El dulce aroma del pan (y otras vidas enfundadas en cuentos)
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Con un lenguaje sumamente cuidado, pero no por eso rebuscado ni impostado, Julio Santizo Coronado hace gala de su profesión como editor y corrector en estos 22 cuentos que abordan temas tan distintos como lo pueden ser las reflexiones de un hombre de letras ante la vida misma. Sin embargo, la calidad de estos cuentos no se concentra únicamente en su lenguaje, sino también en su universalidad y en que presentan la visión del autor desde una estética personal claramente definida.
El dulce aroma del pan (y otras vidas enfundadas en cuentos), de Julio Santizo Coronado, forma parte de la colección Voluta, la cual consiste en obras latinoamericanas actuales de poesía, prosa y teatro cuya calidad literaria es respaldada por la editorial Cazam Ah.
Julio Santizo Coronado
Ciudad de Guatemala (1965). Bachiller (1981-1982). Piloto aviador privado (1982-1984). Estudiante y profesor de Letras (1989-1993). Estudiante y profesor de francés (1984-1987). Corrector publicitario (1988). Secretario y técnico educativo (1989-1997). Asesor lingüístico (1998-1999). Corrector y editor en periódicos y revistas (1999-2011). Ha escrito Poesía incompleta (2012), Cartas a un hijo ausente (2013), Las horas de mi madre (2013), Palabras del agua y de la mar (2016), El árbol que quiso volar como los pájaros (2017), El canario y la rosa (2018), El libro que enseñaba a escribir (inédito), Poesía rota (2021), Poesía viva (inédito), Todos los relatos para la pira (inédito). Compilador de El Fu Lu Sho de los recuerdos (2012).
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El dulce aroma del pan (y otras vidas enfundadas en cuentos) - Julio Santizo Coronado
Editorial Cazam Ah
www.cazamah.com
info@cazamah.com
(502) + 22517770
15 calle 9-18 zona 1, Guatemala
Guatemala, Centroamérica
Colección Voluta
Logo%20Voluta.tifLa colección Voluta está compuesta por obras literarias latinoamericanas y
contemporáneas que la editorial Cazam Ah promueve y respalda.
Equipo: Julio Santizo Coronado (autor y corrector), Javier Martínez
(director de la colección y editor), Luis Villacinda (diseño de portada), Gladys Claudio (diagramación).
Está prohibida, bajo amparo de las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento analógico o digital; así como su distribución por alquiler o préstamo públicos.
Editorial Cazam Ah
Guatemala, 2023
Impreso en Guatemala
ISBN: 978-9929-724-53-2
CAZAMAHAh_Editorial_Negro.tifÍndice
El dulce aroma del pan
A mí... ¡jamás!
Sonata para un minuto de silencio
Carta de despedida para la amada esquizofrénica
En las sombras bajo la lluvia
Una cuestión de espacio
Béatrice
Le decían Machete
Fuerte como los brezos
Un grito en la oscuridad
El callejón infinito
Noviembre
Escribiente nocturno
Una noche en el Centro Histórico
Final para un sueño
Historia de un dolor pertinaz
En el borde del laberinto
La letanía
Las muertes de una madre
La sombra de Ofelia
Cuando se pierde la partida
La mujer que lo entendía todo
Glosario
Sobre el autor
A Tamara Contreras Ortiz de Santizo, mi primavera en el otoño
mini-colorCazam Ah • El dulde aroma del pan • Julio Santizo Coronado
El dulce aroma del pan
Para Tamara (y a todas las mujeres
que aman a sus sobrinos)
El pequeño Vicente jugaba descalzo a la vera del polvoriento camino que conducía al pueblito en donde los senderos terminan, el lugar donde el resto del mundo tenía principio y el remanso donde solían descansar los viajeros.
Una ramita de guayabo era el juguete del pequeño Vicente, el más feliz de los niños del pueblo, cuya singular felicidad no se debía a que disfrutara de los dulces que doña Rosario exhibía en el escaparate de la pequeña tienda del barrio El Centro, y tampoco a que tuviera coloridos juguetes como los que les traían de la capital a los hijos de los vecinos. La fuente de la felicidad de Vicente era mucho más grande que las cosas materiales.
Como era habitual, el pequeñín estaba muy entretenido cuando escuchó la singular voz de su tía, quien, afable, siempre lo llamaba a comer al mediodía.
—¿Dónde estabas, mi niño travieso? —le preguntó la tía Herlinda mientras le sacudía el polvo de los pies y le ajustaba las botitas que le había comprado en la cabecera del departamento, que para entonces era lo más parecido a las grandes urbes europeas de las que hablaban en las novelas francesas y de las que se leía en el periódico o se oía en las noticias de la radio.
—Estaba jugando, Nana. Las hormigas no dejan de salir de aquel hoyito, y yo no quiero que salgan más— respondió el niñito, quien no soltaba la ramita de guayabo mientras su tía lo calzaba para que aquellos amados pies no fueran a pescar un hongo ni se fueran a cortar con los trozos de vidrio que dejaban por ahí los borrachos que salían de la cantina arrojando botellas al aire.
El pequeño Vicente se iba a casa de la mano de su tía, quien le preguntaba los colores de las cosas que iban viendo al pasar por las callejuelas polvorientas. A cada acierto de Vicente, la Nana le prodigaba una caricia, pero, con tanto entusiasmo, que le alborotaba el cabello; entonces, el pequeño elevaba la mirada y sonreía feliz al ver el rostro de la tía Herlinda.
Al llegar la oscuridad, Vicente se metía en la cama y esperaba con los brazos cruzados detrás de la nuca el «buenas noches» de Nana Herlinda, quien le cantaba una tierna tonada con su voz de contralto, pues la tía padecía de ronquera a causa del humo del horno de leña en el que todas las mañanas preparaba el pan de yemas y los bollos que Vicente remojaba en el café que bebía de su pocillo de peltre.
Al amanecer, el dulce aroma del pan invadía todas las habitaciones de la casona de gruesas paredes de adobe. Vicente se lavaba la cara y corría descalzo a la cocina, a esperar el pan de yemas que su tía horneaba antes del alba. Aquel olor de cada mañana acompañó a Vicente hasta el día en que, hecho un joven de bien, se fue del pueblito.
*****
El tiempo hizo de las suyas y Vicente llegó a la edad en que los muchachos quieren ser el caballero andante de una bella damisela, para cuidarla y defenderla. Junto con ese deseo llegaron, como era de esperar, sus propios hijos. Pasaron los años. Las visitas a la vieja casona del pueblo fueron cada vez más esporádicas; en parte debido a que el trabajo y su propia familia demandaban mucho de Vicente, y también porque, cuando los hombres crecen, suelen ir tras la risa del presente más que en búsqueda de la melancolía y de los dulces amores del pasado.
Cierta mañana, Josefina, la hija de Vicente, se acercó sonriente a su padre y le preguntó: «Papi, ¿por qué eres tan bueno con nosotros, nos cantas canciones y nos lees cuentos?». Vicente no pudo dejar de pensar en su Nana, quien, longeva como los árboles, permanecía afianzada a sus raíces de pueblo polvoriento y del pan de yemas de cada día.
—Hijita, yo soy así porque soy muy feliz; soy así porque cuando yo era chiquito también me quisieron mucho. Pero yo soy así, sobre todo, porque te estuve esperando durante mucho tiempo —respondió Vicente mientras dejaba rodar una lágrima al recordar a su tía bonachona, quien siempre le hablaba cariñosamente con su voz de contralto.
Ese fin de semana, Vicente tomó consigo a sus hijos y viajó muy de mañana al pueblito donde todos lo conocían como el niño más feliz. El camino le pareció más largo que de costumbre, pues ansiaba ver de nuevo a la tía Herlinda. Bajó del destartalado autobús, tomó de la mano a sus niños y caminaron a toda prisa las pocas cuadras que los separaban de la sonrisa de la Nana.
Al ver a la anciana esperándolo en el umbral de la casa, Vicente volvió a los días cuando era el niño más feliz del mundo. Se acercó a ella y la besó con ternura en la mejilla. Ella sonrió y le alborotó el cabello, tal como lo hacía en la dulce época cuando las hormigas escapaban de las manitas de Vicente. Herlinda entró en la casa, se sacudió de la cintura el delantal con ambas manos y se dirigió a la cocina; entretanto, Vicente y sus hijos se dirigieron al comedor, ante cuya vieja mesa esperaron pacientemente a la tía Herlinda.
La anciana tía volvió del horno y pasó a través del vano de la puerta. Traía consigo una bandeja en la que había pan de yemas y muchos bollos recién horneados. Entonces, aquellos días de unos tiempos que pervivían en la memoria de Vicente regresaron a su corazón cuando volvió a sentirse en toda la casa el dulce aroma del pan.
(Con amor fragante de pan recién horneado)
mini-colorCazam Ah • El dulde aroma del pan • Julio Santizo Coronado
A mí... ¡jamás!
La patoja se estremeció. Le habían advertido que las cosas podían llegar a ponerse muy feas. Sin embargo, Cristina siempre había creído que lo malo les sucede a los demás; a ella… ¡jamás! Sor Teresa, su profesora, la