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La muchacha que silbaba cuando dejaba de llorar: Un grito de rebeldía contra el cáncer
La muchacha que silbaba cuando dejaba de llorar: Un grito de rebeldía contra el cáncer
La muchacha que silbaba cuando dejaba de llorar: Un grito de rebeldía contra el cáncer
Libro electrónico192 páginas3 horas

La muchacha que silbaba cuando dejaba de llorar: Un grito de rebeldía contra el cáncer

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Información de este libro electrónico

Sufriendo lo que sufrí, solamente podía ser dos cosas: asesino en serie o escritor atormentado.

El día más triste de mi vida fue cuando los médicos, con una voz más fría que un témpano de hielo, me comunicaron que mi madre tenía un cáncer terminal y que, a lo sumo, le quedaba un año de vida. O quizá menos.

El mundo se me vino encima. Lloré con amargura, pues era el ser que más quería. La amaba. La adoraba. «¿No hay ninguna posibilidad?», les preguntaba. «Ninguna», me contestaban. Era una injusticia.

Y por eso tenía que salvarla. Y si la medicina era incapaz de obrar el milagro, lo intentaría con la fabulación, con la imaginación, con la fantasía. Así que me puse a escribir una novela. Esta novela. En ella yo soy un niño que vive con su madre en una aldea de la que sale en busca del rey -representación del cáncer- para darle muerte. Y cuando lo encuentra, se une a su séquito e intenta asesinarlo una, dos, cientos de veces, todas infructuosas, mientras su madre se va apagando poco a poco.

«Al parecer, hasta la literatura tiene una lógica de la que no se puede escapar», pensé derrotado poco antes de poner el punto final a la novela, aunque, para darme ánimos, recordé que la mayoría de los relatos de ficción suelen reservar una sorpresa en su último capítulo.

La mayoría... pero no todos.

¿O sí?

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento1 dic 2019
ISBN9788418073649
La muchacha que silbaba cuando dejaba de llorar: Un grito de rebeldía contra el cáncer
Autor

Javier Osés

Después de haber trabajado en casi todos los medios impresos de La Rioja, de ser corresponsal de ABC y de haber dirigido en Vitoria El Periódico de Álava, Javier Osés, seudónimo de Luis Javier García, periodista nacido en la localidad riojana de Villar de Torre, decidió dar el salto a la literatura. Su primer libro, un repaso a los cien años de historia del café Moderno de Logroño, se agotó en apenas un mes y medio, y su novela El estudiante de San Millán enamorado, editada a finales de 2017 para celebrar el 20 aniversario como Patrimonio de la Humanidad de los monasterios de Yuso y Suso, fue extraordinariamente recibida y se ha convertido en el regalo más demandado por los turistas que visitan estos cenobios donde se escribieron las primeras palabras en castellano. Un millón de amigos es su segunda novela.

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    La muchacha que silbaba cuando dejaba de llorar - Javier Osés

    La muchacha que silbaba cuando dejaba de llorar

    Un grito de rebeldía contra el cáncer

    Primera edición: 2019

    ISBN: 9788418073212

    ISBN eBook: 9788418073649

    © del texto:

    Javier Osés

    © de esta edición:

    CALIGRAMA, 2019

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España — Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Te dedico a ti esta novela

    (y ya sabes a quién me refiero).

    Advertencia: En esta novela, solo el dolor es auténticamente verdadero. Y la esperanza.

    Casi todo lo demás, por ahora, es ficticio.

    «Vamos a no morirnos, madre, / a inventar una perennidad para mí y para ti, / solos».

    (Blas de Otero)

    Uno

    —Escucha, madrecita: voy a matar al rey y vuelvo.

    —¿Cómo dices, mi chiquitín?

    —Al rey, que voy a matar al rey y cuando lo mate vuelvo otra vez a tu lado.

    —¿Al rey? ¿Pero a cuál de todos, mijito: al de bastos, al de copas, al de espadas o al de oros?

    —Así que ésas tenemos, ¿eh, mami?; pues, mira, te vas a chinchar porque, por si te interesa saberlo, no voy a matar a ningún rey de la baraja, sino a un rey de verdad, a un rey de carne y hueso, voy a matar nada más y nada menos que… tachán… tachán… ¡a nuestro rey!

    —¿A nuestro rey? ¿Pero es que en la actualidad, a estas alturas de la historia, todavía quedan reyes por ahí?

    —¿Cómo que si quedan? ¡Claro que quedan reyes! Lo que pasa es que éste al que me refiero lo más seguro es que viva lejos, muy lejos de aquí, a cientos y cientos de kilómetros de distancia, o pude que más lejos todavía, pero ten la seguridad de que no voy a descansar hasta dar con él y ese día, sí, ese día, ese glorioso día, madrecita mía, su corazón, ese corazón tan lleno de estiércol y de lombrices, se detendrá para siempre de los siempres: pata-pata-poooffff, y cuando ya ni respire ni bable ni pestañee, echaré a correr y a correr y a correr, a correr de vuelta a casa para procurar llegar a tiempo a las fiestas del 15 de agosto, a nuestras fiestas, a las fiestas de Santa Susana Niña, para celebrarlo por todo lo alto, para vestirme de domingo con esas ropas tan bonitas que tú sabes hacerme y bailar contigo en la plaza, dando vueltas y más vueltas… como si fuéramos novios… y riéndonos… ¿Te parece buena idea? Di, ¿te gusta que bailemos como te digo y que nos riamos y que no paremos de dar vueltas y vueltas y vueltas para festejar que ya no hay rey? Di, madrecita, ¿te gusta que giremos como si estuviéramos locos de alegría?

    Amanecía con tal prodigalidad de alegres colores que era como si hubiera explotado un papagayo en el horizonte o una cacatúa o una cotorra o cualquiera de esos pájaros caribeños a los que parece que les ha caído un bote de pintura encima. Y engastado en ese amanecer en technicolor, el pequeño echó a correr por la frondosidad del bosquecillo de higueras de su casa, con una jaula en la mano de palomas amaestradas, azules, grises y blancas, palomas zuritas y torcaces que hacían mofletudos ruidos de bebé: gu, gu, hinchando y deshinchando el buche como si fueran los globos que vendían los tenderos en la festividad de Santa Susana Niña, las fiestas patronales de la aldea.

    Apenas había dado unas zancadas cuando frenó en seco, levantando una gran polvareda, regresó entre toses de arena hasta donde estaba su madre y le dijo: «Jo, madrecita, con las prisas, por poco me voy sin decirte que te quiero mucho mucho muchísimo, infinito y más que infinito, que eres la persona más linda del mundo y la más divertida y la más amorosa y la más bonita y no sé qué más decir porque si digo más cosas me voy a poner a llorar y un hombrecito como yo no puede o no debe o ni puede ni debe llorar a plena luz del día» y se aupó sobre las puntas de sus pies y le pidió, mimosón: «Dame otro beso de despedida, madrecita, otro más, pero esta vez con ruido», y tras recibir no uno, sino dos, tres y hasta cuatro besos con ruido de labios, echó a correr, franqueó el arco de la tapia de adobes que ceñía esa aldea blanca llamada la aldea de Doña Sancha y se hundió en una oceánica planicie de cereal tostado que se extendía más allá del infinito en una monotonía visual que solo conseguía distraer la presencia esporádica, en la cima de los cerros, de destellantes joyas arquitectónicas de la Edad Media. Y qué joyas. Como una ofrenda celestial, ahí estaba el vecino castillo de Doña Sancha, que había ofrecido su identidad bautismal a la aldea, y el de Doña Toda la Grande y el de los Cuatro Donceles Yacentes y el castillo de los Condestables de Labrazno y el de los Nueve Infantes de Monterrubio y el castillo de Baltanás del Infantado y el de Garcirrodrigo… y más y más y más… castillos y más castillos… tantos que se decía que la luna quedó abollada la noche en que se dio un cabezazo contra las almenas de uno de ellos.

    —¡Toma una manzana para el camino! —alcanzó todavía a gritar su madre a la puerta de la casa, entre burlonas risas teñidas de cariño—. ¡Una manzana de esas que a ti tanto te gustan, mi vida! ¡Una manzana que ya está en sazón, bien madurita! ¡Una manzana refrescante/refrescante! ¡Toma una manzana, mi niño! —Así dijo su madre, y no había acabo de decirlo del todo cuando el sol comenzó a derretir las letras de la palabra manzana, las vocales y las consonantes, como si fueran de manteca antes de que llegaran a oídos de su hijo. Derritió sus sílabas:

    Man…

    …za…

    …na…

    Y es que, aunque era el mes de enero, en esas tierras del cereal siempre era verano o estío, estío o verano, tanto da, y siempre el sol abusaba de su poderío calorífico y siempre había pájaros estivales y siempre los campos estaban alfombrados de espigas doradas, tan doradas tan doradas que aquel ámbito fantástico bien podría compararse con una hoguera de una incandescencia volátil.

    El mes de enero era, sí.

    El día nueve.

    El nueve de enero de 2020, una fecha con unos números tan airosamente dispuestos, tan alegremente repetidos (20 y 20) que en la aldea los vecinos y las vecinas, todos ellos, profetizaban que a lo largo del año era más que seguro que iba a suceder algo de unas dimensiones extraordinarias, un acontecimiento apoteósico, fuera de lo común (¿una tragedia?, ¿un milagro?), no se sabía qué, pero, se tratara de lo que se tratara, seguro que iba a dejar boquiabierto al mundo entero, al borde del shock, una creencia tan extendida que hasta el propio niño, antes de despedirse de su madre, le había dicho: «Madrecita, ¿sabes qué es eso tan llamativo que va a ocurrir este año de números tan redondos, di, lo sabes? Pues lo que va a ocurrir es que yo, tu único hijo y el más querido de todos, voy a matar al rey, sí, sí, ten la confianza de que eso será lo más espectacular que va a pasar». Y luego se fue y su madre allí se quedó, riendo de la inocencia de su pequeño, sin sospechar ni por un segundo que esa fecha, en principio tan anodina, habría de recordarla, dígito a dígito, letra a letra, por las mañanas, por las tardes y por las noches, a todas las horas, momentos y situaciones del día.

    EL NUEVE.

    DE ENERO.

    DE 2020.

    Y es que pasó una semana, con sus siete días, sin tener noticias de su hijo. De su niño. De su chiquitín.

    Y dos semanas.

    Y tres.

    Y cuatro.

    Y cinco.

    Y seis.

    Y siete.

    Y ocho semanas.

    Y un mes.

    Y dos meses.

    Y tres meses.

    Y cuatro meses.

    Y cinco meses.

    Y seis meses.

    Y al séptimo mes, al séptimo mes de su partida para matar al rey, hoy mismo, 15 de agosto de 2020, esta misma mañana muy de mañana, cuando los gorriones todavía tenían los párpados arrugados por el peso del sueño, por fin ha regresado, cumpliendo, de entre todas las que hizo a su madre, por lo menos con la promesa de presentarse justo/justo el día de Santa Susana Niña, en plenas fiestas patronales, tan bulliciosas desde siempre y tan llenas de sorpresas a cuál más disparatada o divertida o desconcertante o dislocada.

    Ha llegado el niño a la aldea envuelto en un aguacero de luz, tras haber caminado durante días y días a través del mullido trigo, descansando a la sombra de los castillos medievales y sofocando la sed en pozos de abandonadas haciendas feudales que, entre los espejismos del sol, aparecían y desaparecían, parpadeantes, como si fueran fantasmas jugando al escondite. Ha venido siguiendo la bella melodía que, desde el patio de la casa, su madre ha silbado para guiarle entre esa enormidad amarilla, para indicarle con precisión en qué punto exacto se hallaba la aldea. Y cuando a lo lejos ha visto las casas, encorsetadas por la tapia de adobes, ha echado a correr para llegar cuanto antes ante su madre para besarla y abrazarla y levantarla en el aire y volverla a besar y reír, reír los dos juntos, y decirle: «¡Ya estoy aquí, mi linda! ¡Vamos a bailar, que hoy es Santa Susana Niña! ¡Santa Susana Niña, madrecita, nuestra querida patrona!»

    ¡Siete meses llevaba su madre esperándole! Y eso que el día que se despidió de ella tenía la seguridad de que para la hora de la merienda ya estaría de vuelta, tras comprobar con sus ojos infantiles que los castillos que menudeaban en las lomas cercanas, también el de Doña Sancha, estaban vacíos, todos vacíos, y que en ellos no vivían reyes a los que ajusticiar, ni reinas ni bufones ni caballeros ni arqueros ni alabarderos ni ninguna persona de carne y hueso ni legendaria ni imaginada, ni inventada ni literaria.

    Por eso reía cuando le ofreció una manzana para el camino. Una…

    …man…

    …za…

    …na…

    Pero pasaron las horas y no llegó. Las horas de la tarde y las horas de la noche. Las horas del primer día y de los siguientes. Y preocupada ante la temeridad de que hubiera naufragado en esa alfombra sin sendas que era esa pleamar de cereal rubio que rodeaba la aldea de Doña Sancha, se asomó a las ventanas de la casa que daban al Norte en su busca. Pero allá a lo lejos, la madre vio muchas cosas, pero no a su hijo.

    Vio pasar una romería de animales circenses pastoreados por más de veinte payasos amarillos.

    Vio jirafas dando volteretas.

    Y cebras pedaleando sobre triciclos de unas dimensiones disparatadas.

    Y elefantes bocabajo, botando sobre su trompa: poing, poing.

    Y leones volando en parapente.

    Y una bandada de loros cantando con un azucarado acento carioca.

    Y un oso haciendo magia con un capirote estrellado sobre su cabeza.

    Y un avestruz cantando ópera.

    Y cuando terminó de pasar aquel circo alucinante de los payasos amarillos, no vio nada más. Solo trigo. Hectáreas y hectáreas de trigo.

    Así días y días.

    Semanas y semanas.

    Y cuando al azar se le antojaba exhibir ante sus ojos un bando de palomas, palomas blancas y grises y azules, se ponía muy contenta, pensando que se trataba de las palomas de su hijo, pero las aves, tras revolotear un rato en acrobáticos tirabuzones en torno a su cabeza, se deshacían como terrones de azúcar y dejaban de existir disueltas en el fuego de la tarde.

    Así una y otra vez. Las palomas aparecían y desaparecían. Una y otra vez. Tantas que llegó el momento en que a la madre se le agotó la paciencia y tomó la determinación de salir a buscar a su hijo por donde hiciera falta. Se puso un bonito vestido color limón, un broche dorado que imitaba un harpa musical, unos zapatos con hebillas resplandecientes, se maquilló sucintamente, domesticó sus cabellos con agua de colonia y, abriéndose paso entre las espigas, fue al viejo apeadero ferroviario con un cestaño de frutas en la mano y, sentada en uno de los bancos del andén, frente a las oxidadas vías de hierro, se puso a esperar al tren, quieta como un maniquí mientras, en el cielo sin nubes, el sol relinchaba su furia desatada. Iba a viajar hacia el Norte hasta dar con su hijo. Pero el tren de la mañana no vino. Tampoco el de la tarde. Ni el de la noche. Ni ese día ni los siguientes. Estuvo una semana de espera. Dos. Tres semanas. Cuatro, mordisqueando las frutas como un ratoncillo blanco. Y a la quinta, y otra vez por sorpresa, se volvió a hacer presente el bando de palomas, esas palomas fruto de los espejismos de los campos de cereal, y, como de costumbre, después de revolotear en torno a su cabeza un buen rato y en una coreografía ya conocida, se fueron disolviendo todas, una detrás de otra, como terrones de azúcar, se fueron disolviendo todas, ¡todas menos una!, una paloma de tonos cenicientos que, en un gesto de amistosa familiaridad y tras mostrarle sus plumas de verdad, su pico de verdad y sus ojos de verdad, inició un majestuoso descenso hasta posarse sobre uno de sus hombros con un papel enrollado en una pata que decía: «Mi linda, te quiero mucho, mucho, mucho, muchísimo, infinito, y me acuerdo mucho de ti y yo estoy bien y como te prometí intentaré estar allí contigo para las fiestas de Santa Susana Niña. Porque tenemos que bailar en la plaza. ¿A que sí? Dando vueltas. Y riéndonos. Riéndonos y dando vueltas. Abrazados los dos, tú y yo, como si fuéramos novios. ¿A que sí, madrecita? Pero antes tengo que matar al rey, porque todavía no se me ha presentado la ocasión de poner fin a sus días y a sus fechorías».

    Y entonces, nerviosa y confundida, o confundida y nerviosa, la madre se levantó del poyo de cemento de la estación del tren y corrió hasta la casa y enfiló hacia su cuarto de costura, donde, con una sonrisa navegando serenamente por su cara, retomó su abandonada tarea con una pasión renovada y con el decidido propósito de coser las mejores ropas para su hijo a fin de que las luciera en las fiestas de la niña Santa Susana y fuera el

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