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Libro electrónico257 páginas3 horas

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Desde que su hija Vanessa se mudó a Estados Unidos para ser profesora de filosofía, Alan Querry, de sesenta y ocho años y que vive en Inglaterra nunca ha ido a visitarla. Helen, su otra hija, ejecutiva del mundo de la música, tampoco ha ido. Son dos hermanas que se quieren pero que nunca se han recuperado del divorcio de sus padres ni de la temprana muerte de su madre. Cuando Josh, el nuevo novio de Vanessa, les cuenta que su hermana tiene una depresión severa, Alan y Helen vuelan a Nueva York.

Upstate es una historia intensa y profunda sobre la felicidad y la familia escrita por uno de los críticos literarios vivos más importantes del mundo. James Wood dibuja con enorme sensibilidad las relaciones entre Alan, Helen y Vanessa, documentando los minúsculos cambios emocionales entre los tres adultos. «Aunque los hijos solo hayan sido niños brevemente -reflexiona Alan- uno nunca se acostumbra a verlos independientes». Durante seis días de invierno en el estado de Nueva York, todos ellos empezarán a enfrentarse con las preguntas sobre la felicidad y sus límites que es el tema de esta novela. Upstate es una meditación sobre la felicidad, pero no ofrece soluciones fáciles ni claras. Wood se resiste a cualquier tentación de atar cabos sueltos y se mantiene obstinadamente fiel al desorden de la vida.

«Upstate es decididamente una novela de personajes, y la inteligencia que la anima es reconocible de Wood ... Si alguna vez James Wood, el novelista sobrepasa a Wood como crítico, Upstate sería un nuevo comienzo prometedor ...» Christian Lorentzen, Vulture

«Leer a James Wood proporciona un enorme placer» Gideon Lewis-Kraus, Los Angeles Times

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 nov 2019
ISBN9788490656303
Upstate
Autor

James Wood

James Wood is a staff writer at The New Yorker and Professor of the Practice of Literary Criticism at Harvard University. He is the author of How Fiction Works, as well as two essay collections, The Broken Estate and The Irresponsible Self, and a novel, The Book Against God.

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    Upstate - James Wood

    James Wood

    Upstate

    Traducción

    Jesús Cuéllar Menezo

    ALBA

    Para Claire, Livia y Lucian 

    1

    Antes que nada, tendría que ir a ver a su madre. Le diría que se trataba de Vanessa, pero no le contaría todo, por supuesto. La residencia, diez kilómetros de terreno junto a una carretera privilegiada, era imponente y antigua, con esa severidad gris norteña que a él tanto le gustaba. Pero ahora parecía abandonada: todo había caído en un desuso invernal. Su madre llevaba cuatro años allí y él seguía sin saber bien cómo anunciarse. Por otra parte, el precio era ridículamente desorbitado, y ya no podía permitírselo. ¿Qué sacaba ella, qué sacaba él, a cambio? Dos pequeñas habitaciones en lugar de una, espacio suplementario para la triste acumulación de voluminosos y viejos muebles de toda una vida, y quizá dos pastas con el té de los viernes.

    Cruzó dos incómodas puertas contra incendios, que taponaban la levadura rancia de todo un fin de semana. Comida de colegio. A la puerta de la habitación de su madre («Clarendon»), se arregló un poco como si fuera un payaso, se subió los pantalones, se sacudió el polvo del abrigo y entró dando un golpecito. La televisión estaba apagada, gracias a Dios. Su madre dormitaba en el butacón de cretona que su marido había utilizado antaño como trono familiar, dictando normas y decretos sin levantar la vista del periódico. Diminuta, hundida, le faltaban algunos dientes. Ese viejo chiste de revista de variedades… Sus dientes eran como las estrellas. Salían de noche. Pero la tarde acababa de comenzar.

    Al respirar, parecía que algo se le atravesaba en la garganta. Siempre había sido de nariz larga, pero ahora parecía estar menguando en torno a ella, quedándose en los huesos alrededor de ese apéndice tenaz, definitivo, con forma de raíz. Yo tengo su nariz, así que así será la mía, está claro. Se arrodilló junto a ella y susurró. Su madre abrió los ojos y preguntó ligeramente molesta:

    –¿Cuándo has llegado, Alan? –como si la hubiera estado espiando.

    –Hace un segundo.

    –Dame la dentadura, por favor; al lado de la cama, en el vaso. –Se apartó para colocársela–. Ahora tenemos que pedir té y unas pastas. Si lo pides, te lo traen.

    De niña, en un barrio periférico de clase media baja de Edimburgo, se había hecho antipática en el colegio al fingir acento inglés, o quizá anglo-escocés; desde la muerte de su marido su acento parecía haber ascendido de nuevo, uno o dos escalones, por la escala social. Eso solía darle un aire ligeramente irritable.

    La verdad es que, a estas alturas, sonaba como una señora, pero tenía aspecto de criada: baja, encorvada y hoy con ropa demasiado modesta o ajada.

    –No tienes por qué llevar ese chal, ¿verdad? –dijo él, quitándoselo de los hombros.

    –Desde luego que no, acababa de ponérmelo para la siesta. Gracias… Te veo muy desmejorado. Ya sabes que quien se acerca demasiado al fuego se quema.

    –¿Te refieres al fuego de una vela? –Acababa de cumplir sesenta y ocho–. ¿Y tú cómo te encuentras?

    –Bien, supongo… Pero, desde luego, estas vistas inglesas no me van –añadió, señalando hacia la ventana con espléndida autoridad.

    –Bueno, no son malas –contestó él, mirando la hilera de árboles desnudos y las heladas colinas. Esas vistas inglesas le costaban dinero–. Y ya hemos hablado de esto. No quieres vivir conmigo, necesitas tu independencia, aunque sería mucho más barato si te vinieras a casa con nosotros.

    –De ninguna manera. Ya me hice cargo de tu abuela, como bien sabes, y gracias a eso mi quinta década fue un vacío total. Lo único que hacía, un día tras otro, era cuidar de ella. Yo nunca te haré eso.

    En esa casa, parecía que las dos mujeres se detestaban: con imperceptible pericia, iban consiguiendo que la otra fuera cayendo en una absoluta depresión.

    –Pero tú quieres que te visite. Y yo quiero visitarte. –Le tomó la mano–. No me servirías de nada a tres horas de casa, en Escocia, aunque allí tendrías tu propio paisaje. –Le dijo con suavidad.

    Llegó el té, que llevaba un adolescente muy pelirrojo. Les ofreció una pasta a cada uno y se marchó, asegurándose de que no se dejaba el plato con las demás.

    –¡Aquí hay racionamiento de guerra! –dijo su madre. El joven apareció de nuevo.

    –Señora Querry –dijo–, tengo que recordarle que los residentes se reúnen a las tres y media en el solárium para la vacuna invernal contra la gripe. Ya sabe usted que es el recuerdo para los que no se la pusieron en su día. ¿Necesita ayuda?

    –No, ya tengo a mi hijo. Gracias.

    La habitación podría haber sido mucho peor. Techos altos con molduras recargadas, casi como coronas de laurel romanas; papel pintado con relieve y muescas como puntas de almendra –aunque él siempre las viera como astillas que se le hubieran metido a un niño bajo la piel–, todo ello pintado de un agradable color crema. Y objetos de sus padres que conocía desde siempre: una acuarela de la catedral de Durham, un espejo antiguo en el que realmente no te veías (parecía valioso, pero él sabía que no lo era), un cojín cuya desvaída tapicería color lila, que él había comprado en Heal’s de Londres, de Tottenham Court Road, no se había cambiado desde hacía por lo menos treinta años. Todo estaba bastante bien, o todo lo bien que puede estar cuando la propia vida se ha reducido a souvenirs de uno mismo. Era un sitio agradable. Pero ya no se lo podía permitir.

    Ella lo miró con sus ojos azul pálido: los de Vanessa.

    –¡Aquí todo el mundo está que trina! La de al lado perdió ayer el audífono, lo dejó en un clínex, sobre la mesilla, y la limpiadora lo tiró sin darse cuenta, pensando que era para la basura. Y en la habitación que hay dos puertas más allá, en este mismo pasillo, Mary Binet está furiosa, porque le gusta hablar francés con otra mujer de aquí, que es la única que lo entiende, pero ahora el personal le ha dicho que deje de hablarlo: parece que otra persona, todos pensamos que es alguno de los residentes, y yo estoy bastante segura de quién es, se ha quejado de que hablan un idioma secreto para excluir a los demás. Yo lo voy a echar de menos, no podía entender nada, pero me gustaba escuchar el francés… Y ahora resulta que la directora se marcha al terminar el mes, y solo lleva seis meses: creo que es checa, es simpática, aunque por alguna razón no le gusta nada que piensen que es polaca…

    La interrumpió.

    –Mamá, me tengo que ir a Estados Unidos durante una semana.

    –¿A Estados Unidos? Vaya, vaya. ¿Por negocios?

    A ella siempre le había gustado pronunciar esas palabras, así que él se las devolvió, con rotundidad.

    –Por negocios.

    –Bueno, pues… que no te pase nada.

    –¿Que no me pase nada?

    –Es un sitio peligroso, según dicen; allí pasó esa cosa horrible con las torres. ¿Vas a ver a Vanessa? Siempre ha querido que la visitaras… en ese sitio…

    –Saratoga Springs.

    –Sí, eso quería decir… zarzamora.

    –Sí la veré. Y a Josh.

    –Oh, Dios mío… pues ¡ánimo! Es demasiado joven ese chico y desde luego no se la merece.

    –Pero ¡si ni siquiera lo conoces!

    –Y tú tampoco, pero sí que tengo teléfono, me informan, e iba a decir, antes de que me interrumpieras, que Vanessa ya no va a rejuvenecer, ¿no te parece?

    –Mamá, no te sigo. ¿Ahora le estás dando tu bendición?

    –Bueno, ¿por qué no va a tener un novio la pobre? Quizá Josh sea el elegido. Y cuando se casen serás el que le eche en cara habérsela llevado tan lejos…

    –Oh, Vanessa ya estaba lejos. Bien lejos. Después de todo se doctoró allí, no aquí. Ese fue el principio.

    –Qué tonta. Fue una pena que no volviera en Navidad. Supongo que prefirió pasar el tiempo con su galán.

    Transcurrieron unos instantes de silencio trasnochado: el tictac del curioso reloj de carruaje de su madre. Regalo de él.

    –Alan, cariño, ¿me puedes ayudar a ir al solárium? Quiero llegar pronto… mientras la aguja esté afilada…

    Se sonrieron, la ayudó a levantarse y caminó junto a ella, que iba agarrada a su andador tubular Zimmer gris, una maravilla de la ingeniería, tan fuerte como un levantador de pesas, pero tan ligero como los huesos de una anciana, con ruedas por delante y dos pelotas de tenis incrustadas en las patas traseras que se iban arrastrando por la moqueta mientras esa pareja mayor, madre e hijo, avanzaba lentamente por el pasillo. 

    2

    No cabía duda de que la mansión de los Querry tenía buena planta, como si se asentara más en roca que en arena. Acceso de gravilla en curva (ahora que el coche lo recorría, los neumáticos machacaban y desplazaban los pequeños guijarros blancos, creando un dispendioso revuelo), grandes bloques de piedra, altos ventanales, una S de metal negro para evitar que alguna pieza de mampostería se combara, un sólido y añejo portón de entrada, un torcido limpiabarros de hierro negro (de los que no se compran, solo se heredan). Era de en torno a 1860. No la había construido Alan Querry, aunque a veces pareciera que sí. Aquí habían traído Cathy y él a Vanessa y a Helen, y aquí las había criado él, después de la marcha de Cathy. Aquí estaba la ventana que había sustituido, él solito, allí los canalones que había arreglado, también solo, más allá el techo del garaje que había reemplazado con la ayuda de Rob, el manitas ligeramente retrasado del pueblo.

    Parecía la casa de alguien que había progresado. Vivía en la parte más elegante de Northumberland, donde se suponía que los vecinos –si es que así se podía llamar a esos ricachones tan alejados– eran «caballeros granjeros». Todos habían estado internos en Eton y se paseaban altaneros por el condado con pantalones de pana abombados de tono herrumbroso; se les veía cansados, pero desprendían cierto fulgor, como rescoldos de antiguas cecas. (¿De dónde habían sacado esa ropa carísima, nueva, pero «antigua»? De New & Lingwood, Jermyn Street, Londres: en una ocasión él mismo había comprado algo allí, triunfal pero agobiado en ese emporio del susurro.) Su vecino más próximo era un baronet alopécico de mediana edad, un tipo amable pero insulso que nunca había dado un palo al agua y cuya única distinción, celebrada en la zona, era que leyó El resplandor en cuanto lo publicaron y le dio tanto miedo que no pudo pegar ojo durante tres días y tres noches.

    Este no era su mundo. Su padre había dejado el colegio a los dieciséis años para entrar en los astilleros de Newcastle. Da¹ era espabilado y diligente y no tardó en trabajar en Parsons, encargándose de adquirir los componentes para sus grandes turbinas de vapor. Alan había nacido en Newcastle; después de la guerra, los Querry se trasladaron a Durham, donde da acabó abriendo una enorme ferretería, en Saddler Street, en la cuesta que conduce a la catedral. Su padre había logrado labrarse una reputación, no solo como «tendero», sino como «propietario», y su nombre tenía peso en la ciudad: «Me voy a pasar por la tienda de Querry». Sin embargo, él nunca se dio mucha importancia. A Alan se le ocurrió la idea de entrar en el negocio inmobiliario, primero en Durham, después en Newcastle, York y Mánchester, al ver cómo su padre intentaba sin éxito, primero ampliar la tienda y después adquirir otra. A ese hijo único le apetecía ganar suficiente dinero para comprarles a sus padres un flamante Volvo nuevo –el único coche nuevo que llegaron a poseer–, y para pagar las mensualidades de la residencia de enfermos terminales en la que ingresó su padre cuando llegó el momento.

    Ahora pagaba las de su madre, pero no se las podía permitir y nadie –Helen y Vanessa menos que nadie– le creería si se lo decía, les resultaría incomprensible. ¿Cómo podía el Grupo Inmobiliario Querry, con edificios en todo el norte de Inglaterra, incluso una lustrosa nueva oficina (¡aunque fuera de un único espacio!) en Mánchester y una moderna página web concebida por una firma estadounidense de Salt Lake City, cómo podía todo eso no ser suficiente para ofrecer una rentabilidad inagotable?

    Caminó sobre la gravilla y empujó el pesado portón principal hasta abrirlo. Otter saltó de su cesta, sacudiéndose de placer. No había visto el coche de Candace por delante, así que quizá no estuviera. En la cocina no había nadie, ni tampoco en el caro pero austero salón. Las cristaleras rebosaban de luz; la breve tarde de febrero se iba desvaneciendo. Reinaba una calma absoluta. Durante demasiados años, después de que Cathy se marchara, y una vez que las chicas se fueron a la universidad, la casa producía una desesperante sensación de quietud; la gruesa moqueta albergaba el fantasma de los pasos de todos. Había llegado incluso a pensar en vender esa hermosa y antigua residencia. Candace lo había cambiado todo. A sus hijas, sobre todo a Helen, no les caía muy bien. Entre otras cosas, les chirriaba su anticomunismo ultraliberal. La verdad es que a él tampoco le gustaba mucho la ideología de Candace; siempre había sido un laborista reflexivo, como todo el mundo en Durham, hasta los que habían triunfado y «se habían escapado». Quizá le tuvieran envidia, al hacerse mayores, peinar canas y ensanchar, u otoñajar (como había acuñado Vanessa, fundiendo «otoñar» y «ajar»); envidia de su cabello todavía negro, liso y lustroso, de sus caderas estilizadas, de su formidable vitalidad. La única vez que había reunido realmente a sus hijas con Candace discutieron sobre si Thatcher había sido «un beneficio neto» para el país (la tajante conclusión de Candace) o un puto desastre (la de Helen). Vanessa dijo después que Candace le parecía «coercitiva»; según recordaba ahora, Van se había enfurruñado como una niña y se había ido a su cuarto.

    Dejando a un lado lo que Vanessa y Helen pensaran de la situación, a él Candace lo había salvado, no le cabía duda. Tenía diez años menos que él, y un optimismo y una fuerza enormes. Lo había salvado de la soledad, del exceso de trabajo y del rancio celibato del viudo, lo había salvado de la vejez, incluso de la muerte.

    –¡Candace!… ¡Candace, mi amor!

    Estaba en la salita de la televisión de la parte trasera de la casa, sentada con las piernas cruzadas en un grueso cojín redondo. Durante unos diez años Candace había sido asesora de gestión en Hong Kong, aunque le dijo a Alan que nunca le había gustado mucho. Hacía un año que había decidido prepararse para ser psicoterapeuta budista. Por supuesto, la meditación era esencial, y en cierto modo también la jardinería. Quizá el yo fuera como una planta, que florece, muere y renace. Ahora se pasaba bastante tiempo sentada en ese cojín aplastado y decorado con motivos chinos carmesíes, y aunque él sabía que esto era una zafiedad por su parte, siempre tenía la sensación de que, más que meditar, dormía. Helen decía que saltaba a la vista que Candace carecía de dones terapéuticos. («Es como si Quincy Jones intentara ser monógamo».) Alan se rió con ganas y después buscó «Quincy Jones» en Google. No era cierto, por lo menos no en el caso de Candace Lee.

    Era intensa, seca, coherente: nunca se equivocaba. Alan vio que iba sin zapatos, con los pies desnudos.

    –¿Se lo has dicho?

    A Candace no le caía bien su madre y era divertido ver lo mal que se le daba ocultarlo.

    –Bueno, le dije que tenía que ir a Estados Unidos.

    –Alan, ya me entiendes. ¿No le has dicho por qué vas?

    Se levantó del suelo como si fuera fácil.

    –No creo que este sea el momento –contestó él–. Se lo diré cuando vuelva.

    –Te dio miedo.

    –Supongo que un poco sí.

    Candace se acercó y le dio golpecitos en el pecho.

    –No puedes tener miedo, tienes que ir allí para apoyar a Vanessa. Te necesita.

    –Apoyar…

    –Sí, tienes que apoyarla, no me incomoda ese verbo. Eres su padre, así que debes demostrarle lo que significa continuar, continuar haciendo lo que haces.

    –Supongo que yo «continúo» porque no le doy muchas vueltas a la vida.

    –Como el ciempiés –dijo Candace–. Cuando descubre que tiene cien pies es incapaz de seguir caminando. Aunque resulta que eso no les pasa a los ciempiés. La mayoría no tienen cien pies.

    –¿Puedo contar eso cuando esté en Saratoga Springs?

    Candace lo miró con severidad, con un halo que a él le gustaba especialmente. La madre de Candace había mostrado una ambición tan implacable, estaba tan decidida a escapar de su miserable aldea china, que en el colegio sus amigos la llamaban con sorna «el sapo que sueña con comer carne de cisne».

    –¿Te estás tomando esto en serio? Si no te lo vas a tomar en serio, mándame a mí. La vida de Vanessa no es una obrita de teatro inglés.

    Durante un instante Alan se imaginó lo mal que acogerían en Saratoga Springs la llegada de Candace.

    –Por supuesto que me lo tomo en serio. Pero yo no puedo cambiar. 

    3

    Ese yo necesitaba un baño, y después una o dos copas. Abrió los grifos del cuarto de baño principal, el más ostentoso, que era el que más le gustaba: el que sería de su madre si se iba a vivir con ellos. Sus baños seguían cierta rutina: en cuanto se metía en la bañera, algo que cada día era más difícil, quitaba el tapón, de manera que nunca pasaba más de cuatro minutos sumergido, y gran parte de ese tiempo sentía una ligera incomodidad. Da era quien le había enseñado ese padecimiento: así era como un chaval se «curtía». (Aunque los baños de da además eran fríos.) En el norte de Inglaterra, estar «curtido» era más importante que ser inteligente, guapo o cariñoso. Los muchachos como él se subían bien las mangas de la camisa, para mostrar los bíceps, como si fueran una bala asomándose por un cañón. En el tacón de los zapatos clavaban medias lunas de metal –«chapas»–, para poder dar sonoros taconazos y arrancarle chasquidos marciales al pavimento. Seguía ajustándose al absurdo código paterno y la infrecuente excepción del baño parecía un gran lujo: hoy se quedaría durante veinte minutos largos en una bañera con agua caliente cuya superficie no empezara inmediatamente a bajar hasta quedarse en nada.

    De pie junto a la bañera, miró hacia abajo: qué raro que su minga estuviera más oscura que el resto del cuerpo, como si por alguna razón fuera más vieja que lo demás. ¿Carne blanca o carne roja? El vello del pecho, que de joven tenía tan enmarañado como el suelo de un bosque, ahora era de un gris insulso, tan quebradizo como tabaco seco. He aquí el otoñaje. Y lo más raro, o quizá no tan raro, porque tenía amigos que decían lo mismo, era que, al mirarse en el espejo, quien lo contemplaba no era el Alan Querry de sesenta y ocho años, sino el pequeño Alan de diez, el Alan de veinte. Era como si todo lo que le había ocurrido entre los diez y los sesenta y ocho años hubiera tenido lugar en un reducido conjunto de habitaciones; como si la infancia estuviera en ese mismo pasillo y la adolescencia en el curioso armarito que había junto a la cocina, todo ello bien a mano, no a décadas de

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