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Migajas: FBI Hynreck y el Club de Pesca de Montana, #2
Migajas: FBI Hynreck y el Club de Pesca de Montana, #2
Migajas: FBI Hynreck y el Club de Pesca de Montana, #2
Libro electrónico519 páginas7 horas

Migajas: FBI Hynreck y el Club de Pesca de Montana, #2

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La Detective de Delitos Económicos del Primer Precinto de Nueva York, la iraquí-americana Samira Meijs, ve la oportunidad que antes le habían rechazado tantas veces de pasarse a Homicidios al verse injustamente incriminada por el asesinato de un iraquí arrojado a los engranajes de la rampa de un Ferry en Battery Park. Para su total asombro y decepción, el principal acusador es su ídolo en materia de agentes de la ley, la leyenda del FBI Richard Hynreck.

IdiomaEspañol
EditorialMarcel Pujol
Fecha de lanzamiento14 jun 2023
ISBN9798223526902
Migajas: FBI Hynreck y el Club de Pesca de Montana, #2
Autor

Marcel Pujol

Marcel Pujol escribió entre 2005 y 2007 doce obras de los más variados temas y en diferentes géneros: thrillers, fantasía épica, compilados de cuentos, y también ensayos sobre temas tan serios como la histeria en la paternidad o el sistema carcelario uruguayo. En 2023 vuelve a tomar la pluma creativa y ya lleva escritas cuatro nuevas novelas... ¡Y va por más! A este autor no se le puede identificar con género ninguno, pero sí tiene un estilo muy marcado que atraviesa su obra: - Las tramas son atrapantes - Los diálogos entre los personajes tienen una agilidad y una adrenalina propias del cine de acción  - Los personajes principales progresan a través de la obra, y el ser que emerge de la novela puede tener escasos puntos de contacto con quien era al inicio - No hay personajes perfectos. Incluso los principales, van de los antihéroes a personajes con cualidades destacables, quizás, pero imperfectas. Un poco como cada uno de nosotros, ¿no es así?

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    O El Autor Vive En Nueva York O La Conoce A Fondo! AMO absolutamente a la detective Samira Meijs, que contra la sociedad machista y xenófoba, logra superar todo y hacer que le resbale. Y qué decir de Pedro Navajas, el justiciero latino? Advierto: es una historia sórdida, pero abarca la temática de la difícil integración de culturas en los Estados Unidos como nunca antes había leído, y sobre todo ahonda en la trata de personas desde un punto de vista súper-humano. Absolutamente recomendable!

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Migajas - Marcel Pujol

PRÓLOGO

- ¿Y ahora en qué estás pensando, Barbra Dunst? Ya eliminaste al Alcalde corrupto, pero aún te queda el Gobernador Jonessy. ¿Qué evidencia tienes que le incrimine?

Samira se dio cuenta que había hablado en voz alta a pesar de encontrarse sola en su apartamento del Upper East Side de Manhattan. Su última novela, Enemigos Viscerales, le tenía a mal traer. Ya casi terminaba este, su cuarto thriller y esperaba romper con él la racha de no aceptaciones y rechazos de las editoriales neoyorquinas.

Después de todo, pensaba a veces, no se trata de soplar y hacer botella. Roma no se construyó en un día, ¿no? Enseguida desechaba esos pensamientos, considerándolos mediocres y conformistas, aunque tal vez su ansiedad por ser publicada de una buena vez le hiciera ver los nueves meses que llevaba escribiendo como una eternidad. ¡Pero esta vez sí lo tenía! Tenía la historia que sacudiría las marquesinas de las librerías, y podría por fin dejar su odioso trabajo como detective de Delitos Económicos en la policía de Nueva York.

Abrió la ventana de par en par, y la brisa aún tibia pero reconfortante del anochecer neoyorquino de comienzos de verano entró, jugando con su pelo negro y crespo, herencia de su raza. Sólo cuando estaba en casa –y eso ocurría rara vez salvo los fines de semana-, se dejaba el pelo azabache suelto, que le llegaba casi hasta la esbelta y bien formada aunque potente cintura.

El teléfono sonó y Cerbero –su gato negro- levantó apenas la cabeza y luego retomó su siesta dominical.

- Hable –dijo secamente la detective, mostrándose agresiva ante quienquiera estuviera interrumpiendo su momento de creatividad literaria.

- ¿Detective Meijs?

- No, está equivocado. Aquí es la Sociedad Protectora de Animales. ¿Qué quiere?

- Soy el Detective O’Brien, de Homicidios del Quinto Precinto. Necesito hablar urgentemente con usted.

- Está hablando.

Samira no creía ni por un segundo que su interlocutor fuera quien decía ser. Ella misma había gastado bromas telefónicas a sus colegas del círculo local de escritores de la WGA -las siglas de la Asociación de la Guilda de Escritores.

- En persona, Meijs. Verá, hay otras formas de obtener su declaración, pero agradecería que fuera por las buenas. La víctima no tenía nada que le identificara, pero sí tenía una tarjeta de presentación suya en el bolsillo de la chaqueta.

- ¿Y? Entrego docenas al año.

- Puedo conseguir una orden...

- Sí, claro, un domingo a las diez de la noche, cómo no. Además, con algo tan débil como una tarjeta de presentación. Será mejor que investigue mejor y le dé más realismo a sus historias –y colgó.

Tenía que concederle algo al escritor que hubiera ideado la broma: tenía estilo. No reconocía la voz, por lo que debería haber convencido a alguien para que hiciera la llamada, y le había dado elementos suficientes para que representara bien su papel. Lástima lo del débil argumento de la tarjeta. El teléfono sonó una vez, luego otra. En ambas ocasiones el supuesto O’Brien intentó hablar luego del tono del contestador. Samira por fin desconectó el aparato. Si es importante, llamarán a mi móvil, ¿no? –pensó. Como respondiendo a su pensamiento, su móvil vibró sobre el escritorio.

- Meijs –atendió, tratando de serenarse.

Pero no era la voz del supuesto Detective O’Brien, sino una mucho más familiar, la que escuchó al otro lado:

- ¿Qué rayos pasa contigo, Sam? Me estaba por dormir y recibí un llamado del Quinto Precinto. Dicen que no quieres cooperar en un caso de homicidio. Los forenses no quieren mover el cadáver hasta que tú lo reconozcas y la línea C del metro está trabada.

- No hay tal cadáver, señor. Con toda seguridad se trate de una broma de unos conocidos míos. Lo que me extraña es cómo consiguieron el número de su casa. Habrá que investigar eso mañana.

- ¿Estás bien segura?

- Completamente. Que duerma bien, jefe.

Colgaré al bromista en la reunión del viernes, ¡juro que lo haré! –se dijo para sus adentros luego de colgar. Fue a la cocina para calentar más agua para el mate –una infusión que se le había pegado de una amiga uruguaya- cuando su móvil volvió a sonar. No reconoció el número.

- ¿Y ahora qué?

- Detective Meijs, soy el Agente Especial Hynreck del FBI...

- Ah, bueno... esto se pone cada vez mejor –le interrumpió a la nueva voz la sorprendida detective-. Ya me lo puedo imaginar: el famoso, multi-condecorado y mediático Puño de Hierro Hynreck del FBI. ¡Dejadme en paz, por el amor de Dios!

Tuvo el impulso de arrojar el móvil por la ventana luego de cortar, pero, pensándolo mejor, lo puso sobre el escritorio, en modo silencioso, junto a su ordenador con el archivo abierto.

No lo supo hasta las ocho de la mañana del día siguiente, pero por su propio bien, le hubiera convenido atender mejor a O’Brien y a Hynreck.

¿Vamos bien hasta ahí, queridos lectores? Lugar y tiempo: Manhattan, Nueva York, junio de 2004. Gracias a los esfuerzos del ex – Alcalde Giuliani, entre otros, y su política de Tolerancia Cero, el crimen en todas sus manifestaciones se encontraba en niveles históricos tan bajos como no se registraban desde 1975, tiempo en que había estallado la amenaza del crack. La ciudad de Nueva York con sus 20 millones de habitantes, había registrado en el último año, el 2003, sólo 574 homicidios –de los cuales solo 32 en el área de Manhattan-, y las cifras seguían en descenso. Sin embargo, el atentado del 11S en el 2001 había traído un nuevo dolor de cabeza para los agentes del orden y la sociedad en general: los crímenes motivados por odio racial, en especial contra los musulmanes y en particular contra los afganos e iraquíes, país –este último-, del que era originaria Samira Meijs, detective de Delitos Económicos del Primer Precinto del célebre NYPD.

Como si fuera poco, la invasión de los Estados Unidos a Irak a finales del 2003 había dado más motivos a los anti-musulmanes para generar y fomentar el odio racial contra quienes no tenía más relación con Sadam Hussein o Bin Laden que un color de piel, o un lugar en el mundo del que eran originarios... y nada más.

La coexistencia pacífica entre las diferentes razas y religiones que formaban el mosaico cultural de los Estados Unidos –más acentuado aún en Nueva York-, peligraba otra vez, como en su tiempo ocurrió con los orientales, los negros y los latinos. En junio de 2004, era el tiempo para que los árabes o musulmanes defendieran su posición como ciudadanos, el tiempo para que todos los demás discernieran cuál es la medida de un hombre: si su piel, su origen, su credo... o su espíritu y valor humanos.

Pero no dejéis que os distraiga con tanto contexto, y adentrémonos de lleno en la velocidad de caída libre que tomará la ciudad de Nueva York en sólo unas líneas más.

Bienvenidos a: Migajas.

CAPÍTULO 1

Cinco para las ocho , lunes de mañana. Para la mayoría de los neoyorquinos ya era tarde. Sus vidas empezaban como mucho a las seis y media. Ese era el caso de la detective iraquí. Antes de entrar a trabajar, todos los días, no importando el clima, salía a correr por el Central Park, luego pasaba a comprar tres periódicos matutinos por el puesto de revistas y Voces del Islam –el periódico que publicaba el movimiento pro-derechos civiles de los árabes-americanos No en nuestro nombre-, en la tienda general del turco Abdul. Desayunaba casi un termo de mate mientras los leía, se duchaba y unos minutos antes de las ocho se presentaba como siempre a trabajar en el Primer Precinto.

Ya antes de marcar la tarjeta, la mirada de Tedeschio, el oficial en el mostrador de recepción, le advirtió que algo andaba mal. Samira no necesitaba cambiarse, ya que los detectives podían usar la ropa que quisieran, siempre y cuando fuera formal y correcta. En el caso de Meijs, era además elegante y sofisticada. Tenía que serlo. La zona del Primer Precinto abarcaba Wall Street, el City Hall y todo el Distrito Financiero. Además, los Delitos Económicos allí cometidos eran de guante blanco y solían cometerlos altos ejecutivos en trajes carísimos y tez bronceada no importando la época del año. Meijs no podía ser ni lucir menos que los villanos que debía atrapar.

Sin embargo, la rutina laboral que le llevaba entre números y cuentas bancarias, informes de sus soplones e investigaciones a hurtadillas... estaba a sólo un minuto de ser quebrada. Lo que detectó en el rostro de Tedeschio en la entrada, volvió a verlo incrementado diez veces en las expresiones de sus compañeros detectives de las diferentes divisiones: homicidios, robos y rapiñas, narcóticos... A Meijs le resultó inquietante: si bien sus compañeros se mostraban preocupados al verle, apenas pasaban de un saludo y nadie le decía nada, como si de pronto hubiera atrapado un virus contagioso. Había algo más en esos rostros: velada fascinación.

No pudo siguiera llegar a su escritorio, cuando Meyers, el representante local del sindicato, se le acercó:

- Si necesitas un abogado, sólo dímelo. Sabes que tenemos a los mejores y más perros para sacar de aprietos a los policías honestos. Y es gratis.

- ¿Aprietos? ¿Abogados? ¿Qué diablos...

- ¿No te has enterado?

Una voz profunda y negra interrumpió la conversación, gritando desde el despacho del comandante de detectives del precinto, el Teniente Morton.

- ¡¡Meijs!!

- ¡No soy sorda! –le espetó Samira una vez que entró al privado, ignorando a los demás desconocidos de traje parados por toda la oficina.

- Detective Meijs –intentó calmarse su superior, el afroamericano Teniente Jeremías Morton –, le presento a Malcom O’Brien, de Homicidios del Quinto –Samira estrechó la mano del pelirrojo y pecoso joven detective, tratando de mantener un porte digno a pesar de la culpa por haberle tratado como lo hizo la noche anterior -. Sin dudas ya conoce a Prevett y Stefanoli de Asuntos Internos –la detective saludó a los sabuesos incorruptibles con cierto resquemor.

- Les conozco –confirmó la iraquí y agregó, a la defensiva-, por suerte sólo de vista.

- Y el Agente Especial...

- ... Hynreck –reconoció azorada Meijs, pensando por dentro: Estoy muerta.

- Es un placer conocerle en persona, Detective Meijs –dijo el cincuentenario y famoso director de la central del FBI en Salt Lake City y, según todos comentaban, próximo director del Buró, estrechándole la mano con firmeza.

- Le puedo asegurar que el placer es todo mío, Señor –afirmó con toda sinceridad Samira, pensando para sí: Muerta y destrozada.

- ¿Quiere tomar asiento, Meijs? –preguntó su superior directo.

Samira había quedado con la vista fija en los ojos duros e impenetrables de su héroe y ejemplo como oficial de la ley: Richard Hynreck. Se recompuso a tiempo, e intentando parecer firme respondió:

- No, señor, a menos que todos podamos sentarnos.

- Pues traiga las sillas que faltan entonces, Meijs –replicó Morton, insinuando por el tono que se diera prisa.

Una vez que estuvieron todos sentados, fue O’Brien quien comenzó:

- El cadáver del que le hablaba ayer –le entregó algunas fotos de la policía forense-. Lo encontramos despedazado entre los engranajes de uno de los ferries que hace el cruce a la isla Ellis.

- ¿Engranajes? –preguntó asombrada la iraquí, viendo los restos despedazados del hombre.

- De la rampa de coches –prosiguió el joven-. El reporte del equipo de escena del crimen decía que fue arrojado vivo dentro de los engranajes... o bien se arrojó él, aunque es poco probable.

- ¿Árabe? –preguntó la detective de Delitos Económicos, viendo un primer plano del rostro semi-destrozado de la víctima.

- Muy probablemente iraquí, de acuerdo con nuestra fisonomista experta –contestó gravemente O’Brien, mirando de reojo a los de Asuntos Internos.

Sin consultarse entre sí, fue Prevett, el más veterano de los dos, de pelos canos ralos y nariz francesa pronunciada, quien tomó la palabra:

- ¿Le conocía usted, Detective Meijs?

- Nunca le he visto en mi vida –aseguró ella, devolviendo las fotos a O’Brien.

- ¿Está segura de que no quiere verlas otra vez? –insistió el jefe de la dupla de Asuntos Internos.

- Tengo excelente memoria –le espetó ella y se dirigió a su jefe-. ¿Qué hace Asuntos Internos en esto? ¿Quién les llamó?

Fue el Agente Especial Hynreck quien contestó la pregunta:

- Yo lo hice.

Eso era algo que nunca hubiera esperado. Quedó como petrificada en su silla. No de quien había idolatrado como uno de los más incorruptibles y efectivos agentes de la ley en los Estados Unidos... no de él.

- Como usted sabe –confirmó el musculoso Stefanoli, de rasgos claramente italiano-sureños-, Asuntos Internos no actúa por motus propio, sino a raíz de una denuncia o sospecha de un ciudadano.

- En este caso la mía –completó Hynreck, secamente.

- Pero... si es por la llamada de anoche yo... puedo explicarlo.

- Yo ya lo hice, Sam –intervino el Tte. Morton, rompiendo por un segundo el formalismo que solía mantener ante los extraños a su departamento.

- Nadie le acusa de nada aún, detective –trató de calmarla Stefanoli.

- Pero debe asumir que su actitud parece sospechosa –finalizó el recio Hynreck y, no esperando una respuesta, continuó-. Y antes que pregunte qué hace el FBI en esto le puedo adelantar que no es de su maldita incumbencia.

Samira hundió la cara entre sus manos por unos segundos. No era que no estuviera soportando la presión, menos que estuviera a punto de llorar –según la canción de The Cure los chicos no lloran, según Samira Meijs: los detectives menos-, pero necesitaba un tiempo para ordenar sus pensamientos y actuar lo más mesuradamente que le fuera posible. Su vida se había sacudido violentamente en los últimos cinco minutos. Sabía que podía manejar sus emociones, pero necesitaba ir con cuidado o su impecable hoja de siete años de servicios con la fuerza quedaría manchada y entonces sí: sus superiores tendrían un motivo más real para negarle el cambio al departamento de Homicidios que ya le habían rechazado en tres ocasiones.

Fuera del despacho se pudo escuchar un murmullo a decenas de voces seguido por una voz barítona y autoritaria:

- Quite sus manos de mi saco o ya no tendrá que preocuparse por cómo llegar a fin de mes con su salario sino con su cheque de desempleo.

- No puede entrar ahí.

- ¿Ah, no? –dijo el resoluto hombre y golpeó la puerta cerrada del despacho del Tte. Morton.

El Teniente, muy a su pesar, le hizo seña con la mano para que la figura pública entrara. Prevett, O’Brien y Stefanoli se enderezaron incómodos en sus asientos. Sólo entonces Meijs, que había permanecido de espaldas a la puerta, giró para ver quién era el recién llegado. Le parecía familiar. Pero éste, con sus modales rápidos y sólo al borde de lo correcto, dijo a los presentes:

- Oh, pero, ¿qué tenemos aquí? Una detective mujer, árabe e iraquí de origen siendo acosada en un interrogatorio sin la asistencia de un abogado por cinco hombres, cuatro de la etnia mayoritaria y uno de la secundaria. 

- ¡No le estamos acosando! –protestó el Tte. Morton-. ¿Y cómo rayos llegó usted tan rápido?

- ¿Quién sabe? Tal vez tenga un informante en este precinto, tal vez no... tal vez les tenga a todos. Su oficio es saber, Teniente, el mío es saber más y antes que la policía.

- ¿Quién rayos es usted? –preguntó con sincero desconcierto O’Brien.

- Tiene razón, usted no tiene por qué conocerme, Detective... ¿O’Reilly? ¿O’Maley?

- O’Brien –gruñó el detective de Homicidios del Quinto.

- O’Brien, claro –prosiguió el recién llegado, chasqueando los dedos-. Usted es hombre, blanco, anglosajón y tal vez protestante, es decir: mayoría, mayoría, mayoría y más mayoría. Soy el Dr. Abdullah Cenehin, Presidente de la Liga contra la Discriminación Anti-Árabe y el Odio Racial Humanitas. ¿Ve? Nunca ha necesitado ni necesitará de mis servicios... no es usted minoría en este país.

- La Detective Meijs no está siendo interrogada –protestó el Tte. Morton.

- ¿Está muy seguro de eso? Primero: sé de buena fuente que hubo un homicidio en el área del Quinto Precinto anoche y que al menos alguno de vosotros, si no todos, considera a la detective involucrada en alguna u otra forma. Segundo: antes que yo entrara le estabais haciendo preguntas al respecto, preguntar es interrogar y por lo tanto estaba siendo interrogada. Tercero: el tribunal investigativo aquí reunido –y señaló a los presentes- está compuesto por su jefe, un detective de Homicidios del Quinto Precinto, personal de Asuntos Internos y el FBI. Yo creo que es vuestra forma de presionarla y tal vez sin siquiera haberle ofrecido que estuviera su abogado con ella. Cuarto: a la Detective Meijs le fue rechazada tres veces su petición de pase a Homicidios a pesar de su grado, asombrosa hoja de servicios, años de experiencia con la fuerza, y sobre todo... a pesar de haberse graduado con honores en la Universidad de Columbia en criminología con un doctorado en criminología forense. Sin embargo, en los últimos cinco años, 537 oficiales en todo Nueva York han accedido a dicho departamento con mucho menos calificaciones y méritos, dos de ellos en este mismo Precinto. No sé vosotros –concluyó haciendo una pausa teatral y levantando los hombros-, pero yo veo todos los indicios de discriminación racial, sexual o, lo más probable, ambas contra la detective. Oh, a propósito, Detective Meijs, sólo asienta con la cabeza y tendrá todos los recursos de Humanitas, incluyéndome, a su servicio sin costo alguno.

Samira estaba tan apabullada como los demás por la parrafada dicha a velocidad de rayo por el enjuto abogado de nariz claramente árabe, y dos venas surcándole la frente, signo visible de su intensidad interna. Ahora sí le reconocía. Le había visto en televisión, promoviendo tanto protestas no violentas por los derechos civiles como agresivos juicios en casos de discriminación racial contra los árabes-musulmanes americanos. Sería un aliado considerable, si le estuvieran atacando. Sin embargo... aún no estaba segura de que ese fuera el caso, ¿o sí? ¿Manejaba acaso el Dr. Cenehin más información de la que hasta ahora le había sido revelada por sus colegas?

- No me han acusado aún de nada... –comenzó la detective, insegura.

- ... aún –coreó el abogado, con una sonrisa.

- ... pero sí me agradaría que estuviera presente –terminó en voz firme, mirando a los presentes.

- No hay objeciones –parodió con voz judicial el Tte. Morton, entrelazando las manos y emitiendo un prolongado suspiro.

Stefanoli y O’Brien negaron con la cabeza. Hynreck se sonrió con alguna broma interna. Sólo Prevett tuvo algo que decir, a la vista del hombre que recién en ese momento estaba ingresando en el despacho:

- ¡No era necesario que trajera a su guardaespaldas, por Dios!

Los otros fijaron su vista en el macizo congolés-americano de casi dos metros de altura y un metro veinte de ancho de espalda. A pesar de estar dentro llevaba puestas gafas oscuras y la seriedad de su pulcro traje de confección negro sólo se veía interrumpido por un aro de oro en su oreja izquierda.

El Dr. Cenehin tomó unos segundos para analizar la reacción de los presentes ante la imponente aparición antes de replicar lo dicho por Prevett:

- Gracias por su comentario racista, Prevett. Nos dice mucho de usted. Muchísimo. Oh, ¿no entiende a qué me refiero? Usted ve un negro musculoso de traje y le etiqueta como guardaespaldas, cuando el Sr. Robert Duquet, mi ayudante, es notario titulado en la Universidad de Montreal. Claro, si hubiera sido un blanco anglo sajón quien entrara, tal vez no le hubiera etiquetado así, o no hubiera puesto cara de reaccionar a la defensiva como lo hizo. ¿Lo ve? Es todo un problema ser de una minoría étnica en este país.

El Tte. Morton, que había vivido en carne propia las últimas marchas del Ku Klux Klan en Alabama, su estado natal, tuvo que darle la razón al abogado. Pero de todas formas, ese era su despacho, y tenía que poner orden.

- Dr. Cenehin, creo que estamos perdiendo un tiempo precioso en asuntos que todos conocemos y no nos llevan a nada. Además –y señaló su cutis negro-, aquí no hay discriminación racial.

- Apuesto dólares contra yenes a que sí. Pero el tiempo me dará la razón. Y no mucho tiempo, tampoco. Además usted y su raza estáis fuera del foco de atención de los crímenes raciales por el momento: no son negros quienes echaron abajo las torres gemelas y no es contra una nación del África negra que los Estados Unidos combaten y ocupan en estos momentos, sino Irak. Sin embargo, todos aquí servimos la justicia en este país, desde nuestros diferentes enfoques, claro está. Si hubo un crimen, hay que resolverlo. Si pensáis que la Detective Meijs puede tener algún aporte que hacer, sin dudas lo hará con todo gusto. Pero eso sí, mi notario y no guardaespaldas, el Sr. Duquet, realizará un acta en su laptop a medida que hablemos y la firmará luego como depositario de la fe pública, lo que convierte nuestra amena plática en...

- Prueba legal –cortó abruptamente Hynreck, visiblemente ansioso-. Ahora, ¿podemos seguir? ¿O se extenderá durante horas en un discurso sobre los derechos civiles, como el Presidente Chávez?

Cenehin no dijo nada. Sólo entrecerró los ojos y le miró con intensidad. El agente especial del FBI le sostuvo la mirada, con pétrea inexpresividad a excepción de sus ojos taladrantes.

Duquet, el hercúleo notario, se puso en cuclillas y apoyó una laptop de última generación ultra liviana sobre sus rodillas, listo para tipiar.

- ¿En qué estábamos? –preguntó el casi cincuentenario Tte. Morton, haciendo un recuento mental de cuántas aspirinas le quedaban en el frasco en su gaveta, ya que pronosticaba que iba a necesitar unas cuantas durante el día que recién comenzaba.

- Yo le decía a la Detective Meijs –recordó Hynreck-, que su actitud de no-cooperación cuando le llamamos ayer desde la escena del crimen puede ser interpretada como sospechosa, y que el interés del FBI en este caso no es de su maldita incumbencia.

Duquet levantó una ceja sobre sus gafas negras y tipió el improperio dentro del acta.

- Oh, ilustres palabras –ironizó el Dr. Cenehin-. ¿Harvard?

- Bronx de los setenta.

- Touché –reconoció el enjuto abogado.

- Reconozco que así parece –admitió Samira-, pero ya os dije que no sé quién es la víctima.

- Si era uno de sus informantes, su muerte le releva de mantener en secreto su identidad –trató de ayudar el joven Stefanoli.

- No, no era. ¿Qué me dijo ayer de la línea C del metro parada? ¿No fue en el ferry el homicidio? –preguntó a O’Brien-. ¿O era sólo un truco para hacerme ir?

- Ningún truco. Hubo una amenaza telefónica de bomba en la estación Broadway-Nassau, cerca del ferry.

- ¿Una distracción?

- Es lo que suponemos.

- ¿A qué hora suponéis que fue el homicidio?

- Si tomamos en cuenta el espacio entre la amenaza de bomba y la llamada del operador del ferry informando el hallazgo del cadáver, eso nos da que ocurrió entre las 9:00 y 9:30 PM.

A Prevett no le gustó nada cómo la astuta detective había llevado la conversación a que el interrogatorio se diera vuelta, y ahora era ella quien hacía preguntas al joven e inexperto O’Brien. Lo dejó correr. Prefería concentrarse en las reacciones y palabras de Meijs para ver si estaba ocultando algo.

- Quienquiera haya hecho la llamada pudo haberlo hecho luego que el cuerpo fuera arrojado dentro de los engranajes –prosiguió la detective iraquí-americana.

- Pudo ser así, pero el Sr. Corbsen afirma que salió entre las 8:30 y las 9:30 a cenar y cuando volvió al ferry encontró el cuerpo deshecho entre los engranajes. Confirmamos su coartada y además quienes le conocen le tienen por un hombre tranquilo y metódico, algo hosco tal vez, pero en 14 años como inmigrante legal no ha cometido siquiera una infracción de tránsito.

- De todas formas no le habéis descartado como sospechoso, ¿no es cierto?

- Encabeza la lista.

- Y usted sigue –interrumpió el coloquio Hynreck-. Nos preocupa cómo llegó esto al bolsillo de la víctima –y arrojó la tarjeta de presentación arrugada y con manchas de sangre en una bolsa de evidencias sobre el regazo de la detective.

- Curioso –dijo ésta, esperando que en algún momento la hicieran aparecer-. ¿Huellas?

- Ni una –enfatizó Hynreck-. Es como si la hubieran sacado de la imprenta y puesto directamente en el bolsillo de la víctima usando guantes de látex.

- Un dato importante, Hynreck, pero altamente especulativo y circunstancial. Veamos qué os puedo decir de esta tarjeta. Parece una de las mías, pero puede ser falsa. No es muy difícil hacerlas. Antes que lo preguntéis: no, no tengo coartada para esas horas que mencionáis, a menos que el gato con el que convivo se decida a hablar bajo tortura.

El Dr. Cenehin esbozó una sonrisa ante la osadía de su defendida.

- ¿Cómo llegó esa tarjeta al bolsillo de la víctima, Meijs? –insistió Prevett, considerando cada vez más convincente la hipótesis de que se encontrara frente a la asesina.

- Se me ocurren sólo tres posibilidades, Prevett: la llevaba consigo al morir, lo cual es casi irrisorio si como me ha dicho O’Brien ayer por teléfono no llevaba identificación alguna, o bien alguien la puso allí antes o después de asesinarle. La tercera... es que se trate de evidencia implantada para incriminarme.

Hubo un momento de tenso silencio en el despacho de comandancia de detectives del Primer Precinto. El gigantesco congolés americano, aún en cuclillas, aprovechó el silencio para levantar las manos del teclado y hacer sonar sus nudillos. Samira, normalmente correcta en sus modales a pesar de su intensidad interna, tenía los ojos inyectados en sangre producto de la rabia contenida. Solamente su nuevo abogado, el Dr. Cenehin, pudo interpretar correctamente el motivo de ese estado, y en cierta forma también el Tte. Morton.

- Doctor –preguntó la detective-, ¿tengo que seguir contestando las preguntas que se me hagan o ayudarles en lo que ellos crean –y enfatizó fuertemente esta palabra- que puedo ayudar?

- De ninguna forma, Samira. Pueden aplicarle una medida disciplinaria por ser usted policía o llevarle a juicio si el fiscal les autoriza a hacerlo, pero en cualquier caso tendremos material de sobra para demandar al FBI y al NYPD por algunos cientos de miles: acoso, discriminación sexual, racial y étnica, y unos cuantos etcéteras. Normalmente voy al 10% de lo que se obtenga, pero en este caso le representaría sólo por el 5%, y eso es únicamente porque un juicio lleva sus gastos, si no lo haría gratis.

- Bien –dijo Samira, y una sonrisa maliciosa afloró a sus labios-. Caballeros, de acuerdo con el consejo legal de mi abogado aquí presente, me niego a contestar una sola pregunta más que me hagáis. El interrogatorio... ha concluido.

CAPÍTULO 2

Dos golpes sonaron en la puerta lateral del camión de mudanzas, luego uno, y tres más. Era la señal acordada. Uno de los dos que estaban dentro abrió, y el de fuera entró, cerrando y trancando la puerta tras de sí. Como cabe suponer, si el camión estaba a sólo unas cuadras del edificio del Primer Precinto no era para hacer una mudanza.

El equipo de vigilancia a distancia de última tecnología en la parte trasera del camión no había sido adquirido tampoco con fondos de ninguna agencia gubernamental a pesar de costar casi un cuarto de millón de dólares, y el tiempo de las tres personas no era pago con fondos de los ciudadanos americanos, a pesar de tratarse de operativos altamente calificados en sus respectivas áreas: perfiladora psicológica –la única mujer-, operaciones y controles técnicos los otros dos.

Lo que sí tenían era audio y video completos provenientes de un micrófono y una cámara ocultos en la indumentaria de uno de los presentes en la oficina del Tte. Morton.

- ¿El Jefe sigue allí? –preguntó el recién llegado, con cierto acento sudamericano que aún no podía, o no quería, disimular.

- Hace media hora –contestó el técnico.

- ¿Cómo se porta nuestra iraquí?

- De acuerdo con lo que esperábamos de ella –respondió la mujer joven, bonita aunque algo menuda y de rostro claramente vietnamita.

- Me agrada. Me gusta lo sexis que se ponen las mujeres cuando su actitud es recia y contestataria.

Los dos miraron al líder del equipo. La vietnamita: con claro reproche. El técnico: con una sonrisa cómplice.

- ¿Qué hay de mi comentario? –protestó el argentino.

- Es sexista y degradante de la mujer –contestó la vietnamita.

- ¿Te parece? Veamos: la mujer es la creación más grande del Señor. Yo amo a las mujeres. Sólo digo que me gustan más las de actitud firme (como tú, mi bella), que las mosquitas muertas. Eso es todo.

- El jefe volvió al despacho –informó el técnico, y todos volvieron a escuchar.

- Buena jugada –felicitó el Dr. Cenehin a su nueva representada al oído-. Ni a mí se me hubiera ocurrido algo tan ingenioso.

- Gracias –contestó Samira-. Sólo espero que tenga éxito.

El Agente Especial Hynreck del FBI, Prevett y Stefanoli de Asuntos Internos y O’Brien de Homicidios del Quinto Precinto habían salido del despacho del Tte. Morton. El superior de Meijs, había girado su sofá y miraba pensativo por la ventana que daba a la bahía entre dos edificios de oficinas. Todos regresaron al despacho casi al mismo tiempo luego de llamar a los abogados de cada departamento en algunos casos, y a sus superiores en otros. Morton volvió a girar su butaca para encararse con Meijs y el Dr. Cenehin a su lado. Había hecho traer dos sillas para el abogado y su gigantesco notario. Los cuatro hombres trajeados se sentaron en sus lugares.

- ¿El jurado tiene un veredicto? –ironizó Cenehin al oído de Meijs.

Pero esta no tenía humor. Estaba angustiada a muerte por saber si la apuesta que había hecho surtió efecto, o si duplicaría sus pérdidas. Todos resollaban nerviosos, excepto Hynreck que mantenía una actitud impenetrable.

- Lo que usted nos plantea es ridículo –inició el fuego Prevett.

- Absurdo –secundó Stefanoli.

- Carece de toda lógica –terció O’Brien.

- Mire Meijs –dijo con expresión muy grave el Tte. Morton-. Hasta ahora he tratado de salvarle el cuello, pero usted con lo que propone no hace más que ponerse la soga al cuello usted misma y sostener la palanca que abre la tapa bajo sus pies.

Pero al menos tengo la palanca, pensó para sí la iraquí.

- Como prefiráis –sólo dijo-. Ahora, si no estoy bajo arresto, iré a cumplir mi labor como Detective de Delitos Económicos –e hizo el amague de ponerse en pie.

- Siéntese, Meijs –ordenó autoritariamente Hynreck-. Detective, sea realista: su hermano está vinculado a una banda callejera antiamericana o, como las llaman ahora, de reivindicación de los derechos de quienes sufren por el asedio del gobierno americano.

- ¿Mi hermano?

- Dawood Meijs es su hermano, ¿no es así?

Ese golpe no se lo esperaba. No vivía con él hacía años, aunque veía regularmente a Dawood, que a la sazón contaba con 17 años de edad. Algo había olfateado cuando se encontraban para cenar en familia: sus ideas se habían radicalizado en cuanto a la intervención militar fuera de fronteras, y particularmente en Oriente Medio. Pero jamás hubiera supuesto... y menos que fuera un agente especial del FBI, a quien ella veía como un ejemplo a seguir -y cuya imagen se le estaba desmoronando ante sus ojos-, quien viniera a confirmar sus sospechas.

Como quedó unos segundos sin hablar, fue el Dr. Cenehin quien lo hizo:

- ¿El hermano de Hitler era una genocida? ¿El primo de Castro un dictador? ¿Todos los musulmanes debemos pagar por los atentados de unos pocos? Vamos, Hynreck, póngale usted un poco de seriedad a sus argumentos contrarios a la propuesta de mi cliente.

- Estoy siendo serio. Su grupo Reivindicación y Justicia no tiene condenas aún, pero es sospechoso de varios atentados contra propiedades judías y de xenófobos aquí en Nueva York y están siendo vigilados a sol y a sombra.

- Yo... no tenía ni idea –pudo por fin vocalizar Meijs-. Pero obviamente no puedo hacerme responsable por los actos de mi hermano. Y mi propuesta no es ilegal, y la encuentro perfectamente razonable.

- ¿Propuesta? –bufó Prevett-. Yo más lo llamaría un chantaje.

- Calma, señores –intervino el Tte. Morton-. Analicemos qué tan viable es la propuesta. Samira, ¿usted desea cooperar activamente, es decir, investigando a la par de O’Brien?

- Así es, señor. Es la única forma en que lo haré. Sin restricciones a la información recabada y con mis plenos derechos como detective de primera intactos.

- ¡No tiene derecho a exigir eso! –estalló Prevett.

- No tiene derecho a exigirme que hable –contestó con calma Samira.

Morton dirigió una mirada inquisitiva al investigador de Asuntos Internos, y luego dijo:

- Firmaré el pase temporal a Homicidios y acompañará a O’Brien y su pareja durante las pesquisas.

- Pero será monitorizada permanentemente e investigada desde qué ropa usó al nacer hasta qué comió su gato –agregó Prevett.

- Y pierda cuidado –añadió Hynreck-, que no podrá escapar de ninguna forma al ojo del Gran Hermano FBI.

- ¿Por qué no la seguís 24 horas al día con cámaras y trasmitís su vida privada por la televisión nacional? –ironizó Cenehin-. En caso que optéis por esto, os agradecería que omitierais las partes en que va al baño y tiene relaciones sexuales, por ejemplo.

- Está bien, doctor. No tengo nada que ocultar de nadie. Sólo os pediré que vuestra investigación y seguimiento no entorpezcan las pesquisas del caso –puntualizó, mirando en turnos a Prevett y a Hynreck.

Ambos asintieron.

- Bien, parece que tenemos aquí un acuerdo satisfactorio para todas las partes –sentenció el enjuto abogado-. Me retiro entonces. Detective –dijo entregándole su tarjeta a Samira-, aquí tiene todos mis números. Llámeme en cualquier momento del día o la noche que lo necesite –y se retiró, seguido por el enorme Duquet, luego de cerrar su laptop.

Los de Asuntos Internos y Hynreck se retiraron también, dejando solos al Tte. Morton, el Detective O’Brien y la Detective Meijs.

- Bien –comenzó Morton-, ¿dónde habré dejado esos malditos formularios A-155?

Le entregó uno a Samira y ella lo empezó a llenar, radiante con su momentáneo triunfo. El móvil de O’Brien sonó y éste se retiró de la oficina para atender el llamado. Cuando los papeleos estuvieron listos y sellados por Morton, O’Brien regresó.

- ¿Lista, compañera?

- Lista. ¿Por dónde empezamos? –y antes que O’Brien pudiera contestar, lo hizo ella misma-. ¿Qué tal el Sr. Corbsen y el ferry?

- ¿Por qué no? Estamos tan secos de pistas que cualquier lugar es lo mismo.

- ¿Qué opinas, C? –preguntó el pelilargo argentino a la perfiladora vietnamita, dentro del camión de mudanzas.

- Tiene bastantes agallas, hay que reconocerle eso. Sin embargo, noto un cierto resentimiento racial contra las mayorías étnicas y una simpatía por las minorías que no me gusta.

- ¿Podría hacerle perder la objetividad?

- Muy probablemente.

- Además –intervino el técnico del trío-, nunca ha manejado un arma en situaciones de enfrentamiento reales.

- Pero, ¿no era buena en eso?

- Excelente, una de las diez mejores tiradoras de la Policía de Nueva York, pero nunca le ha disparado a nada que no fuera de cartón y tuviera círculos concéntricos.

- Ah... ya veo.

Dos golpes sonaron en la puerta lateral del camión de mudanzas, luego dos más. Los tres quedaron quietos: el Jefe había llegado.

- Te presento a mi compañera, Paula Bermúdez –hizo las presentaciones formales O’Brien, señalando a una latina de al menos metro setenta y unos 65 kilos de pura curva y estructura que les esperaba dentro del auto-. Paula, te presento a la Detective Samira Meijs. Ella... estará acompañándonos y ayudando en este caso a partir de ahora.

Bermúdez tenía gafas oscuras de montura y levantó las cejas sobre éstas con asombro y descreimiento. Ambas estrecharon manos, y Paula le dio todo un apretón a quien hasta hacía sólo unos minutos era la segunda principal sospechosa y ahora subía al asiento trasero.

- ¿Es usted colombiana? –preguntó Samira a quien conducía, para de alguna forma romper el hielo, cuando ya estaban en camino hacia la bahía.

- Venezolana –repuso secamente la conductora, con rostro impertérrito. 

- Bien, ¿qué tal si hacemos un repaso de lo que tenemos hasta ahora? –sugirió O’Brien, sintiendo el claro rechazo de su compañera por la mujer iraquí.

- ¿Crees que sea conveniente, Malcom?

- Lo es, Paula. Escucha, esto me gusta menos que a ti, pero se llegó a un acuerdo y debemos tratarle como un miembro más del equipo hasta resolver el caso.

- ¿Sabe disparar, Meijs?

- Oh, por fin es a mí a quien habláis –ironizó Samira desde el asiento trasero.

- ¿Sabe disparar?

- Sí, de hecho soy bastante buena en eso.

- Qué lástima.

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