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Un viaje por el infierno
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Libro electrónico269 páginas3 horas

Un viaje por el infierno

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“Esta novela extraída de la vida real, no es un largo lamento, ni siquiera una denuncia. Tiene mucho de ternura, solidaridad, humor, valentía y se puede encontrar hasta un mensaje de esperanza. Es un libro-testimonio, donde el periodista Alberto Gamboa, más conocido como el “Gato”, ex director del desaparecido diario “Clarín” nos cuenta sus vivencias al cabo de meses de detención en el Estadio Nacional y en el campo de prisioneros políticos de “Chacabuco”.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 jun 2016
ISBN9789568323974
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    Un viaje por el infierno - Alberto Gamboa

    ALBERTO GAMBOA

    Un viaje por el infierno

    UN VIAJE POR EL INFIERNO

    Alberto Gamboa

    Edición: junio de 2016.

    Editorial Forja

    Editorial Forja

    General Bari N° 234, Providencia, Santiago-Chile.

    Fonos: +56224153230, 24153208.

    www.editorialforja.cl

    info@editorialforja.cl

    www.elatico.cl

    Dibujo de Portada: HERVI

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Prohibida su reproducción total o parcial.

    Derechos reservados.

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o trasmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

    Registro de Propiedad Intelectual: 60525

    ISBN: 978-956-338-248-8

    Estas líneas que reflejan pasajes
    dulces y dramáticos de mi vida,
    son para Maria Estela,
    mi mujer,
    que me enseñó a encontrar la felicidad.

    LAS MEMORIAS DE UN

    VIAJE POR EL INFIERNO

    Los titulares de primera plana hicieron famoso a quien dirigiera durante doce años el Clarín, diario popular que vendía –en promedio– 350 mil ejemplares los domingos. Lo hizo hasta el día del golpe, cuando el diario fue cerrado y confiscado por la dictadura militar; sus instalaciones incluso fueron utilizadas como lugar de torturas y detenciones ilegales. Clarín se había ganado el odio de la derecha, que no soportaba –entre otras cosas– la ingeniosa mordacidad de sus titulares. Una de las represalias fue la detención de su director, Alberto Gamboa Soto. Por sus ojos y mostachos –y no sabemos por qué otra cualidad felina– se le conoce simplemente como el Gato. En 1984 tuvo la oportunidad de contar la historia de su prisión política y el titular de su propio libro debía ser sensacional. Un viaje por el infierno, es propio de un reportaje que invita a seguir diversas peripecias que, adelanta, tienen un término: el protagonista pudo regresar para contarlo.

    En sus páginas están las vivencias de Alberto y sus compañeros, pero al publicarse la presente edición –veintiséis años después de la primera salida– también late en ellas la memoria de las condiciones en que se editó el libro. El momento de la publicación tiene un valor adicional, significativo. Es otra historia.

    El libro aparece por entregas semanales en agosto y septiembre de 1984. En esos días el Ministro del Interior es Sergio Onofre Jarpa, fundador de Renovación Nacional. La cesantía llega al 30%, hay jornadas de protesta; en La Victoria una bala de Carabineros mata al sacerdote André Jarlan. Se publica una lista de cinco mil chilenos que tienen prohibición de regresar al país. Hay, a pesar de todo, un frustrado diálogo gobierno-oposición; instante de apertura que toleró la audacia del periodismo de entonces que hizo denuncias y debió soportar clausuras y amedrentamientos. Entre sus atrevimientos está la serie Testimonios de la revista HOY, que se inicia con el libro de Alberto Gamboa. Es un momento enrarecido. Según la dictadura había peligro de perturbación de la paz interior. Y no se refería a sus problemas de conciencia.

    Como la memoria es frágil y cambiante, recordemos que hasta 1983 para editar un libro era obligatoria una autorización del Ministerio del Interior. Antes de que pasara un año del levantamiento de esa restricción –Decreto Exento del Ministerio del Interior Nº 262 de 1983– la revista inició la entrega de Los libros de HOY. Era una oportunidad. Y un riesgo. A modo de los antiguos folletines, la novela de la vida real se editó por entregas. Es decir, al inicio no se sabía cuántos de los cuatro capítulos planificados podrían llegar a los quioscos; cuándo el gobierno ordenaría la suspensión de la publicación; hasta qué punto la revista resistiría las presiones; hasta dónde la autocensura y los consejos legales harían inviable seguir escribiendo el libro. En tanto, el autor del libro tuvo un requerimiento de la justicia militar, con encargatoria de reo. Debió volver a donde había estado Clarín, ya que ahí mismo funcionaba la fiscalía. La querella se hizo eterna. La revista, por su lado, al poco tiempo estuvo sujeta a censura previa, debiendo entregar su material para el visto bueno de la Dirección Nacional de Comunicación Social (Dinacos). El gobierno prevenía así que HOY le pasara otro Gato por liebre.

    Por otro lado, la forma de distribución del libro tampoco aseguraba que todos los lectores tuvieran acceso a los cuatro tomos. Hasta hoy es posible encontrar en las ferias alguno suelto, pero difícilmente la obra completa con sus cuatro partes. El libro fue un regalo en el sentido de que se entregaba gratuitamente junto a la revista y que cubría una necesidad de conocimiento muy sentida, especialmente de gente desvinculada de las organizaciones políticas. La demanda se notó en la circulación de la revista que llegó a superar los cien mil ejemplares. Es decir, fue un libro que además afrontaba con un libro para leer (así decía la promoción) lo que se llamó el apagón cultural. Contar públicamente la experiencia de los presos políticos estimulaba a que otros lo hicieran. Y se perdía el miedo de abordar un tema de conversación que seguía siendo soterrado. El libro era legal. Había permiso para leerlo. Estaba en los quioscos. No era clandestino. Despertaba menos temores. Además era un libro de bolsillo, fácil de guardar, que amplió el arco de posibles lectores de un testimonio. Además del público que encontraba en el libro el reflejo de su propia historia, Un viaje por el infierno llegó a un lector que en los primeros momentos de la dictadura había sido obsecuente con el régimen. El libro no lo distribuía un medio de izquierda, debilitando la barrera de escepticismo que llevaba a que muchas personas que habían sido opositoras legítimas al Presidente Allende dudaran de la verdad de las víctimas, desconfiaran de la historia de los vencidos y fueran incrédulos respecto de esta dimensión de la derrota ajena. En el contexto político, la colección estaba inserta en el discurso que promovía la reconciliación y el diálogo. El libro nos cuenta, como bien dice Mauricio Carvallo presentando el primer tomo, lo que ignorábamos –o queríamos ignorar– cuando hacíamos una existencia normal, mientras a ellos les cambiaban sus vidas. (En esos ellos debo incluirme por haber recorrido los mismos lugares por los que pasó el Gato Gamboa, certificando la veracidad de las experiencias comunes que relata).

    ¿Qué se ignoraba y muchos siguen ignorando? Hay cuatro aspectos, que Alberto Gamboa ilustra con envidiable sencillez, que a mi juicio sintetizan el paso por el Estadio Nacional y Chacabuco. El enfrentamiento con la violencia contra nuestros cuerpos, el trato degradante con escarnio; la incertidumbre y la capacidad de resiliencia de los prisioneros. Al Gato Gamboa lo torturaron sin decir basta; del Velódromo volvía a los camarines literalmente en calidad de bulto. Al Gato Gamboa, lo humillaron cortándole uno solo de sus dos mostachos característicos para que fuera el hazmerreír de quienes lo humillaban. El Gato Gamboa vivió en Chacabuco la tortura que ahí se llamaba incertidumbre; donde nadie sabía cuál iba a ser su suerte al final de la tarde. Y en esas situaciones, los prisioneros se organizaron y enfrentaron la adversidad con solidaridad, enseñando y aprendiendo, riéndose; con poesía, música y artesanía. Haciendo lo que cada uno sabía hacer y compartiéndolo. El Gato Gamboa hacía en Clarín el gracioso Consultorio Sentimental del Profesor Jean de Fremisse, en Chacabuco hacía el del Profesor Nitrato, en un diario mural manuscrito como aquellos en que empezó a hacer periodismo en el Liceo Lastarria. La precariedad no impidió que siguiera haciendo humor y periodismo.

    Paradójicamente, existen beneficios de la censura. Obliga a aguzar el ingenio para eludirla y a encontrar nuevas estrategias de escritura para aludir los temas prohibidos. La memoria del horror pudo cubrir los cuatro tomos del libro. Y más. Pero la situación de amenaza en que fue escrito favoreció una estrategia de eufemismo y litotes, que le dio paso a un aspecto de los testimonios que es poco requerido por la justicia y la política: la cotidianidad que revela cómo, a pesar de todo, los prisioneros enfrentaron la adversidad y demostraron una capacidad de resiliencia notable. Aquello se cuenta principalmente mediante anécdotas que no pueden relatarse sin humor, sin autoironía y sin reconocer esa parte ridícula que todos tenemos. Esa convivencia Alberto Gamboa la cuenta bien, confiando en que el lector completará el cuadro sin perder de vista el contexto de cautiverio, dolores e incertidumbre en que pudo desarrollarse un ambiente de fraternidad inolvidable.

    A la construcción de un ambiente social positivo, propicio a la resiliencia, Alberto Gamboa aportó su humor, su bonhomía, su sentimentalismo. Su espíritu amistoso y pícaro. Su capacidad para llegar a la gente sencilla. Su habilidad política. Contribución que se potenció con la de muchos otros que hicieron comunidad. Tal vez la situación de escritura y edición del libro permitieron privilegiar estos aspectos, que en otra situación habrían sido eclipsados por la denuncia de más atrocidades (que, lamentablemente, no dejamos de seguir conociendo). Quizá, en plena libertad de expresión, el Gato habría mantenido de todas maneras este punto de vista que humaniza, al fin de cuentas, lo que él ha llamado el infierno.

    El solo hecho de haber publicado este libro bajo dictadura, en las circunstancias mencionadas, ya es un gran mérito; distinto al haber publicado en el exilio o después de la dictadura (el suscrito reconoce haber hecho ambas cosas; en 1975 y 2003, respectivamente). El riesgo, el punto de vista y la situación de lectura hacen la diferencia. Se escribió y publicó, además, antes de que hubiera comisiones Rettig y Valech; antes de que se recuperara la democracia. La memoria requiere coraje y debe ser oportuna. Puntualmente, Un viaje por el infierno responde al llamado que siente el reportero: vive la noticia y después la cuenta. Así actuó Alberto Gamboa. Que otros la interpreten. Es reportaje, crónica, autobiografía. Curiosamente los editores le llamaron novela de la vida real, pero no es ficción. Es un testimonio, una escritura de la memoria.

    El libro de Gamboa, entonces, testimonia de hecho dos momentos de la dictadura: la prisión inmediatamente después del golpe, que es el asunto que trata; y la situación en que el mismo libro es editado, durante la dictadura plenamente instalada de los años ochenta. Es un aporte a la memoria referida a las violaciones de los Derechos Humanos y a las sobrevivencias; también a la historia del libro chileno y del periodismo nacional.

    Alberto Gamboa estuvo un año y diez días preso, según un documento que se reproduce en el libro. Pasó una década para que publicara parte de sus recuerdos bajo el título Un viaje por el infierno. Han pasado veintiséis años para que estas memorias sean editadas en un solo volumen. Mucha agua barrosa ha pasado bajo los puentes en estos años: el plebiscito de 1988 (¡Corrió solo y llegó segundo!, tituló el Gato en Fortín Mapocho), los cuatro gobiernos de la Concertación y, ahora, el regreso de la derecha a La Moneda. Han quedado, sin embargo, algunas verdades establecidas que ya nadie puede desmentir. Horrores que nunca debieron suceder y solidaridades que enaltecen al ser humano. Este libro de Alberto Gamboa contribuye a que la verdad –que muchos insisten en desconocer– se siga extendiendo para que nunca más se repitan las injusticias que él y miles de personas sufrieron; entre ellas las que nunca pudieron compartir su testimonio. Por ellas hablan los testigos y los ecos de estas páginas.

    Jorge Montealegre Iturra

    Santiago, abril de 2010

    MINISTERIO DE DEFENSA NACIONAL

    SECRET. EJEC. NAC. DE DETENIDOS/.

    CERTIFICADO

    EL CORONEL, SECRETARIO EJECUTIVO NACIONAL DE DETENIDOS que suscribe;

    CERTIFICA:

    Que el ciudadano (a) GAMBOA SOTO, Alberto Cédula de Identidad Nº 1.367.198 Gabinete de SANTIAGO permaneció detenido (a) en CAMPAMENTO DE CHACABUCO desde el: 19 de Septiembre de 1973 hasta el: 29 de Sept. de 1974

    Que dicha detención fue temporal consecuencia de la aplicación de las facultades del Estado de Sitio.

    Que fue puesto (a) en libertad por no haberse comprobado, hasta este instante, que hubiere contravenido las normas constitucionales del país, en conformidad al decreto Nº 380 de fecha 10 de Septiembre de 1974 del Ministerio del Interior.

    Dado en Santiago a DOCE DÍAS del mes de MAYO del año Mil Novecientos Setenta y Cinco.

    hjm

    JORGE ESPINOZA ULLOA
    CORONEL
    Secretario Ejecutivo Nacional

    INTRODUCIÓN

    MONTAJE HUMANO

    A partir del año 1975, este documento es mi carta de presentación. Asegura que no alteré las normas constitucionales, no rompí con el orden establecido y fui un riguroso observante del decreto exento. Así lo sostiene este certificado oficial.

    En resumen, soy una blanca paloma.

    Atrás quedo mi horroroso pasado de periodista colegiado, director de uno de los diarios más populares de Chile, el de mayor venta hasta 1973. También quedaron atrás mis convicciones profundamente democráticas, de enamorado de la libertad, de amigo de la gente humilde, de enamorado de su mujer, de sus hijos, de sus padres y de su patria.

    Pasaron relegados al olvido los 375 días que permanecí preso en el Estadio Nacional y en el campo de concentración de Chacabuco, junto a miles y miles de chilenos que corrieron igual o peor suerte que yo.

    Manteniendo ese tono de ligereza, hasta podría canturrear los versos sugerentes de una vieja canción española que decían: Na’ te debo, na’ te pío, me voy de tu vera, olvídame ya.

    ¿Pero es justo cerrar así este capítulo de mi vida y de la vida de tantos otros compatriotas, con un silencio total?

    Honestamente, pienso que no.

    ¿Qué hacer, entonces?

    No hay que ser brujo para encontrar la respuesta.

    Contar lo que vi.

    Es decir, lo que hice siempre como reportero.

    Vivir la noticia. Y después de vivirla, escribirla apegada fielmente a los hechos.

    ¿Y cómo se va a interpretar lo que cuente?

    ¡No se va a interpretar! ¡Simplemente se va a leer! Simplemente va a emocionar o hacer sonreír, porque todo lo que pretendo contar tiene un montaje humano.

    ¡Absolutamente humano!

    En este relato, los presos políticos no aparecerán planteando fórmulas para convertir a nuestra patria en un paraíso. Ni haciendo serias y profundas autocríticas de los procedimientos empleados por el gobierno popular. Van a aparecer como seres humanos. Con sus grandezas y debilidades. Cómo los vio, cómo alternó con ellos este reportero que también tiene virtudes y defectos como todos los hombres.

    Este amplio reportaje, novelado a veces y otras veces no, no tiene ambiciones literarias.

    Es simplemente un testimonio.

    ¡Que se entienda bien!

    Un testimonio y no una acusación.

    No he sido ni soy el dueño de la verdad, como se estila en estos momentos.

    No puedo decir enfáticamente: ¡esta es mi verdad y la tuya no sirve!

    Tampoco se trata de que los malos sean ellos y los buenos nosotros.

    Yo viví largo tiempo privado de mi libertad en el Estadio Nacional en Santiago y en el campo de concentración de Chacabuco en la Segunda Región. Un mes y días, amontonado en el Estadio Nacional. Casi un año, en la vieja salitrera de Chacabuco, maquillada muy a la ligera para convertirla en campo de prisioneros.

    Alterné, por lo tanto, con miles de hombres detenidos llenos de angustia, llenos de esperanza. También conocí a muchos hombres uniformados, en un 90 por ciento despiadados, en un diez por ciento comprensivos.

    Ése fue mi material para escribir. Y el lugar donde lo hice, fue Chacabuco.

    Chacabuco es una vieja oficina salitrera, abandonada hace muchos años por sus dueños, unos industriales españoles. Está situada a unos cien kilómetros más al norte de Antofagasta, por la Panamericana.

    Conscriptos de los regimientos de esa zona, con ciertas aptitudes de carpintería, la habilitaron y transformaron en campo de concentración, en algo así como cuatro semanas.

    ¿Qué adelantos modernos o sanitarios introdujeron?

    Los mínimos.

    Cerraron con rejas tipo gallinero, de más o menos tres metros de altura, el lugar donde estaban las casas de los obreros y empleados de las salitreras. Dejaron fuera de la reja las casas de los patrones y de los ejecutivos, la iglesia, que es una reliquia arquitectónica, el teatro por donde desfilaron famosos artistas y cantantes de la década del 40 y la plaza que era un verde oasis en plena pampa salitrera.

    A las rejas las coronaron con alambre de púas electrificado. Y construyeron altas torres de madera con techumbre, donde la guardia armada vigilaba día y noche a los detenidos para impedir que se escaparan.

    ¿A dónde?

    Había que ser loco rematado para pensarlo siquiera. Porque el campo estaba rodeado de un ancho sector que fue totalmente minado. Y como si eso fuera poco, el villorrio más cercano estaba situado como a 20 kilómetros.

    De todos modos se me ocurre que la estrategia militar admite la existencia de estos locos sin destino.

    Las casas no tenían puertas ni ventanas. Las cerraron con sacos y gangochos, que por supuesto, no atajaban ni la tierra, ni el viento, ni el frío, que aparecen despiadados por las noches, después de los sofocantes calores del día. Para dormir, construyeron camarotes de tres o cuatro camas. El preso que tenía suerte conseguía una colchoneta delgada. El que no la tenía, dormía con una sola frazada sobre las tablas.

    Construyeron dos letrinas más o menos grandes en los extremos del campo. Una con duchas, la otra, no. A los dos o tres días hubo que agrandarlas. No estaban calculadas para mil doscientos personas que fueron los presos fundadores del campo.

    Llegué a Chacabuco la noche del 9 de noviembre de 1973 como a la una y media de la madrugada. Tuve la suerte de viajar en un Boeing de LAN que transportó algo así como a 140 compañeros.

    A esa hora hacía un frío glacial. Pero nuestro capitán anfitrión estimó conveniente revisar nuestras ropas y equipajes, uno por uno. Para acelerar el procedimiento, ordenó sacarnos toda la ropa. Soportamos la revisión solamente con los calcetines y calzoncillos puestos. Dábamos diente con diente.

    Esa misma noche, quedé instalado en la casa Nº 8 del pabellón 34 del campamento con otros siete detenidos. Se distribuyeron todas las casas por orden alfabético.

    Antes de intentar dormir un poco, nos presentamos. Algo pasó entre nosotros. Porque desde esa noche, quedó tácitamente constituida una familia que no se desarmó jamás.

    Recuerdo sus nombres y el cálido y sincero apretón de manos que nos dimos esa noche de angustia. Han pasado muchos años y todavía

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