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La mujer que dijo basta: La larga lucha por la igualdad y contra la violencia de género en España (1970-2017)
La mujer que dijo basta: La larga lucha por la igualdad y contra la violencia de género en España (1970-2017)
La mujer que dijo basta: La larga lucha por la igualdad y contra la violencia de género en España (1970-2017)
Libro electrónico341 páginas3 horas

La mujer que dijo basta: La larga lucha por la igualdad y contra la violencia de género en España (1970-2017)

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Ana María Pérez del Campo Noriega ha impulsado el profundo cambio en la vida de las mujeres desde el franquismo hasta nuestros días. Pionera y protagonista de la gran revolución femenina, ha abierto camino a los derechos y libertades de las ciudadanas y fomentado la lucha contra la violencia de género en España. Con ochenta años cumplidos, esta feminista aún alza la voz contra la desigualdad, los abusos y el patriarcado. Ella es La mujer que dijo basta, y este es su testimonio.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento5 mar 2018
ISBN9788417236601
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    La mujer que dijo basta - Charo Nogueira

    hacemos».

    1. De niña bien a señora «mal». Historia familiar y política. 1935-1975

    «Nací en 1936, el 19 de mayo. Bueno, eso creía. Hace poco encontré una partida de nacimiento que dice que nací ese día, pero de 1935, así que he cumplido los 80 años sin saberlo. Habrá que darse prisa en celebrarlo. Me llamo Ana María Pérez del Campo Noriega. Provengo de una familia destacada y muy conservadora que me ha echado mucho en cara que yo sea feminista, de izquierdas, porque no se puede ser feminista y de derechas. Me han mortificado mucho por eso».

    «Vine al mundo en casa, en un piso enorme de la calle Serrano, 8, en Madrid. Me crie con mis abuelos porque mi padre, Rafael Pérez del Campo, murió en la guerra. Era teniente de navío y estaba destinado en Mahón. En agosto de 1936, hubo una sublevación. Cogieron a los oficiales, que murieron sin juicio en el fuerte de La Mola. Los mataron y los enterraron en cal viva. No pudimos recuperar el cuerpo de mi padre. De él sólo tengo lo que me han contado y las fotografías. Mi madre, embarazada, volvió a Madrid, donde se refugió en la Embajada de México. Ahí nació mi hermano, hijo póstumo».

    «Yo siempre digo que a mi padre lo mató un golpe de Estado, no lo mató otra cosa. Mi padre se sublevó, se equivocó. Yo no puedo seguir con la misma equivocación. Es terrible lo que ocurrió en la guerra, en la izquierda y en la derecha. Había una república legítimamente constituida y la que no respetó las leyes fue la derecha. Dio un golpe que abrió el paso a 40 años de horror; 40 años de horror es algo que a uno le cambia mucho, porque uno va viendo…».

    «Mi abuelo materno, Celedonio Noriega, era el marqués de Torre-Hoyos. Era banquero, consejero del Banco Hispano-Americano y monárquico hasta la médula. Él consiguió la gasolina a Francisco Franco en la Guerra Civil. También fue militar. Lo dejó cuando Azaña dio la oportunidad, pero luego volvió al Ejército con Franco. Fue el primer presidente de la agencia de noticias EFE».

    «El verano de 1936, un poco antes de que estallara la guerra, mi abuelo nos llevó a un hotel en Deba, un pueblecito costero de Guipúzcoa, pero no se quedó con nosotros. Tampoco sé si combatió. Mi madre, María Luisa Noriega Labat, consiguió salir de la embajada mexicana con mi hermano y pasar a Francia. Desde allí vino a reunirse con nosotros. Pasamos toda la guerra en aquel hotel de pueblo. No tengo recuerdos de la guerra más allá de que en casa se hablaba de los rojos como algo malo. Así que, cuando íbamos a la playa, como tenía pánico a las olas, yo decía: Las olitas, para los rojos. Demonizar es el primer paso para cargarse algo».

    «Recuerdo de forma nebulosa que, al acabar la guerra, volvimos de Deba a Madrid en tren. Fuimos a vivir de nuevo al barrio de Salamanca con mis abuelos, a la calle de Lagasca. La casa de Serrano estaba destrozada. Había entrado gente a vivir. Los milicianos rompieron las copas de la cristalería en la acera para coger los pies, que eran de plata. El cristal de roca valía más que la plata, decía mi familia. Incluso hicieron fuego en el suelo. El piso quedó desvalijado. Luego recuperamos algunas cosas. Tengo algunos platos y un mueble precioso de aquella casa. Tendría que restaurarlo, pero cuesta mucho».

    «El tipo de vida que llevé en la infancia fue muy penoso, porque mi madre fue la viuda inconsolable. Nunca se volvió a casar. Se pasó toda la vida de negro, pero nosotros éramos como muchos niños de familia pudiente. Según el estatus, tienes una forma de vida u otra. La nuestra fue de tener aña vasca. Las añas, o ayas, eran mujeres que iban vestidas maravillosamente y llevaban vistosos pendientes. Las familias competían en poderío a través de ellas. Tras las añas tuvimos niñeras y luego la señorita de compañía, que te acompañaba y no te dejaba en paz».

    «Mis abuelos comían en vajilla de plata y con un criado detrás. Teníamos cocinera y pincha, una despensa bien surtida. Una navidad descubrí que el hijo del portero no iba a comer turrón porque sus padres no podían comprarlo, así que lo birlé de la mía y se lo di al niño. Él me dijo: Gracias, pero este turrón es mío. Esa respuesta aún me da qué pensar. Mi familia me echó la gran bronca por no haber pedido permiso para hacerlo. Tras la guerra había una gran pobreza. Yo le decía a mi abuela: ¿Por qué hay gente que pide dinero?. Eso no son cosas de niños, contestaba».

    «Todas esas cosas te van configurando, te van enseñando que la falta de reparto de la riqueza, el que unos tengan para varias generaciones y otros no tengan siquiera para subsistir, es el germen de la discriminación. Soy negada a dar limosna, a hacer caridades, aunque últimamente lo he hecho porque ante el hambre hay que dar de comer al hambriento, pero ese no es el camino. El camino es que la gente tenga los medios para vivir como quiera».

    «Mi abuelo volvió al Ejército con Franco, aunque al poco tiempo fue muy contrario a él. Llegó a general de brigada. A comienzos de los años cuarenta le destinaron al regimiento de artillería de Burgos. Era la época de la División Azul[1]. Cuando le llegó el bando terrible de Franco para alistar soldados que fueran a luchar con Hitler, él le dijo a la tropa: Cumpliendo órdenes, voy a leerles un bando. También les digo: tengo en los cielos de Rusia a un hijo batallando, pero para mí será tan hombre y tan patriota el que dé un paso adelante como el que no lo dé. Creo que no fue nadie de ese cuartel. Es mentira que los hombres fueran voluntarios a luchar a la División, al menos la mayoría. Mi tío Antonio, que era aviador y tenía dos niños pequeños, intentó no ir al frente ruso, pero no pudo evitarlo. No se me ha perdido nada allí, pero siempre estaré a las órdenes del mando, dijo. A los españoles los situaron en primera línea. Mi tío murió en la carlinga del avión. No pudo despegar cuando los atacaron».

    «Unos días después de leer el bando en Burgos, mi abuelo supo que su hijo menor había muerto. Escribió una carta a Franco. Tras recordarle que en su hogar había tres ramas de huérfanos de guerra, criticaba el nepotismo en el entorno del propio jefe del Estado y la actuación de alguno de sus familiares íntimos, según el borrador que conservamos de aquella carta que creemos que llegó a enviar. Probablemente se refería a Ramón Serrano Súñer, el cuñado de Franco que promovió la División Azul. Tras pedir a Franco que apartara a sus parientes de los puestos de poder, mi abuelo acababa diciendo: Me encuentro a su merced para la sanción que fuera, si a ello hubiera dado lugar, y para la satisfacción que sea, si mereciera de su elevado espíritu que fueran tomados en cuenta mis legítimos anhelos».

    «Al recibir la carta, Franco hizo lo que hacía siempre: ponerse las manos atrás y pasear. Mientras, Carrero Blanco[2] empezó a decirle: Mi general, el marqués de Torre-Hoyos ha perdido un hijo y un yerno en la guerra. Este es el tercer miembro de su familia que pierde. Le dejó a disposición del ministro tres años, sin destino. A partir de ahí hubo una desconexión enorme con Franco. Mi abuelo viajó mucho a Portugal, a hablar con don Juan, que no tenía un duro. Fue uno de los que le ayudaron económicamente».

    «Mientras él estaba destinado en Burgos, a mí me llevaron interna a Vitoria, a las Ursulinas de Jesús, unas monjas francesas. Mi familia decía que era mejor que los colegios de Burgos y, además, mi abuela era de origen francés. Yo tenía siete u ocho años y me daba miedo ir interna porque no sabía lo que era eso. Me hicieron el equipo de ropa: el uniforme con una esclavina de terciopelo ribeteada, las enaguas, los camisones de manga larga y cuello cerrado… En mi casa me bañaba todas las noches, pero en el colegio sólo nos dejaban de vez en cuando. En los cuartos de baño no había espejos porque era pecado mirarse. Hacerse bien la raya del pelo era una odisea, pero el caso era no pecar».

    «Usted se tiene que bañar con camisón, me dijeron las monjas. Meta la mano con el jabón por debajo. La primera vez salí llorando porque no sabía cómo apañarme con el jabón y tanta tela. Una chica mayor me dijo: No te preocupes porque no sepas bañarte con camisón. Como las monjas no entran nunca, haz como todas, te bañas sin camisón y luego lo mojas y te lo pones para salir. Cuando fui más mayor me hizo mucha gracia escuchar la canción de María Manuela, ¿me escuchas? Decía: "Yo de vestíos no entiendo, pero ¿te gusta de veras ese que te estás poniendo? Tan estrecho, tan ceñío, que a lo mejor por la calle te vas a morir de frío. Ponte el de cuello cerrao, que te está de maravilla y te llega tres cuartos por bajo de la rodilla. La canción suponía popularizar el ordeno y mando del hombre sobre la mujer hasta en el cómo te vistes. Me recuerda al colegio. Y luego, esa de toíto te lo consiento menos faltarle a mi madre, porque a ti te encontré en la calle". Son canciones que dicen barbaridades. Marcan los estereotipos populares. Yo no era consciente de ello, pero esas letras me parecían un poco raras».

    «Todos los fines de semana venía a verme mi familia desde Burgos. Las monjas sólo nos dejaban salir cuando ya había empezado el cine, para que no nos llevaran a ver películas, porque decían que el cine no era cosa buena».

    «Hacíamos los ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola. La iglesia se ponía en tinieblas, sólo con una luz en el altar y un crucifijo que miraba a las chicas desde una mesa con tapete morado. ¿Veis esta corona de espinas? Por vuestros pecados, decía el sacerdote. Todo era por nuestros pecados. Era algo abracadabrante. Para enseñarnos a ser modestas, debíamos ayudar a las monjas a arreglar la capilla. Cuando me tocó, justo después de los ejercicios, cogí el Cristo y le pegué una fregada con agua y lejía para quitarle la sangre, para aliviarle. Yo me creía todo aquello y el caso es que destrocé la imagen. Las monjas me echaron una gran bronca y mi abuelo me escribió una carta. Querida Mami (así me llamaban en la familia), es de elogiar tu afán de limpieza, pero procura no hacerlo porque cuesta mucho, mucho dinero. Las monjas hicieron pagar la reparación de la talla a mi abuelo».

    «Todas estas piedras en el camino te van haciendo pensar. Creo que mi educación me fue haciendo de izquierdas. A los niños les marca lo que ven, y en mi colegio yo veía algunas cosas terroríficas. El edificio tenía dos entradas. Una puerta grande para nosotras y otra más pequeña para otras chicas. Yo preguntaba por qué entraban por otro lado y me decían: Son niñas que no tienen dinero y las monjas, que son muy caritativas, les enseñan, pero separadas. Yo tenía mucho interés en hablar con ellas, que llevaban babi pero no nuestro uniforme; y lo hacía. En cambio, con los chicos del colegio de enfrente estaba prohibido hablar. Su trofeo era quitarnos el rabillo de la boina morada. Las niñas nos defendíamos como si se tratara de nuestra virginidad».

    «Estuve interna cuatro años, hasta que mi abuelo optó por instalarse en Vitoria mientras Franco decidía si le daba, o no, otro destino tras cesar en Burgos. Así no me tenían que cambiar de colegio y seguí con las Ursulinas. Teníamos veraneos de tres meses. ¡Y el cisco que se montaba antes de salir! La casa quedaba envuelta en sábanas porque se cerraba para un trimestre. Y luego ocurría lo mismo con la casa de verano. Iba a Asturias, a Colombres, de donde vienen los Noriega. También íbamos a Donostia, que entonces se llamaba San Sebastián, a Fuenterrabía, ahora Hondarribia, que era un pueblo de pescadores adoptado por la gente bien para veranear. Pasábamos a Francia, a Biarritz. Yo tenía la vida de la gente que no tiene problemas; problemas económicos, porque de los demás tenía de todos. Mi hermana mayor, Marisa, un año mayor que yo, padeció una encefalitis cuando tenía meses. Aquello le causó un gran retraso mental. Ella me ayudó sin saberlo, porque tenía una enorme vulnerabilidad. En la calle, los niños, que son bastante crueles, la llamaban tonta, y yo me pegaba con los niños defendiendo a mi hermana. He sido muy guerrera».

    «Volví a Madrid hacia finales de los años cuarenta. Mis abuelos se habían instalado en la calle de Goya, en el barrio de Salamanca. Mi madre alquiló un piso en la calle de Guzmán el Bueno, en Argüelles. La familia había ido algo a menos, aunque teníamos un gran cuerpo de casa: lavandera, costurera, cocinera y doncella. Al abuelo lo destinaron a Canarias. Me llevó con él a Tenerife y me puso una profesora en casa. Tuve hasta un poni y un mono tití. Empecé a estudiar solfeo, pero me negué a tocar el piano. Sobre todo, aprendía a comportarme como se esperaba de mí; recibí la educación de una señorita de la época: la corrección, la forma de saludar, de vestir…».

    «También vinieron a Canarias dos primos, los hijos de mi tío Antonio, que acababan de quedarse huérfanos del todo. Su madre, una mujer guapísima, había muerto de una septicemia. Era viuda y no estaba por la labor de serlo para siempre, pese a que eso era lo que mandaba la época. Se había quedado embarazada, abortó, algo que entonces era delito, y tuvo una infección generalizada que la mató. De eso me enteré pasado el tiempo, por una conversación de mi madre con sus hermanas. Me pareció que les había importado más el posible escándalo que la muerte de mi tía. La ropa sucia se lavaba en casa. Años después, cuando empecé la batalla por el aborto libre y gratuito, mi prima me recriminó: No sé cómo puedes defender eso. Me callé. Era una mujer muy de derechas y si le hubiera dicho la verdad de la muerte de su madre no habría podido superarlo. Pero sí le dije que las mujeres nunca abortan porque quieren, porque sea un placer. Siempre tienen una razón para ello. Lo peor que le puede pasar a un niño es nacer de una mujer que no ha tenido más remedio que tenerlo».

    «A comienzos de los años cincuenta dejé Canarias y volví definitivamente a Madrid. Tenía 16 o 17 años. En la clase alta aún llevábamos mucho sombrero, y bien bonitos que eran. Cuando cumplí los 18 mi familia me organizó la fiesta de presentación en sociedad. Estrené traje largo e hice el primer baile con mi abuelo. Aquel ritual de paso a la edad adulta suponía que te daban un poco más de libertad para cosas como llegar algo más tarde a casa o pintarte. Las jóvenes como yo íbamos a pasear con la señorita de compañía por el paseo del Prado y Serrano. Por un lado los chicos y por otro las chicas. Al acabar el bachillerato yo quería seguir estudiando, pero no me dejaron. Quería hacer Derecho. Hay mucho peligro en la universidad, porque van chicos y chicas juntos, me dijeron en casa. Por aquel entonces los colegios eran segregados. Franco acabó con la coeducación y la enseñanza laica. Las niñas recibíamos materias distintas de los niños. Aprendíamos costura; yo bordé velos en el colegio. Hubo una asignatura que se llamaba Hogar y otra, Formación del Espíritu Nacional, conocida como Política. Lo que hice por mi cuenta fue leer, sobre todo biografía histórica. Me gustaba más que ir al cine. Me entusiasmaba la Revolución francesa. Me la estudié a fondo. Empecé a preguntarme por qué habían ocurrido los acontecimientos históricos y a poner en tela de juicio las cosas. Estudiar aquel periodo me marcó mucho. Para mí, es donde comienza el movimiento feminista, con Olympe de Gouges[3]. Las mujeres nunca han estado de acuerdo con el papel asignado, impuesto; con la invisibilidad. El feminismo lo iniciaron mujeres con formación. Sin ella, difícilmente se cuestionan las cosas».

    «Por entonces empecé a desempeñar una tarea social en el Cottolengo y en el Pozo del Tío Raimundo[4], donde vi la pobreza. De niña notaba las diferencias, la desigualdad, pero si estás en un estatus social es muy difícil estar al tanto del otro, el contacto sólo es tangencial. A los 19 años ya tenía novio y una pariente suya me habló del Cottolengo. Allí había sobre todo mujeres que recibían atención caritativa. Una de las ingresadas resultó ser una antigua lavandera de mi familia y tenía mucho interés en volver a ver a la señora. Se lo dije a mi abuela, pero ella no hizo ni caso; una pena. Entonces había un servicio doméstico muy jerarquizado que adoraba a los señores y carecía de identidad propia. Es un poco lo que les pasa a las mujeres maltratadas, que carecen de identidad propia y por eso perdonan tantas cosas a los maridos».

    «Estuve yendo un par de años a aquel centro, hasta que me casé. También iba a los tés de caridad. Para acallar conciencias, en Navidad la gente bien hacía grandes fiestas en sus enormes casas. Celebraban un té donde las señoras subastaban todo lo que llevaban las amigas, que eran las cosas que no les gustaban de su casa. Con ese dinero se compraba lo que ellas consideraban que necesitaban los pobres. Un precursor del Rastrillo de ahora. Las jóvenes de esas familias acomodadas mostrábamos los objetos que salían a la puja. A ver, este jarrón…. Me tocó ir, pero ayudé tan bien que no hubo otra oportunidad. Saqué a subasta los abrigos de visón de las damas caritativas. Cogí dos del perchero, uno en cada brazo. Se quedaron horrorizadas. Les dije: ¡Pero si con esto se saca mucho dinero!. No me dejaron, claro. Nunca más me volvieron a llamar».

    «No tengo amigas de juventud porque ellas han sido como Dios manda. Había que ser como Dios manda y mandaba unas burradas… Mandaba la relación con élites y a mí me gustaba relacionarme con todo el mundo. Hay que acabar con las élites y el clasismo. Dios mandaba la obediencia acérrima a los padres. Mi madre decía: Dios, la patria y los padres no se equivocan nunca. ¡Y eso no lo decía mi madre sola! Es muy grave eso. Otra cosa que no se me perdona fácilmente es que, siendo una familia de comunión diaria y misa dominical, yo acabara por romper con eso. Cuando iba con mi abuela, Dolores Labat, a la catedral de Burgos, me decía: Mira, vamos a oír la misa central y hacemos intención de oír las de los lados. Era un lío horroroso, y a mí lo que me gustaba era ver el papamoscas. No tenían bastante con ir a misa, querían oír la del altar central y las de las capillas. Burgos era tremendo. Recién acabada la guerra iba todo el mundo a misa y las mujeres con velo, medias y chaqueta; ¡y luego dicen de las moras! Si no, no entrabas».

    «Yo obedecía, pero relativamente. De niña, me subía a los árboles. Les cortaba una coronilla a mi hermano y sus amigos, como si fueran curas. Yo decía: Los hombres sólo pueden ser curas. Estaba enclaustrada en casa. Mi abuela no hacía nada, pero mandaba. La mujer elegía el mobiliario, la ropa. La cocinera preguntaba cada mañana: Señora marquesa, ¿qué vamos a comer hoy?. Yo estaba con las mujeres, veía que las mujeres hacían muchas cosas, pero no sabía qué hacían los hombres, salvo los curas, porque me metían en la iglesia todo el rato. Eran hombres vestidos de mujer en esa época».

    «Mi abuelo fue quien más me influyó de la familia, fue mi referencia masculina. Tuvo el papel de padre para mí. Decía que la riqueza no te da más categoría, y eso en una casa a la que venía un relojero cada quince días a poner los relojes en orden. Era más de derechas que nadie, pero era honesto. Las mujeres eran muy majas, pero eran sumisas. Se callaban cuando empezaba a hablar mi abuelo. En cambio, él me decía a mí: Tú eres por qué y para qué. Con mi madre tuve buena relación, pero distante. Se quedó viuda con 29 años. Tenía dolores de cabeza. Muchas veces estaba en sus habitaciones. Todos los días, después del baño, entraba a preguntar a la persona que nos cuidaba qué tal nos habíamos portado. Porque esa tontería de que las madres tienen que ocuparse de los hijos no se ha practicado nada de nada en las familias ricas. De eso se ocupa el servicio, que tenía una tarea interminable. Por lo tanto, siempre digo que las madres no somos imprescindibles. Pregúntale a las que tienen dinero. ¿Crees que las infantas se ocupan de los hijos? Sí, pero al nivel que les corresponde: comuniones, cumpleaños…».

    «Mi pauta ha sido el gran rechazo a lo existente. Me negué a hacer el servicio social de la Sección Femenina[5], que era obligatorio, porque su objetivo era convertir a las mujeres en lo que yo no quería ser. Se hacía a los 17 años. Eso me impidió salir de España una buena temporada, pero bueno, ya había viajado mucho. Una vez casada ya no había que hacerlo. ¿Sabes que existen diecisiete formas de doblar una servilleta? Las de la Sección Femenina cantaban: "Somos madres del futuro, llenas de fe y de ilusión. En nuestros

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