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Memorias de una ladrona
Memorias de una ladrona
Memorias de una ladrona
Libro electrónico377 páginas6 horas

Memorias de una ladrona

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Teresa Numa, protagonista de la novela, vive de lo que consigue robar. Su historia se desarrolla (primero en Roma y luego por toda Italia) en insalubres pensiones, cines de tercera categoría, manicomios criminales y cárceles femeninas, donde Teresa entabla amistades con estafadores, prostitutas y carteristas profesionales, sin por eso dejar de ser una persona simple, alegre y, a su modo, honesta.
Sus vivencias -narradas en primera persona- permiten humanizar el lumpen, comprender los orígenes de la marginalidad y trazar una línea de cordura entre el delito y la necesidad.
En el mundo de Teresa la violencia y los abusos están a la orden del día: el amor tiene un precio; el sexo es moneda de cambio y no hay trabajo para nadie. Sin embargo, en medio de este escenario hostil, Teresa será capaz de arrancarle al destino momentos de punzante sinceridad, retazos de una bondad ahogada por el tiempo y las circunstancias que le tocó vivir.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 abr 2023
ISBN9788419583093
Memorias de una ladrona

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    Memorias de una ladrona - Dacia Maraini

    PortadaFotoPortadilla

    I

    Mi madre tenía quince años cuando parió a su primer hijo, Eligio. Luego tuvo a Orlando, en 1912. Cuando yo nací iba a cumplir veinticuatro años y ya había tenido varios más, algunos vivos y otros muertos.

    Me contaron que nací mal, medio asfixiada por el cordón umbilical, que se me había enrollado alrededor del cuerpo como una serpiente. Mi madre creía que estaba muerta y mi padre estaba a punto de tirarme a la basura cuando dicen que un terrible grito de rabia salió de mi boca grande y negra. Entonces se dieron cuenta de que estaba viva, cortaron la serpiente, me lavaron y me pusieron en una cama junto a mis otros seis hermanos.

    La tía Nerina dice que de pequeña parecía un mono: era peluda, morena, imitadora y pesada. Pero yo no me lo creo porque, desde que me conozco, siempre he tenido la piel clara y el pelo castaño rojizo. Aunque es verdad que no recuerdo nada de cuando era muy pequeña. El primer recuerdo que tengo es de cuando tenía seis años y mi hermano Orlando me metió el dedo en el ojo izquierdo. Dice que tenía el ojo brillante y claro como una piedra, y él quería jugar con esa piedra. Por poco me deja ciega.

    Ese primer recuerdo me aparece junto a otro, los dos del mismo periodo, no sé cuál ocurrió antes. Una noche me desperté por una pesadilla que ahora no recuerdo, me levanté y fui a la cocina a beber agua. Cuando pasaba por delante de la puerta de la habitación donde dormían mi padre y mi madre oí un pequeño sonido, como un lamento. Miré por el ojo de la cerradura y vi a mi padre durmiendo, acurrucado con la boca abierta, y a mi madre sentada en la cama desnuda, riendo y tocándose con los dedos entre las piernas. En ese momento pensé que estaba jugando y seguí pensando lo mismo durante años. Pero luego yo también empecé a jugar y me di cuenta de que para nada era un juego, sino algo muy fuerte y abrumador.

    Recuerdo muy bien a mi madre, tenía un cuerpo bonito y robusto, con las muñecas y los tobillos delicados. Tenía una melena frondosa y muy clara que siempre llevaba recogida alrededor de la cabeza. Era alegre y enérgica, pero a veces se disgustaba y la veía abatida. Entonces le preguntaba: ¿Qué te pasa mamá? Y me respondía con un bofetón en la boca tan fuerte que me sangraban los dientes. Resulta que mi madre era muy orgullosa y no le gustaba admitir que a veces estaba triste.

    Yo crecía y cada vez me gustaba más jugar. Me pasaba el día en la calle jugando con mis amigas. Jugábamos con botones. Arrancábamos los botones de la ropa para jugar con ellos. Estaba enganchada a ese juego.

    Teníamos montones de botones de todos los colores. Los dorados eran los más deseados, valían un millón, después venían los negros, luego los rojos y los amarillos, que valían lo mismo, y por último los blancos, que eran los que menos valían. No solíamos encontrar botones verdes, pero, como decían que traían mala suerte, cuando aparecía uno lo enterrábamos muy hondo y hacíamos pipí encima.

    Lo que más enfadaba a mi madre era ir a ponerse un vestido y encontrárselo sin botones. Tenía uno negro con flores amarillas que llevaba una fila de botones por delante, era un vestido que le gustaba mucho. Cada vez que se lo encontraba sin rastro de botones, venía y me hinchaba a bofetones. Después volvía a comprar botones y los cosía con paciencia.

    Unos días más tarde yo volvía a arrancarlos todos. Entonces me agarraba y, sujetándome fuerte con las rodillas, me hinchaba a puñetazos. Así que yo lo dejaba estar durante un tiempo, pero después volvía a la carga. Aquel vestido negro con flores amarillas me gustaba demasiado, o sea, me gustaban los botones que llevaba: muchas bolitas transparentes, amarillitas y muy juntas.

    A menudo me peleaba cuando perdía. No me gustaba perder, era una jugadora orgullosa y cuando perdía cogía a alguna y la molía a palos. Me inventaba excusas para recuperar los botones perdidos. Decía: ¡Me los has robado, eres una ladrona! Algunas veces la niña se asustaba y me los devolvía y otras veces se mantenía firme, se resistía. Entonces yo me lanzaba sobre ella y le pegaba.

    Mi madre me decía: No se te da bien hacer nada, ¡a ver si aprendes a coser! ¡Tienes que aprender algún oficio, no puedes crecer así sin hacer nada! Siempre estás jugando, no sabes ni cómo coger una aguja. Todo eso me decía, y a veces también me tiraba del pelo, pero yo seguía jugando con los botones todo el día.

    Yo era presumida a la hora de vestirme. Me ponía un cinturón nuevo y me creía quién sabe qué. Me iba con mis amigas a hablar debajo de un árbol, decíamos que de mayores queríamos ser actrices. Nos mirábamos en el espejo y comparábamos nuestros cuerpos: los pies y la medida de la cintura. La fantasía nos atrapaba. Yo decía que quería ser el capitán de un barco y navegar siempre sobre grandes olas, de día y de noche, y jugar a los botones con los marineros.

    Hacíamos rulitos con trozos de periódico y fingíamos que fumábamos. Después, con el cigarro sujeto entre los labios, volvíamos a jugar con los botones. Cuando caía la tarde mi madre venía, me agarraba del pelo y decía: A partir de hoy se ha terminado el juego, ¡tienes que aprender a coser! Todos los días decía lo mismo.

    Una vez me mandó de verdad a aprender a coser. Me llevó donde un mudo que trabajaba en una habitación empapelada de pantalones, colgaban hasta de la lámpara. En cuanto entré, el sastre me dio a entender con gestos que me tenía que sentar a su lado, me puso en la mano un trozo de tela y me enseñó a hacer pespuntes.

    Yo aprendo rápido. Pero estaba quemada, rabiosa. Pensaba que si estaba ahí quería cortar y coser lo que a mí se me ocurriera, pero no podía hacer nada. Cosía siempre pespuntes y el sastre ni siquiera estaba satisfecho con ellos. Su boca era muda, había un gran silencio y a mí ese silencio me entristecía. Entonces cantaba, pero al sastre no le gustaba. Así que cuando me ponía así, inclinada a coser y a cantar, me daba un pescozón en la cabeza.

    Seguí haciendo pespuntes durante seis o siete días, después me harté y me fui. El sastre no me quiso pagar ni media lira y mi madre tuvo hasta que disculparse por mí.

    En mi casa siempre había jaleo. Mis hermanos entraban, salían, gritaban y se peleaban. Mi madre los echaba y mi padre les pegaba, pero ellos seguían peleándose.

    Una vez mi madre dijo: Tu abuela te quiere a ti, a tu hermano Orlando, a Balilla, ah sí, y a Nello; os quiere a los cuatro para una cosa. Yo le dije: ¿Qué quiere? ¿Nos quiere pegar? ¿O nos quiere soltar algún sermón?

    La abuela era muy severa, tradicional y aburridísima. Sonreía a todo el mundo, pero con nosotros era muy dura, no sé por qué. Tenía la voz temblorosa pero llena de maldad. Nos decía: Vuestra madre os lo da todo hecho, ¡no sabe ni lo que es la educación! ¡Sois unos holgazanes, unos sinvergüenzas!

    Mi madre no podía dedicarse a educarnos, no podía estar muy encima de nosotros porque tenía que trabajar en casa, en el bar y en el campo al mismo tiempo. Y también tenía que ir a arreglar el pescado. Todos sus hijos, uno detrás de otro, la consumían. No había dejado de amamantar a uno que se quedaba embarazada del siguiente. Hijos y más hijos, a uno por año.

    Mi abuela Teresa, con aquella voz temblorosa y llena de rabia decía: Vuestra madre nunca os lleva a la iglesia, ¡es una impía! Ella era muy beata, siempre estaba en la iglesia dándose golpes en el pecho. A mí me agarraba del cuello y me decía: ¿Has estado en la iglesia? ¿Has ido a la misa primera? Yo siempre decía que sí que había ido, pero nunca era verdad.

    Después mi madre también nos atacaba: Traidores, ¡por vuestra culpa me tengo que pelear con la beata de vuestra abuela! ¿Por qué le decís que no os llevo a la iglesia? Que yo no vaya no es una buena razón para que vosotros tampoco vayáis.

    Nosotros nos inventábamos la excusa de que era ella la que no nos mandaba, para ahorrarnos los sermones de la abuela. Pero era mentira.

    Después llegaba mi abuelo, lo llamaban «el coronel». Llegaba con el bastón en la mano y nos pegaba en la espalda a Orlando y a mí. Los otros nietos, nuestros primos, eran unos pelotas y sabían fingir: Abuelita, ¿cómo estás? Un besito. Y se la camelaban como querían. Yo no sabía fingir. La quería mucho, pero en vez de besarla la quería morder, sobre todo cuando gruñía con esa voz temblorosa y severa.

    Aquella mañana fui con mis tres hermanos a casa de la abuela. Nos dijo: ¿Queréis venir al campo a recoger sandías? Era la temporada de las sandías. Yo le dije: Pero abuela, ¿tenemos que irnos ya? Y ella respondió: Ahora mismo. Y nos mandó al campo a recoger sandías.

    Fuimos con un burro y una carreta. Nos subimos todos a la carreta y turutun, turutun, turutun hasta el campo, durante dos kilómetros. Al campo de la abuela. Había algunos olivos viejos, retorcidos, con agujeros negros en los que se metían hormigas, arañas y serpientes. También había viñas tan cargadas de uva que los racimos tocaban el suelo como las tetas de una perra que acaba de parir. Era un terreno precioso, rico y abundante. Entonces la abuela dijo: Tenemos que recoger todas las sandías sin falta, ¡daos prisa! Ella seleccionaba las que estaban maduras, las palpaba, las olía y nos las daba. Nosotros corríamos a amontonarlas debajo de la pérgola.

    Íbamos de arriba para abajo, de arriba para abajo bajo el sol abrasador. Entonces dije: Nos está haciendo ir de arriba para abajo como las hormigas, pero ¿cuándo nos va a dar una para que nos la comamos? Y Orlando me respondió: No nos va a dar ninguna para que nos la comamos.

    Entonces le dije: ¿Sabes lo que voy a hacer? ¡Pum! Y tiré al suelo una sandía. Y dije: ¡Abuela, se me ha caído una sandía al suelo! Y ella dijo: Bueno, no pasa nada, después nos la comemos. Y yo: ¡Menos mal! Y Orlando y yo empezamos a comernos aquella pulpa roja llena de jugo caliente. ¡Teníamos una sed! Y con el calor y el sudor, nos comimos aquella sandía como si fuera un manjar.

    Mi otro hermano dijo: Ah sí, parece que si se rompe se come. ¡Pum! Y dejó caer otra sandía. ¡Abuela! ¡A mí también se me ha caído una sandía! ¿Qué hago, abuelita? Bueno, bueno, ponla aparte ahí abajo que luego nos la comemos.

    Al final de la jornada teníamos la panza llena de sandía. Rompimos tantas que después nos daban hasta asco y tirábamos el jugo en los agujeros de las serpientes.

    Cuando oscureció volvimos a subirnos a la carreta y regresamos a casa. La abuela se puso a contar las sandías y decía que eran pocas; nosotros para distraerla discutíamos en voz alta.

    Cuando volvimos a casa, mi hermano Luciano, nada más verme, me hizo la zancadilla y me caí al suelo. Me hice unos raspones en la rodilla. Entonces llegó mi padre con la correa y se fue hacia él. Pero Luciano consiguió escaparse y el correazo me dio a mí. En ese momento odié a mi padre, aunque no había sido culpa suya; quería darle a Luciano y me dio a mí. Me dejó una marca morada en el muslo que se me quedó una semana.

    En aquel tiempo mi padre tenía muchas cosas que hacer, entonces le dijo a mi hermano Orlando: A partir de mañana vas a ir tú a darle de comer a los cerdos porque yo no tengo tiempo. Y Orlando le dijo: De acuerdo, mañana voy yo. Por la tarde mi padre le enseñó cómo tenía que llenar el cubo y cómo lo tenía que llevar, colgando de un bastón que apoyaba en el hombro.

    A la mañana siguiente, Orlando cogió la comida de los cerdos y se fue. Yo salí con él. Desde poco tiempo antes estaba siempre con él, lo seguía, se lo copiaba todo. En cuanto me vio me dijo: ¡Vete de aquí, tonta! Yo le dije: ¿Qué más te da? Voy contigo. Y él me dijo: No quiero. Pero yo lo seguí de todas formas.

    Entonces vi que en vez de ir al campo se dirigía hacia el río y lo lanzó todo a la corriente. Después, con el cubo vacío, se sentó debajo de un árbol y se fumó un cigarrillo. Fui hasta él y me dijo: Mantén la boca cerrada Tere, ¡si no te mato a palos! Y yo le dije: ¿Te crees que soy una espía? Y me dio una calada de su cigarrillo.

    Una o dos veces no pasó nada. Después de tres o cuatro veces, mi padre le dijo una mañana: ¡Qué pronto has terminado! ¿Cómo es posible? Con mucha cara Orlando le dijo: Me he echado una carrera para llegar antes. Entonces mi padre dijo: ¿Y cómo es que subí ayer y vi el comedero de los cerdos totalmente seco y oí cómo los cerdos chillaban desesperados? Bueno, dijo Orlando, eso es porque se lo habían comido todo y habían repelado hasta la madera.

    Mi padre no dijo nada. Por la noche fue a ver si realmente Orlando le había llevado la comida a las bestias y empezó a oír a los cerdos chillar. Habían chillado tanto que estaban agotados. Entonces supo que llevaban días sin comer. Pero siguió sin decir nada.

    A la mañana siguiente, cuando Orlando salió con el cubo, lo siguió. Vio cómo tiraba la comida al río, lo esperó en la puerta de casa y lo molió a palos.

    ¿Y tú qué? Me dijo a mí, ¿no sabías nada? ¿Yo? Le contesté, ¿yo qué iba a saber? Pero no me creyó y me tocaron palos a mí también. Tendría unos trece años. Me dejó las piernas negras de los golpes. Me dijo: ¡Y tú callada, eh! ¡Riéndole la gracia a tu hermano! Y yo le dije: ¡Si te lo decía, me mataba a palos! Entonces me dio un puñetazo en la nariz que me tiró al suelo.

    Otra cosa que no me gustaba era ir al colegio. Había una maestra que se sentaba en el escritorio, cogía el punto y a tejer. Nos llamaba de una en una a la pizarra y decía: escribe, ITALIA ES UNA PENÍNSULA, todo en mayúsculas. Después decía: ¿tú te has lavado las orejas esta mañana? Bueno, vete a tu sitio. Y se terminaba la clase.

    En vez de ir al colegio, Orlando y yo nos íbamos con la barca a pescar lapas, pulpitos y erizos. Me dejé un dedo atrapando erizos. Los cogía sin cuchillo, con la mano. Y los erizos pinchan, tienen espinas muy oscuras y rectas con la punta afilada. A fuerza de atrapar así los erizos, un día se me clavó una espina por dentro de la uña. Me dolía, me molestaba, pero yo no le hacía caso. Después empezó a hincharse el dedo y se puso amarillo del pus.

    Mi padre me agarró y me llevó a un doctor de Anzio, que después se murió, se llamaba Verace. Me hizo un corte en el dedo y dijo: Si hubiera tardado unos más días en venir habríamos tenido que cortarle la mano.

    Así que me quedé con la mano vendada. Tenía mucha fiebre. Mi madre me daba de comer y me llevaba en brazos al váter, pero el dedo no se curaba. Así que mi padre me llevó otra vez al doctor Verace, que dijo: Aquí hace falta hacer otro corte. Y me abrió otra vez. Después me cosió el dedo, me lo cosió deprisa y tiró mucho del hilo. Así que desde entonces no he vuelto a poder enderezar el dedo. Se me quedó doblado para siempre por culpa del nervio que cosió con prisa.

    No podía ir al colegio. Eso me gustaba, porque con el dedo así no podía escribir. Estaba en segundo. Entonces Orlando me decía: ¡Vente! Y me iba con él a coger los huevos de los gorriones de los árboles. Trepábamos por las ramas secas, él delante y yo detrás. No sé cómo no nos caímos nunca. Íbamos a sacar pulpos de las rocas. Me tiraba al agua como un pez. Hacíamos carreras nadando. Saltábamos al agua. Orlando era pequeño, más pequeño que yo, tirando a rubio, con la cabeza grande, pálido. Parecía débil, pero era muy fuerte y ágil.

    Luego tuve que volver al colegio porque mi padre se empeñó. Pasé a segundo, hice otro curso. Seguía estando la misma maestra que se pasaba el día haciendo punto. Llamaba a una a la pizarra y le decía: Escribe, ITALIA ES BONITA, ¡todo en mayúsculas! Y ella lo escribía. Mientras, las demás jugábamos con los botones entre las mesas. Cuando la niña terminaba de escribir, la maestra le decía: ¿Te crees que no he visto que te has pintado las pestañas? ¡Pareces una gitana! ¡Vuelve a tu sitio, desvergonzada! Llamaba a otra y empezaba otra vez: ¡Escribe, ITALIA ES MI PATRIA! Y así se pasaba la mañana.

    Después de un año de la misma cantinela en el colegio, ya no volví más. A mi madre le venía bien que estuviera en casa despachando tareas. Limpiaba, planchaba y cuidaba de mis hermanos. Siempre había uno recién llegado más pequeño que los demás.

    Mi madre me decía: Teresa, lava esta ropa, ve tú que eres fuerte. Me tocaba lavar toda la ropa. Siempre lavaba la ropa. Lavaba algunos montones de ropa que ahora pienso: ¿Cómo lo hacía?

    Lavaba ocho o diez sábanas en la fuente. Cuando terminaba de lavar toda la ropa, sudada y con jabón por todas partes, me desnudaba y me metía al agua, me aclaraba y salía fresca como un pez. Siempre hacía lo mismo. Me gustaba mucho el agua.

    En casa iba siempre deprisa. Le planchaba los pantalones a mi hermano Eligio, el mayor. Si no se encontraba la camisa planchada y los pantalones en su sitio, me pegaba. Me pegaba siempre. Yo me ponía vestidos cortos y él me pegaba. Me daba golpes en las piernas. Tenía un carácter egoísta, era muy cerrado, un hombre muy salvaje con el que no te apetecía estar. A lo mejor, si ibas a su casa, lo pasaba mal porque no sabía qué ofrecerte, en el fondo tenía buen corazón. Pero era un ignorante.

    Si me veía el vestido un poco por encima de la rodilla, pam, pam, se me echaba encima con el cinturón o a darme patadas, no me podía ver las piernas. Se le trastornaba el cerebro. Si me encontraba jugando con los botones, me emprendía y empezaba a darme patadas.

    ¡Corre a casa! Me decía. Era un ignorante, siempre con los caballos, el campo, la caza, lo que se dice un paleto. Era alto, fuerte y castaño, como yo. Aunque yo soy un poco pelirroja. Él no, él era castaño.

    Pelirrojo como yo era Orlando, el segundo. Durante años estuvimos muy unidos, donde él iba, iba yo, siempre juntos. Luego se echó amigos más mayores, marineros, y a mí ya no me quería. Salía con esos amigos, iban en busca de mujeres o de bares. En casa no paraba casi nunca.

    Una vez mi madre entró en el almacén donde teníamos las herramientas y se encontró a mi hermano con sus amigos y una mujer. La habían recogido de la calle y se la habían llevado ahí adentro. Mi madre la cogió del pelo y la molió a palos. Me acuerdo de que después ardió todo el heno, porque se quedaron encendidas las colillas de los marineros.

    Orlando también robaba en casa. Robaba ropa, bragas, comida, y se lo llevaba todo a esa mujer que tenía escondida con sus amigos. Hacían lo que querían. Una vez la vi, iba a escondidas porque la tenían encerrada. Salió para hacer pipí al atardecer y yo la vi. Era delgadísima, muy blanca, con el pelo rapado como una monja.

    Esos dos, mis hermanos Eligio y Orlando, eran los peores. Siempre me pegaban. Me mataban a palos. Uno una patada, el otro un guantazo, iban a ver quién pegaba más.

    Después de Orlando estaba Nello. Luego Luciano, que murió. Luego tuvieron a otro Luciano. Luego Libero, a quien atropelló el tren. Luego Luciano, el tercer Luciano. Luego Mateo y Balilla. Luego Oreste, que ahora está en América, y luego Iride. Iride se prometió con un oficial americano después de la guerra. Mi hermano Orlando puso granadas en los alrededores de la iglesia de la rabia.

    Otros cuatro hermanos murieron de pequeños, con un mes, dos meses o recién nacidos. Luciano, Duilio, Oscar y Benedetto murieron con pocos años. Y hubo más, pero no me acuerdo porque era pequeña.

    Sé que cuando murió el último vinieron a desinfectar la casa porque había tenido difteria. Había un enfermero que cogió en brazos a Oreste y dijo: Este niño es muy guapo, se hará rico. Y así fue. Oreste salió a mi madre, rubio, ojos marrones, piel clara y pómulos prominentes. Libero también era guapo, tenía los dientes muy blancos, los ojos en forma de almendra y el pelo brillante. Se tiró a la vía del tren.

    II

    Cuando murió mi madre no sufrí nada. Se había ido a darle de comer a los cerdos a Bruciore, al campo. Iba corriendo. Mi madre siempre iba corriendo porque mi padre era terrible y, si llegaba la hora y la comida no estaba lista, cogía la punta del mantel y lo tiraba todo al suelo.

    Por las mañanas se iba al campo o a la lonja. Sabía de mar y de tierra, mi padre. A las cuatro él y mi madre se iban al puerto a esperar que llegaran las barcas. Cuando descargaban los cajones, él miraba, elegía, discutía y compraba. Después mandaba a mi madre a Bruciore con los cerdos y él se iba al mercado de la plaza a revender el pescado.

    Entonces, un día mi madre volvió de Bruciore corriendo. Llegó y enseguida se puso a preparar la comida, porque era tarde. Tenía que recoger la ropa que había tendida, tenía que servir a la gente del bar y tenía que preparar la pasta para nosotros. Por todo eso no tuvo tiempo de cambiarse.

    Se había calado con el caballo y la carreta al bajar del campo. Le había caído un chaparrón y chorreaba por todas partes. Madre mía, ¡ahora mismo va a llegar tu padre y no tengo la comida lista! Dijo. Y en vez de ir a cambiarse, se puso a despachar tareas con la ropa mojada puesta, para que la pasta estuviera preparada cuando llegara mi padre, que era peor que el demonio.

    Por la noche tenía fiebre. Se había resfriado, tenía la cara roja y no paraba de toser. Me duele la garganta, decía, me arde la garganta. Pero no se podía meter en la cama porque había mucho que hacer. No se cuidó. Y pilló una bronquitis. Pero ella ni con treinta y ocho de fiebre se metió en la cama. Y la bronquitis se convirtió en pulmonía.

    Se murió en ocho días, mi madre. Solamente se metió en la cama los últimos días. Vino Verace, le dio un jarabe, le sacó un poco de sangre y se fue. Yo sabía que era algo grave porque me miraba y no me veía, estaba todo el tiempo con la boca abierta, como si le faltara el aire. Yo estaba segura de que en uno o dos días se podría levantar. Pero ya no se levantó.

    Me puse mala cuando vi que había muerto. Pero no sentía nada. Todavía no tenía sentimientos. Pensé que además de la ropa, ahora me tocaría también la cocina. Y así fue.

    Después de su muerte yo ya no era la dueña de la casa. Dependía de mi tía. La tía Nerina, hermana de mi madre, vino a quedarse en casa y era muy dura. Nos tenía encerrados y nos daba poco de comer. No era mala, la tía Nerina, pero tenía mucho miedo de mi padre. Solo verlo le daba terror. Y no hablaba casi nunca.

    Unos meses después volvió a aparecer Doré la Larga. Ya había estado con nosotros cuando vivía mi madre, venía a ayudar en casa o en el bar. Cuando mi madre murió, vino a nuestra casa con una bolsa de ropa y ya no se movió de allí.

    Mi madre echó a Doré la Larga porque la pilló revolcándose con mi padre. Y entonces se fue, pero, en cuanto supo de su muerte, salió de la nada con su bolsa, su pelo rizado y sus ojos saltones.

    Más adelante, esta friulana mandó una carta al Friuli para que bajase la hermana de mi madre y la recibió en mi casa, en casa de mi padre. Se juntaron los tres. Mi padre las mantenía. Se casó con una y a la otra la mantenía. Dormían los tres juntos. Una en un lado, la otra en el otro y él en medio.

    Embaucaron a mi padre, porque era un hombre que no había visto mujeres en su vida, era de pueblo, en toda su vida solo había hecho el amor con mi madre.

    Se lo comieron entre las dos. Lo controlaban, le hicieron firmar, le hicieron vender primero el bar, luego el campo y luego la casa. Al final a mi padre no le quedó nada, casi se muere de hambre.

    Mis hermanos se fueron en cuanto llegó Doré la Larga. El mayor había estudiado, mi madre le encontró un trabajo. Ahora está en Nettuno, tiene propiedades, le va bien.

    Los otros se fueron para no estar con la friulana. Se casaron porque estaban desesperados. Iride estaba en un internado y sus gastos los pagaba mi abuela. Estaba en el internado San Biagio en Rímini. Mi abuela quería que estudiase para ser maestra. Y estudió. Luego salió del colegio y se puso a trabajar en el Polígono de Nettuno.

    Allí conoció a un americano, un sargento mayor, se comprometió, se casó y se fue a América. Ahora está en Florida, tiene hijas mayores. De vez en cuanto me escribe, pero yo no le respondo. No tengo tiempo. También escribe a Doré la Larga porque Doré le dedica tiempo, le llora, se queja. Le hace la pelota. Le habla mal de mí, le dice que voy de acá para allá, que soy una vergüenza para la familia y ese tipo de cosas.

    A mí me rechazan y me quieren lejos. Se avergüenzan de mí, pero es que yo me avergüenzo de ellas. Tienen dinero y se creen princesas. Yo he manejado mucho dinero, podría tener más que ellas. He ganado mucho dinero en mi vida, pero me lo he fundido todo. En cambio, ellas guardan, ahorran, se sacrifican y cuando sean viejas decrépitas se comprarán una buena casa para morirse encima de un colchón de plumas. ¡Vaya satisfacción!

    Uno de mis hermanos se casó a los diecisiete años, harto de vivir con la friulana. Yo tampoco la podía soportar. Un día la molí a palos.

    Le di con un zueco en la cara. Un zueco de esos de madera que se usan en la playa. Se lo solté así, de golpe, le di en la boca y le partí el labio. Lo hice porque siempre se me echaba encima con las manos por delante. Me insultaba, me provocaba, era muy hiriente. ¡Eres incorregible! Me decía, no sigues las normas, eres una prepotente, ¡acabarás mal! Me provocaba. Sabía que se me iba la mano con mucha rapidez y pensaba: Mientras esté Teresa en casa nunca me podré casar con su padre, tengo que conseguir que la eche.

    Y eso hizo. No dejó de provocarme hasta que un día me revolví con ese zueco y le partí la boca. Evidentemente, enseguida se puso a gritar y a llorar. Hizo que avisaran a mi padre y le enseñó la sangre, que no paraba de salir. En lugar de lavarse y secarse, se abría más la herida para que saliera más sangre. Y le decía: Mira, ¡mira cómo me ha zurrado tu hija!

    Entonces mi padre agarró una silla, una de esas marrones con anea en el asiento y el respaldo de madera. ¡Turutum! Me la rompió encima, todas las varillas se quedaron por el suelo. Después me dijo: Vete de aquí, ¡sal de esta casa!

    Yo me dije: ¡Menos mal! ¡Al menos ahora soy libre! Porque ya tenía diecisiete años y me tenían encerrada, nunca podía salir, no podía ir al cine ni a ninguna parte. Una vez que mi padre me vio en la feria, en las sillas voladoras, casi me mata.

    Estaba con una prima mía, una a la que le gustaba bailar, nadar y correr conmigo. Íbamos juntas a pescar, íbamos a la feria, éramos unas libertinas. Entonces mi padre nos encontró allí en las sillas. Me cogió y me llevó a casa sin decir ni una palabra. En aquella época yo llevaba unas trenzas que me llegaban hasta la cintura. En cuanto entramos, cerró la puerta y me enganchó de las trenzas. Primero me dio cuatro bofetones y después me cruzó los brazos detrás de la espalda, me ató las manos y me cortó el pelo con unas tijeras.

    De pronto me vi las preciosas trenzas por el suelo, debajo de sus zapatos, las pisaba con rabia. Me entraron ganas de llorar. Pero, por no darle el gusto, no dije ni una palabra, no lloré. En cuanto me soltó, me puse en la cabeza una boina de mi hermano y me fui. Antes de salir, me miré en el espejo y dije: ¡Estoy guapa igualmente! Pero no era verdad. Estaba fea, pelada, parecía una enferma.

    Así que, por culpa de esa mujer, mi padre me dijo: ¡Vete de esta casa! El mundo es tuyo. Y yo dije: ¡Ojalá sea verdad! ¡Por fin podré ir a la feria cuando quiera y a bailar cuando quiera! Me daba vértigo ser libre porque nunca lo había sido. Cada vez que tenía que dar un paseo hasta la estación, a menos de un kilómetro de casa, me tenían que acompañar dos o tres hermanos. Nunca podía salir por la noche. Estaba demasiado atada.

    Entonces, cuando vi toda esa libertad dije: ¡Menos mal! Y pensé: Voy a buscar a mi prima. Me gustaba mucho ir por ahí con ella, con esa libertina. Se llamaba Amelia y siempre estábamos de acuerdo en todo. Había otra que también se venía siempre. Era huérfana de padre, se llamaba Rosalba.

    Yo estaba muy unida a estas dos libertinas, siempre íbamos

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