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Víctima o culpable
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Libro electrónico468 páginas7 horas

Víctima o culpable

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Marcos Rodríguez Alfonso delató a cuatro jóvenes escondidos en un apartamento de Humboldt 7, que eran buscados por los cuerpos represivos por su participación en el asalto al Palacio Presidencial. De inmediato la policía batistiana irrumpió en el edificio y los acribilló a balazos. Cómo el traidor logró permanecer indemne durante años a pesar de las sospechas que sobre él recaían, es la trama central de esta historia. Sin perder de vista la intención literaria, con el uso efectivo de recursos narrativos, "Víctima" o culpable… logra cerrar interrogantes de manera convincente y somete a la reflexión otras cuyas respuestas han sido dadas por sentado.
IdiomaEspañol
EditorialRUTH
Fecha de lanzamiento1 ene 2011
ISBN9789962703099
Víctima o culpable

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    Víctima o culpable - Newton Briones Montoto

    Introducción

    El centro de la trama o hilo conductor de esta historia es alguien que se proclama revolucionario y por venganza termina delatando a sus compañeros. El libro cuenta la delación por Marcos Armando Rodríguez Marquitos, de cuatro combatientes del Directorio Revolucionario.

    El capitán Esteban Ventura recibió la confidencia sobre los hombres escondidos en el edificio de Humboldt 7. Acto seguido, irrumpió en la casa de manera sorpresiva y asesinó al grupo de jóvenes allí refugiado. En la memoria histórica de los cubanos el caso pasó a ser conocido como «El crimen de Humboldt 7».

    Este libro pudo haber sido escrito de dos maneras. Decidir por cuál me creó un dilema –no sería el único–. La primera opción consistía en no revelar al lector la identidad del delator y así mantener la atención a través de la historia hasta concluir con el descubrimiento. La segunda, develar desde el primer momento la traición y concentrar el interés del lector en cómo el responsable consiguió evadir durante tanto tiempo las sospechas que sobre él recaían. Me decidí por esta última. La historia se inicia con la peligrosa travesía de tres jóvenes que, luego de participar en el asalto al Palacio Presidencial y tras muchos esfuerzos por burlar la persecución de la policía batistiana, llegan a Humboldt 7. Allí encuentran a Marcos Rodríguez dentro del apartamento haciéndole compañía a otro combatiente, Joe Westbrook. Los reproches de Juan Pedro Carbó al inesperado huésped son la pólvora inicial del conflicto. El incidente generó la delación posterior. Simples razones de odio impulsaron a Marquitos a vengarse.

    Como consecuencia, son asesinados los jóvenes en Humboldt 7. De inmediato se perfila la sospecha de una delación. En el círculo de dudosos están el verdadero culpable y otros que sabían del refugio. Sin embargo, transcurrido algún tiempo, las preocupaciones en torno a Marcos Rodríguez no se concretaban por falta de evidencias. Había más pasión en los acusadores que pruebas en sus manos. Estaban seguros de quién era el confidente, pero por disímiles razones no podían demostrarlo. No obstante, la sospecha continuó pendiente y presente durante mucho tiempo.

    Alguien quiere demostrar algo, y alguien o algo, se lo impide, es el drama de esta historia. Por ello, el título de la obra: «Víctima» o culpable. El libro pudiera haber recibido otros, como, por ejemplo, Culpable o inocente, ante la incertidumbre sobre la responsabilidad de Marquitos; o acaso, Paradojas y ligerezas, dadas las contradicciones e insuficiencias que desde ambas posiciones –acusadores y defensores– se evidenciaron alrededor del caso. Preferí el de «Víctima» o culpable, porque la historia aquí narrada oscila entre los dos conceptos.

    Las dudas con respecto a Marquitos se mantuvieron por un largo período. Desde 1957 hasta 1961 trascurrieron cuatro años (mil trescientos sesenta y un días). Durante todo ese tiempo él logra esquivar las acusaciones. Y no es hasta su estancia en Praga en 1960, que aparecen, por casualidad, evidencias más contundentes de su traición. Lo detienen y es enviado a Cuba, donde es interrogado por los órganos de la Seguridad del Estado. Se mantiene sin confesar durante dos años, tres meses, una semana y tres días, hasta que un ardid aparecido de manera fortuita es utilizado por los interrogadores y obtienen de él la revelación de su culpabilidad. Es enjuiciado y se le condena a la pena capital por fusilamiento.

    Por esas mismas coordenadas podría haber sido contada esta singular historia, encubriendo quién era el traidor, dejando aflorar las sospechas existentes, y nada más. El lector se hubiese sentido motivado tras las huellas del suspense. Pero, como ya he apuntado, preferí que se supiera que Marcos Rodríguez era el confidente desde el mismo momento en que habló con Esteban Ventura. Consideré más atractivo colocar el énfasis en la forma empleada por el culpable para intentar evadir las sospechas. Su carisma se sobrepuso a la capacidad crítica de los demás.¹ Decidirme por esta opción podría sintetizarse de la siguiente manera: la habilidad de Marquitos para mentir me resultó más interesante que los motivos y la maniobra para llevar a cabo su acto abominable. Es un caso singular, pues estamos ante un hombre incapaz de sentir remordimiento. Algo ha encallecido sus emociones. Está desprovisto de sentimientos. Para él los demás seres humanos son como objetos que puede utilizar o desechar según convenga a sus objetivos e intereses personales.

    1 Carisma: «Cualidad o don natural que tiene una persona para atraer a los demás por su presencia, su palabra o su personalidad». Resulta oportuno aclarar que carisma no es sinónimo de bueno o malo [Nota del Autor].

    La secuencia de hechos que le permitieron evitar a lo largo de cuatro años ser descubierto, es una historia reveladora y apasionante. No solo por los conflictos interiores, sino también por los vericuetos que dieron pie a la especulación y la leyenda. De la investigación y la redacción pude obtener una lección importante: detrás de cada historia existe otra diferente, y por lo general mal contada, que casi siempre responde a intereses personales. Una traición es un acto deleznable desde el punto de vista ético y moral; pero desde el prisma literario, la mentira que le es inherente suele incluir más ingredientes dramatúrgicos que la verdad. La imaginación de Marcos enriqueció un hecho tan despreciable. Cada vez que fue confrontado por la delación de Humboldt 7, logró evadir el cerco de preguntas.

    Del hecho se puede extraer una conclusión: No basta con tener la razón, hay que saber defenderla. Marcos Rodríguez no la tenía, pero logró refutar con astucia las sospechas. Se construyó la imagen de «víctima», y de ser objeto de persecución por parte del Directorio. Pasó de culpable –como le correspondía– a «mártir». Y esto trajo, entre los asistentes al drama, beneficios para su persona. Muchos terminaron compadeciéndose de él. Así engañó a casi todos y los convirtió en sus víctimas.

    El matrimonio Ordoqui, radicado en México durante ese periodo, le dio atención y consejos. Sin saberlo, para algunos, esto empañó su historial político. Y esa sombra sobre la reputación de los luchadores fue bien aprovechada por el enemigo que, valiéndose del conocimiento detallado que poseía sobre Joaquín Ordoqui, dirigió sus esfuerzos a crear una fricción en Cuba. Después de ser descubierta la traición de Marcos, el hecho se enjuició de una manera poco favorable al matrimonio. Solo el tiempo, que disminuye las pasiones de los hombres, podrá dar un veredicto definitivo. Sus errores fueron mínimos comparados con su trayectoria de lucha.

    Retomo el dilema sobre las dos posibilidades para contar la historia. Ciertamente al develar el crucial momento de la conversación de Marcos con Ventura, se resta fuerza dramática al relato, ya el lector sabe quién es el traidor, el eje fundamental del drama. Y la tarea del autor supone incitarlo a continuar, porque en el fondo de su alma habita el deseo de que sus ideas se conozcan, conducir, arrastrar al lector hacia el drama histórico. Encontrar la forma de contar la historia es una tarea de suma importancia, ello puede hacer que fracase o se convierta en algo mejor. Mi disyuntiva quedó resuelta al decidirme por referir cómo el culpable pudo lidiar con su condición y escabullirse entre sus acusadores. Narrar es el arte de mantener despierta y en alerta la atención del lector. Escribir, entre otras muchas cualidades, es acto de comunicación, y es sabido que para comunicarse explícitamente, al menos deben existir emisor y receptor.

    El escritor profesional debe trabajar enfocado en la simbiosis atención-disfrute que proveerá a su potencial destinatario. Desde luego, ninguna de las dos opciones influyó en la objetividad de la investigación. Todos los elementos aportados en esta historia responden a una seria pesquisa. En las notas se acredita a las personas y fuentes contactadas en distintas y reiteradas fechas. Molesté a cada una siempre que tropezaba con algo dudoso. Quería que el tema tratado en este libro dejara de ser «un asunto sensible»,² despojarlo de esa falsa connotación, y que pudiera apreciarse en su dimensión real: un asunto común y deleznable –aunque muchas veces lo que sucede sea tan irracional que ni un historiador pueda explicarlo–.

    2 La frase da título al libro del escritor español Miguel Barroso sobre el caso Ordoqui, y la pronunció Philip Agee, exoficial de la CIA, en una entrevista que le hiciera dicho autor durante el proceso de investigación.

    El libro podría concluir sin mayores complicaciones de acuerdo con la opción propuesta y quedar bien con los lectores. Sin embargo, algo muy importante estaba pendiente: responder a la pregunta que me hice durante toda la investigación y no pude contestar hasta después de finalizarla: ¿Por qué Marquitos no huyó cuando tuvo oportunidad de hacerlo? Salió exiliado antes de 1959 y viajó después a varios países. Regresó a Cuba y salió a estudiar a Checoslovaquia. Tuvo oportunidad de dejar atrás un pasado tenebroso y comprometido. No lo hizo y, de haber huido, el misterio de Humboldt 7 aún nos estaría rondando como una historia oscura e inconclusa. No he encontrado nada que me dijera que esa posibilidad de huir no existió.

    Quedaba entonces pendiente descifrar y explicar a los lectores por qué no lo hizo, qué lo llevaba a actuar de manera tan ilógica: ¿Por qué no se fue de Cuba a pesar de haber traicionado a cuatro hombres? ¿Qué razón lo mantuvo decidido a permanecer en el país? Tales podrían ser las preguntas más solicitadas y menos discernidas. Cierto que podría pasar por alto la duda y nada hubiese sucedido. Los lectores le darían su propia explicación, su imaginación acudiría en mi ayuda. Sin embargo, me mataba la curiosidad y, además, me sentía en deuda con las víctimas y con los lectores. Prefiero dar mi versión del misterio al final, cuando estemos parejos el lector y yo en los intríngulis de la historia. Hasta tanto, espero disfruten de ese hilito conductor que los guiará hasta el descubrimiento definitivo de la traición y otras razones lóbregas en la mente de un traidor.

    Del Palacio Presidencial a General Lee

    Muy tenso, el joven no podía dormir. Un hecho trascendental lo mantenía excitado. Él y sus dos compañeros llevaban más de un mes huyendo de la policía. Treinta y tres días exactos. Sabía el número de los transcurridos, pero no cuántos más les restaban, lo cual tornaba su existencia en empresa harto angustiosa, casi imposible. Así, se mantenía despierto pese a lo avanzado de la noche: las dos de la madrugada. Su rostro manifestaba esa peculiar simbiosis de exaltación, nerviosismo y ansiedad. Sobraban razones.

    La organización en que militaban, el Directorio Revolucionario, había protagonizado uno de los actos más audaces en la historia de la República de Cuba en sus casi cincuenta y cinco años de existencia: el asalto al Palacio Presidencial, el lugar donde habitaba y ejercía el presidente Fulgencio Batista, quien estuvo a punto de morir ese día. Los universitarios opuestos al régimen habían bautizado su organización con el nombre de otra similar que aglutinó la lucha de los estudiantes en 1927 contra el presidente Gerardo Machado, que también gobernó por la fuerza.

    Buscados por todo el aparato represivo de Batista, permanecían escondidos luego de treinta y tres días de constante acoso. José Machado Rodríguez, Machadito, era el joven desvelado. Su explicable insomnio le hizo levantarse de la cama y caminar en dirección a una ventana. Se inclinó para mirar hacia abajo a través de los cristales. Observó con atención, a un lado y otro de la calle, intentando detectar el menor signo de peligro. Y aunque nada extraño se divisaba en el exterior, él continuaba sin poder dormir. Estudiante de Administración Pública en la Universidad de La Habana, a sus veinticuatro años de edad había llevado una vida muy intensa. Las últimas semanas y días lo fueron aún más. Por ello no lograba conciliar el sueño. Desde el golpe de estado de Fulgencio Batista, el 10 marzo de 1952, pocos momentos le aguardaron de descanso y placer. ¡Cuántas ideas le acudieron en esas horas de desvelo! Pensaba en su familia, en la novia que lo esperaba… Siempre que le era posible encaraba un balance de su vida, preguntándose por la validez de sus acciones. Ahora dejó, pues, correr la memoria para emprender el recuento, interpretarlo y hacerse la sola pregunta de si había obrado bien.

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    ¿En cuántos hechos violentos había estado involucrado? Las imágenes comenzaron a proyectarse como en una sala cinematográfica. ¿Cómo le era posible estar vivo aún? Llevaba apretadamente grabado lo más reciente. No lograba apartar los últimos acontecimientos. La entrada a Palacio hasta llegar al despacho del presidente y no encontrarlo. ¡Qué momento dramático cuando se dio la orden de retirada! No poder localizar a Batista en su despacho no les dejó otra opción que abandonar el recinto. En el trayecto, una bala atravesó uno de sus muslos de lado a lado, causándole una herida que le hacía muy difícil caminar. Ya en el exterior del edificio, en vano buscó a su amigo Juan Pedro Carbó. Entonces decidió entrar de nuevo en aquel ambiente de pólvora y feroz peligro. Soldados parapetados por todos lados permanecían a la caza del menor movimiento. Qué decisión tan arriesgada la suya. Pero se sentía orgulloso de su valor y de su sentido de la amistad. Afuera nuevamente del Palacio se encontró con Abelardo Rodríguez, el pinareño Juan Gualberto Valdés y Evelio Prieto Guillaume, quien tenía una herida en la cara que apenas le permitía hablar.

    Los francotiradores frenaban con disparos el tránsito por las calles cercanas, pero logró neutralizarlos con su ametralladora y alejarse del vórtice del huracán. En cambio Abelardo no pudo llegar muy lejos y cayó cerca de Palacio.

    Siguieron venciendo los obstáculos hasta llegar a las inmediaciones de la llamada Manzana de Gómez. Detuvieron un automóvil de alquiler y le pidieron al dueño bajarse. Este intentó persuadirlos de que él los llevaría a donde quisieran y no le resultó. Lograron hacerse del carro y Juan Gualberto Valdés se puso al volante. Al no tener práctica en el tránsito capitalino se internó en La Habana Vieja por una calle en sentido contrario. Chocaron con un autobús. Un soldado del ejército batistiano, en el interior del vehículo impactado, pretendió impedir al automóvil abrirse paso. Machadito no tuvo otra opción que bajarse y apuntar al soldado, que finalmente huyó sin disparar un tiro.

    Siguiendo las indicaciones de Evelio Prieto, luego de dar tumbos por estrechos callejones de La Habana Vieja con el carro averiado por el accidente, tomaron rumbo a Miramar, donde vivía Elio Álvarez, magistrado de la audiencia habanera. Evelio Prieto conocía a su esposa por haber mantenido relaciones íntimas con ella y, en contra de lo que dictaría el sentido común, asumió que era el lugar más seguro para curarse. Machadito no quiso permanecer allí porque los inquilinos, como es lógico, no le inspiraban suficiente confianza. Evelio Prieto quedó en una cama y los otros, tras un aseo superficial, abandonaron el lugar.

    Machadito decidió ir a Mantilla y allí contactó a un cura, a quien le pidió, sin resultado, que le permitiera ocultarse en la iglesia. Denegada la ayuda, no tuvo otra alternativa que pasar la noche sentado en un banco de un parque. Triste noche aquella, solo, con la luna como único testigo y la policía detrás de él. A la mañana siguiente se trasladó hasta la calle Consulado, en el centro de La Habana, a casa de un familiar que también se negó a darle protección. ¡Cuánto le dolió esa acción! Pero aún estaba a salvo, algo que no había ocurrido con Evelio. El magistrado en quien el joven había confiado lo entregó a las fuerzas del Servicio de Inteligencia Militar. Lo torturaron hasta matarlo.

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    Machadito emergió del ensimismamiento por un leve ruido en el exterior. Se levantó y fue a mirar por la ventana. Aguzó los ojos tratando de precisar qué ocurría afuera. Lo que vio lo impresionó aún más. Un automóvil de la policía se encontraba estacionado en la calle. La «perseguidora»– nombre con el cual eran conocidos los autos de patrulla– lo intranquilizó. Algunos minutos más tarde el carro arrancó, encendió los faroles y se puso en marcha. A Machadito el alma le volvió al cuerpo. Entonces pensó lo innecesario que habría sido despertar a los dos compañeros para alertarlos del supuesto peligro. Quizás habrían notado su nerviosismo y hasta hubieran creído que él tenía miedo.

    El soliloquio no duró mucho. La perseguidora volvía a estacionarse en la calle, apagó los faros y los tres policías se mantuvieron quietos dentro del vehículo. Un sereno se acercó al patrullero. Con el índice dibujó en el aire un radio imaginario hacia donde se encontraba el apartamento con los jóvenes dentro. Todo ello contribuyó a aumentar el desasosiego de Machadito. Ahora sí no le quedaba más remedio que despertar a sus compañeros.

    Los otros huéspedes eran Fructuoso Rodríguez y Juan Pedro Carbó Serviá, ambos buscados por la policía. Fructuoso Rodríguez, estudiante de Agronomía y con veintitrés años de edad, era de particular interés para los cuerpos represivos. Desde un mes atrás ejercía como máximo dirigente de la Federación Estudiantil Universitaria (FEU) y del Directorio Revolucionario, la organización de los estudiantes universitarios encargada de realizar el asalto a Palacio. A la muerte de José Antonio Echevarría el mismo día del asalto, sobre sus hombros recayó la responsabilidad de la organización.

    Machadito caminó hasta el cuarto, les sacudió los pies para despertarlos y susurró: «¡Estamos rodeados!». Fructuoso extendió una mano, tomó los espejuelos sobre la mesa de noche y se los puso. Lo mismo hizo Juan Pedro, que también usaba lentes.

    –¿Qué sucede, Machadito? –preguntaron al unísono.

    –Una perseguidora está parqueada allá abajo y un sereno hizo señas con las manos en nuestra dirección.

    –Tranquilos, vamos a vestirnos –dijo Juan Pedro Carbó Serviá.

    De puntillas, se acercaron a la ventana. Miraron con detenimiento el carro estacionado de la policía. Hablaron en susurros.

    –Esperemos un tiempo prudencial antes de tomar ninguna decisión. Si los vemos bajar de la perseguidora, solo tendremos dos opciones. Ustedes saben –dijo Fructuoso con determinación.

    Los tres hombres se mantuvieron atentos a la ventana. El tiempo transcurrió y a las cuatro y treinta de la madrugada resolvieron abandonar la casa. Ignoraban que cerca del lugar vivía el coronel Pilar García y que la patrulla divisada por ellos esa noche, se encargaba de dar protección al militar. Salieron veloces, sin recoger sus pertenencias y comenzaron a caminar con la intención de alejarse lo más posible. A esa hora las calles del reparto la Víbora permanecían solitarias. Cuando creyeron haberse distanciado lo suficiente del peligro, abordaron un ómnibus. Los pasajeros eran pocos: un chino –supuestamente rumbo al Mercado Único donde trabajaban muchos de ellos–, una pareja de enamorados y un cabo de la policía. Este los observaba como tratando de descifrar qué hacían tres jóvenes solos a tales horas, y su insistente mirada preocupó al grupo. Juan Pedro hizo contacto con su pistola asegurándose de que estaba donde debía. Era el más impulsivo de los tres, si resultaba necesario utilizar el arma, sin duda lo haría. Se trataba de alguien con un valor fuera de lo común. Fructuoso adivinó el gesto e hizo un comentario trivial para aflojar la tensión. Por suerte, el policía se bajó del ómnibus en una de las paradas siguientes.

    La única posibilidad para los tres, por el momento, consistía en ponerse a salvo en un apartamento ubicado en Zapata y 2 en el reparto Vedado. Tenían las llaves del inmueble pero no confiaban mucho en el lugar, por el aval de su inquilino anterior, Efigenio Ameijeiras, quien antes de marcharse al exterior se las había dejado, y ahora se hallaba alzado con el comandante Fidel Castro en la Sierra Maestra. Sin otra alternativa, se dirigieron hacia allí. Estaban ya acostumbrados a ir de casa en casa, sin contar las muchas veces que se quedaban en medio de la calle sin tener donde esconderse.

    Una vez instalados en el apartamento, sintieron algo de alivio. Comenzaron a examinar los pasos siguientes. Llamarían a Julio García Oliveras, otro combatiente del Directorio Revolucionario. Aunque este había participado en los sucesos del 13 de marzo de 1957, aún no estaba fichado por la policía. Al parecer no conocían de su intervención en la toma de la emisora Radio Reloj con el fin de anunciar la muerte de Fulgencio Batista durante el asalto al Palacio Presidencial, un paso clave para llamar a la insurrección popular. La policía no se caracterizaba por la eficiencia en identificar a sus enemigos, mas, sí por la brutalidad en actuar contra ellos. Caer en una de sus estaciones significaba la tortura hasta morir.

    A Julio García Oliveras los compañeros le señalaban –a veces en serio y otras en broma– que por su estatura era un blanco muy fácil e identificable. Sus compañeros de la escuela de Arquitectura lo llamaban «Juliote», y en el ámbito de la colina universitaria le denominaban «Julio el Grande». Su corpulencia no resultaba lo más recomendable para pasar inadvertido. Era hombre de seis pies y cuatro pulgadas. Después del 13 de marzo trató de enmascararse, se cortó el cabello bien corto, al cepillo. Dentro de lo posible andaba con traje, de cuello y corbata. Pensaba así burlar a la policía de Batista. Los uniformados consideraban a las personas humildes o mal vestidas potenciales revolucionarios o delincuentes. Los tres jóvenes no tenían otra persona en quien confiar. Llamaron al teléfono de contacto para que le avisaran, porque él no tenía receptor en su casa. En ese momento Julio se encontraba en el Reparto Náutico, en casa de un tío arquitecto.

    –¡Oye!, ¿cómo están las cosas por ahí?

    –Bien, el mismo problema de siempre, el catarro no se me quita…

    –Iré tan pronto pueda con la medicina, para que te alivies.

    La conversación resultó corta, llena de palabras en clave. No dieron detalles de la situación en que se encontraban, intentando evitar que, de haber sido interceptado el teléfono, la policía lograse acceso a información adicional. Julio supuso que no estaban en la vivienda de la Víbora y que una vez más huían. Debía buscarles dónde esconderse. Un apoyo de tal naturaleza no era lo habitual. Los peligros de caer en manos de la policía y, en particular, del jefe de una de sus demarcaciones, el capitán Esteban Ventura Novo, era la muerte segura. Después del asalto a Palacio los periodistas entrevistaron al conocido y temido oficial, pues existía el rumor de que Juan Pedro había abandonado el país.

    Ventura los sacó de la duda: «Juan Pedro Carbó Serviá no ha abandonado el territorio cubano y estamos sobre su pista».³

    3 Enrique de la Osa: En Cuba. Tercer tiempo 1955-1958, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2008, pp. 452-459.

    El colegio farmacéutico

    Julio se movilizó. Antes de ir a verlos debía encontrar otra casa a donde trasladarlos para esconderlos. Con la angustia reflejada en el rostro, llamó a la puerta de un colaborador. El hombre, al verlo aparecer, infirió de inmediato que el asunto era ocultar a alguien. Luego de los saludos iniciales, pasaron a la razón de la visita.

    –Sí, Julio –dijo la persona– puedes traer a uno, no tengo espacio para tres en la casa. Además, la situación está muy caldeada después del asalto a Palacio. Tres personas llamarían la atención. ¿Quién de los tres podría ser? –preguntó.

    –Juan Pedro Carbó Serviá –respondió Julio García Oliveras.

    –No Julio, a él no lo traigas, lo está buscando toda la policía por la muerte del coronel Blanco Rico, y después por el asalto a Palacio. Ese hombre huele a muerto...

    4 Ver en el apartado de Anexos (1), texto emitido por el Servicio Radiotelegráfico del Cuerpo de Señales en octubre de 1956, informando de la muerte de los tenientes coroneles Antonio Blanco y Marcelo Tabernilla.

    Julio debió seguir gestionando dónde ubicar a los tres hombres. Su desesperado empeño no se detuvo hasta encontrar un lugar adecuado. Visitó a su amigo del colegio y activo en la resistencia cívica, Gonzalo R. Lage Ranzola, asesor legal del Colegio de Farmacéuticos. El hombre aceptó esconderlos hasta el domingo 20 de abril. Como era Semana Santa y los trabajadores estaban de asueto, podrían quedarse hasta ese día. Al sereno le indicaron no realizar su usual visita a los locales. En Semana Santa no hacía falta vigilancia. Después, volverían los empleados y no habría garantías de evitar comentarios. La Semana Santa se había iniciado el 14 de abril y finalizaba el día 20, Domingo de Resurrección. Podían estar seguros durante ese fin de semana en el colegio, ubicado en Malecón, esquina a Galiano. De momento retornó la calma al grupo. Julio también había convenido con el arquitecto Capablanca el asilo de Machadito en la embajada de Brasil para el lunes 21. En apariencia todo estaba resuelto, pero ya se sabe cómo en la vida suelen aparecer imprevistos.

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    Otro de los integrantes del grupo, Joe Westbrook, también asaltante a Radio Reloj, tuvo más suerte aquel 13 de marzo. Dysis Guira, su novia, lo había resguardado de la persecución policial; aunque la protección no estaba totalmente garantizada y en cualquier momento podía voltearse, debido a razones familiares. Un juicio de carácter subjetivo se interponía en las relaciones entre Ciana Valdés Roig –la madre de Dysis–, la joven y su novio. Las características sicológicas de las personas tienen un peso específico en sus decisiones. La discordia tuvo su origen una ocasión en que Ciana dejó a Blanca Mercedes, una amiga de la pareja, en la casa «cuidando» a los novios, pero estos, que también confiaban en Blanca, aprovecharon la oportunidad y se fueron al dormitorio. Ciana regresó y se encontró con el hecho: los dos solos en el cuarto. Peleó con la amiga, le reprochó no haberlo evitado, y se enfrentó a Dysis, pero esta no se amilanó y defendió su derecho a la intimidad con el hombre con quien se iba a casar.

    Transcurrió un tiempo y Ciana no dejó de protestar por la prolongada estadía de Joe. La relación afectiva entre los dos jóvenes databa de unos ocho meses y ella no veía con buenos ojos que el novio de su hija permaneciera todo el tiempo en la casa. Quería evitar a toda costa los comentarios sobre su familia. No se trataba de que creyera a Joe una mala persona, sino, de cuidarse de las habladurías que podía suscitar el comportamiento de la pareja antes del matrimonio. Ciana estaba más apegada a las ideas religiosas y convenciones sociales que a las de la lucha revolucionaria. De hecho, ya los jóvenes habían comenzado a valorar la idea de casarse, como manera convencional de remediar la oposición de la mujer. Entre tanto, Joe habló con Eugenio Pérez Cowley, copartícipe ocasional de algunas actividades revolucionarias y le solicitó alquilar un apartamento para mudarse y así mitigar los conflictos con su futura suegra.

    Con Eugenio y Dysis también colaboraba Marcos Armando Rodríguez Alfonso, más conocido por Marquitos. Juntos emprendieron la tarea de buscar un lugar para los perseguidos.

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    Marquitos era menudo y de piel trigueña. Tenía el pelo lacio y, en ocasiones, mantenía su melena despeinada. Vestía ropa bien planchada y usaba lentes oscuros. A menudo calzaba unos zapatos mocasines con una moneda americana entre sus costuras o, en su defecto, unas sandalias franciscanas. Por la inusual forma de combinar su vestimenta, su lenguaje edulcorado y el hábito de andar con un libro bajo el brazo, su imagen se correspondía más con alguien cercano al snob que al común de los jóvenes integrados a la actividad revolucionaria. Ello le hacía chocar con el medio donde se desenvolvía. Los estudiantes universitarios dedicados a combatir a Batista tenían otro estereotipo y una jerga diferente para comunicarse. La lucha, el valor y la acción eran las palabras cotidianas de cualquier conversación. Sin embargo, pese al rechazo que provocaba su apariencia –no pocos lo consideraban un joven petulante, con pretensiones intelectuales y ningún valor personal– él se mantenía aferrado a ella.

    No obstante su extravagancia y las impresiones que de ella podían derivarse, había tenido alguna participación en la lucha. El 4 de abril de 1956, cuando detuvieron a los militares que conspiraban contra el gobierno de Batista (conocidos como «los puros» entre las masas populares, que así los diferenció de los restantes), los estudiantes universitarios se movilizaron para solicitar su libertad. Portando un cartel se presentaron frente a la universidad con la petición de libertarlos. Marcos estaba entre los manifestantes. Aparece en la foto que publicó el periódico Avance para ilustrar la noticia.⁵ En el Directorio existía una célula dirigida por Jorge Vázquez, Jorge Valls Arango y Pepe Vázquez, compuesta en lo fundamental por estudiantes y a la que también estaban afiliados algunos obreros. Marquitos estaba integrado a ella.⁶

    5 Avance, 4 de abril de 1956.

    6 Entrevista del autor a Héctor Terry Molinet, viernes 14 de septiembre de 2012, en La Habana.

    Detrás de la terca posición de lucir diferente había un marcado interés por ocultar su origen humilde; y sobresalir. Ser distinto de los demás obligaba a fijarse en él.

    El afán desmedido por llamar la atención, al igual que la compulsión por gustar y complacer a todos, denota inseguridad. Quien se hace esclavo de la opinión ajena suele tener una autoestima muy baja; y solo siente que existe cuando recibe halagos o la aprobación de su entorno. Aunque la experiencia de vivir nos dice que luchar por recibir elogios de personas decididas a no quererte, es batalla perdida de antemano.

    La percepción común hallaba una paradoja: El porte de Marquitos se contradecía con su manera de pensar. Su indumentaria lo enmarcaba en un espacio incompatible con lo que decía y hacía en otro. Existían rumores sobre su homosexualidad –tema tabú en la época–, que al parecer provenían de su afición a la poesía y al teatro, coadyuvados tal vez por una posición pacífica en cuyos cálculos diarios no figuraba la lucha armada en el enfrentamiento al Gobierno. Verdad o no, sus preferencias por el otro sexo no eran muy conocidas. No obstante, con tantos factores en su contra, algo poseía para ganarse a los demás. Su ternura y sus frases agradables eran bien recibidas entre las féminas. Conmovía su candidez infantil. Una novia, de las muy pocas que se le conociera, dijo de él: «Seducía por su exagerada dulzura, era incapaz de un mal gesto, de una mala palabra».⁷ Sin embargo, su fuerte estribaba en la posesión de una mente creativa, capaz de cambiar táctica y modo de pensar si la situación lo reclamaba. El pensamiento flexible es demostrativo de creatividad. Y la existencia humana, con sus tantos problemas, impone encontrar soluciones a cada momento. Quien no posea esta cualidad padecerá sufrimientos. Desde niño él había tenido que enfrentarse a situaciones difíciles y poseía cierto entrenamiento para la vida.

    7 Miguel Barroso: Un asunto sensible, Editorial Mondadori, Barcelona, 2009, pp. 294-297.

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    La relación de Marquitos con Dysis Guira y Blanca Mercedes Mesa venía desde fines del año 1955. Marcos las conoció en el teatro universitario. Algún tiempo después conocería al novio de Dysis, Joe Westbrook. Todos eran entusiastas del teatro. Dysis era muy dada a la literatura, escribía obras de teatro y cuentos. Marquitos dirigió una obra dramática en la que actuaron las dos muchachas. La afición común les hizo identificarse. Pero además los unía el sentir antibatistiano. Es eso lo que explica que junto a Dysis, Marquitos colaborara con Eugenio Pérez Cowley para buscar un lugar donde esconder a Joe Westbrook. El 9 de abril alquilaron el apartamento 201 en el edificio de Humboldt 7. Joe pasó de inmediato a ocupar la vivienda.

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    En la calle la situación se tornaba cada vez más tensa. Los cuerpos represivos buscaban a los jóvenes con tal insistencia que mantenían en vilo al Gobierno. El viernes 13 de abril se estableció una cifra récord. Solo en la capital se realizaron setecientas cuarenta y cinco detenciones.⁸ Se radicó causa por reunión ilícita. Alonso Pujol, expresidente de la república, en charla con un reportero de la revista Bohemia, explicó a la sección «En Cuba» el insólito acaecimiento: «Considero un tremendo error que en un minuto tan grave se aporte un nuevo elemento explosivo al recipiente donde bullen tantas inconformidades. No se puede jugar con fuego…».⁹

    8 Enrique de la Osa: En Cuba. Tercer tiempo 1955-1958, Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 2008, p. 451.

    9 Ibídem.

    En el mismo contexto, el Diario de la Marina informó de una entrevista celebrada entre el ministro Ramón Vasconcelos y una comisión de magnates hoteleros. Estos últimos venían a exponer sus quejas y preocupaciones. Afirmaban que la difusión de noticias alarmantes a través de la radio estaba alejando a los turistas. El gerente del Hotel Nacional expuso con un dato lo que quería demostrar: en un solo día recibió doscientos treinta y ocho cancelaciones de clientes. El domingo anterior los periódicos, nacionales y extranjeros, habían insertado un cable de Prensa Unida. En Miami, los turistas, ya con reservaciones en hoteles de La Habana y Varadero, captaron una escueta noticia. Decía así:

    La Habana, abril 17. Una queja presentada en la embajada de los Estados Unidos en La Habana reveló que un turista norteamericano fue golpeado en la cara y amenazado con la culata de una ametralladora de mano por un soldado del ejército cubano, frente a la residencia veraniega del presidente Batista, en Varadero, en la noche del domingo pasado. El turista fue identificado como Lawrence K. Luna Jr., ganadero de Wyoming, que se encuentra en Cuba estudiando las posibilidades de hacer inversiones en este país. Cuando ocurría el incidente estaban con Luna su esposa, Beatrice Witouck, de la alta sociedad belga, un hijo y una hija de Vasco L. da Cunha, embajador de Brasil en Cuba. Los Da Cunha informaron por teléfono a su padre en La Habana y este notificó inmediatamente a la embajada de los Estados Unidos, que gestionó y logró la libertad de Luna y sus acompañantes después de estar detenidos dos horas.¹⁰

    10 Enrique de la Osa: ob. cit., pp. 460-469.

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    Era el día treinta y siete desde el asalto a Palacio y aún seguían vivos los tres jóvenes. No solo contaban los días sobrevividos, sino también las horas y hasta los minutos. El 19 de abril fue particularmente caluroso. Las calles comenzaban a reverberar bajo la canícula. La ciudad estaba recogida tanto por la temperatura como por la fecha. Las actividades violentas y represivas parecían haberse dado tregua por la Semana Santa. Fructuoso, Juan Pedro y Machadito amanecieron calmados después de la agitación de la jornada anterior. Se habían librado del acoso sostenido, aunque por momentos la monotonía los asfixiaba. Desayunaron con los escasos alimentos disponibles, abastecidos por Julio García, de acuerdo con las exiguas posibilidades del movimiento. Las circunstancias aconsejaban mantenerse sosegado.

    Pero la tranquilidad existente en el Colegio Farmacéutico por Semana Santa duró menos de lo previsto. Unos pasos en el local los hizo ponerse en guardia. Alguien caminaba por el interior de la instalación. Esgrimieron las pistolas, esperando lo peor. Quedaron en silencio, contuvieron la respiración y aguzaron los oídos. Los pasos se acercaban cada vez más, hasta que pudieron ver la silueta de un hombre. Se le abalanzaron pistola en mano y lo conminaron a detenerse y poner las manos en alto.

    –Usted, ¿quién es?, ¿qué hace aquí? –le preguntaron.

    El hombre, asustado ante el inesperado encuentro solo atinó a balbucear unas palabras casi inaudibles:

    –¡Yo soy el sereno!

    –Usted queda detenido hasta que vengan los responsables del Colegio Farmacéutico.

    Llamaron a García Oliveras y le dejaron entrever la nueva dificultad por la que estaban atravesando. Julio localizó a Joe en Humboldt 7 y le refirió la compleja situación: la salida de la Víbora; después, del apartamento de la calle Zapata y ahora la contrariedad en el Colegio Farmacéutico. Joe no puso objeción a dejarlos refugiarse en el apartamento que ocupaba hacía menos de una semana. Estimó el peligro de los otros tres compañeros y ser él, el menos conocido. El apartamento era visitado por muy pocas personas, Dysis, Eugenio Pérez Cowley y Marquitos. Al mediodía del día 19 la crisis pareció quedar solucionada.

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    La permanencia en el Colegio Farmacéutico tocó a su fin. De cualquier modo, el tiempo acordado entre Julio García y el asesor Legal del centro estaba por cumplirse cuando la presencia inesperada del sereno aceleró la mudada. No hubo consecuencias del encontronazo pero no era conveniente seguir en el mismo lugar. Las reglas de la clandestinidad aconsejaban moverse

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