Unquén, el que espera
Por Sergio Infante
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Lucho, el protagonista y narrador de Unquén, el que espera, revisa incansablemente su historia personal. Al hacerlo, no puede evitar que las semanas en torno al golpe cívico militar de 1973 y Unquén, el lugar donde le tocó vivirlas, se conviertan en el prisma para juzgar toda su existencia.
Conviene advertir cuán inútil resulta suponer de antemano que ese quedarse pegado en un momento crucial empaña la agilidad de esta novela. Por fortuna, la evidente obsesión de Lucho no impide la gran amenidad de su relato. Este se encuentra cruzado por diversos escenarios, variadas voces, risas, situaciones azarosas, patéticas o eróticas, en medio de aquello que sin duda hace parte de la mayor tragedia de nuestro país.
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Unquén, el que espera - Sergio Infante
PRIMER REGRESO
Volví a Unquén después de darle más vueltas a mis días en ese puerto que al mundo. Veintidós años en Suecia no llenaban ningún mundo; en cambio, mis días de Unquén, si bien apenas sumaban año y medio, no tenían deslindes de tanto enseñorearse en las horas de mayor soledad o en las tertulias monocordes con los pocos amigos que me quedan. Volví a aquella ciudad llamada Unquén en un bus interprovincial y no en El Rápido, como lo disponía una costumbre adormilada: sentir que los vagones en su avance hacia el Sur le arrancaban el sopor a la noche y templaban la espera. En febrero de 1996 ya no llegaban trenes a Unquén.
Me había propuesto hacer este tramo del viaje –verdadera razón de mi visita al país– sin compañía alguna, pero la Berit, temiendo que la emoción fuera superior a mis fuerzas, se había obstinado en ser mi sombra y, luchando contra toda aprensión, prefirió dejar a Gunhild y a David Ernesto en la capital con mis padres que abandonarme a mi suerte. Su fidelidad, aunque en ese momento yo la sintiera como un lastre, venía una vez más a desmentir el nefasto vaticinio hecho por Reñasco cuando le anuncié que me casaba con nuestra profesora de sueco: Compadre, el caballo y la mujer de su tierra han de ser
. No le aguanté ni el menor era una broma, viejito
y la incipiente amistad con Reñasco empezó a flaquear desde ese día. ¡Basta! Mis tiras y aflojas con ese tipo son otra historia.
La que aquí se escribe comienza y termina en Unquén. Una obsesión, dirán. Puede ser. Admito que ahora me da no sé qué el desconcierto con que mis padres, apenas pasados los brindis del reencuentro, escucharon mi decisión de continuar rumbo al Sur al día siguiente; el desengaño que debieron sentir ante la imposibilidad de expresarme un afecto largamente atesorado, además de la incertidumbre que debió causarles el hecho de que fuera Unquén el lugar de mi destino, según se desprende de los reproches de mi
hermana Isabel en una carta: Ellos nada te dijeron, tú sabes, Lucho, que ellos nunca dicen nada, pero no olvides que allí te pilló el Pronunciamiento del 73, metido en el Despelote como andabas. No olvides que desde allí salió la orden de capturarte. No olvides que, aunque no lo hayas vivido porque no estabas (claro, cuándo ibas a estar tú), todo aquello significó el bochornoso allanamiento de nuestra casa la tarde en que iba a ponerme las argollas, cuando ya había llegado la familia del innombrable y únicamente esperábamos al padre Matte
.
A cualquiera puede parecerle que me pasé de la raya, que después de más de veinte años sin verlos, nada me costaba quedarme los primeros días con los viejos. Actué completamente convencido de lo que hacía y las dudas que, a ratos, pude tener cuando ya llevaba días en Unquén obedecieron a las presiones de sentimentalismos ajenos, a la prédica de mal abortados deberes filiales esgrimidos y lagrimeados por la Berit: Como hijo, les has dado a tus propios hijos un pésimo ejemplo. Pero, Berit, si ya son unos viejotes. Por eso mismo, Lucho. Estarán mortificando a tus padres con sus carretes hasta las tantas y a ti te da lo mismo
. ¡Huevadas! Nadie, ni siquiera la misma Berit, por más que se haya empeñado, llegará a comprender que una persona, en el fondo tan hecha a lo urbano como yo, necesitara viajar cuanto antes a esa ensenada perdida donde, en honor a la verdad, nunca me había quedado más de tres meses seguidos. Nadie llegará y entenderá a la primera lo sagrado de aquella prisa, incluso sabiendo que la historia de espectros que me vincula a Unquén es el centro de las cosas por las que he vivido y desvivido en Estocolmo.
Siempre será un albur saber con certeza si esta historia, al ser revisada en su escenario natural y otra vez enmendada en el papel, con una actitud más de escribano que de artista, va a alcanzar el significado que genere su olvido. Y, así, librarme de seguir viéndome en ella como uno de sus muertos presuntos, el desvelado por la culpa sin pausa de los que se salvan por un pelo.
Viajé con esa ilusión. La tarde anterior al vuelo se lo había estado repitiendo a Benjamín, ¿a quién otro si juntos corrimos esa suerte? Cansado de oírmelo, me replicó medio burlón: Lucho, estás como los chamanes: para arrancar el mal te pegas flor de chárter a su origen
.
Y con esa ilusión bajé del bus interprovincial aquella luminosa mañana de febrero, casi olvidando la presencia de la Berit, aunque no tardé en soltar la maleta para aferrarme a su brazo al sentir el hálito salino y de una pura ojeada captar la bahía, las casas, las cuatro colinas. ¡Me recuerda Lofoten!
, exclamó la Berit indicando unos islotes desgranados en la lejanía. Lo dijo por decir algo, para que yo escuchase su voz y me tranquilizara. Puede ser, le respondí, pero aquí mis muertos están ebrios de una lluvia aún más antigua, aún más sucia
.
MARÍA CHILA
Porque iba siendo la hora, María Chila cerró los fuelles de la cocina, puso la última horneada en la canasta y la cubrió con un paño. La esperaba un día incierto. Aparte del pedido que le habían hecho en el Bávaro, las otras ventas serían cuestión de suerte. Necesitaba esa suerte. Por eso, volvió a abrir los fuelles, tiró unas cuantas astillas sobre las ascuas reviviendo las llamas. Enseguida sacó de su delantal un puñado de cáscaras de ajo que fue esparciendo sobre el mayor de los hornillos. Observó cómo se retorcían entre chisporroteos y se escapaban en unas serpentinas de humo mínimo. Las siguió con la vista para cazar en ellas la fortuna. Un optimismo risueño la invadió y le hizo creer que las ventas de ese domingo serían las mejores. El alegrón sin embargo se le borró de la cara cuando al lavarse las manos notó que apenas quedaba agua y, tal como había ocurrido durante las últimas semanas, Benjamín no podría acarreársela.
Años más tarde, ya reunida con su hijo en el exilio, ella confesará: "La verdad es que en esos días era lo de menos tener que arreglármelas sola. Lo más era lo otro: el que usted, Benja, faltara. Por mucho que me hubiese mandado razón con el Carancho, me pesaba que nos fuese imposible estar cerca. Me traían loca unos sueños en que andaba buscándolo para advertirle del peligro. Pero usted, si es porfiado hasta cuando una lo sueña, apenas lo aguaitaba se me metía en medio de un resplandor y quedaba distante. Se hacía el cucho yéndoseme por entre una nieve de caída tan lenta y tupida, que en nada se parecía a aquella nevisca que azotaba en la cara y a mí me arrancaba los achichíos de la boca y a usted unos berridos que había que guarecerlo entre el piño de ovejas para que tomara calor y se calmase. Qué se va a acordar, hijo, si no pasaba de guarisapo cuando vivíamos en El Páramo. Qué más da, total no era así esta nieve que le digo. Me asustaba verlo a usted metido en ese berenjenal de fríos encerrados. No se le ocurría nada mejor que
esconderse detrás de unas estatuas que había por todas partes. Y en los asomos para ir de un bulto a otro, de cuando en cuando aparecía una chiquita que lo tironeaba de la parka. Se notaba que ella me había visto y quería que usted las parara. Pero el señor estaba en otra cosa, ¿cuándo no? La niñita, como disculpándose por usted, me hacía señas y sonreía. Esa era la única parte alegre. Empecé a soñar eso la noche misma del allanamiento y lo seguí soñando hasta que me vinieron con lo de las muertes.
Pero antes de que le avisaran lo de esas muertes –la de su hijo, la del cojito, la mía–, aquel domingo en que estaba por salir, María Chila se quitó el delantal y lo colgó de un clavo que servía de percha. Al lado, directamente pegada a la pared, había una foto reciente de Benjamín, pequeñita, recortada de una mayor como si lo hubiesen querido apartar de toda compañía. Era casi la de un hombre esa cara burlona y tal vez por eso no estaba a su lado. Así son estos diablos, crecen y parten
, se consoló a sabiendas de que se contaba una mentira; intuyendo que aquella forma precipitada de crecer, de llenársele el cuerpo de ademanes y palabras de adulto, ahora, perseguido como andaba, se volvería en contra del chico. Acorralado como estaría debía de necesitarla, o sufriría imaginando que a ella podía haberle sucedido lo peor. Si en ese momento ella hubiera sabido, por puro saber que fuera, dónde se encontraba su hijo, no hubiese sentido que el abandono se le iba enhebrando a la piel y poco a poco la sumaba a la negrura que esos días ponían sobre el mundo. Si ella pudiese, como hacía la joven de un cuento que siempre le había fascinado, preguntárselo a los vientos; ordenar simplemente: ¡Travesía, dime dónde está el Benja! Pero ya ni los vientos eran como antes; ahora se hacían los sordos o respondían llenándole la casa de crujidos.
"La pasó mal mi vieja, Lucho –me iba a contar Benjamín, años después, un sábado en que asistíamos al festival de volantines en Gärdet y, por asociar el mayo sueco con la primavera nuestra, dimos con aquel septiembre, sin cometas ni nada que se elevase al cielo, que tanto nos había marcado–. La pasó muy mal porque pensaba que yo era incapaz de arreglármelas sin ella. Y porque en el fondo estaba segura de que no soportaría envejecer teniéndome lejos. Esto último, sobre todo, me lo dio a entender muchas veces, especialmente al final, cuando ya no podía con el cáncer y los médicos en el Karolinska la mantenían a morfina y afectos rutinarios."
María Chila miró las dos mesas de lo que fuera su comedor y su orgullo. Las vio tan tristes, tan vacías, iluminadas por la luz que con regaño entregaba ese domingo mezquino. Le habían prohibido seguir con el negocio. Ya no volvería a recibir a esa gente de comer alegre, amiga de celebrarle los pataches: obreros de vialidad, carreros, estudiantes, empleados públicos recién llegados a la provincia y nosotros, claro, los camaradas del Benja, a quienes la gula nos hacía violar los rigores de la compartimentación y nos íbamos allegando a la maravilla de esos mesones (Escribo esto y me parece que, por un segundo milagroso, revivieran mezclados aromas, sabores, sudores, ilusiones. Cae otro segundo, esta vez de mala onda mezclada con nieve sueca, y todo se borra. Todo. ¡Igual lo escribo, miéchica! Aquello que en su hora fue tan intensamente verdadero merece serlo para siempre. Y conste que lo escribo cagándome en Reñasco y en los Consagrados de la Colonia, que si un día se dignan a leer estas páginas, apuesto lo que quieran a quién quiera, me acusarán de cebollero. Me destruirán, me harán pebre – deconstrucción dirán ellos, vanidosos hasta para los eufemismos–, siempre dispuestos a negarme, rápidos como son para bajarse los calzones ante cualquier teoría en boga con tal de esgrimirla en mi contra. Pero en esto debo seguir el eterno consejo de la Berit: calmarme. Calmarme. No más sea para no ensuciar las célebres páginas de Unquén con las huevaditas de acá).
A María Chila le hubiera gustado retroceder hasta antes de ese tiempo recién degollado y que la casa se le llenara de voces, de risas, de apetitos felices. Que ese tiempo difunto, que algunos ya negaban y otros maldecían, levantara la cabeza y explicase adónde habían ido a parar todos los afanes, todas las ilusiones. Pero el cadáver de ese tiempo ya había sido retirado y de él apenas quedaba una leve huella, un rectángulo que el humo de la cocina no tardaría en borrar, donde estuvo el calendario con el rostro del hombre que entregaría los sueños, y que ella misma había arrancado de la pared y echado al fuego hacía dos semanas.
No basta con quitar el puro retrato; también hay que hacer humo los días y los meses
, le había dicho el Carancho cuando vino a avisarle que Benjamín debería esconderse por un tiempo. Ella, esa mañana, al escuchar por la radio despedirse para siempre al hombre que traía los contentos, supuso la ausencia del hijo pero no había atinado a cambiar nada en la casa. Tome en cuenta, doña, que andan persiguiendo a medio mundo
, le advertía el Carancho mientras la ayudaba picando un poco de leña. En cualquier momento pueden dejarse caer por aquí. ¿Acaso no oye el retumbar de la balacera por el lado del barranco?
El Carancho se empinaba sobre su adolescencia para aconsejarla haciendo suyo el mensaje de Benjamín. Hablaba y hablaba, sin parar, siguiéndola por toda la casa mientras ella se afanaba en dar con todo lo que resultara comprometedor. Al poco rato, además del calendario, la cocina se había tragado afiches, panfletos y un atado de papeles que apareció dentro de un viejo cacharpero.
Entre esos papeles había una libreta con direcciones que María Chila recordaba haberle visto a René Carmona. Este, al que en cada rincón de Unquén se le conocía con un nombre diferente, se dejaba caer de vez en cuando y alababa los pataches con promesas entrecortadas por unos silbos de asmático. El Carancho miró con fascinación la libreta, le acarició la cubierta de plástico azulino y empezó a hojearla con ímpetus rapaces. Parece importante; mejor es que me la lleve y la esconda
. María Chila lo sacó de sus ensueños advirtiéndole que andar con eso en el cuerpo era ponerse bajo las patas de los caballos. Se lo dijo pensando en esos supuestos amoríos que Carmona tenía con la mujer de un comandante de la FACH, cuya única evidencia era una Citroneta verde que ella le facilitaba casi a diario. Se lo dijo, además, recordando la sonrisa fácil de Carmona y lo que Benjamín llamaba, con ambiguo sentimiento de admiración, labia y muñeca, reviviendo aquella vez que René Carmona estiró el brazo para que ella le sirviera otra porción de caldillo, al tiempo que prometía conseguirle una pensión de viudez y le preguntaba por vinito blanco para pasar el marisco. Huele a cacho quemado
, comentó el Carancho cuando la cubierta de plástico entró en contacto con el fuego. Se me hace que a Carmona lo andan correteando de muchas partes
, susurró María Chila y metió otro leño en la cocina.
Me acuerdo de cada palabra dicha por Benjamín acerca de aquel domingo en que su madre salió a vender sus empanadas y se encontró con Evaristo Aldana. El carrero amigo había andado buscándola por toda la ciudad para contarle lo que él mismo llamaría triste y jodido rumor. Se las he hecho repetir a Benjamín hasta hacerlas mías. Por eso, ahora que puedo decir volví a Unquén, ahora que he hablado con Aldana, con el Carancho, con el padre Oyarzún, con todos los que he podido, ya en Estocolmo escribo con todas las voces. Las he cultivado en mis insomnios sin remedio para desde la sangre verlas pasar a las letras donde vuelvo a ser Lucho el poeta, un escuchador, como dijo Aleixandre, y me nutra de esas voces.
"Entro en la pieza para recoger el abrigo. La pieza es lo peor, sus tablas de puro viejas se cansan altiro cuando las pelea el viento. La Travesía una noche le volará un par de fonolas a la techumbre; después, el Norte, unas tejuelas a la negrura del cielo para que se desborde el aguacero, se inunde todo y me ahogue soñando con el lago de las nutrias. Estaría bueno, pero el viento de Unquén no sirve para maldita la cosa.
"Tiene que irme bien. El pedido de Matías Schulz servirá para matar el chuncho. No es mala gente el rucio; yo no sé por qué este hijo mío le tiene tanta bronca. Un día me dijo que hasta le encontraba cara de facho, que tuviera cuidado con lo que conversaba. Y empezó a darle con la letanía del no pregunte ni permita que le pregunten. Se la corté inventándole que al gringo lo único que le interesaba saber del Perla era si le fallaba o no la escopeta cuando le hacía los puntos a la nueva vendedora de