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Hanami
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Libro electrónico361 páginas4 horas

Hanami

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Una aventura mágica y apasionante sobre la amistad, el deber y la familia en el Japón del siglo XVI.

Sakura Izumi, una tímida e insegura muchacha de dieciséis años, hija de dos campesinos sembradores de arroz, ingresa en la escuela de enseñanza superior. Allí, los senseis a su cargo la enseñarán a empuñar armas, a lanzar poderosos hechizos y a enfrentarse a todo tipo de peligros. Por fin podría aprender lo necesario para hacer sombra a su admirado hermano, Kenji.

Pero pronto todo su entusiasmo se verá truncado por un triste suceso, un fatídico encuentro con dos de sus compañeros de clase. Los hermanos Michi y Raiden Oshiro, herederos de uno de los clanes más temidos de todo el imperio. Un encontronazo que la marcará de por vida.

Tras ello, Sakura deberá hacer frente a la realidad y luchar por seguir adelante en un mundo lleno de peligros y adversidades. Por suerte, a lo largo del camino la acompañarán sus dos mejores amigos: Akira, una alegre joven procedente del lejano Egipto, y Kai, un chico con un misterioso pasado, por el que Sakura no puede evitar sentirse atraída.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento18 nov 2020
ISBN9788418369391
Hanami
Autor

Rafa Canosa Vallejo

Rafael Canosa Vallejo nació el 25 de agosto del año 2000 en Madrid (España). Desde bien pequeño sintió una gran afición por todo el mundo y la cultura oriental. Su tiempo libre lo solía invertir en ver series y películas de animación, la mayoría de ellas provenientes de Japón. Años más tarde, sus padres le regalaron su primera videoconsola, gracias a la cual se metió de lleno en el mundo de los videojuegos, otro elemento que le ayudó a sentirse fuertemente atraído por la cultura japonesa. Tras una primera incursión fallida en la universidad, se vio con multitud de tiempo con el que antes no contaba. Para matar el rato se le ocurrió empezar a escribir pequeñas ideas y conceptos, pero con el paso de los meses aquellas inocentes propuestas fueron tomando forma hasta llegar a lo que hoy se conoce como Hanami, su primera novela. Tras finalizar la que sería su primera novela y publicarla con tan solo diecinueve años, empezó a trabajar como redactor en numerosas páginas web, a menudo hablando sobre videojuegos. Hoy en día, se encuentra escribiendo su segunda novela y cursando la carrera de Psicología.

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    Hanami - Rafa Canosa Vallejo

    Prólogo

    序文

    Subí por las escaleras de mármol que conducían al templo Imperial, hogar del shogun. Y me dirigí a la parte trasera del mismo. Allí había un panteón en honor de los caídos. Se había construido un monumento para rendirles homenaje. Era un samurái con dos catanas en lo alto de su espalda, estaba agachado, sufriendo y sangrando. A punto de ser derrotado. Tras pasar de largo, llegué a la parte donde se situaban todas las tumbas. Un mar de lápidas se abría ante mis ojos, frías piedras llenas de inscripciones que reflejaban la tristeza y dolor por la pérdida.

    Iba allí a ver a una persona, uno de los que perdió la vida en el asalto que tuvo lugar hace un año. Uno de los valientes que dio su vida para proteger la ciudad. Era un día lluvioso, la llovizna se mezclaba con la flora, las hojas de los árboles que adornaban el cementerio se caían posándose sobre los muertos, dando una gota de color a todo aquel sombrío lugar. Su tumba estaba al final, apartada en uno de los costados. La lápida ya estaba resquebrajada, pero todavía se podía leer la inscripción:

    Aquí yace uno de los héroes que combatió contra los revolucionarios que intentaron invadir la ciudad de Kioto. Gracias a su servicio pudimos defender lo que es nuestro. La verdadera grandeza de esta ciudad no está en sus monumentos o en sus riquezas, sino en la valía de su gente.

    Me senté justo enfrente, dejé un ramo con flores de cerezo encima de la fría piedra y recé a los dioses por su alma. En medio de las oraciones, empecé a recordar lo ocurrido. Todo lo ocurrido, desde el principio. Hasta llegar a aquel fatídico momento.

    Capítulo primero. ¡Soy Sakura Izumi!

    Nací en el año 1537 en Kioto, la capital de Japón, en el seno de una familia trabajadora y humilde; no podíamos permitirnos muchos caprichos. Sobrevivimos gracias a nuestro negocio familiar. Gracias a él, vamos tirando.

    Nuestro día a día era muy monótono; mi padre, Satoru, se levantaba junto con mi hermano, Kenji, a las seis de la mañana para ir a los campos de arroz y así poder adelantar un poco de trabajo, mientras mi madre, Takara, me levantaba y preparábamos el desayuno para cuando los chicos volvieran.

    Normalmente, desayunábamos un poco de arroz, el que sobraba del día anterior, y lo acompañábamos de algún tipo de bebida, como solía ser el té de hierbas de mi abuela.

    Después de desayunar, mis padres se marchaban al trabajo a intentar vender el arroz que habían recogido por la mañana. Y mientras tanto, mi hermano se iba a la escuela y yo me quedaba con mis abuelos.

    Aquel era mi primer año en la escuela superior, y no podía esperar a que llegase ese primer día. Me pasé todo el verano anterior contando las semanas, los días y las horas que me separaban de aquel ansiado primer día de clase.

    Antes he mencionado a mis abuelos, vivían a unos diez minutos de nuestra casa, como a medio camino de la escuela y la tienda familiar. Mi hermano me dejaba con ellos mientras él iba a clase y mis padres se quedaban trabajando para mantenernos a todos.

    Esto hacía que me pasase todo el día con ellos, mi abuelo, Hajime, me enseñaba las cosas básicas de la agricultura, como pueden ser regar un campo de arroz o aprender a coger una simple azada. Y luego mi abuela, Hisa, me enseñaba a cocinar, la mayoría eran recetas muy simples y sencillas, pero con nuestros recursos no nos podíamos permitir mucho.

    Así pasábamos las mañanas hasta que mi hermano volvía de la escuela. Después, tras comer con los abuelos, nos marchábamos a nuestra casa. Solíamos llegar antes que nuestros padres y, sinceramente, había días en los que la espera se hacía insoportable, porque se veían obligados a realizar horas extra con tal de vender aunque fuese un puñado más de arroz que nos permitiese comer algo al día siguiente.

    Para hacer tiempo y amenizar la espera mientras llegaban papá y mamá con la cena, mi hermano y yo teníamos que hacer mogollón de cosas; algunos días íbamos a la orilla del lago a pescar, yo no era muy buena, la verdad, pero mi hermano, en cambio, era el mejor pescador que conocía, no había pez que se le resistiera. Otros días íbamos al campo y yo veía cómo mi hermano entrenaba sus técnicas. Lo miraba con la boca abierta y los ojos brillantes, me moría de ganas por aprender a hacer algo de eso. Se pasaba los días practicando sus habilidades para la prueba final de la escuela superior, que preparaba junto con el resto de sus compañeros.

    Me acuerdo de que siempre le pedía a mi hermano que me enseñase alguna técnica, nunca hubo suerte, él me decía que todavía no era el momento y no quería que me hiciese daño. Yo siempre me ponía a patalear y le gritaba… Ahora entiendo a qué se refería. A pesar de todo, disfrutaba mucho de esas tardes con mi hermano, porque nos permitían conocernos un poco mejor y así poder saber más de él y de lo que hacía. Yo tenía por aquel entonces dieciséis años, él, en cambio, ya tenía veintiuno y llevaba años preparando la graduación. Me contaba historias increíbles de lo que podían hacer él y el resto de las integrantes de su grupo, y yo no podía hacer otra cosa más que quedarme maravillada, mirándole con cara de embobada, me podía pasar toda la tarde escuchándolo sin apenas decir palabra; claro que, cuando acababa lo que tenía que contar, yo tenía ya preparada una batería de preguntas con las que abordarlo. He de reconocer que era un poco pesada. Pero hay que decir que nunca se lo tomó mal, nunca me puso una mala cara, más bien al contrario, siempre fue alguien muy benévolo conmigo.

    En aquella época le hacía eso a todo el mundo, no solo a mi hermano. Prácticamente se podría decir que iba acosando a la gente por la calle, es más, recuerdo que en mi casa jugábamos a un juego que consistía en ver quién podía aguantar más tiempo callado, creo que os podéis imaginar quien perdía siempre. Toda esta personalidad mía cambió completamente cuando empecé a ir a la escuela.

    Así pasé ese último verano, deseosa de que llegase el inicio de las clases. Recuerdo que la noche anterior al inicio de estas no dejé dormir al pobre de mi hermano, estuve toda la noche haciéndole preguntas de todo tipo, algunas de lo más absurdas que os podáis imaginar.

    Creo que nunca en mi vida he madrugado tanto como aquella mañana, era mi primer día en la escuela superior. Me levanté incluso antes que mi padre. Me dio tiempo a prepararlo todo, incluido el desayuno, y mi padre ni siquiera se había levantado. Es más, recuerdo que me pasé las tres horas que faltaban para irnos mirando fijamente el reloj que teníamos en la cocina, contaba cada movimiento de sus pequeñas y endebles manecillas

    Me acompañó mi hermano, mis padres no podían venir por culpa de su trabajo, así que tuvo que ser él. Me dejó en la puerta de la escuela y rápidamente se marchó, porque llegaba tarde a clase, nos despedimos y quedamos en el mismo sitio a la hora de la salida para irnos juntos a casa de los abuelos. Había llegado el momento, ese momento que llevaba esperando años, desde que empecé a ver a mi hermano hacer lo que hacía. Ahí estaba yo, lista para empezar. Observé y me quedé realmente impactada por la cantidad de gente que se reunía en torno a la puerta principal. Algunos eran padres u otro tipo de familiares, pero la mayoría, como yo, eran nuevos alumnos que afrontaban su primer día. No sé cuántos podría llegar a haber, lo que sé es que no había visto tanta gente junta en toda mi vida. Al final, me decidí a acercarme al grupo mayoritario cuando de la puerta de la escuela salió un grupo compuesto por cinco personas, muy distintas entre ellas. Se colocaron en una fila, con dos mujeres a los extremos, otra en el centro y dos hombres escoltándola. Fue precisamente la mujer de la posición central la que dio un paso adelante sobre los otros cuatro, lo recuerdo como si fuera ayer, todavía no la conocía, pero acabaría siendo mi sensei.

    No era una persona impresionante físicamente, era bastante normal. Su característica más llamativa era, sin duda, su cabello, lo llevaba muy corto y cortado en forma de tazón y en un color azul como el diamante. Vestía con una túnica de color azul, que lucía símbolos en una escala de grises. Una de las mangas la llevaba cortada a la altura del hombro, y eso dejaba a la vista todo su brazo izquierdo. No podía parar de fijarme en todos esos símbolos que a duras penas entendía. Y en todas esas quemaduras y marcas que tenía, fruto del duro entrenamiento, supongo. Tan solo se podían resaltar dos elementos más en su simple indumentaria, unos pendientes que llevaba con una llamativa forma que recordaba a una ola de mar. Por último, me fijé en el collar que le recorría el cuello y que simulaba la forma de un dragón color esmeralda.

    Su discurso empezó con un grito, con lo que consiguió acallar a todo ser viviente que estuviese cerca en aquel momento. Una vez se cayó todo el mundo, se aclaró la voz y empezó su discurso de bienvenida:

    —Bienvenidos, jóvenes cachorritos, hoy es el primer día del resto de vuestras vidas, hoy empezamos un camino que os puede llevar a la gloria o acabar con todos y cada uno de vosotros. ¿Sabéis lo bueno? Que el desenlace de todo esto solo depende de vosotros, de lo que cada uno sea capaz de hacer. No hacemos excepciones con nadie, nos da absolutamente igual quiénes seáis vosotros o quiénes sean vuestros padres, nos da igual vuestro apellido, origen o color de piel, aquí todos seréis tratados de la misma manera y seréis juzgados equitativamente y en relación con vuestros méritos personales. Y el que no pueda aceptar esa primera premisa, que se dé media vuelta y se largue a su casa, porque aquí no tiene ningún futuro. —Tomó un poco de aire y retomó el discurso.

    »Bueno, la gente que veis detrás de mí será vuestro profesorado durante los próximos años, y ellos serán los encargados de guiaros. Solo tenéis que hacerles caso sin rechistar y llegaréis a lo que os propongáis. Si, por el contrario, no obedecéis y os las dais de inteligentes, seréis los primeros en caer. Imagino que tendréis muchas preguntas de todo tipo, pero, tranquilos, todas esas dudas que se os pasan ahora por la cabeza os serán resueltas a su debido momento, no tengáis prisa alguna. —Sacó una especie de rollo.

    »Los más avispados os habréis dado cuenta de que sois un total de ciento cincuenta alumnos y de que nosotros somos cinco profesores, por lo tanto, ya sabréis lo que os voy a pedir. Lo único que tenéis que hacer es formar cinco filas, una enfrente de cada uno de mis compañeros, hasta llegar a un límite de treinta por fila.

    Mientras pronunciaba estas palabras, los otros cuatro profesores ya habían dado un paso adelante y se habían puesto a su misma altura. Yo, que, como siempre, había llegado la última, acabé por unirme a la fila que quedó libre, fue algo puramente instintivo, no hice ningún simple amago de pensar en aquella simple acción. Pues bien, acababa de elegir a mis veintinueve compañeros de clase y a mi profesora. Al final, resultó ser algo más que una simple acción trivial.

    Cada uno de los senseis se llevó a su grupo de alumnos a su clase; yo, lógicamente, seguí a mi grupo. Antes de llegar a clase, justo en la puerta, la profesora se paró, sacó una especie de lista que tenía y empezó a nombrar nuestros nombres uno tras otro, y a su vez nos colocaba en la clase. Yo entré de las últimas, lo que provocó que los otros alumnos se giraran y clavasen sus miradas en mí. No os podéis imaginar la vergüenza que me dio aquello, corrí todo lo que pude hasta sentarme en mi pupitre y poder refugiarme de todas aquellas miradas. La colocación era muy simple, la clase se dividía en seis filas y en cada una se sentaban cinco alumnos, recuerdo que a mí me tocó en la cuarta fila.

    Al entrar el último de los treinta alumnos, pasó la sensei, cerrando la puerta tras de sí, se apoyó en la mesa y nos explicó en qué iba a consistir su asignatura…

    Una vez acabada la explicación de la primera asignatura, nuestra sensei se marchó y nos dejó unos minutos a solas. Todavía puedo recordar lo nerviosa que estaba, no conocía a nadie y no sabía qué hacer, miré dos filas hacia delante y vi cómo un grupo de chicos se empezó a fijar en mí, pude observar cómo hablaban y a la vez no me quitaban el ojo de encima, y cómo más de uno se empezaba a reír. Al principio pensé que se trataba de una casualidad.

    A mi izquierda se sentaba una chica, era bastante agradable a la vista, tenía unos ojos de color azulado y el pelo recogido con una cola de caballo que le llegaba hasta la mitad de la espalda. Iba vestida con un vestido rojo y estampado con flores de loto blancas. Se giró hacia mí, creo que notó lo nerviosa que estaba —hay gente que parece que tiene un sexto sentido para estas cosas— y fue ella la que se lanzó a hablar conmigo.

    Tras un par de minutos respondiendo sus preguntas como una tonta, me había decidido a preguntarle acerca de sus orígenes, pero de repente el tono general de la clase empezó a descender.

    Empezamos a mirar hacia la puerta y vi entrar a uno de los profesores que habíamos visto fuera. A diferencia de Yuri, este no tenía un aspecto muy «amigable». Era un hombre ya mayor, rondaría los cincuenta años, pero era muy alto y muy fornido. Vestía con lo que parecía una armadura sacada de los cuentos que me contaba mi madre por las noches, parecía ser muy pesada y robusta, estaba forjada en una especie de metal, pero no adiviné de cuál se trataba. Llevaba colgando de la espalda con una correa lo que parecía una catana, que sería más grande que yo. En cuanto a sus rasgos, cabe destacar el brillo que emanaba de su cabeza, completamente rapada, encima, tenía cara de pocos amigos, era, sin duda, la cara de un hombre castigado. Al principio no pude verlo, porque entró de lado, pero al ponerse frente a la clase pude ver esa cicatriz atroz que tenía en la cara, le recorría desde lo alto de la frente hasta la comisura de los labios y le pasaba por encima del ojo derecho. Lo primero que hizo al darse cuenta de que todavía había gente que no le prestaba la atención necesaria fue dar un puñetazo contra la pizarra. Como no podía ser de otra manera, se hizo el más absoluto silencio, un silencio que sería, sin duda, la norma en las clases de aquel profesor. En ese momento, me fijé también en sus manos, llenas de callos y marcas provocadas por el paso del tiempo. Y otra cosa que tampoco pude ignorar fue el hecho de que, al igual que la sensei Yuri, también tenía el brazo izquierdo lleno de símbolos y marcas.

    —Así está mejor —dijo al ver que nos callábamos—. Bueno, voy a presentarme, soy Takeshi Fujimori y seré vuestro sensei de lucha y combate cuerpo a cuerpo. Y siento deciros que seré vuestra peor pesadilla, os aviso de que mi asignatura solo la aprueban los más fuertes, si esperáis algún tipo de flexibilidad o compasión por mi parte, lo siento, pero eso pedídselo a otro al que le importe…

    Tras el largo discurso, Takeshi desapareció de la habitación casi sin decir adiós. Y a los pocos segundos, de repente, sin que nadie pudiese siquiera adivinar cómo ni de dónde, se había posado encima de la mesa nuestra tercera sensei.

    —Muy buenas a todos, encantada de conoceros, yo soy Miu Harada y me han encargado ser vuestra sensei de sigilo e infiltración —empezó diciendo, cuando aún la gente estaba intentando adivinar cómo había llegado hasta allí.

    Estaba sentada sobre la mesa con las piernas cruzadas, lo primero que llamaba la atención de Miu, era su melena negra como el carbón, que llevaba recogida con una cinta de color verde pistacho a juego con sus ojos. La verdad es que, después de conocer a Takeshi sensei, era de agradecer que la siguiente fuese mucho más agradable y se tomase todo de manera más calmada, eran como la noche y el día, nada que ver. En cuanto a su equipo, rápidamente se podía ver que lo importante para ella era premiar la ligereza y la agilidad por encima de todo, iba vestida completamente de negro con lo que parecía una especie de túnica, aunque encima se observaba cómo llevaba protecciones en los tobillos, los antebrazos y el pecho. Tenía un cinturón del que colgaban todo tipo de accesorios y artilugios, como podrían ser los kunais o los shuriken, además de dos nunchakus que llevaba anudados con fuerza, uno a cada lado de la cintura. Pero lo que más me llamó la atención fue, sin duda, el kusarigama que llevaba a la espalda.

    Miu, al igual que hicieron sus dos precursores, nos empezó a explicar en qué iban a consistir sus lecciones y hacia dónde iban enfocadas.

    Tras la presentación, estaba previsto que se presentaran los otros dos senseis, pero parece ser que ocurrieron una serie de imprevistos, o eso nos dijeron. Al salir, algunos se fueron juntos, otros con sus familias… Yo, en cambio, empecé a escudriñar entre la gente buscando a mi hermano, me costó encontrarlo, pero al final lo encontré apoyado sobre un árbol un poco apartado de la multitud que se congregaba junto a la entrada.

    Hay que decir que nunca se sintió muy a gusto rodeado de gente, odiaba bastante las multitudes, en general, no le gustaban mucho las personas, o al menos estar rodeado de ellas. Era alguien que disfrutaba de la soledad, que la necesitaba y la apreciaba; además, no creía mucho en la gente.

    Corrí hacia él y lo primero que hice fue darle un abrazo muy muy fuerte.

    —¿Qué tal el primer día? —me preguntó.

    —Bueno, un poco aburrido, demasiada charla —le contesté.

    —Es normal, los comienzos son duros, pero ya te acostumbrarás —me contestó mientras ponía una sonrisa burlona.

    —Venga, vámonos, que nos están esperando los abuelos para comer.

    Naturalmente aproveché todo el camino para contarle hasta el más mínimo detalle de lo que me había pasado aquella mañana.

    Calculo que tardamos en torno a quince minutos en llegar. Como era habitual, mi abuelo nos esperaba recostado sobre su silla favorita, que tenía junto a la puerta. Estaba igual que siempre, nunca perdía aquella sonrisa alegre y jovial, a pesar de tener cerca de ochenta años. Aunque la edad no le perdonaba, al verme se le arrugaba todavía más su frente y resaltaba su nariz fina y chata. Le quedaba ya poco pelo y el poco que todavía mantenía lucía ya bastantes canas. Iba vestido con unas sandalias de madera que, al igual que la silla en la que se encontraba, habían sido talladas a mano por él. Se le notaba que había pasado toda la mañana trabajando en los campos, llevaba una camisa blanca o que, al menos, fue blanca en algún momento. Y, por último, lo que no podía faltar era su sombrero de paja, amarillento como el sol al amanecer y que solo se quitaba a la hora de dormir. Después de saltar al cuello de mi abuelo y darle dos besos, rápidamente corrí a la cocina, donde sabía que estaba mi abuela, el olor a comida era inconfundible, inundaba por completo toda la casa.

    Me asomé a escondidas para observar a la abuela mientras mi hermano se quedaba fuera con el abuelo, lo primero que vi fue su melena negra y alisada. Llevaba una bata blanca atada a la altura del estómago con un lazo de color rojo. La vieja madera del suelo crujió y ella se giró al notar mi presencia. Ahí pude ver su cara. Se notaba que no era un día normal, porque se había pintado los ojos a juego con el color de su pelo y llevaba los labios rojos como el carmín. Ella me cogió en brazos, abrazándome fuerte, y me dijo lo mayor y guapa que estaba mientras me mostraba la comida que había preparado. Yo, naturalmente, ya lo sabía por el olor que inundaba toda la casa, pero mis sospechas se confirmaron al verlo, como no podía ser de otra manera, mi olfato no me fallaba, se trataba del ramen de mi abuela, el olor de ese caldo, a base de carne, verduras, huevo, pasta de pescado y ajo, era inconfundible y, encima, estaba a rebosar de fideos. Un auténtico manjar.

    Nos sentamos los cuatro a comer y les conté mis desventuras. Se los veía encantados, felices de ver tan contenta a su nieta. Al terminar de comer nos despedimos, rápidamente, ya que nos entretuvimos un poco más de la cuenta y a mi hermano se le estaba haciendo tarde y necesitaba volver a casa para seguir con sus entrenamientos. Y yo era consciente de que lo había entretenido demasiado ya. Además, le notaba más extraño de lo normal, sobre todo desde que llegamos a casa de los abuelos, supongo que estaba muy estresado con las prácticas, lo único que quería era llegar lo antes posible a casa. A pesar de sus excelentes notas, siempre era el primero de la clase, llevaba muy mal lo de examinarse, se ponía muy nervioso.

    Al llegar a casa, mi hermano se fue solo a entrenar, le pregunté si podía acompañarlo, pero aquella vez insistió en que me quedase en casa. Tampoco le di muchas vueltas, así que me quedé pensando en todo lo que había vivido ese día, necesitaba asimilarlo un poco, eran demasiadas emociones e información en mi cabeza. Así que me recosté sobre el suelo de mi salón, cerré los ojos y empecé a pensar en todo, en la escuela, los senseis, los otros alumnos…

    Me desperté tres horas más tarde, ya de noche. Salí a la puerta de casa, justo llegaba mi hermano en ese momento, lo hacía, además, con dos carpas que había pescado en el lago Biwa.

    Nada más llegar me informó de que papá y mamá no llegarían a cenar. Rápidamente nos pusimos a cocinar las dos carpas, las hicimos en una hoguera y las acompañamos de arroz que todavía quedaba del desayuno. Al terminar de cenar, tenía la intención de quedarme hablando con mi hermano un rato más, pero me dijo que no le apetecía, que estaba cansado del entrenamiento, y se fue a dormir.

    Me acosté con una sensación extraña, porque me quedé con ganas de contarles a mis padres todo lo que había pasado aquel día, hablarles de los senseis, de los compañeros… No era una situación nueva, era algo bastante habitual, el hecho de que mis padres no estuviesen en casa por temas de trabajo. Normalmente, no le daba mucha importancia, pero aquella vez sí que me sentí defraudada.

    Capítulo segundo.

    Michi y Raiden Oshiro

    Serían las ocho de la mañana y el sol ya traspasaba las ventanas de mi habitación, era hora de levantarse. Lo primero que hacía cada mañana era ir al lago a coger agua para calentar el desayuno y lavarme la cara.

    Era mi segundo día de clase y no podía estar más ilusionada, tanto que le pedí a mi madre que me recogiese el pelo con dos trenzas como solo ella sabía hacerlo. Mi pelo era de color rosa, como el de la flor del cerezo, de ahí mi nombre, y me llegaba a la altura de los hombros. Naturalmente, también escogí la ropa: decidí llevar el vestido que me hizo mi abuela por mi último cumpleaños, ya que me encantaba, tanto por su corte a la altura del cuello como por su abertura en la parte delantera de los muslos, era de color rojizo, mucho más intenso que mi color de pelo, lo que generaba un contraste muy agradable a la

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