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Dinero maldito: Asalto a un banco
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Libro electrónico279 páginas4 horas

Dinero maldito: Asalto a un banco

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Novela basada en hechos reales de la Cuba republicana:el asalto a un banco ocurrido en 1948, en La Habana. Un grupo de hombres armados asaltaban en la capital un banco en pleno día. Una suma fabulosa había sido sustraída. La Policía procedió a investigar los nombres de los implicados y las causas desconocidas de tan espectacular hecho. Todo lo relacionado con el asalto era una complicada madeja
IdiomaEspañol
EditorialRUTH
Fecha de lanzamiento15 jun 2016
ISBN9789962645870
Dinero maldito: Asalto a un banco

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    Dinero maldito - Newton Briones Montoto

    Capítulo I

    El escritor en su dilema

    Preocupado, el escritor Nilson Arauz se pasó la mano por la cabeza. Su última novela, de carácter histórico, le había consumido seis años de trabajo. Tras una obra complicada quería hacer algo rápido e interesante. Tenía dos proyectos en mente y debía decidirse por uno. El primero se refería a un hecho ocurrido sesenta años atrás. Un crimen macabro daba inicio a la historia. Un equipo de pescadores de esponjas montados en sus chalanas descubrió en el fondo del mar a un hombre desnudo. Llevaba puesto como única ropa un calzoncillo. Una cuerda amarrada a la cintura y un lingote de hierro de no menos cuarenta libras de peso. El hallazgo se produjo en las cercanías de Cayo Culebra, distante a unas treinta millas del Puerto de Batabanó. Al intentar los pescadores sacar el cuerpo utilizando unas pértigas, una enorme bandada de tiburones se lanzó sobre el muerto, arrancándole la cabeza, los brazos, el torso y parte del vientre. Con dificultad lograron ahuyentar a los escualos y con la cuerda y el lingote rescatar las extremidades inferiores y parte de la cintura. Trasladaron los restos a Batabanó y las autoridades comenzaron a realizar averiguaciones para identificar a qué persona pertenecía el despojo. A partir de este hecho se desencadenaba una larga e interesante investigación donde nada era como se suponía.

    Una segunda historia también había llamado su atención: el asalto a un banco ocurrido en 1948, en La Habana. Un grupo de hombres armados asaltaban en la capital un banco en pleno día. Una suma fabulosa había sido sustraída. La Policía procedió a investigar los nombres de los implicados y las causas desconocidas de tan espectacular hecho. Todo lo relacionado con el asalto era una complicada madeja. La prensa señalaba como implicados a un representante a la Cámara y al presidente del gobierno, acusados de tener participación. Esto lo hacía más interesante al convertirlo no solo en una saga policíaca, sino también política. Nilson no lo pensó dos veces, se decidió por esta última. Porque no solo era una novela de policías y ladrones, sino también una historia con intrigas políticas. Como hacía habitualmente cuando tenía en mente una novela de ese género, fue a la Biblioteca Nacional, donde solicitó los periódicos de la época y se puso a revisar la historia del asalto al banco. Lo que encontraba le parecía fascinante. Los datos hallados se convertían en fichas con nombres, fechas y procedencia de la información. Era la modesta recompensa a su constancia. Después de clasificados, los volcaba en la computadora. Durante ocho meses seguidos hizo la misma operación, como un artesano. Tenía lo que estaba buscando: brevedad en la investigación y mucha acción, suficiente como para atrapar al lector. Al llegar a un punto de la investigación se topó con cierto problema: un personaje importante de la historia, Jesús Rivero Prendes, alias el Chino Prendes, había desaparecido y nadie sabía de él. La nota de Enrique de la Osa, periodista de la revista Bohemia, explicaba y anticipaba el inconveniente:

    El jueves 10 un nuevo suceso sangriento se discutía en la actualidad nacional; junto con el triunfo del club Almendares en el campeonato de béisbol y la pugna Grau-Prío, en el escenario político: el Ejército había localizado a los presidiarios prófugos de Isla de Pinos, después de veintinueve días de búsqueda, y en un «encuentro» con ellos fueron muertos Enrique Dobarganes, Guarina, y Remigio García Rodríguez, Remo; el tercero del grupo, Jesús Rivero Prendes, el Chino Prendes, compañero del primero en el asalto a la sucursal del Royal Bank of Canada, había logrado escapar según la versión oficial, pero se estaba sobre la pista, ya que las huellas de sangre dejadas a su paso evidenciaban que estaba herido.

    Ningún rastro de él, no se sabía si estaba vivo o muerto, si seguía en Cuba o se había marchado al exterior. Nilson se preguntaba qué hacer ante esa situación: ¿enfrentar o no el reto?, ¿comenzar a escribir, en espera de que en ese tiempo apareciera el personaje, o abandonar el proyecto? Las dudas aparecen siempre que se haya invertido tiempo y esfuerzo en una dirección. Comenzar algo nuevo significaba desechar lo hecho con anterioridad. Pensó en volver al suceso macabro de los tiburones comiéndose al hombre al ser sacado del mar, pero consideraba que ya era muy tarde para volver atrás con otra historia. Esa sería para otro momento. Pensó en prescindir del Chino Prendes para contar la historia del asalto al banco, pero no era posible al ser un personaje importante de la novela. Largas meditaciones consiguieron apartarlo de la tarea. Nilson estaba consiguiendo lo contrario a lo que se había propuesto. Recordó aquello que había oído de un anciano: los hombres, a veces, se proponen metas que no consiguen y, otras veces, consiguen las que no se proponen. Repasó una y otra vez los datos del Chino Prendes tratando de encontrar una pista: Había nacido en la provincia de Matanzas el 3 de enero de 1926. A los dos años de edad lo escogieron como el muchacho más saludable del año. Por eso lo seleccionaron para anunciar la marca de una bebida nutritiva, una malta de cebada. Hijo de Justo y Eloísa, soltero, 56 kg de peso, 171 cm de estatura, con una cicatriz en la primera falange del dedo pulgar de la mano derecha. La familia se componía de seis hermanos, cuatro varones y dos hembras. Jesús estudiaba en el Instituto de Marianao y Oscar, su hermano, en una escuela primaria. El padre tenía un almacén en La Lisa, El Puente S.A., y una bodega. Por diferencias familiares internas, Edmundo —el mayor de los hermanos—, Jesús —el Chino— y Oscar —el más pequeño— no tenían participación en los negocios. Cuando llegaron a la mayoría de edad, Jesús y Oscar tuvieron que buscar empleo fuera del seno familiar. De esa mala relación surgió la rebeldía de los dos hermanos. Crecieron en desobediencia hacia el medio, peleándose en la calle a puño limpio. Aprendieron a utilizar la fuerza para obtener lo que deseaban. Miraban de reojo a los desconocidos y solo cuando conectaban con gente de su mismo carácter dejaban entrever una sonrisa.

    Nilson continuaba indeciso sobre lo que debía hacer, entonces decidió consultarlo con Graciela, su compañera. Esperaba de ella una solución o una palabra optimista tan necesaria en los momentos difíciles. Pero ella no le dio una respuesta clara. No supo decirle si debía continuar con la historia del asalto al banco o escoger otra. Su dedicación a la ciencia le ocupaba todo el tiempo, convirtiéndola en un ente pasivo para lo demás. Estaba más inclinada a la ciencia y menos a los reclamos de su compañero. Había resuelto no tener hijos para dedicarle tiempo a su trabajo, él no había estado de acuerdo, pero al final aceptó. Darle opiniones sobre lo que escribía no era su fuerte y Nilson se había acostumbrado a ella. No creaba problemas, pero tampoco los resolvía. Necesitaba tranquilidad para escribir y ella lo aceptaba. Era una relación extraña, coja en algunos aspectos, sobre todo en la comunicación, pero cada vez lo lograban menos. Los problemas no resueltos y el tiempo contribuían al deterioro de la relación. Nilson tenía un plan de trabajo preciso hasta el detalle, en horas minutos y segundos. Así debía hacer para conseguir resultados favorables. Graciela nunca estaba apurada. Si quedaban en una hora para salir a pasear, ella se tomaba de treinta a cuarenta y cinco minutos más para terminar de arreglarse. Su respuesta a los reclamos de Nilson era que las mujeres necesitaban más tiempo que los hombres.

    Finalmente, Nilson decidió comenzar a redactar su nueva novela con los datos acumulados durante largos meses. «¡Ya encontraré un atajo!», se dijo, buscando confianza en sí mismo. Ya aparecería alguna solución cuando llegara al punto muerto, la desaparición del hombre perdido. Quizás alguna otra idea se le ocurriría en el camino. Acudió en su ayuda lo que había dicho Ernest Hemingway en una entrevista: «(…) ¿Hasta qué punto la concepción de un cuento aparece completa en su cabeza? El tema, el argumento o algún personaje pueden cambiar a medida que la escritura avanza. A veces uno sabe la historia. A veces la construye a medida que avanza y no tiene idea de cómo resultará».

    Nilson pensó: si esto le sucedió a Hemingway que llegó a premio Nobel, por qué no puede sucederme a mí. Por el momento había triunfado el optimismo. Desde ese instante debía dividir su vida en dos. La historia por contar y la atención a su vida personal. Con una idea ya clara de cómo contar la historia, comenzó a teclear...

    *

    Corría el año 1947. La fábrica Partagás se levantaba en el centro de La Habana como un coloso de la industria tabacalera. Dos hombres caminaban sigilosos y callados hacia el edificio. La actitud de ambos no se debía a la obligación de guardar el secreto de la confesión como hacían los curas. Ni la razón era conocer los secretos bien escondidos de la elaboración de habanos tan famosos en el mundo entero. Tampoco era rendirle tributo a su fundador, Jaime Partagás Ravelo, un catalán entusiasta, lleno de energía y resuelto, que en 1845 le dio su nombre a la fábrica. Ni conocer el por qué de la bien merecida fama de Partagás, convertida en leyenda. Y tampoco el por qué se había suicidado. El sigilo de los dos hombres que continuaban su marcha se debía a sus aviesos propósitos. Su interés radicaba en las riquezas depositadas en las arcas de la fábrica. Para protegerlas había custodios, tanto en el exterior, como en el interior del inmueble. ¿Quién superaría a quién?, ¿la custodia o la audacia de los hombres? Cuando estuvieron tan cerca del edificio, al punto de poder tocarlo con las manos, forzaron una de las puertas de acceso al interior. Con rapidez de felinos se trasladaron a las oficinas donde estaba la caja que atesoraba lo que ellos buscaban: dinero. Trataron de abrirla, sin conseguirlo en los primeros momentos. Entonces decidieron forzar la gaveta de un escritorio, el cual, por su tamaño, parecía tener importancia. El ruido provocado por los instrumentos utilizados atrajo a los custodios dispersos en diferentes lugares de la instalación. Guarina y el Panadero lograron salir antes de que llegaran los encargados de la protección, no sin antes haber sustraído doscientos pesos de la gaveta del buró. La interrogante inicial de quién superaría a quién quedaba respondida y avalada en su hoja de servicios en la Dirección Nacional de Identificación:

    Enrique Dobarganes Jorrín, alias Guarina, de veintisiete años de edad, raza blanca, hijo de Enrique y María, natural de Camagüey, pendiente de juicio en la causa No. 2270-47, de la Sección Cuarta, por hurto; y en el juicio correccional del juzgado de Guanabacoa, al que fue trasladado por el delito de estafa.

    El otro, Avelino López Rodríguez, alias el Panadero, veintidós años, raza blanca, no se quedaba atrás. Había cumplido sanción de cuatro años impuesta por la Sala Segunda de lo Criminal de la Audiencia, en causa 206 de 1947 del Juzgado de Instrucción de San José de las Lajas, por atentado a agentes de la autoridad, y a la disposición de la propia sala en causa 555 de 1947, del Juzgado de Instrucción de Güines, por robo.

    Se generalizó la alarma en la fábrica. Posteriormente llegó la Policía. Una gran actividad se desplegó alrededor del hecho. La importancia de la industria y la influencia de sus dueños en los medios escritos y radiales hicieron que las autoridades se empeñaran en descubrir a los autores. Tres días después la Policía apresaba a Guarina y su ayudante. Se radicó la causa 2 270 de 1947 y fueron enviados de inmediato a la prisión. Allí esperaron el juicio.

    Enrique Dobarganes Jorrín, Guarina, no había adquirido su mote cuando era niño, sino de grande. Contaba él mismo que sus primeros años los había pasado bastante bien. El padre era propietario de un garaje en Concha y Luyanó, donde se desenvolvía económicamente. Pero luego perdió el negocio y desde entonces la familia pasaba las peores calamidades. Dobarganes cursó estudios en una escuela privada situada en Concha 27. Luego pasó al Instituto de La Habana, donde cursó el primer año de bachillerato. Tuvo que abandonar los estudios para trabajar y ayudar a su familia, compuesta por cuatro hermanos. En 1940 comenzó a trabajar en la fábrica de helados Guarina, donde ganaba diez pesos semanales. Cada día la vida se le hacía más ingrata, al extremo de tener que abandonar la casa en que residía y trasladarse a una casucha en el barrio de Atarés, en Quinta del Rey y Ensenada. Dobarganes delinquió por primera vez trabajando en la citada industria. El dinero que ganaba no alcanzaba para mantener a la familia y él era un hombre joven. Se había enamorado de Gladys Vázquez y no tenía ni para invitarla a un cine. ¿Qué hacer? No había otro camino: robar. Así, por primera vez en su vida, Enrique Dobarganes sustrajo una goma de uno de los camiones de la fábrica. La vendió en cincuenta pesos y le dio la mitad del dinero a su madre. Con lo que le quedó se divirtió con Gladys. Dos días después del robo, varios agentes policiales lo detenían. En uno de los guardafangos traseros, el joven había dejado sus huellas dactilares. Lo expulsaron de la industria y un juez correccional le impuso seis meses de prisión. A partir de este momento quedó bautizado con el nombre de la fábrica donde había trabajado: Guarina.


    Capítulo II

    Preparativos para el asalto

    Mientras Guarina y el Panadero esperaban el juicio por el robo en Partagás, conocieron a otros hombres de hábitos parecidos a los suyos. Uno de ellos fue Rolando Martínez, en cuyo expediente aparecía:

    Rolando Martínez Torres, alias Tata el flaco, delgado, un metro setenta de estatura, extinguía una sanción de cuatro años, veinte días, impuesta por la Sala Cuarta de lo Criminal en la causa 825 de 1944, del Juzgado de Instrucción de Marianao, por robo imperfecto. Y Jesús Rivero Prendes, alias el Chino Prendes, a disposición de la Sala Segunda de lo Criminal en la causa 648 de 1947 del Juzgado de Instrucción de la Sección Segunda, por falsificación de documentos.

    El aburrimiento de la cárcel y el parecido en la trayectoria los hizo identificarse de inmediato. Y en sus conversaciones, para acortar el tiempo, hablaban de los temas que les eran más agradables, incluido el de asaltar un banco una vez que estuvieran fuera de la prisión. La pasión por el dinero incentivaba la imaginación. La idea no era de ellos, sino que les venía de afuera de la cárcel. De un representante a la Cámara por el Partido Demócrata, Armando Fernández Jorva.

    Avelino López Rodríguez, alias el Panadero y sus hermanos Evelio y Luis López Rodríguez conocían al representante. La relación había surgido mucho antes por haber residido dichos personajes en el término de Melena del Sur, uno de los lugares donde Jorva desenvolvía sus actividades políticas.

    El representante Armando Fernández Jorva tenía una trayectoria política que le venía desde tiempo atrás. En 1938 resultó electo por el Partido Unión Nacionalista obteniendo 3 336 votos. En 1942 se postuló por el Partido Demócrata y obtuvo 11 608. En cierta ocasión fue objeto de comentarios de toda la prensa por un grave incidente con el senador Eduardo Chibás. En el año 1944 estuvo a punto de ser postulado para Gobernador de La Habana. En 1946 se postuló por el Partido Demócrata obteniendo 15 227 votos. Si no era reelegido como legislador, cesaría en sus funciones el tercer lunes de septiembre del año 1950. Difíciles razones económicas lo hicieron pedir dinero prestado para su campaña política. La suma giraba en torno a los noventa mil pesos. Se venció el plazo del préstamo y Jorva no tenía el dinero para devolver la cantidad referida, entonces ideó el asalto a un banco. A través de Avelino López Rodríguez hizo contacto con Rolando Martínez Torres, alias Tata el flaco, y Enrique Dobarganes Jorrín, recluidos en aquel momento por el asalto a la fábrica de tabacos Partagás. También se encontraba en el lugar Jesús Rivero Prendes, alias el Chino Prendes.

    El asalto a un banco contaba con pocos antecedentes en Cuba, y solo se conocían de acciones que acontecían en Estados Unidos y que llegaban a través de las revistas y periódicos de estos vecinos del norte. Ellas serían la guía para el propósito que ya tenían en mente. A partir de entonces se dedicaron a planear cómo hacerlo, pero primero había que pensar en la forma de salir lo antes posible de la situación en que estaban metidos. Rolando Martínez Torres, Tata el flaco, sería liberado el 8 de junio de 1948 por haber concluido la sentencia. Sin embargo, los otros continuaban presos.

    En lo alto de una loma, en la misma Habana, está enclavado el Castillo del Príncipe, construido en el siglo xviii durante la dominación española, y situado en el aristocrático barrio de El Vedado, era la cárcel de La Habana.

    Enrique Dobarganes Jorrín, Guarina; Avelino López Rodríguez, el Panadero; Evelio López Rodríguez, hermano de Avelino; y Jesús Rivero, el Chino Prendes, esperaban con la paciencia impuesta por la cárcel. En sus cabezas continuaba la idea de fugarse, y para ello elaboraban planes en tal sentido.

    En la Isla no se habían registrado con regularidad asaltos a bancos. Uno de los antecedentes conocidos se retrotraía al 25 de julio de 1924. Aquel día ocurrió un robo semejante a los que con frecuencia se cometen en las más populosas avenidas de la gran urbe neoyorquina. En el Banco de Comercio, en una de las arterias más concurridas de La Habana, la calle Galiano, a las doce y media del día, el empleado del banco Manuel González Menéndez, natural de España, de cincuenta y nueve años de edad, se encontraba en el interior del cubículo donde realizaba su labor. Revisaba un depósito que había recibido momentos antes de un empleado de la tienda El Encanto. Oyó una voz que le decía:

    —¡No se mueva ni pestañee!

    Pensó que se trataba de alguna broma de otro de los empleados. Al levantar la cabeza vio con sorpresa a dos hombres empuñando revólveres cuyos cañones introducían por las rejillas del cubículo. Simultáneamente, vio que tres hombres más saltaban el mostrador a la izquierda del local, y un sexto que cerraba las puertas de entrada al banco. El otro empleado, José Ramón Martínez Jácome, de veintitrés años de edad, que en aquellos instantes estaba de espaldas a la ventanilla sumando unos cheques, fue sorprendido por los asaltantes al trasponer el mostrador. En tanto uno de los asaltantes cuidaba a Martínez, los otros dos sacaban de su cubículo a González Menéndez y lo obligaban a acostarse en el suelo, dentro de otro cubículo. Martínez Jácome, al ver aquella escena, se volvió hacia los ladrones y, con gran pánico, les preguntó:

    —¿Puedo seguir sumando los cheques?

    —¡No, señor! ¡Siéntese ahí, en el suelo!

    Y lo obligaron a que se sentara junto a su compañero González. Uno de los asaltantes sacó del bolsillo un saco de tela blanca, parecido a una funda de almohada, y en unión de otro de sus compañeros guardó en él todo el dinero, en billetes y plata. Posteriormente, obligaron a los empleados a pasar de nuevo a la jaula del recibidor. Los encerraron, asegurando la puerta con una cadena y un candado. Consumada su obra, tres de los asaltantes salieron a la calle. A los pocos instantes los siguieron otros dos, llevando el saco del dinero. Por último, el sexto, que se había quedado intimidando a los empleados para que no gritaran y era el encargado de cubrir la retirada, cerró las puertas al marcharse. Al contabilizar la sustracción, el monto se elevaba a treinta mil pesos. Se afirmó que el líder del grupo era Buenaventura Durrutí, connotado anarquista español. La Policía solo pudo arrestar a Vicente Viñas Torres. Al parecer por una imprudencia.

    *

    Buenaventura Durrutí y Francisco Ascaso eran amigos inseparables y constituían, junto a Juan García Oliver, la cabeza del anarquismo español. La gente les llamaba «Los tres mosqueteros». Ellos crearon Los Solidarios, grupo clandestino de pistoleros enfrentados a los del Estado. Por entonces los matones policiales asesinaban a centenares de sindicalistas de la Central Nacional de Trabajadores (CNT). Era la época de la dictadura de Primo de Rivera y había cuarenta mil anarquistas en las cárceles. La situación era tan crítica que Los Solidarios decidieron hacer atracos en América para llenar las arcas cenetistas.¹ Y Durrutí y Ascaso vinieron a Cuba en diciembre de 1924 con pasaportes falsos, en un carguero holandés. Primero se pusieron a trabajar en la zafra en Santa Clara. Pero hubo una huelga para reclamar una subida de sueldo, y los capataces hicieron lo que solían hacer entonces con los huelguistas: cogieron a tres de los campesinos y los apalearon con saña, dejándolos reventados y medio muertos. A la mañana siguiente, el propietario de los cañaverales apareció en su casa con la cabeza atravesada de un disparo. Sobre el pecho tenía un papel escrito a lápiz que decía: «La justicia de Los Errantes». Fue la primera vez que se mencionó ese nombre. Era una idea de Ascaso, quien pensaba que mientras durara el periplo americano, Los Solidarios deberían cambiar su denominación. Con la suma del asalto al banco, Ascaso logró llegar a España con sus cómplices y la cantidad íntegra del dinero. Murió posteriormente en el frente de Madrid, peleando contra los enemigos de la República.

    1 La arcas de la Central Nacional de Trabajadores.

    *

    Mientras Nilson continuaba enfrascado en su trabajo de redacción, Graciela Franchi, su esposa, estaba sentada en la banqueta del laboratorio. Parecía atender a los tubos, serpentines, retortas y condensadores dispuestos en orden. Sin embargo, no era así. Repasaba mentalmente su discusión con Nilson de una semana atrás. Él le había comentado algunos asuntos sobre el libro y ella no lo había atendido. Sus ojos grandes y negros se habían posado en un lugar distante. Y ello provocó la explosión. A cada rato se pasaba la mano por el cabello en un gesto inconsciente. Comenzó a rememorar frases y hechos de sus relaciones, iniciadas unos tres años atrás. Esa era la manera de saber lo que fallaba, y también la forma de salvar la relación. Ella desconocía que amor que se analiza es amor que ha muerto.

    Había conocido a Nilson en casa de una amiga. Él se interesó enseguida por establecer una conversación con ella. Comenzó

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