ya dos semanas. Había encontrado trabajo como secretaria en una empresa de marketing en Madrid, en plena crisis económica y sin haber terminado mis estudios. Vamos, que había tenido más que suerte. Mi novio y yo seguíamos bien, y dentro de un par de días hacíamos dos años pero… Algo dentro de mí andaba mal.

    Mis últimos sueños eran más o menos iguales; imágenes borrosas con mucha gente llorando en lo que parecía ser un entierro. ¡Un sueño de lo más placentero! Pero el de esta noche había sido más caótico.

    Yo observaba la escena desde el techo, desde el cielo. Un hombre joven, cuya cara no pude ver, me besaba. Luego yo salía corriendo sonriente, pero un coche me atropellaba en mitad de la calle. Conforme la escena avanzaba veía cómo me iba alejando y las personas cada vez parecían más pequeñas… Y antes de despertarme del todo de aquel horrible sueño, vi cómo el hombre que me había besado le daba una paliza al conductor que me había matado.

    Claramente, ante tremenda escena, me levanté sudando y con los ojos fuera de las órbitas.

    —Valeria, vas a marear la leche… —Mi amiga Lucía, mi compañera de piso, me dio un codazo que me despertó del todo aquella mañana.

    —Eh… Sí. —Dije dejando la cuchara a un lado y bebiéndome la leche de un trago. —Ya estoy.

    —Vas a llegar tarde a trabajar como sigas así.

    —Sí, lo sé.

    Miré a mi amiga. Ella ya se había vestido y arreglado. Sus ojos verdes hacían juego con su camisa y su pelo, totalmente negro, con los pantalones. Estaba espléndida. No como yo, que tenía todavía mi pijama de Batman puesto.

    Volé hasta el baño y observé horrorizada mi pelo. Mi cara, llena de ojeras, ya era un problema, pero mi pelo… madre mía. Eso sí que era un problema. Lo tenía todo enmarañado.

    Rápidamente me cepillé el pelo para intentar alisarme un poco el flequillo, que me caía largo a ambos lados de la cara. Cuando quedé satisfecha con mi largo pelo caoba, corrí hacia mi pequeño dormitorio y me vestí. Me puse lo de siempre, unos pantalones vaqueros con una camisa blanca y unos tacones, además de mi estupendo y gran bolso, en el que cabía de todo, pero luego no encontraba nada.

    Diez minutos después, cuando ya había acabado de maquillarme y arreglarme del todo, eran las ocho y cuarto, así que tenía solo quince minutos para coger el metro y llegar al trabajo.

    —¡Val! ¡Que llegamos tarde! —Me dijo Lucía, esperándome en la entrada de nuestro piso, ya con la puerta abierta para irnos.

    —¡Voy! Es que…—Aparecí rápidamente por el pasillo. —¿Has visto mis llaves? —Le dije rebuscando en mi bolso.

    —Las tienes delante. —Me disculpé con la mirada a mi amiga y cogí mis llaves de encima del mueble del recibidor.

    En cuanto salimos del bloque de pisos donde vivíamos corrimos para coger el metro, y por suerte, llegamos justo antes de que se nos cerrasen las puertas. Intentando recuperar el aliento, nos agarramos con fuerza a una barra, ya que todos los asientos estaban ocupados, y no era de extrañar, estábamos en hora punta. En Madrid. En medio de un caos absoluto.

    Cerré los ojos un momento y di dos bocanadas de aire. Después de vivir cinco años en Madrid ya podía apuntarme a los Juegos Olímpicos. Nunca había estado más en forma en toda mi vida.

    —¿Has dormido bien? —Abrí los ojos para mirar a Lucía.

    —Más o menos…

    —Has vuelto a tener ese sueño, ¿verdad?

    Como Lucía era mi amiga, ella ya sabía desde hacía tiempo que no dormía bien, y que tenía unos sueños rarísimos últimamente. Ella era como una hermana para mí, y, entre las dos no nos guardábamos secretos.

    —No. Hoy he tenido uno distinto. Más raro que los anteriores.

    Las dos nos quedamos en silencio. Ahora no tenía ganas ni fuerzas para contarle mi sueño, más bien porque ni yo misma lo entendía. Rápidamente los sonidos que nos rodeaban, los raíles del metro, las conversaciones a nuestro alrededor… Fueron los únicos sonidos que podíamos escuchar.

    —Val… —Su tono de nerviosismo y angustia me dijo que algo no andaba bien.

    —¿Sí?

    —Verás… ¿Te acuerdas del chico con el que estoy saliendo? —Se miró las manos y jugueteó con sus dedos nerviosa. Debía de querer decirme algo muy malo como para ponerse tan

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