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Las aventuras de Sherlock Holmes
Las aventuras de Sherlock Holmes
Las aventuras de Sherlock Holmes
Libro electrónico411 páginas7 horas

Las aventuras de Sherlock Holmes

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Doce relatos que escenifican la maestría de Conan Doyle planteando casos misteriosos en unas pocas páginas. En el primero de ellos, Sherlock Holmes se enfrentará a Irene Adler, la única mujer que le ha plantado cara, en el famoso «Escándalo en Bohemia», también se verá obligado a seguir la arriesgada aventura de «La liga de los pelirrojos» y, cómo no, acabará encontrando a los verdaderos culpables del extraño «caso de
identidad» o del «misterio del valle de Boscombe»... Todo ello con ayuda del Dr. Watson, tan asombrado como nosotros de las increíbles habilidades deductivas del detective. ¡No te lo pierdas!

IdiomaEspañol
EditorialGribaudo
Fecha de lanzamiento29 mar 2023
ISBN9788412633658
Autor

Arthur Conan Doyle

Arthur Conan Doyle was a British writer and physician. He is the creator of the Sherlock Holmes character, writing his debut appearance in A Study in Scarlet. Doyle wrote notable books in the fantasy and science fiction genres, as well as plays, romances, poetry, non-fiction, and historical novels.

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    Las aventuras de Sherlock Holmes - Arthur Conan Doyle

    ESCÁNDALO EN BOHEMIA

    Para Sherlock Holmes, ella fue siempre «la mujer». Raras veces lo he oído llamarla de ninguna otra forma. A sus ojos, ella eclipsaba y dominaba a todo el sexo femenino. No quiere esto decir que sintiera ninguna emoción semejante al amor por Irene Adler. Toda emoción, y en particular esa, resultaba abominable a su mente fría y precisa, pero admirablemente equilibrada. Él era, en mi opinión, la máquina de razonamiento y observación más perfecta que haya conocido el mundo; pero, como amante, habría representado un papel pésimo. Jamás hablaba de las más dulces pasiones si no era en tono de burla y con desdén. Para el observador que había en él eran un objeto admirable, excelentes para desvelar las motivaciones y los actos de los hombres; pero, para el razonador bien adiestrado, admitir intrusiones así en su propio temperamento, delicado y ajustado al milímetro, suponía introducir un factor de distracción que arrojaría dudas sobre todos sus resultados mentales. Un granito de arena en un instrumento de precisión o una grieta en una de sus lupas de gran aumento no habrían sido tan perturbadoras como una emoción profunda en una naturaleza como la suya. Pese a todo, para él solo existía una mujer, y esa mujer era la difunta Irene Adler, ser de memoria dudosa y cuestionable.

    Llevaba un tiempo sin saber mucho de Holmes. Mi matrimonio nos había apartado en cierto modo. Mi total felicidad y los intereses domésticos que suscita en torno al hombre el hecho de verse convertido por primera vez en dueño y señor de su propia casa bastaron para absorber toda mi atención, en tanto que Holmes, que detestaba con toda su alma bohemia cualquier forma de sociedad, seguía viviendo en nuestros aposentos de Baker Street, enterrado entre sus viejos libros y alternando de semana en semana entre la cocaína y la ambición, la somnolencia provocada por la droga y la feroz energía de su propia naturaleza entusiasta. Seguía, como siempre, hondamente atraído por el estudio del crimen y ocupaba sus inmensas facultades y su extraordinario poder de observación en seguir las pistas y desvelar los misterios que había abandonado por imposibles el cuerpo oficial de policía. De cuando en cuando, llegaba a mis oídos alguna vaga relación de sus hazañas: de cuando lo hicieron acudir a Odesa para investigar el asesinato de Trépov; de su esclarecimiento de la singular tragedia ocurrida a los hermanos Atkinson en Trincomalee, y, por último, de la misión que había llevado a término de forma tan delicada como triunfal por orden de la familia real de los Países Bajos. Más allá, sin embargo, de estos atisbos de su actividad, cuyo conocimiento compartía con todo hijo de vecino que leyese la prensa diaria, sabía muy poco de mi antiguo amigo y compañero.

    Una noche, la del 20 de marzo de 1888, volvía de visitar a un paciente —pues había vuelto a ejercer—, cuando me llevaron mis pasos a Baker Street. Al pasar delante de aquella puerta que tan bien recordaba y que siempre estará asociada en mi cerebro a mi cortejo y a los funestos incidentes del Estudio en escarlata, me asaltó el vivo deseo de volver a ver a Holmes e informarme de cómo estaba empleando sus extraordinarias dotes. Sus aposentos estaban bien iluminados y solo me hizo falta alzar la mirada para ver pasar dos veces su figura alta y enjuta convertida en una silueta oscura tras la cortina. Recorría la habitación de un lado a otro con rapidez e impaciencia, hundida la cabeza en el pecho y juntas las manos a la espalda. A mí, que conocía todos sus estados de ánimo y sus costumbres, aquella actitud y la forma de moverse me lo decían todo. Había vuelto al trabajo. Se había erguido de las ensoñaciones inducidas por la droga y se afanaba de nuevo en husmear el rastro de algún nuevo enigma. Llamé al timbre y se me condujo hasta la estancia que, hacía un tiempo, había sido, en parte, mía. Él no se mostró efusivo. Raras veces lo hacía. Con todo, diría que se alegraba de verme. Sin decir palabra, pero con mirada amable, me invitó a ocupar un sillón con un gesto del brazo, me tendió la cigarrera y me señaló la licorera y el sifón que había en un rincón antes de colocarse delante de la chimenea y examinarme con esa mirada introspectiva tan suya.

    —Le sienta bien el matrimonio —comentó—. Diría, Watson, que ha engordado tres kilos y medio desde la última vez que nos vimos.

    —Tres con veinte —respondí yo.

    —Pues yo, de hecho, habría dicho un poco más. Solo una pizca, Watson. Y veo que vuelve a ejercer. No me había dicho que tuviese intención de trabajar de nuevo.

    —Entonces, ¿cómo lo sabe?

    —Lo veo. Lo deduzco. ¿Cómo podría saber, si no, que últimamente le ha caído un chaparrón y que tiene una criada de lo más torpe y descuidado?

    —Querido Holmes —dije yo—, eso ya es demasiado. No me cabe la menor duda de que, de haber nacido usted hace unos siglos, lo habrían quemado vivo. Es verdad que el jueves salí a pasear por el campo y que llegué a casa hecho un desastre; pero llevaba otra ropa, así que no sé cómo ha podido deducirlo. En cuanto a Mary Jane, tiene razón en que es incorregible. De hecho, mi esposa le ha dado ya un aviso. Sin embargo, una vez más, no entiendo cómo lo ha sabido.

    Él soltó una risita para sí y se frotó aquellas manos largas y nervudas.

    —Pues no puede ser más sencillo —dijo—. Mis ojos me dicen que la piel de la parte interior de su zapato izquierdo, justo en el lugar en que incide la luz de la lumbre, está cuarteada por cuatro rasguños casi paralelos que, obviamente, se deben a alguien que ha rascado sin el menor cuidado el borde de la suela para eliminar barro incrustado. De ahí, como verá, procede mi doble deducción de que ha salido usted con mal tiempo y de que debe de tener a su servicio a un espécimen particularmente perverso y destrozabotas del gremio londinense de las fregatrices. En cuanto a su reincorporación, si un caballero entra en mis aposentos oliendo a yodoformo, con una marca negra de nitrato de plata en el dedo derecho y una protuberancia en el sombrero de copa que delata dónde lleva guardado el estetoscopio, muy torpe sería de mi parte no inferir que debo de estar ante un miembro activo de la profesión médica.

    No pude evitar soltar una carcajada ante la facilidad con la que explicaba su proceso deductivo.

    —Cuando lo oigo exponer sus motivos —apunté—, todo me parece tan ridículamente sencillo que llego a creer que yo mismo podría hacerlo, aunque con cada uno de sus sucesivos razonamientos me quedo perplejo… hasta que me explica cómo lo ha hecho. Sin embargo, diría que mis ojos valen tanto como los suyos.

    —Y así es —respondió él encendiendo un cigarrillo y dejándose caer sobre un sillón—. Ve usted lo mismo que yo, pero no observa. La distinción es evidente. Usted, por ejemplo, ha visto con frecuencia los escalones que suben del vestíbulo a esta habitación.

    —Con mucha frecuencia.

    —¿Cuántas veces?

    —Pues varios cientos.

    —Entonces, ¿cuántos hay?

    —¿Cuántos? No lo sé.

    —¿No se lo decía? No los ha observado. Sin embargo, sí que los ha visto. Ahí radica la diferencia. Yo sé que hay diecisiete escalones, porque los he visto y también los he observado. Por cierto, ya que muestra interés por estos problemillas y dado que no se le da mal registrar por escrito mis insignificantes experiencias, puede que le interese esto. —Me lanzó una hoja de papel de carta grueso y de color rosa que hasta entonces descansaba abierta sobre la mesa—. Me ha llegado con el último correo. Léala en voz alta.

    La nota no estaba fechada, ni tenía firma ni dirección del remitente.

    Esta noche —decía—, a las ocho menos cuarto, acudirá a usted un caballero que desea consultarle un asunto de suma relevancia. Los servicios que ha prestado recientemente a una de las casas reales europeas lo han revelado como una persona a la que se pueden confiar cuestiones en extremo trascendentes. Es lo que nos comunican todos los informes que sobre usted recibido hemos. No dude en estar presente en sus aposentos a la hora señalada y no tome a mal si su visita lleva puesta una máscara.

    —Desde luego, es todo un misterio —señalé yo—. ¿Qué cree que significa?

    —Todavía me faltan datos y teorizar sin datos constituye un error capital. Uno empieza a tergiversar los hechos a fin de que encajen con las teorías en lugar de formar teorías que concuerden con los hechos. Pero dígame: ¿qué deduce de la nota en sí?

    Examiné con atención la caligrafía y el papel en que se hallaba escrita.

    —Debo presumir que la ha escrito un hombre acomodado —apunté, esforzándome por imitar los procesos que empleaba mi compañero—. Uno no se hace con un papel como este por menos de media corona el paquete. Tiene una consistencia peculiar.

    Peculiar: esa es la palabra. No es papel inglés, ni por asomo. Mírelo al trasluz.

    Lo hice y vi una E mayúscula con una g minúscula, una P y una G mayúscula con una t minúscula marcados en la textura del papel.

    —¿Qué conclusión saca de eso? —preguntó Holmes.

    —Sin duda es el nombre del fabricante, o su monograma, para ser más exactos.

    —De ningún modo. La G con la t minúscula es de Gesellschaft, «compañía» en alemán. Es una contracción habitual, como nuestro Cía. P, claro está, es de Papier. En cuanto a la Eg., vamos a echar un vistazo a nuestro nomenclátor continental. —Tomó un grueso volumen pardo de sus estanterías—. Eglow…, Eglonitz… Aquí está: Egria. Se encuentra en un país de habla alemana, en Bohemia, cerca de Karlsbad. «Célebre por haberse producido en ella la muerte de Wallenstein y por sus numerosas fábricas de cristal y papeleras». ¡Ajá, amigo mío! ¿Qué conclusión saca de aquí? —Sus ojos centellearon mientras hacía salir de su cigarrillo una nube azul grande y triunfal.

    —Que el papel se ha fabricado en Bohemia —respondí.

    —Exacto. Y que el hombre que ha escrito la nota es alemán. ¿No le ha llamado la atención el orden peculiar de la frase? «… los informes que sobre usted recibido hemos». Un francés o un ruso no lo habrían escrito así. Son los alemanes quienes tratan sus verbos con semejante descortesía. Por tanto, solo nos queda por descubrir qué es lo que quiere este alemán que escribe en papel bohemio y prefiere llevar máscara a mostrar su rostro. ¡Vaya! Si no me equivoco, ahí lo tenemos ya para que resuelva todas nuestras dudas.

    Mientras esto decía, oímos el ruido distintivo de cascos de caballos y de ruedas que arañaban el bordillo, seguido de una enérgica llamada del timbre. Holmes dejó escapar un silbido.

    —Por el sonido, parece una pareja —sentenció—. Sí —añadió, mirando por la ventana—: un bonito brougham tirado por dos hermosuras de ciento cincuenta guineas cada una. Hay dinero en este caso, Watson, si no más.

    —Creo que debería irme, Holmes.

    —Ni mucho menos, doctor. Quédese donde está. ¿Qué sería de mi biografía sin mi James Boswell?* Además, esto promete ser interesante. Sería una lástima perdérselo.

    —Pero su cliente…

    —No se preocupe por él. Quizá me venga bien su ayuda, y a él, también. Ahí llega. Siéntese en esa butaca, doctor, y préstenos toda su atención.

    El paso lento y pesado que habíamos oído en las escaleras y el rellano se detuvo justo delante de la puerta. A continuación, llamaron de forma sonora y autoritaria.

    —¡Pase! —dijo Holmes.

    El hombre que entró debía de medir casi dos metros y tenía el pecho y las extremidades de un Hércules. Su atuendo era opulento, de una opulencia que, en Inglaterra, se consideraría rayana en el mal gusto. El acuchillado de las mangas y el pecho de su abrigo cruzado mostraba gruesas bandas de astracán y la capa de intenso color azul que vestía sobre los hombros estaba forrada de seda de un vivo rojo anaranjado y abrochada a la altura del cuello con una refulgente esmeralda. Las botas, que le subían hasta la mitad de las pantorrillas y tenían las vueltas de ricas pieles pardas, completaban la impresión de bárbara opulencia que hacía patente toda su figura. Llevaba en la mano un sombrero de ala ancha y, en la parte superior del rostro, hasta más abajo de los pómulos, un antifaz negro que debía de haberse ajustado en ese mismo instante, pues tenía aún la mano levantada hacia él cuando entró. La mitad inferior de su semblante hacía pensar que se trataba de un hombre de carácter, con un labio grueso y prominente y el mentón recto y alargado, lo que llevaba a suponerle una resolución que bien podía rayar en la obstinación.

    —¿Ha recibido mi nota? —preguntó con una voz hosca y profunda de marcado acento alemán—. Le avisaba de mi visita. —Nos miró a uno y a otro como si no tuviese claro a quién debía dirigirse.

    —Tome asiento, se lo ruego —dijo Holmes—. Le presento al doctor Watson, cuya ayuda resulta en ocasiones de gran utilidad en mis casos. ¿Con quién tengo el honor de hablar?

    —Puede dirigirse a mí como conde Von Kramm, noble bohemio. Entiendo que este caballero amigo suyo es hombre de honor y discreción a quien podré confiar un asunto de la importancia más extrema. En caso contrario, preferiría comunicarme exclusivamente con usted.

    Yo me levanté para marcharme, pero Holmes me asió de la muñeca y volvió a sentarme.

    —Tendrá que hablar con ambos o con ninguno —sentenció—. Puede decir delante de este caballero cualquier cosa que pueda decir ante mí.

    El conde encogió sus anchos hombros.

    —En ese caso, debo empezar —dijo— pidiéndoles que guarden el secreto más absoluto durante dos años, transcurridos los cuales el asunto habrá perdido toda su importancia. No exagero si les digo que, en el presente, es tal su peso que podría tener repercusiones en la historia de Europa.

    —Se lo prometo —dijo Holmes.

    —Y yo.

    —Perdonarán que lleve máscara —prosiguió nuestra extraña visita—. La augusta persona que ha requerido mis servicios desea que su agente quede en el anonimato y debo dejar claro desde el principio que el título por el que me acabo de presentar no es exactamente verdadero.

    —Ya me había hecho cargo —repuso Holmes con sequedad.

    —Las circunstancias son de gran delicadeza y debemos tomar toda precaución posible a fin de evitar lo que podría convertirse en un inmenso escándalo y comprometer a una de las familias reinantes de Europa. No me andaré más por las ramas: la cuestión afecta a la gran casa de Ormstein, heredera del trono de Bohemia.

    —También me consta —murmuró Holmes antes de acomodarse en su asiento y cerrar los ojos.

    Nuestra visita miró con cierta sorpresa la figura lánguida y abandonada del hombre a quien, sin duda, le habían descrito como el razonador más incisivo y el detective más enérgico de toda Europa. Holmes reabrió con lentitud los ojos y miró con impaciencia a aquel titán de cliente.

    —Si su majestad tuviese a bien presentarme su caso —comentó—, estaría en mejores condiciones de ofrecerle mi consejo.

    El hombre se levantó de un salto de su asiento y se puso a recorrer la estancia de un lado a otro con una agitación incontenible. Entonces, con gesto de desesperación, se arrancó el antifaz del rostro y lo lanzó al suelo.

    —Tiene razón —exclamó—. Soy el rey. ¿Por qué ocultarlo?

    —Sí, ¿por qué? —masculló Holmes—. Todavía no había dicho una palabra su alteza antes de que me diera cuenta de que estaba hablando con Guillermo Teocracio Segismundo de Ormstein, gran duque de Cassel-Felstein y rey heredero de Bohemia.

    —Entenderá, con todo… —dijo nuestra extraña visita volviéndose a sentar y pasándose la mano por la frente alta y pálida—. Entenderá que no estoy hecho a llevar a cabo en persona cometidos como este. Aun así, el asunto era tan delicado que no podía confiárselo a ningún agente sin quedar a su merced. He venido de incógnito desde Praga con la intención de consultar con usted…

    —Pues, entonces, tenga la bondad de exponer su consulta —dijo Holmes cerrando otra vez los ojos.

    —Estos son los hechos en pocas palabras: hace unos cinco años, durante una visita prolongada a Varsovia, conocí a la renombrada aventurera Irene Adler, cuyo nombre le es, sin duda, conocido.

    —Haga el favor de buscarlo en mi índice, doctor —musitó Holmes sin abrir los ojos. Llevaba años usando un sistema consistente en clasificar toda clase de sueltos de periódico relativos a personas y a cosas, de modo que resultaba difícil hablar de nada ni de nadie sin que él pudiese proporcionar de inmediato información al respecto. En este caso, encontré su biografía entre la de cierto rabino hebreo y un general de Estado Mayor que había escrito una monografía sobre peces abisales.

    —A ver… —dijo Holmes—. Mmm… Nacida en 1858 en Nueva Jersey. Contralto… Vaya. La Scala… Mmm… Prima donna de la Ópera Imperial de Varsovia. ¡Sí señor! Retirada de la escena. Vaya… Vive en Londres. ¡No me diga! Su majestad, por lo que infiero, se entendía con esta joven, le escribió alguna que otra carta comprometedora y ahora desea recuperar esa correspondencia.

    —Exacto, pero ¿cómo…?

    —¿Se ha celebrado algún matrimonio secreto?

    —No.

    —¿Ni hay papeles legales o certificados de por medio?

    —No.

    —En tal caso, no alcanzo a seguir a su majestad. Si la joven quisiera hacer públicas las cartas para chantajearlo o con cualquier otro propósito, ¿cómo iba a demostrar que son auténticas?

    —Por la caligrafía.

    —¡Bah! Con decir que la han copiado…

    —Están escritas en papel de mi propiedad.

    —Se lo han robado.

    —Llevan mi sello.

    —Lo han falsificado.

    —Y mi fotografía.

    —La han comprado.

    —Es un retrato de los dos.

    —¡Dios santo! Eso sí es un desastre. Su majestad ha cometido una indiscreción tremenda.

    —Sí, una locura; lo sé.

    —Se ha puesto en un aprieto muy serio.

    —Entonces solo era el príncipe heredero. Era joven. De hecho, todavía no he pasado de los treinta.

    —Hay que recuperarla.

    —Lo hemos intentado sin éxito.

    —En ese caso, deberá pagar. Hay que comprarla.

    —No está dispuesta a vender.

    —Pues habrá que robársela.

    —Ya llevamos cinco intentos: dos veces que han registrado su casa unos allanadores pagados por mí, una que retuvimos su equipaje durante un viaje que hizo y dos que la han asaltado en la calle, y en ningún caso hemos logrado nada.

    —¿Ni rastro de la fotografía?

    —Ni rastro.

    Holmes dejó escapar una carcajada.

    —Desde luego, se trata de un problemilla interesante.

    —Para mí es muy serio —contestó con aire de reproche el rey.

    —Mucho, claro está. ¿Y qué se propone hacer ella con la fotografía?

    —Arruinarme.

    —Pero ¿cómo?

    —Me caso de aquí a poco.

    —Eso he oído.

    —Con Clotilde Lothman von Saxe-Meningen, segunda hija del rey de Escandinavia. Conocerá usted los estrictos principios por los que se rige su familia. Ella, de hecho, es la delicadeza personificada. La menor sombra de duda respecto de mi conducta pondría punto final a la cuestión.

    —¿E Irene Adler?

    —Amenaza con enviarles el retrato. Y lo hará; sé que lo hará. No la conoce, pero tiene el corazón de acero. Posee las facciones de la más hermosa de las mujeres… y la mente del más resuelto de los hombres. No hay nada que no esté dispuesta a hacer, nada, para evitar que contraiga matrimonio con otra mujer.

    —¿Está seguro de que no se la ha enviado aún?

    —Seguro.

    —¿Por qué?

    —Porque me dijo que la enviaría el día en que se proclame públicamente nuestro compromiso; es decir: el lunes que viene.

    —Vaya. En tal caso, tenemos todavía tres días —respondió Holmes bostezando—. Es toda una suerte, ya que, en este instante, tengo entre manos un asunto o dos de importancia. Supongo que, por el momento, tiene intención su majestad de permanecer en Londres, ¿verdad?

    —Por supuesto. Me encontrará en el hotel Langham, donde me he registrado con el nombre de conde Von Kramm.

    —En tal caso, le haré llegar unas líneas para informarlo de nuestros progresos.

    —Se lo ruego. Espero ansioso cualquier noticia.

    —En cuanto al dinero…

    —Tiene usted carta blanca.

    —¿De verdad?

    —Le puedo asegurar que daría una de las provincias de mi reino por tener esa fotografía.

    —¿Y en cuanto a los gastos presentes?

    El rey sacó de debajo de la capa una bolsa de gamuza de aspecto pesado y la puso sobre la mesa.

    —Aquí tiene trescientas libras en moneda de oro y setecientas en billetes —dijo.

    Holmes extendió un recibo en una hoja de su cuaderno y se lo tendió.

    —¿Y la dirección de la señorita? —preguntó.

    —Briony Lodge. Está en Serpentine Avenue, en el distrito de Saint John’s Wood.

    Él lo anotó.

    —Otra pregunta —añadió—. ¿Se trata de un retrato de once por dieciséis?

    —Sí.

    —Entonces, buenas noches, majestad. Espero tener pronto buenas noticias que comunicarle. Buenas noches a usted también, Watson —añadió al oír alejarse las ruedas del brougham real—. Si fuera tan amable de venir a verme mañana a las tres de la tarde, me gustaría tratar con usted este asuntillo.

    Llegué a Baker Street a las tres en punto, pero Holmes aún no había regresado. La patrona me informó de que había salido poco después de las ocho de la mañana. De todos modos, me senté al calor de la lumbre con la intención de esperarlo tardara lo que tardase. Me interesaba muchísimo la investigación, pues, aunque no estaba envuelta en ninguno de los rasgos macabros y extraños con que estaban asociados los dos crímenes de los que ya he dado cuenta, la naturaleza del caso y la excelsa condición de su cliente bastaban para hacerla cautivadora por sí misma. De hecho, además de la naturaleza del misterio que tenía entre manos mi amigo, había algo en su magistral discernimiento de una situación y en su razonamiento entusiasta e incisivo que hacía que fuese para mí todo un placer estudiar su sistema de trabajo y seguir los métodos rápidos y sutiles con que desentrañaba los misterios más inextricables. Tan acostumbrado estaba yo a su éxito invariable que la posibilidad misma de que fracasara había dejado de tener cabida en mi cabeza.

    Ya habían dado casi las cuatro cuando se abrió la puerta y entró en la sala un mozo de cuadra de aspecto beodo, desaliñado y con patillas, el rostro encendido y vestimenta andrajosa. Pese a estar habituado a la asombrosa capacidad de mi amigo para el uso de disfraces, tuve que mirarlo tres veces antes de convencerme de que, en efecto, era él. Me saludó con una inclinación de cabeza antes de desaparecer en su dormitorio, de donde salió cinco minutos después vestido con un traje de lana escocesa y transformado en el hombre respetable de siempre. Con las manos en los bolsillos, estiró las piernas delante de la lumbre y pasó unos minutos riendo de buena gana.

    —¡Vaya, vaya! —exclamó antes de verse acometido por más carcajadas que acabaron por obligarlo a recostarse, flácido e impotente, en su asiento.

    —¿Qué ocurre?

    —Tiene mucha gracia. Seguro que nunca adivinará en qué he empleado la mañana… ni en qué me he visto metido.

    —No tengo la menor idea. Supongo que habrá estado observando las costumbres y tal vez la casa de la señorita Irene Adler.

    —Eso mismo, pero lo que ha pasado después ha sido algo extraordinario. De todos modos, se lo contaré. Esta mañana, salí de casa poco después de las ocho haciéndome pasar por un mozo de cuadra que acabara de concluir su jornada laboral. Entre los aficionados a los caballos se dan una solidaridad y una fraternidad maravillosas. Le bastará ser uno de ellos para estar informado como el que más. No tardé en dar con Briony Lodge. Se trata de una residencia de recreo, una joyita de dos plantas con un jardín trasero, aunque la fachada principal da directamente a la calle. La puerta tiene una cerradura de seguridad de las patentadas por Chubb; a la derecha, un salón amplio y bien amueblado, con ventanas altas que parten casi desde el suelo y esos ridículos cierres ingleses que podría abrir hasta un crío. Por lo demás, no había nada digno de mención, aparte de la ventana del pasillo, a la que es fácil acceder desde el tejado de la cochera. La he rodeado para examinarla atentamente desde todos los puntos de vista posibles sin percibir nada más que pueda resultar interesante.

    »A continuación, me he dedicado a recorrer la acera y he dado, como esperaba, con un callejón de servicio que corre en paralelo a uno de los muros del jardín. Les he echado una mano a los palafreneros almohazando sus caballos, en pago de lo cual he recibido dos peniques; un vaso de cerveza, mitad tostada y mitad negra; dos medidas de picadura de tabaco, y toda la información que podría desear sobre la señorita Adler, además de sobre media docena de vecinos en los que no tenía el menor interés, pero cuya biografía me he visto obligado a conocer también.

    —¿Y qué me dice de Irene Adler? —le pregunté.

    —Pues se ve que tiene locos a todos los hombres de aquellos lares. Parece ser lo más refinado que haya pisado este planeta. Por lo menos, en el callejón de Serpentine no hay varón que diga lo contrario. Lleva una vida tranquila, da sus conciertos, sale en carruaje a las cinco y vuelve a las siete en punto para cenar. Raras veces la ven dejar su domicilio a otra hora si no es para cantar. Visitas masculinas solo tiene una, aunque va a verla muy a menudo. Es un hombre moreno, bien parecido y elegante. No hay día que no se presente en su casa y muchas veces lo ven repetir. Se trata de un tal Godfrey Norton, del colegio de abogados del Inner Temple. Observe las ventajas de tener por confidente a un cochero. Saben todo sobre él, porque lo han llevado decenas de veces cuando salía de la casa. Después de escuchar cuanto tenían que contarme, he vuelto a recorrer de un lado a otro los aledaños de Briony Lodge mientras pensaba en mi plan de batalla.

    »Ese señor Godfrey Norton tenía que ser, sin duda, un factor importante en este asunto. Era abogado, cosa que parecía de mal agüero. Pero ¿qué relación podía haber entre ellos y cuál era el objeto de sus reiteradas visitas? ¿Sería ella cliente suya, su amiga, su amante…? En este último caso, era posible que hubiese dejado a su recaudo la fotografía; en el primero, me resultaba menos probable. De la respuesta a esta cuestión dependía que prosiguiera o no mis pesquisas en Briony Lodge o centrase más bien mi atención en los aposentos que ocupaba el caballero en el Temple. Se trataba de un aspecto delicado que ampliaba el campo de mi investigación. Temo estar aburriéndolo con todos estos detalles, pero tengo que ponerlo al corriente de estas dificultades menores para que entienda la situación.

    —Lo sigo con interés —respondí.

    —Me encontraba aún dándole vueltas al asunto en la cabeza cuando llegó a Briony Lodge un cabriolé del que se apeó con decisión un caballero. Era un hombre notablemente agraciado de tez morena, nariz aguileña y bigote. Sin duda, se trataba de la persona de la que me habían hablado. Parecía tener mucha prisa, porque le indicó al cochero que esperase a pleno pulmón y rebasó como una exhalación a la criada que le abrió la puerta con el ademán de quien se encuentra en su casa.

    »Estuvo dentro una media hora y pude vislumbrarlo a través de las ventanas del salón, recorriendo de un lado a otro la estancia mientras hablaba con aire nervioso y gesticulaba con los brazos. A ella fui incapaz de verla. Al final, volvió a salir con aspecto aún más agitado. Al entrar en el cabriolé, sacó un reloj de oro del bolsillo y lo miró con gesto afanoso.

    »—Conduzca como alma que lleva el diablo —gritó—, primero a Gross & Hankey’s, en Regent Street, y luego a la iglesia de Santa Mónica, en Edgware Road. ¡Le daré media guinea si completa la carrera en veinte minutos!

    »Y allá que se fueron. Yo me estaba preguntando si debía o no seguirlos cuando apareció en el callejón un landó pequeñito. El cochero llevaba el abrigo a medio abotonar, la corbata bajo una oreja y las correas del aparejo sin meter por sus trabillas. Ni siquiera había tenido tiempo de detenerse cuando salió ella disparada de la casa y se montó en el carruaje. Aunque apenas pude atisbarla en ese momento, vi que era una mujer preciosa, con un rostro por el que muchos estarían dispuestos a morir.

    »—A la iglesia de Santa Mónica, John —exclamó—. Medio soberano si llegas antes de veinte minutos.

    »No podía perderme una cosa así, Watson. Estaba tratando de decidir si echar a correr o agarrarme al landó cuando pasó por allí un coche de punto. El cochero miró de arriba abajo a un cliente tan harapiento, pero yo subí a bordo de un salto antes de que pudiera oponer ninguna objeción.

    »—A la iglesia de Santa Mónica —dije—. Le daré medio soberano si llega en veinte minutos. —Eran las doce menos veinticinco y, por supuesto, era evidente lo que se estaba cociendo.

    »Mi coche fue rápido. Dudo que haya ido en uno más veloz en mi vida. Sin embargo, los demás llegaron antes que nosotros. Cuando llegué ya estaban en la puerta el cabriolé y el landó. Los caballos echaban humo. Le di al hombre su dinero y corrí adentro. En la iglesia no había un alma, a excepción de las dos personas a las que había seguido yo y un sacerdote vestido con sobrepelliz que parecía estar discutiendo con ellos. Los tres estaban reunidos frente al altar. Recorrí distraído el pasillo lateral, como cualquier transeúnte que se hubiera dejado caer por un templo…, y cuál no sería mi sorpresa cuando, de pronto, los tres se volvieron a mirarme y Godfrey Norton corrió hacia mí con tanta premura como le fue posible exclamando:

    »—¡Gracias a Dios! Usted mismo servirá. ¡Venga aquí! ¡Venga!

    »—¿Para qué? —pregunté yo.

    »—Venga, hombre. Venga. Tenemos tres minutos si queremos que sea legal.

    »Casi me arrastró hasta el altar y, antes casi de que pudiera darme cuenta de dónde estaba, me encontré mascullando respuestas que me susurraban al oído y dando fe de cosas de las que no tenía la menor idea mientras hacía posible el enlace de Irene Adler y Godfrey Norton, ambos solteros hasta entonces. Todo ocurrió en un instante, tras lo cual tuve al caballero dándome las gracias por un oído y a la dama por el otro, mientras que el religioso, frente a mí, me sonreía de oreja a oreja. En la vida me he encontrado en una situación tan absurda. Por eso me reía ahora al recordarla. Se ve que debía de haber alguna irregularidad en su licencia matrimonial y el clérigo se negaba en redondo a casarlos sin un testigo, y que mi afortunada aparición libró a los contrayentes de tener que salir a la calle a buscar un padrino. La novia me dio un soberano que pienso llevar en la cadena de mi reloj a modo de recuerdo de la

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