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Obras ─ Colección de Alphonse Daudet: Biblioteca de Grandes Escritores
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Libro electrónico216 páginas3 horas

Obras ─ Colección de Alphonse Daudet: Biblioteca de Grandes Escritores

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• Acta notarial: Prólogo
• Arthur
• Cartas de mi molino
• Acta Notarial
• Instalación
• La diligencia de Beaucaire
• La mula del papa
• Los aduaneros
• El subprefecto en el campo
• Las naranjas
• La langosta
• Nostalgia del cuartel
• El abanderado
• El Buen Dios de Chemillé, que no está a favor ni en contra
• El espejo
• El hombre de la sesera de oro
• El mal zuavo
• El nuevo maestro
• El prusiano de Belisario
• El señor Achille
• El sitio de Berlín
• El subprefecto en el campo
• El último libro
• Instalación: Cartas de mi molino
• La arlesiana
• La diligencia de Beaucaire
• La langosta
• La muerte del Delfín
• La mula del Papa
• La partida de billar
• La sopa de queso
• La última clase
• Las hadas de Francia
• Las naranjas
• Las tres misas
• Los aduaneros
• Mi quepis
• Nostalgia de cuartel
• Salvette et Bernadou
• Wood'stown
Alphonse Daudet (Nimes, 1840 - París, 1897) fue un escritor francés.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento8 jul 2015
ISBN9783959284974
Obras ─ Colección de Alphonse Daudet: Biblioteca de Grandes Escritores
Autor

Alphonse Daudet

Alphonse Daudet (1840-1897) novelist, playwright, journalist is mainly remembered for the depiction of Provence in Lettres De Mon Moulin and his novel of amour fou, Sappho. He suffered from syphilis for the last 12 years of his life, recorded in La Doulou which has been translated into English by Julian Barnes as The Land of Pain.

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    Obras ─ Colección de Alphonse Daudet - Alphonse Daudet

    Daudet

    Acta notarial: Prólogo

    «Compareció ante mí, Honorato Grapazi, notario residente en Pamperigouste:

    »El señor Gaspar Mitifio, esposo de Vivette Cornille, avecindado y residente en el lugar denominado Los Cigarrales;

    »Quien, por la presente escritura, vende y transfiere con todas las garantías de hecho y de derecho, y libre completamente de deudas, privilegios e hipotecas,

    »Al señor Alfonso Daudet, poeta, que reside en París, aquí presente y aceptante,

    »Un molino harinero de viento, situado en el valle del Ródano, en la Provenza, sobre una ladera poblada de pinos y carrascas; cuyo molino está abandonado desde hace más de veinte años e inservible para la molienda a causa de las vides silvestres, musgos, romeros y otras hierbas parásitas que ascienden por él hasta las aspas.

    »Sin embargo, a pesar de su estado ruinoso, con su gran rueda rota, y la plataforma llena de hierba nacida entre los ladrillos, el señor Alfonso Daudet declara convenirle el citado molino y, encontrándolo apto para servir en sus trabajos de poesía, lo toma por su cuenta y riesgo, y sin reclamar nada contra el vendedor por causa de las reformas que necesitará introducir en él.

    »La venta se hace al contado y mediante el precio convenido, que el señor Daudet, poeta, ha mostrado y colocado sobre la mesa en dinero contante y sonante, cuyo precio ha sido cobrado y guardado por el señor Mitifio; todo ello a vista del notario y testigos que suscriben, de lo cual se extiende carta de pago con reserva.

    »Contrato elevado en Pamperigouste, en el estudio de Honorato, estando presentes Francet Mamaï, tañedor de pífano, y Luiset, alias el Quique, portador de la cruz de los penitentes blancos.

    »Los cuales firman con las partes y el notario, previa lectura...»

    FIN

    Arthur

    Hace unos años, viví en un pequeño edificio en los Campos Elíseos, en el pasaje de las Doce Casas. Imagínense un rincón de arrabal perdido, escondido en medio de esas grandes avenidas aristocráticas, tan frías, tan tranquilas que parece que sólo se pasa por ellas en coche. No sé qué capricho de propietario, qué manía de avaro o de viejo dejaba pervivir así en el corazón de aquel bello barrio aquellos terrenos baldíos, aquellos jardincillos mohosos, aquellas casas blancas construidas de través, con escalera exterior y terrazas de madera llenas de ropa tendida, de jaulas de conejos, de gatos flacos, de cuervos domesticados. Allí había parejas de obreros, de pequeños rentistas, algunos artistas -se les encuentra por todas partes donde aún quedan árboles- y, finalmente, dos o tres casas amueblabas de aspecto sórdido, como manchadas por generaciones de miseria. A su alrededor, todo el esplendor y el ruido de los Campos Elíseos, el fragor continuo de vehículos, el tintineo de arneses y de pasos vivarachos, puertas cocheras pesadamente cerradas, calesas que estremecen los porches, pianos amortiguados, violines de Mabille, un horizonte de grandes edificios mudos de ángulos redondeados, con sus cristales matizados por cortinas de seda clara y sus altos espejos sin azogue, donde se yerguen los dorados de los candelabros y las flores exóticas de las jardineras.

    Aquella calleja oscura de las Doce Casas, sólo iluminada por una farola al final, era como los bastidores del bello decorado circundante. Todo cuanto llevaba lentejuelas en aquel lujo venía a refugiarse allí: galones de librea, trajes de payaso, toda la bohemia de palafreneros ingleses, de escuderos del Circo, los dos menudos postillones del Hipódromo con sus poneys gemelos y sus anuncios, el coche de las cabras, los títeres, las vendedoras de barquillos y todas las tribus de ciegos que regresaban por la noche, cargados con sus sillas plegables, sus acordeones y sus platillos. Uno de aquellos ciegos se casó mientras yo vivía en el pasaje. Ello supuso a lo largo de toda la noche, un concierto fantástico de clarinetes, oboes, órganos, acordeones, donde se veían desfilar todos los puentes de París con sus diferentes soniquetes... Habitualmente, no obstante, el pasaje estaba tranquilo. Aquellos vagabundos de la calle no volvían sino al anochecer y ¡tan cansados! Sólo había jaleo los sábados, cuando Arthur cobraba.

    Arthur era mi vecino. Sólo un pequeño muro prolongado por un enrejado separaba mi vivienda de la habitación amueblada que ocupaba con su mujer. Por lo que, en contra de mi voluntad, su vida estaba mezclada con la mía; y todos los sábados oía, sin perderme detalle, el horrible drama, tan parisino, que se representaba en aquel hogar de obreros. Comenzaba siempre de la misma forma. La mujer preparaba la cena; los chiquillos andaban a su alrededor. Ella les hablaba suavemente y se daba prisa. Las siete, las ocho... nadie... A medida que el tiempo pasaba, su voz cambiaba, se aguantaba las lágrimas, se ponía nerviosa. Los niños tenían hambre, sueño, y empezaban a refunfuñar. El hombre no llegaba. Cenaban sin él. Luego, una vez que los chiquillos se acostaban, que el gallinero se dormía, ella se aproximaba al balcón de madera, y yo la oía decir sollozando muy bajito: «¡Oh! ¡qué canalla! ¡qué canalla!»

    Los vecinos que regresaban la encontraban allí. La compadecían.

    -Váyase a dormir, señora Arthur. Sabe usted muy bien que no regresará puesto que es día de paga. -Y seguían los consejos, los chismorreos.

    -Si estuviera en su lugar, lo que yo haría... ¿Por qué no se lo dice a su patrón?

    Toda aquella conmiseración le hacía llorar más aún; pero persistía en su esperanza, en su espera, y cuando se cerraban todas las puertas, cuando el pasaje quedaba en silencio, creyéndose sola, permanecía acodada allí, concentrada en una idea fija, contándose a sí misma y en voz alta sus tristezas con ese abandono tan propio del pueblo que tiene siempre la mitad de su vida en la calle. Pagar el alquiler con retraso, los proveedores que la atormentaban, el panadero que le negaba el pan... ¿Qué iba a hacer si, una vez más, volvía sin dinero? Al final se cansaba de acechar algunos pasos retrasados, de contar las horas. Entraba. Pero mucho tiempo después, cuando yo creía que había acabado todo, alguien tosía cerca de mí en la galería. Aún estaba ahí la infortunada, reconducida por la inquietud, dejándose los ojos en mirar aquella calleja oscura donde no veía sino su propia su penuria.

    Hacia la una, o las dos, a veces más tarde, alguien cantaba en la esquina del pasaje. Era Arthur que volvía. La mayoría de las veces hacía que lo acompañaran, arrastraba a algún compañero hasta su puerta: «Ven pues... Ven pues...» e incluso ya en la puerta, se entretenía, no podía decidirse a entrar pues sabía muy bien lo que le esperaba dentro. Al subir la escalera, el silencio de la casa dormida, que le devolvía el eco de sus pasos pesados, le molestaba como un remordimiento. Hablaba solo en voz alta deteniéndose delante de cada cuchitril: «Buenas noches, señora Weber... Buenas noches, señora Mathieu.» Y si no le contestaban, soltaba una andanada de injurias hasta el momento en que todas las puertas, todas las ventanas se abrían para enviarle sus maldiciones. Eso era lo que él buscaba. Cuando bebía le gustaba la camorra, las disputas. Y así se calentaba, llegaba a su casa irritado, y la entrada le producía menos miedo. La entrada era terrible...

    -Abre, soy yo...

    Yo oía los pies desnudos de la mujer sobre las baldosas, rascar cerillas y la voz del hombre que, nada más entrar, intentaba tartamudear una historia, siempre la misma. Los compañeros, el entusiasmo... «Chose, ya sabes... Chose, el que trabaja en los ferrocarriles...». La mujer no lo escuchaba:

    -¿Y el dinero?

    -Ya no me queda nada -decía la voz de Arthur.

    -¡Estás mintiendo!

    Efectivamente, estaba mintiendo. Pues incluso en el entusiasmo de la borrachera, siempre guardaba algunas monedas pensando en la sed del lunes; y era ese resto de la paga lo que ella intentaba quitarle. Arthur se debatía:

    -¡Ya te he dicho que me lo he bebido todo! -gritaba.

    Sin responder, ella lo agarraba con toda su indignación, con todos sus nervios, lo sacudía, lo registraba, le daba la vuelta a los bolsillos. Al cabo de un rato, yo oía el dinero rodar por el suelo y a la mujer arrojarse sobre él con risa triunfal.

    -¡Ah! ¿estás viendo?

    Luego una blasfemia, golpes sordos... Era el borracho que se vengaba. Una vez que empezaba a golpear, ya no se detenía. Todo lo malo que hay en esos horribles vinos de tasca se le subía al cerebro y pugnaba por salir. La mujer gritaba, los últimos muebles del cuartucho volaban hechos añicos; los niños, despertados en un sobresalto, lloraban de miedo.

    En el pasaje se abrían las ventanas. Se oía decir: «¡Es Arthur! ¡Es Arthur!» A veces, el suegro, un viejo trapero que vivía en la casa de al lado, acudía en ayuda de su hija; pero Arthur se cerraba con llave para que nadie lo molestara en su operación. Entonces, a través de la cerradura, se establecía un diálogo horroroso entre el suegro y el yerno, y los demás nos enterábamos de muchas cosas:

    -¿No has tenido bastante con los dos años de cárcel, bandido? -gritaba el viejo.

    Y el borracho con tono soberbio contestaba:

    -Pues sí, he estado dos años en la cárcel... ¿Y qué?... Al menos yo he pagado mi deuda con la sociedad... ¡Paga tú la tuya!...

    La cosa parecía muy sencilla: he robado, me han metido en la cárcel, luego estamos en paz... Pero si el viejo insistía demasiado en el tema, Arthur, irritado, abría la puerta, se arrojaba sobre el suegro, la suegra, los vecinos, y le pegaba a todo el mundo, como Polichinela.

    Sin embargo no era un mal hombre. Con mucha frecuencia, los domingos, al día siguiente de una de aquellas tarascadas, el borracho ya apaciguado y sin dinero para ir a beber, pasaba el día en casa. Se sacaban las sillas de las habitaciones. Se instalaban en el balcón la señora Weber, la señora Mathieu, todos los inquilinos y charlaban. Arthur se hacía el amable y el inteligente: habríase dicho que se trataba de uno de esos obreros modelo que asisten a clases nocturnas. Al hablar adoptaba una voz blanca, empalagosa, y repetía ideas recogidas un poco por todas partes sobre los derechos del obrero o la tiranía del capital. Su pobre mujer, enternecida por los golpes de la víspera, lo miraba con admiración y no era la única.

    -¡Este Arthur!... ¡si quisiera!... -murmuraba la señora Weber suspirando.

    Luego las señoras le hacían cantar... Cantaba Las golondrinas, del señor de Béranger... ¡oh! ¡qué voz de pecho! llena de lágrimas fingidas, del sentimentalismo imbécil del obrero. En la galería mohosa de papel embreado, los harapos tendidos dejaban pasar un trozo de cielo azul entre las cuerdas y toda aquella crápula, hambrienta de ideal a su manera, volvía hacía allá arriba sus ojos humedecidos.

    Todo aquello no impedía que, al sábado siguiente, Arthur se gastara la paga y le pegara a su mujer, ni que en aquel tugurio hubiera un montón de pequeños Arthur que sólo esperaban alcanzar la edad de su padre para gastarse la paga y pegarle a sus mujeres...

    ¡Y es ésa la raza que quería gobernar el mundo...! ¡Ah! ¡qué plaga! Como decían mis vecinos del pasaje.

    FIN

    Cartas de mi molino

    Acta Notarial

    «Compareció ante mí, Honorato Grapazi, notario residente en Pamperigouste:

    »El señor Gaspar Mitifio, esposo de Vivette Cornille, avecindado y residente en el lugar denominado Los Cigarrales;

    »Quien, por la presente escritura, vende y transfiere con todas las garantías de hecho y de derecho, y libre completamente de deudas, privilegios e hipotecas,

    »Al señor Alfonso Daudet, poeta, que reside en París, aquí presente y aceptante,

    »Un molino harinero de viento, situado en el valle del Ródano, en la Provenza, sobre una ladera poblada de pinos y carrascas; cuyo molino está abandonado desde hace más de veinte años e inservible para la molienda a causa de las vides silvestres, musgos, romeros y otras hierbas parásitas que ascienden por él hasta las aspas.

    »Sin embargo, a pesar de su estado ruinoso, con su gran rueda rota, y la plataforma llena de hierba nacida entre los ladrillos, el señor Alfonso Daudet declara convenirle el citado molino y, encontrándolo apto para servir en sus trabajos de poesía, lo toma por su cuenta y riesgo, y sin reclamar nada contra el vendedor por causa de las reformas que necesitará introducir en él.

    »La venta se hace al contado y mediante el precio convenido, que el señor Daudet, poeta, ha mostrado y colocado sobre la mesa en dinero contante y sonante, cuyo precio ha sido cobrado y guardado por el señor Mitifio; todo ello a vista del notario y testigos que suscriben, de lo cual se extiende carta de pago con reserva.

    »Contrato elevado en Pamperigouste, en el estudio de Honorato, estando presentes Francet Mamaï, tañedor de pífano, y Luiset, alias el Quique, portador de la cruz de los penitentes blancos.

    »Los cuales firman con las partes y el notario, previa lectura...»

    Instalación

    ¡Valiente susto les he dado a los conejos! Acostumbrados a ver durante tanto tiempo cerrada la puerta del molino, las paredes y la plataforma invadidas por la hierba, creían ya extinguida la raza de los molineros, y encontrando buena la plaza, habíanla convertido en una especie de cuartel general, un centro de operaciones estratégicas, el molino de Jemmapes de los conejos. Sin exageración, lo menos veinte vi sentados alrededor de la plataforma, calentándose las patas delanteras en un rayo de luna, la noche en que llegué al molino. Al abrir una ventana, ¡zas! todo el vivac sale de estampía a esconderse en la espesura, enseñando las blancas posaderas y rabo al aire. Supongo que volverán.

    Otro que también se sorprende mucho al verme, es el vecino del piso primero, un viejo búho, de siniestra catadura y rostro de pensador, el cual reside en el molino hace ya más de veinte años. Lo encontré en la cámara del sobradillo, inmóvil y erguido encima del árbol de cama, en medio del cascote y las tejas que se han desprendido. Sus redondos ojos me miraron un instante, asombrados, y, después, despavorido al no conocerme, echó a correr chillando. ¡Hu, hu! y sacudió trabajosamente las alas, grises de polvo; ¡qué diablo de pensadores, no se cepillan jamás! No importa, tal como es, con su parpadeo de ojos y su cara enfurruñada, ese inquilino silencioso me agrada más que cualquiera otro, y no me corre prisa desahuciarlo. Conserva, como antes de habitarlo yo, toda la parte alta del molino con una entrada por el tejado; yo me reservo la planta baja, una piececita enjalbegada con cal, con la bóveda rebajada como el refectorio de un convento.

    *

    * *

    Desde ella escribo con la puerta abierta de par en par, y un sol espléndido.

    Un hermoso bosque de pinos, chispeante de luces, se extiende ante mí hasta el pie del repecho. En el horizonte destácanse las agudas cresterías de los Alpilles. No se percibe el ruido más insignificante. A lo sumo, de tarde en tarde, el sonido de un pífano entre los espliegos, un collarón de mulas en el camino. Todo ese magnífico paisaje provenzal sólo vive por la luz.

    Y actualmente, ¿cómo he de echar de menos ese París ruidoso y obscuro? ¡Estoy tan bien en mi molino! Este es el rinconcito que yo anhelaba, un rinconcito perfumado y cálido, a mil leguas de los periódicos, de los coches de alquiler, de la niebla. ¡Y cuántas lindas cosas me rodean! No hace más de una semana que me he instalado aquí, y tengo llena ya la cabeza de impresiones y recuerdos. Ayer tarde, por no ir más lejos, presencié el regreso de los rebaños a una masía situada al pie de la cuesta, y les juro que no cambiaría ese espectáculo por todos los estrenos que hayan tenido ustedes en esta semana en París. Y si no, juzguen.

    Sabrán que en Provenza se acostumbra enviar el ganado a los Alpes cuando llegan los calores. Brutos y personas permanecen allí arriba durante cinco o seis meses, alojados al sereno, con hierba hasta la altura del vientre; después, cuando el otoño empieza a refrescar la atmósfera, vuelven a bajar a la masía, y vuelta a rumiar burguesmente los grises altozanos perfumados por el romero. Quedábamos en que ayer tarde regresaban los rebaños. Desde por la mañana esperaba el

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