El gran incendio: La rebelión de Tehuantepec
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El gran incendio - Héctor Díaz Polanco
SECCIÓN DE OBRAS DE HISTORIA
EL GRAN INCENDIO
HÉCTOR DÍAZ-POLANCO
EL GRAN INCENDIO
La rebelión de Tehuantepec
Fondo de Cultura EconómicaFONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición, 2022
[Primera edición en libro electrónico, 2022]
Distribución mundial
Esta obra fue publicada por primera vez en 2017
por Grupo Editor Orfila Valentini, S. A. de C. V.
D. R. © 2022, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México
Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.com
Tel. 55-5227-4672
www.fondodeculturaeconomica.comDiseño de portada: Laura Esponda Aguilar
Crédito de imagen: Francisco Fernández de la Cueva y Enríquez de Cabrera
Antiguo Palacio del Ayuntamiento.
Fotografía de Jorge Moreno Cárdenas, Creative Commons
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere
el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos
ISBN 978-607-16-7560-6 (rústico)
ISBN 978-607-16-7693-1 (ePub)
Impreso en México • Printed in Mexico
ÍNDICE
Introducción
I
II
III
PRIMERA PARTE
SOCIEDAD COLONIAL Y REBELIÓN INDIA EN EL OBISPADO DE OAXACA
I. Las contorsiones de un imperio
Un siglo difícil
La corrupción como negocio público
II. Rebeldes con causa
La rebelión de Tehuantepec
La rebelión india en Nexapa
La apetencia autonómica
SEGUNDA PARTE
LA POTENCIA RESTAURADORA DE LA LEY
III. La mitra y la toga
Los buenos oficios religiosos
El sorprendente Juan Francisco Montemayor de Cuenca
IV. La represión de las rebeliones indias
La piadosa represión del señor oidor
Autonomía versus centralismo: fuerza y debilidad del movimiento indio
V. El retorno de la dominación
Autoridades indias y dominación colonial
Los resortes de la rebelión
La vuelta a los métodos inveterados
Apéndice. Documentos sobre las rebeliones en el Obispado de Oaxaca
Informe del señor obispo de Oaxaca [Alonso de Cuevas Dávalos, al Rey]
Copia del despacho hecho al señor virrey [por el oidor Juan Francisco de Montemayor de Cuenca] sobre el estado de la Provincia de Indios del Obispado de Oaxaca
Bibliografía
Los respectivos dominadores son los herederos de todos los que han vencido una vez. La empatía con el vencedor resulta siempre ventajosa para los dominadores de cada momento. Con lo cual decimos lo suficiente al materialista histórico. Quien hasta el día actual se haya llevado la victoria, marcha en el cortejo triunfal en el que los dominadores de hoy pasan sobre los que también hoy yacen en tierra. Como suele ser costumbre, en el cortejo triunfal llevan consigo el botín. Se le designa como bienes de cultura. En el materialista histórico tienen que contar con un espectador distanciado. Ya que los bienes culturales que abarca con la mirada tienen todos y cada uno un origen que no podrá considerar sin horror. Deben su existencia no sólo al esfuerzo de los grandes genios que los han creado, sino también a la servidumbre anónima de sus contemporáneos. Jamás se da un documento de cultura sin que lo sea a la vez de la barbarie. E igual que él mismo no está libre de barbarie, tampoco lo está el proceso de transmisión en el que pasa de uno a otro. Por eso el materialista histórico se distancia de él en la medida de lo posible. Considera cometido suyo pasarle a la historia el cepillo a contrapelo.
WALTER BENJAMIN
Tesis de filosofía de la historia, 1940.
INTRODUCCIÓN
I
En 1660 estallaron rebeliones contra la autoridad de los alcaldes mayores y corregidores en varias provincias del Obispado de Oaxaca. Los más altos funcionarios virreinales, ciertos miembros del clero, así como los oficiales españoles que intervinieron en algún momento en la resolución de los alzamientos que se iniciaron en el Istmo de Tehuantepec, percibieron la rebeldía de los indígenas como un fuego malévolo y retador que se había apoderado del espíritu de los nativos, y los acontecimientos como un incendio que podía extenderse por toda Nueva España.¹
Uno de los personajes más activos antes y durante la represión de aquellos alzamientos indígenas, Juan de Torres Castillo, a finales del año mencionado, escribió al flamante virrey conde de Baños (designado en medio de la vorágine):
[…] que habiendo perdido [los pueblos] el respeto a las justicias y cometido tan atroces delitos y quedándose sin castigo, cada día los cometerán y no será fácil después quitarlos, respecto de que este fuego de la inobediencia está entre todos los indios de la Nueva España tan repartido, ocasionado del suceso de Tehuantepec.
Y puesto que las comunidades involucradas no han recibido el castigo que merecen —agrega el peninsular con impaciencia— siempre se podrá temer, no remediándolo con tiempo y brevedad
, que después sea muy difícil poner freno a tal espíritu de insubordinación.² En el mismo documento, como alcalde mayor recién nombrado de la provincia de Nexapa, Torres Castillo pide instrucciones sobre lo que ha de hacer si descubre en las demás jurisdicciones del Obispado de Oaxaca "algún fuego de las inquietudes pasadas que ha cundido a otras partes".³
A su vez, el padre provincial de los dominicos, fray Francisco de Navarrete, quien se trasladó a Nexapa con el objeto de suavizar los conflictos que allí tenían lugar, atendiendo a una solicitud que le hizo el virrey duque de Alburquerque a finales de mayo de 1660, considera que las intenciones de reprimir a las comunidades, expresadas públicamente por el alcalde mayor Juan Antonio de Espexo después de los sucesos en esa provincia, creaban una situación muy peligrosa, pues tal designio de ejecutar [en los indios] su furor
pasaría naturalmente "como fuego de pueblo en pueblo".⁴
En un momento en que parece que bajan las tensiones en Nexapa y se apacigua la región, el intranquilo y esperanzado duque de Alburquerque se congratula de que "se apaga el incendio que empezaba".⁵ Pero el fiscal de la Sala del Crimen de México, en contraposición con esta visión y en la misma línea dura frente a los indios insurrectos que asume Torres Castillo, señala al virrey "que se puede temer que la centella que se ha levantado entre ellos, si luego no se extingue con el pronto remedio y castigo, ocasione un grande incendio en aquella provincia y en las demás de naturales".⁶
Tal percepción de los hechos, como un fuego que amenaza con abrazarlo todo, está en correspondencia con el grave reto que representa para los intereses de un sector del bloque dominante —cuya composición se examina en el cuerpo de esta obra— una rebeldía que obstaculiza la plena realización de los negocios ilícitos y el ejercicio del poder despótico en las etnorregiones novohispanas. La autoridad ilimitada de ese grupo, que desafiaban los indios rebeldes, era la condición para aquellas prácticas económicas extralegales.
La autonomía que reclamaban los pueblos indios y cuyo desprecio sistemático había sido la causa fundamental de los actos de insubordinación, chocaba en contra de los hábitos instaurados por los funcionarios provinciales en complicidad con las más encumbradas autoridades del reino. Buena parte de los criollos y algunos peninsulares que no estaban involucrados en esos manejos —como el obispo de Oaxaca y los comerciantes de la región a quienes el proceder de alcaldes mayores, corregidores y sus socios urbanos causaba grandes perjuicios— no vieron la rebeldía de la misma manera. Pero como fue el primer sector el que a fin de cuentas impuso su voluntad, favorecido por condiciones estructurales firmemente establecidas que incluso rebasan a las fuerzas locales, la solución adoptada consistió en ahogar drásticamente el fuego de la inobediencia y combatir con medidas drásticas (horca, prisión, azotes y destierros) el incendio que podría avivarse aún más.
II
Para valorar la importancia de esos acontecimientos, ante todo hay que tomar en cuenta que el Estado español logró instaurar en sus posesiones coloniales de América un régimen que causa asombro por la relativa estabilidad sociopolítica que consiguió a lo largo de tres centurias. Esto resulta más admirable si consideramos el fundamento discriminatorio y desigual en que se asentó el sistema; el duro régimen de trabajo que impuso a las inmensas capas subalternas de la población (en especial a los pueblos de indios); los innumerables mecanismos de explotación (en su mayoría extralegales) que propició y, en fin, las tremendas asimetrías sociales que se fueron construyendo en su seno. Con el eficaz auxilio de la Iglesia, de una capa indígena convertida en nobleza
subordinada y al servicio de la minoría española, así como de otros mecanismos de dominación que transformaron sustancialmente el antiguo mundo aborigen y pese a todo generaron nuevos espacios de consenso, el gobierno de la Nueva España recurrió escasamente al uso de los ejércitos para el control de los pueblos de indios.
A su vez, esto está correlacionado con el número relativamente reducido de ocasiones en que el grupo que tenía más agravios pendientes de solventar (la población india) se levantó contra la opresión y la explotación, poniendo en verdadero peligro el sistema colonial mismo. Sin duda, la resistencia de los pueblos indios fue heroica y persistente, prolongándose más allá del periodo colonial. Pero en términos generales, tal resistencia no logró articularse en proyectos capaces de trascender —por sus contenidos políticos y metas— las fronteras locales o regionales, ni mucho menos como acción conjunta de las etnias subyugadas contra el régimen de dominación. Así las cosas, ya asentado el orden español, el gobierno no se vio obligado a mantener grandes concentraciones de tropas con el fin de controlar a los pueblos de indios. Y cuando ocurrieron motines o rebeliones se activaron, en primer término, mecanismos de persuasión o instrumentos consensuales que daban un cauce institucional a los conflictos, a veces combinado con la acción de fuerzas relativamente pequeñas que, por lo general, eran organizadas apresuradamente para el efecto.
Por todo ello, el caso de las rebeliones indias —que se iniciaron el 22 de marzo de 1660 en la ciudad de Guadalcázar, provincia de Tehuantepec— reviste un enorme interés. No sólo se trató de movimientos sociopolíticos extendidos por provincias enteras, en los que se involucraron centenares de pueblos pertenecientes a diferentes etnias, sino además de un vigoroso alzamiento que puso en cuestión las formas de dominio y explotación que en aquel momento funcionaban como la columna vertebral del sistema en las etnorregiones y particularmente en el sur del reino.
En tal sentido, la rebelión de Tehuantepec
(así designada tradicionalmente en referencia a su epicentro generador) es justamente reputada como la más importante jornada contra la opresión durante el siglo XVII novohispano, y como un hito de los innumerables combates que, por su autodeterminación, realizaron los pueblos a lo largo de todo el periodo colonial. Los indios rebeldes de las comarcas sureñas protagonizaron uno de los momentos cumbre de las luchas proteicas que finalmente culminarían con la independencia de nuestro país. Y por una ironía de la historia, sobre todo a partir del triunfo de los sectores liberales en el marco de la vida nacional, cobrará fuerza un nuevo ciclo de rebeliones —realizadas por los descendientes de quienes protagonizaron aquella gesta— contra los designios de los dirigentes del Estado-nación que, en algún grado, los indios contribuyeron a engendrar. Este episodio de larga duración no llega a su fin.
Aunque como norma las comunidades no levantaron un plan directamente impugnador del poder real, esbozaron los principios de un proyecto de autonomía en los términos de aquella coyuntura histórica que, por sí mismo, encerraba un alto contenido subversivo frente a las condiciones reinantes.⁷ El carácter revolucionario de aquellas demandas autonómicas derivaba del hecho mismo de que la evolución que había alcanzado el sistema colonial, a mediados del siglo XVII, no permitía asimilar cambios de tal amplitud.
¿De qué demandas se trataba? Se pueden señalar, sintéticamente, tres reivindicaciones principales. En primer lugar, los indígenas reclamaban el cese de las prácticas comerciales que realizaban los alcaldes mayores y corregidores, generalmente conocidas como repartimientos, en perjuicio de las comunidades y contraviniendo las leyes y ordenanzas reales. En segundo término, los pueblos reivindicaban el derecho a elegir libremente las autoridades de sus repúblicas
, sin la intromisión de los gobernadores provinciales. En tercero, los nativos aspiraban a que fueran suspendidas las diversas formas extralegales de despojo de sus excedentes —aparte del repartimiento— practicadas por los gobernantes locales, los funcionarios menores y sus allegados, como cobros excesivos o indebidos, imposición de multas, etcétera.
Cada una de estas pretensiones estaba firmemente respaldada por las normas que emanaban de la propia Corona española. Pero, como se explica a lo largo de esta obra, el rumbo que había seguido el modelo colonial, determinado a su vez por las dificultades en que se encontraba el reino a raíz de sus aventuras imperiales en Europa y las consiguientes necesidades de incrementar sus ingresos, impedían aplicar a pie juntillas sus propias reglas. Por lo tanto, las peticiones de los alzados, imposibles de cumplir en tales circunstancias, adquirieron un alto carácter perturbador. Esto es, en el contexto indicado, las demandas de los rebeldes presionaron el sistema hasta el límite. Esto explica la violenta reacción contra los rebeldes por parte del sector español y, especialmente, de los grupos políticos y económicos en la capital del virreinato y en el Obispado de Oaxaca, cuyos intereses atacaba directamente la sublevación de los pueblos indios.
III
Esta obra se funda principalmente en información extraída del Archivo General de Indias (AGI) y del Archivo General de la Nación (AGN).⁸ Se examinan diversos ángulos de las rebeliones indígenas a la luz de nuevos enfoques. Esto se justifica porque algunas facetas de los alzamientos de los pueblos indios de Oaxaca durante el siglo XVII aún siguen en la penumbra o son motivo de debate. En parte, ello se debe a la insuficiente documentación sobre el tacaño siglo XVII
, como lo calificó José Miranda décadas atrás: un siglo particularmente cicatero
para soltar la información en diversas materias que requiere el investigador. Pero también influye en la situación la diversidad de perspectivas, a menudo en competencia, que intentan esclarecer los acontecimientos de esa centuria intermedia
.
Las perspectivas globales no se pierden de vista. Pero la intención no es proponer aquí tesis acerca del desenvolvimiento de la sociedad novohispana en su conjunto durante ese periodo, lo que excedería nuestro propósito. Más bien limitamos nuestra meta a la búsqueda de una mejor comprensión de las rebeliones de 1660, considerando algunos grandes procesos acerca de cuyo impacto en la primera mitad del siglo XVII existe cierto consenso. Por ejemplo, aunque no procuramos tomar partido respecto de la polémica propuesta interpretativa de la escuela de Berkeley —en particular de W. Borah— sobre el proceso demográfico y la cadena de consecuencias socioeconómicas que tuvieron lugar en el siglo XVII, algunas tesis de este enfoque nos resultan útiles.
En sus rasgos más generales, el esquema de Borah plantea que a finales del siglo XVI (aproximadamente 1576) comienza un ciclo de depresión
en la Nueva España que se prolonga durante la centuria siguiente. En lo esencial, según el autor, el proceso arranca con la crisis de la población india (que alcanza el nadir en la primera mitad del siglo XVII), lo que provoca un descenso de la fuerza de trabajo disponible, sin que disminuya en la misma proporción la demanda de contribuciones de todo tipo a la población sobreviviente. A su vez, este desajuste desencadena un largo ciclo de depresión
, en el marco del cual se gestan ciertas reestructuraciones como el desarrollo de la hacienda, que produce para los núcleos urbanos, y el peonaje por endeudamiento. En el ínterin, agregan otros autores, el comercio de la Nueva España con la metrópoli sufre un agudo colapso a partir de los años veinte.
Huelga señalar que existen intensos debates acerca de diversos aspectos de este esquema teórico: el momento de la inflexión demográfica, la forma en que el comercio con la metrópoli se vio realmente afectado, el comportamiento de ciertas ramas productivas como la minería, etc.; además, sobre la manera como esos procesos globales se expresaron concretamente en las diversas regiones del virreinato. Sin embargo, elementos clave se sostienen firmemente: sin duda existió un descalabro de la población autóctona, el comercio del virreinato con España se vio seriamente afectado, y la economía de la Nueva España sufrió una crisis
que puede concebirse al menos como las conmociones propias de los ajustes y aun de ciertos cambios sustanciales que redimensionaron las condiciones estructurales de la vida novohispana.
En lo que respecta a nuestro tema, se adopta una cadena causal que, arrancando de la crisis demográfica que sufre el sector indio, considera las crecientes dificultades de las relaciones comerciales con la metrópoli y la crisis financiera por la que ésta atraviesa —debido sólo en parte a la disminución de los envíos americanos—, lo que la obliga a mitigar su control sobre la administración de las Indias (venta de cargos, relajamiento de los mecanismos de vigilancia sobre las autoridades provinciales, crecimiento de la corrupción, mayor impunidad, etc.). En el plano interno, en Nueva España y en particular en el Obispado de Oaxaca, la rapiña incontrolable de los funcionarios locales —que responde más a imperativos estructurales que a la mera codicia de los individuos— experimenta un súbito incremento que se expresa en un ascenso de la explotación extralegal de los pueblos indios (vía repartimientos comerciales y otras exacciones). Todo ello provoca una compleja situación en la que se gestan condiciones para el estallido de rebeliones nativas.
Pero, puesto que no en todas partes estas condiciones por sí solas provocan alzamientos, se deben considerar los esquivos factores locales que actúan como resortes desencadenadores, los cuales en gran parte derivan de los patrones específicos de colonización que operan en las respectivas etnorregiones. A este respecto, destacan el deterioro de las formas de autogestión y el bloqueo de los circuitos comerciales de los pueblos, entre otros. Estos cambios, provocados directamente por las acciones de los gobernadores regionales, son padecidos con diversa intensidad según las zonas.
Así, pues, el estudio de algunos eslabones de esta compleja y dilatada cadena nos permite conjeturar que el colapso demográfico del sector indígena que se correlaciona con la depresión
novohispana en el siglo XVII (la que, a su turno, opera como acelerador de la crisis metropolitana) termina por ocasionar también ciertos cambios en las relaciones dominados-dominadores en las provincias, en favor de los últimos. En algunas zonas dichas alteraciones afectan negativamente elementos sensibles de la vida de las comunidades, a tal punto que llegan a ser insoportables para éstas y son capaces de incitar movimientos de rebeldía. Como remate, se abre a continuación la controversia sobre la caracterización de estos alzamientos, en términos de su calidad antisistémica o anticolonial.
El volumen se completa con dos documentos incluidos en el apéndice, extraídos del Archivo General de Indias. Constituyen el respectivo punto de vista de dos de los principales personajes que intervinieron como actores del drama desde posiciones encontradas: el obispo Alonso de Cuevas Dávalos y el oidor Juan Francisco Montemayor de Cuenca. Agradezco al gran pintor Francisco Toledo el acceso a un microfilm con materiales del AGI, así como la colaboración en la paleografía a Carlos Manzo e Hildeberto Martínez.
¹ No es casual que los europeos escogieran los términos fuego
e incendio
para calificar los hechos que veían como una terrible amenaza. En su estudio sobre el tema, Johan Goudsblom advierte el gran temor que causaba entre la población, particularmente en la etapa preindustrial, el descontrol del fuego y su consecuencia: el incendio. Por ello, no debe extrañar que asociaran las amenazas aterradoras y las grandes convulsiones sociales con tal combustión. Se entiende así que, después del homicidio, el peor crimen para esas sociedades era precisamente la provocación de incendios, y regularmente al incendiario se aplicara la misma sanción que al homicida: la pena de muerte. Véase, Johan Goudsblom, Fuego y civilización, Andrés Bello, Santiago de Chile, 1995.
² Consúltese el Archivo General de Indias (AGI), Sevilla, México 600, f. 169. Las cursivas son nuestras.
³ Ibid., f. 170v. Las cursivas son nuestras.
⁴ Ibid., ff. 120v-121. Las cursivas son nuestras.
⁵ Ibid., f. 95v. Las cursivas son nuestras.
⁶ Ibid., f. 99v. Las cursivas son nuestras.
⁷ Para más detalles sobre las implicaciones políticas, socioeconómicas y culturales de la autonomía, véase Héctor Díaz-Polanco, Autonomía regional. La autodeterminación de los pueblos indios, Siglo XXI Editores, México, 1996.
⁸ Araceli Burguete y Consuelo Sánchez colaboraron con el autor en la recopilación de datos para la preparación original de algunos pasajes de la obra.
PRIMERA PARTE
SOCIEDAD COLONIAL Y REBELIÓN INDIA
EN EL OBISPADO DE OAXACA
I. LAS CONTORSIONES
DE UN IMPERIO
EL ISTMO oaxaqueño, al igual que el resto de Nueva España, se vio trastornado severamente por el desastre demográfico que sufrieron los pueblos indígenas de América a raíz del contacto con los europeos. Los acontecimientos políticos del siglo XVII, y en particular las rebeliones indias que se iniciaron en Tehuantepec en 1660 deben examinarse tomando en consideración aquel fenómeno que constituyó una de las peores catástrofes de población de que se tenga noticia y que prácticamente modificó el escenario social en que se asentaba el régimen colonial.¹
Como se sabe, en las islas de las Indias Occidentales — primer teatro de las violentas acciones de conquista en el Nuevo Mundo— el efecto de la presencia europea fue tan demoledor para las comunidades que en unas cuantas décadas la población aborigen de las Antillas entró en un dramático colapso y, al mediar el siglo XVI, pereció sin remedio.² Las causas de esta terrible mortandad fueron las letales enfermedades que trajeron los invasores, en combinación con las masacres que realizaron los primeros conquistadores, la esclavitud a que fueron sometidos los nativos sobrevivientes, los malos tratos y la pésima alimentación que supuso la institución de la encomienda, el agotamiento por el trabajo en las minas y la perturbación general de la estructura social que provocó el nuevo amo.
El espantoso y en ocasiones torpe proceso de destrucción de la población autóctona en este primer campo de enfrentamiento no sólo provocó encendidas polémicas entre juristas y teólogos, y las elocuentes denuncias de frailes como Antón de Montesinos y Bartolomé de las Casas,³ sino también cierta preocupación en círculos del Estado español, en los cuales se temía que la misma acción desordenada se realizara en tierra firme, dejando los dominios sin súbditos nativos y, en especial, sin tributarios. Para evitar que la devastación se repitiera, a mediados del siglo XVI se adoptaron medidas (por ejemplo, las Leyes Nuevas) que pretendían frenar aquellos abusos inconvenientes para el plan colonizador y hacer más racional la explotación de la mano de obra indígena, mediante una mayor presencia arbitral del poder de la Corona en las colonias.
En Nueva España, durante las primeras décadas de conquista y colonización, parecía que se iba en la misma dirección destructora anterior. Pero como consecuencia fundamental de la aplicación de un conjunto de medidas, en parte inspiradas en las enseñanzas que se habían obtenido del desastre antillano, en el siglo XVII —al parecer durante su primera mitad— se detuvo la vertiginosa caída de la población indígena y gradualmente se estabilizó su número. A partir de este momento la población comenzó a crecer de nuevo a tasas variables según las regiones. S. Cook y W. Borah han calculado que en 1518 la población india del México central era de aproximadamente 25.2 millones, pero para 1532 se había reducido a 16.8 millones, alcanzando en 1568 casi la décima parte de su número original. La tendencia descendente prosiguió vertiginosamente hasta llegar a principios del siglo XVII (1605) a un número de poco más de un millón.⁴