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Ommi! L'America.: Recuerdos de la Argentina en el baúl de un emigrante
Ommi! L'America.: Recuerdos de la Argentina en el baúl de un emigrante
Ommi! L'America.: Recuerdos de la Argentina en el baúl de un emigrante
Libro electrónico204 páginas3 horas

Ommi! L'America.: Recuerdos de la Argentina en el baúl de un emigrante

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Ommi! L'America… es un texto de reflexión autobiográfica: la historia de la formación de un adolescente piamontés que emigra a la Argentina con su familia después de la Segunda Guerra Mundial. El libro presenta un recorrido por la infancia en Turín y en un pueblo de Piamonte en los años del fascismo; la guerra; los bombardeos; el viaje a Argentina y el descubrimiento de otra realidad. Finalmente, la vuelta a Italia. Paradojalmente, el protagonista descubre Europa precisamente en América, a través de la presencia de inmigrantes provenientes de otros países del viejo continente.. A través de un recorrido personal de recuerdos y memoria personal y familiar, el autor plantea el tema de la compleja identidad del inmigrante, y el texto resulta en última instancia un poderoso estudio en primera persona sobre temas tan complejor como el exilio, la emigración y la identidad.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento22 feb 2019
ISBN9789876994903
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    Ommi! L'America. - Vanni Blengino

    morali

    El enemigo

    Hasta los seis años viví en Turín en un barrio muy popular: la Barriera di San Paolo. La casa daba al corso Peschiera, muy cerca de la plaza Sabotino. Era una zona obrera y tenía fama de ser la zona roja de Turín. Los burgueses que allí vivían, dada la reputación proletaria del lugar, parecían ostentar los símbolos de su clase con mayor prosopopeya que los que vivían en barrios más prestigiosos. Las puertas eran imponentes como los portales de un castillo, las placas que exhibían los títulos de abogado o de doctor eran muy llamativas. Actuaban como si los otros inquilinos fuesen invisibles o como si fuesen intrusos que uno podía encontrar inesperadamente. En el viejo edificio sin ascensor, cuanto más alto se subía, más se bajaba socialmente. Nosotros vivíamos en el cuarto piso, el último, el más poblado. Los inquilinos de este piso eran emigrantes de las provincias piamontesas. El edificio de enfrente tenía un piso más; en las bohardillas vivían los meridionales, los napuli. En una de esas bohardillas vivía Pirro, un chico pullés; moreno, de ojos muy vivaces, inquieto, miraba en derredor como si buscase algo. Más tarde me di cuenta: buscaba los cajones de la despensa. Tenía hambre atrasada. Yo lo abastecía con mendrugos de pan, algunos secos: no importa, son buenos con el agua. Pirro me estaba muy agradecido, me veía grande y bien alimentado, para él yo representaba un inquilino del primer piso. Su apetito me llenaba de generosa satisfacción y del inusitado placer de sentirme un privilegiado. Había mucha hambre.

    ¡Si aún hubiese ratas en Turín, la gente se las comería, como en París!.

    Para nosotros, París era una enorme ciudad donde se comían a las ratas. Pero si no había comida, ¿con qué se alimentaban las ratas? Yo me imaginaba una rata grande, desollada, colgada en un puesto del mercado. Más bien hubiera preferido morirme de hambre. En cambio los gatos sí que se comen a las ratas. En el Cervo, adonde íbamos algunos domingos, había comido conejo. Algunos decían que en el Cervo lo cocinaban tan bien que podían hacerte comer un gato como si fuese una liebre. Cuando le había pedido a mi tío que me aclarase la cuestión, me había explicado que para preparar bien el conejo se necesitan vino y todas las hierbas aromáticas necesarias (zanahoria, apio, ajo, cebolla, perejil, un clavo de olor, laurel, pimienta), la carne tiene que macerar bien antes de la cocción (el vino tiene que ser fuerte, barbera, y para los privilegiados, barolo). Si está bien cocinado se puede comer un gato como si fuese una liebre.

    Los clientes del Cervo eran obreros, gente de la Barriera di San Paolo. Jugaban a las bochas, a tres siete, algunos al tarot. En verano comían en mesas largas hechas con ejes de madera apoyados sobre caballetes. Las mesas estaban dispuestas en un jardín poco cuidado, entre hierbas raquíticas, matas salvajes, piedras, ladrillos rotos. En el centro había una pérgola muy grande, el espacio más disputado en verano por su sombra. Ahí se bebía, se comía pan y salame. Se cocinaba en raras y especiales ocasiones. A pesar de la guerra y del calor, un domingo se había hecho una fiesta con los amigos más asiduos del local, y se había comido liebre. La carne de la liebre es bastante fibrosa: ¡Masticá despacio!. Costaba trabajo tragarla. El tema de conversación era la comida. Decían que habíamos comido gato y no liebre, y no estoy seguro de que se tratase de una broma. La carne era realmente muy fibrosa. Lo pude comprobar mientras vomitaba atrás de la pérgola todo lo que había comido. Es el vino con el que se condimentó el conejo que le hizo mal al chico, insinúa alguien. Pero otros bromean: Mirá si hiciste ratoncitos. A lo mejor había quedado alguno en la panza del gato. De todos modos yo seguía queriendo a los gatos y odiando a las ratas, aunque no se las viera. La señora Pierina, la portera del edificio de Turín, no dudaba de que los giari, las ratas, volverían con la paz.

    Desde el último piso en el que yo vivía se descendía gradualmente hacia la opulencia, los fastos sociales del segundo y del primer piso. El tercer piso era una especie de transición: los departamentos eran más cómodos y espaciosos que los del cuarto, pero menos elegantes que los del primero y del segundo. En el segundo piso el salto de calidad era ya evidente. Por aquellas puertas podía pasar una carroza. Los objetos que se entreveían –y que más tarde tuve ocasión de admirar en casa de madama Barone– eran deliciosamente inútiles. La consola, los drapeados, los cuadros, las fruslerías. Confieso que, en mi inconsciente ancestral, sobrevivían residuos del respeto temeroso de los campesinos por los señores. Poseer un espacio tan grande era señal de poder y felicidad. De mérito. Cuando los bombardeos reunieron democráticamente a todos los inquilinos en el refugio, es decir, en el sótano del edificio fortificado con algunas bolsas de arena, las últimas manifestaciones de obsequiosidad para con los señores desaparecieron. Algunos de estos parecían particularmente indefensos. Excepto madama Barone, los otros, vistos de cerca, resultaron decepcionantes.

    De todos modos, la disposición de los pisos, consecuencia de la jerarquía clasista del edificio, me causaba una especie de vértigo social. Era como si mirase las cosas cabeza para abajo: cuanto más subía las escaleras más descendía socialmente, y viceversa.

    En el segundo piso había otro departamento muy modesto: la entrada parecía la puerta de servicio de uno de los otros dos, más grandes. Sin embargo, gozaba, en su digna modestia, de la ventaja de haber logrado llegar a los pisos nobles. Ese era el departamento de mis tíos. Él, panadero como mi padre, después de veinte años de trabajo en Turín, ya era un turinés tanto en el lenguaje como en el estilo de vida. La tía Pinotta era una mujer apacible y aprensiva. Tenía dos canarios que cuidaba con mucho amor. Demasiado. Un canario se había muerto después de haber engullido una yema entera de huevo.

    "Si te portás bien, te voy a llevar a la casa de madama Barone". Madama Barone era la vecina, propietaria de uno de los departamentos grandes.

    Al principio estas visitas me asustaban: ¡Mirá dónde ponés los pies! ¡Cuidado con las macetas!.

    La tía me vestía como si tuviese que ir a una primera comunión, y en el umbral del departamento de madama Barone me hacía las últimas recomendaciones. Visualizaba mi cuerpo como una amenaza permanente. Hablaba en voz baja y me obligaba a murmurar como en la iglesia.

    "¡Vení, bel cit!".

    Los senos prominentes de madama Barone, vistos desde abajo, parecían tener una vida autónoma, cada uno podía seguir una dirección diferente. Mientras ella me acariciaba, yo tenía la posibilidad de admirar sus labios húmedos, sus hermosos cabellos negros, su rostro luminoso. Su aspecto contrastaba con el lenguaje de fría formalidad de señora turinesa bien, sexualmente reprimida. La hija de diez años, rubia, bella como un ángel, me ignoraba olímpicamente.

    ¡Primero te hago ver una cosa y después te doy un bizcocho!.

    Yo caminaba en puntas de pie, compungido, hasta el tabernáculo. Lo llamaba así. Era una vitrina de vidrio que tenía adentro un objeto misterioso. Pertenecía a Monsù Barone. Solamente la segunda vez –el ritual se repetía en cada visita– había logrado distinguir el precioso objeto. Era una piedra, una simple piedra. Madama Barone me la mostró pero no me dejó tocarla. Observándola de cerca, podía distinguir algunas manchitas rosas, aunque sólo pude intuirlas en ese gris de la piedra. Se trataba de trazas de sangre. Mientras monsù Barone inspeccionaba un campamento en África, con su elegante uniforme de oficial de infantería, todo emperifollado –su fotografía en uniforme estaba bien a la vista sobre el tabernáculo–, un abisinio le había tirado una piedra a la cabeza. Monsù Barone había sido herido y condecorado. El abisinio, arrestado y castigado. Madama Barone imponía un minuto de recogimiento delante de la reliquia. Mi tía se adaptaba al ritual, mientras observaba si mi expresión de compunción era convincente. Al cortejo familiar se unía un señor esmirriado que madama Barone maltrataba. Sólo después de algunas visitas al tabernáculo descubrí que aquel hombre tímido y manso que nos seguía era en realidad el mismo monsù Barone.

    Madama Barone hablaba bien del Duce. Era la única de las personas que yo conocía que hablaba bien de él. Los otros, amigos de familia, se intuía por las alusiones, por los silencios… no querían ni al Duce ni a las camisas negras.

    "El Duce es bueno, ¿no es cierto?".

    Para Marchisio la bondad del Duce era una obsesión. El banco de la escuela con dos asientos y un único escritorio nos tenía pegados como dos hermanos siameses. Ya era la tercera vez en ese día que el tema de la bondad del Duce se reiteraba como argumento de conversación –a estas alturas temía más sus preguntas que las interpelaciones de la maestra– y la demanda de una respuesta se estaba haciendo perentoria.

    Marchisio era puntilloso y presuntuoso: Mi goma borra con esta parte lo que está escrito con lápiz y con esta otra lo que está escrito con tinta. ¡Es linda y cuesta mucho y no te la presto!.

    Pronunciaba la erre a la francesa mientras sacudía la cabeza para evitar los olores desagradables que emanaban las cosas y las personas que lo rodeaban. El padre de Marchisio era cirujano, un profesional sólido como todos los que yo encontraba en el primero y en el segundo piso del edificio en el que vivíamos.

    "¡El Duce es bueno!".

    Ya a estas alturas no se trataba de una pregunta sino de una intimación que exigía una respuesta no evasiva. Arrojé al piso un lápiz para ganar un poco de tiempo.

    –¿Quién es una bestia, papá?

    –Nadie, tanto no lo conocés.

    –¿El… Duce, papá?

    –¡No, boia fauss! Es uno de Alba que no conocés. ¡Tomá la sopa!

    Fuera de casa, todo estaba a favor del Duce. Las autoridades, los desfiles, la radio, los carteles, las historietas: El rey Jorgito de Inglaterra por miedo de hacer la guerra…. Pero, a excepción de madama Barone, los que yo conocía murmuraban, susurraban y a veces despotricaban contra el fascismo. El mundo estaba dividido en dos facciones. La más fuerte era la de afuera.

    Marchisio me había puesto entre la espada y la pared:

    –¡El Duce es bueno!

    –¡No!

    –Señorita, él dice que el Duce es malo.

    ¡Era falso! Yo simplemente había negado que fuese bueno.

    Dos días después, me di cuenta de que mis padres estaban muy preocupados y asustados. Me angustiaba su silencio. Hubiera preferido los sopapos a aquel reproche mudo. Tenía la sensación de haber cometido un grave pecado, aunque no entendía cuál era mi culpa.

    –Agradezcan al cielo que soy yo la maestra. ¡Con otro maestro usted habría terminado en Rusia, en el frente!

    Conmovidos, mis padres agradecieron a la maestra. No me retaron. Me pidieron, me suplicaron que no hablase mal del Duce, ni de las camisas negras, ni del fascismo. "Si alguien te pregunta algo, tenés que responder que el Duce, el fascismo, las camisas negras son todos muy buenos".

    Pasé días de gran confusión mental. No me atrevía a opinar sobre ningún tema. Jamás hubiera sospechado que mis palabras pudieran tener tanto poder. Sin embargo, no obstante la confusión en la que había precipitado, había entendido finalmente el significado de las palabras escritas en los carteles pegados por todas partes. Aparecía la figura amenazante de un soldado con un dedo sobre los labios, la mirada torva; en la parte inferior del dibujo una leyenda en grandes caracteres de imprenta: ¡No hables, calla! ¡El enemigo escucha!.

    ¿Dónde estás, Lulù?

    Mi bisabuelo, de ascendencia materna, había sido desheredado por el padre y tildado de traidor porque había abandonado el campo que se encontraba en la aldea Ornati y había puesto una trattoria en el pueblo. A mi abuela aún le pesaba el recuerdo del día en que había subido a un carro arrastrado por bueyes, con unos pocos muebles, un baúl y algunas valijas. Llevaba consigo a sus hermanos, siete en total. Hacía de hermana mayor aunque era la segunda hija. Había sido ella la elegida, la que tenía que sustituir a la madre en el cuidado de los hermanos y hermanas menores.

    La aldea Ornati quedaba apenas a dos kilómetros del pueblo, pero mi bisabuelo al abandonarla había transgredido una tradición secular. El carro, arrastrado por los bueyes, atravesó la frontera que dividía la aldea del pueblo, los campesinos de los comerciantes. Era un viaje en el tiempo. El padre jamás perdonó a su hijo esta elección, la juzgó una traición y desde ese día no le dirigió más la palabra. En su testamento lo desheredó de la tierra que él se había negado a cultivar. Conservo una fotografía de este bisabuelo trashumante: las facciones hundidas por la fatiga de generaciones de campesinos, la mirada decidida, incluso inquietante; más allá de sus rasgos célticos, vagas reminiscencias de sarracenos, quizá la huella de una lejana violación de una mujer langarola por obra de los piratas.

    Cuando volvimos al pueblo, huyendo de los bombardeos de Turín, nos alojamos en la trattoria, fruto de la deserción del campo del bi­sa­buelo. Durante los primeros meses, lejos de la ciudad que habíamos abandonado, yo sólo recordaba el panorama gris de los balcones de la Barriera di San Paolo, donde todos los balcones reproducían a distancia el mío. En el balcón del edificio de enfrente, había otro chico del cual apenas podía distinguir algún gesto o intuir sus muecas. Los balcones eran tan parecidos y simétricos que a veces me asaltaba la sospecha de tener enfrente un gran espejo y de que aquel chico fuese mi imagen y de que aquel balcón fuese el mío. Alguna paloma o algún gato sobreviviente, ágil y flaco sobre los techos o en un rincón de un patio desierto, cancelaba la ilusión del espejo y restituía a cada uno su propia identidad.

    En el pueblo, aquel primer mes de agosto, estaba deslumbrado por el verde de las plantas, de los viñedos, de los prados, aturdido por el canto de los pájaros y de las cigarras. La tierra pululaba de lagartijas y sapos, y era fácil encontrar chicos con quienes jugar. De noche me acometían vagas angustias de un despertar brutal: el de encontrarme en el balcón de la vieja casa de Turín. De todos modos, la ciudad estaba lejos. Se lo podía comprobar de noche desde la cima de la Basilia. Desde lo alto de la colina, con el cielo límpido, se podían ver los resplandores provocados por las bombas.

    ¡Cuando un edificio se derrumba, hace un ruido similar al de la caída de una montaña de palos de madera!.

    Me adaptaba a las metáforas campesinas, pero no me atrevía a decir que aunque fuese verano, la noche del gran bombardeo, de la primera descarga furiosa de fuego sobre Turín, yo temblaba, y no precisamente por el frío, ya que estábamos en verano. Sin embargo, vivía como un motivo de orgullo el hecho de haber experimentado la emoción de estar bajo las bombas. La guerra parecía ahora muy lejana, como aquellos pequeños fuegos que se divisaban de noche en el fondo del valle.

    Después de algunos meses de haber vivido en el limbo, sucedieron una serie de acontecimientos, algunos sensacionales, otros aparentemente poco importantes, cuya conexión aún no era previsible. Todo el pueblo estaba implicado en una pequeña guerra que tenía como escenario la Langa. Con el armisticio, la gente se ilusionó pensando que la guerra había terminado. En cambio, un nuevo conflicto estaba por estallar. La primera señal había sido la revolución en el lenguaje y en los símbolos. Ahora los enemigos eran el Duce y los fascistas. No sólo lo murmuraban los amigos de mi padre, sino que lo decían todos, también el maestro. En el pueblo, las enseñas del régimen (un fascio de hierro y otro de mármol) habían sido destruidas, se habían cancelado los eslóganes y habían desaparecido de las paredes las frases de Mussolini. Ahora nadie

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