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Juan Alcarreño
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Libro electrónico242 páginas3 horas

Juan Alcarreño

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Una nueva vida empieza para Juan Alcarreño. Después de la llegada de un indiano al pueblo en el que vivía, su padre Santiago consiguió que el hijo pudiera estudiar en un gabinete de ministros de Madrid. ¡Un hijo político! Lleno de orgullo, el hombre envía a su hijo a la gran capital. Una novela sobre las intrigas políticas de España y sobre el contraste entre el mundo rural y la urbe del siglo XIX.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento25 feb 2022
ISBN9788726686883
Juan Alcarreño

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    Juan Alcarreño - Teodoro Baró i Sureda

    Juan Alcarreño

    Copyright © 1889, 2022 SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726686883

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    A

    D. SALVADOR MARTINEZ CUBELLS

    pintor ilustre, restaurador sin rival y buen amigo, dedica este libro

    Teodoro Baró

    Madrid, 2 de agosto de 1889.

    CAPÍTULO I

    Juan Alcarreño.

    Para venir á Madrid tuvo que meterse en galera, que á galeras equivalía por los muchos trabajos, no compensados por los incidentes del viaje y las variaciones panorámicas; pero en aquel entonces sólo estaban construídas algunas de las principales líneas férreas. Cuba fué el primer territorio español que tuvo ferrocarril y luego Barcelona, que el año 48 inauguró la líneá de Mataró. Los convecinos de Juan Alcarreño sólo sabían del ferrocarril que era una cosa que se parecía á muchos carros unidos unos á otros, que rodaban sin que de ellos tirasen mulas arrastrados por un puchero enorme, en el que había más agua que la que contenía la charca rayana á la huerta del tío Boquerón, que estaba situada á la izquierda del puente, cerca del ventorrillo de Los Gorriones. El no saber de una cosa es motivo para discutirla y de empeño para explicarla cada cual á su manera, aumentando la energía de la convicción á medida de la ignorancia; y como de la discusión nace la luz cuando no la algarabía, siendo más frecuente la explosión de ésta que el surgir de aquélla, acabaron las ideas por confundirse de tal modo en los cerebros de los convecinos de Juan, que nadie lograba darse cuenta, ni siquiera por aproximación, de lo que era un tren ni de cómo se movía. La cosa no era rara, pues en muchos asuntos, y en especial en los políticos, pasa lo mismo después de haberlos discutido la prensa.

    Tres días tuvo de duración el viaje, y á pesar de no estar acostumbrado Alcarreño á tales trotes, resistió bien sus fatigas. Cuando el galerero le anunció que ya estaban cerca de Madrid, por poco se desmaya, tan intensa fué la emoción producida por la idea de que iba á entrar en la villa y corte de grandes reyes que habían gobernado dos mundos, cuyos hechos pregonaban las historias; y asomando la cabeza por el arco delantero del vehículo, abrió los ojos cuanto le fué posible y estiró el cuello con riesgo de morir por separación de las vértebras, como los conejos caseros; y como sólo viera tierra semejante á la de fregar, y luego más tierra parecida á la anterior, sin árboles, ni vegetación, ni caserío, creyó que el galerero de él se burlaba, pues no comprendía ciudad tan grande en medio de campo tan feo y árido. Mas como no eran burlas, sino veras, á la media hora vió la línea de tierra rebasada por otra línea de edificios dominados por algunos de notable aspecto, y todos ellos, grandes y chicos, cobijados por las cúpulas y los campanarios de las iglesias. Con la boca abierta quedóse al mirar tantas casas, sorpresa natural en quien del pueblo no había salido; y cuando á las dos horas de haber visto la capital entró en ella, tiempo que necesitó la galera para salvar la distancia, sus pupilas iban de derecha á izquierda y del arroyo á los tejados, no cansándose de admirar sin darse cuenta de otra cosa sino de que penetraba en una ciudad donde había mucha gente y muchas casas.

    No era aquel el Madrid de principios del siglo, desaseados los edificios y las calles interceptadas por perros y gatos, cerdos y corderos, pavos y gallinas, y alumbrado de noche por faroles con honores de lamparillas; pero aún no había dejado de ser el Madrid de las tapias del Retiro. Metióse la galera por un laberinto de calles y callejuelas, corrales y huertas, asomándose á las puertas de los raquíticos edificios los vecinos atraídos por el ruido del pesado vehículo. Los unos madrileños tenían la cara y el vestido del todo blanco y los otros completamente negro el rostro y el traje, por ser los primeros mozos de tahona y los segundos herreros, cosa que no dejó de sorprender al lugareño. Al notar su extrañeza le dijo el galerero que estaban en el distrito del Barquillo, donde abundaban las tahonas y aun más las fraguas y herrerías, mereciendo sus moradores el nombre de chisperos por las chispas que saltan en las últimas. Dióse por satisfecho Juan Alcarreño, y su satisfacción aumentó de punto cuando la galera penetró por un ancho portal, llegó á un espacioso patio y el conductor le dijo:

    —Ya hemos llegado.

    CAPÍTULO II

    El mesón.

    Titulábase la posada Mesón del mundo entero, denominación pomposa debida á lo siguiente: cuando el anterior dueño, muy aficionado á comer y á beber, murió de una indigestión de callos y caracoles y de vino y aguardiente, compró el Mesón del gallo blanco, así antes denominado, un hijo de Lugo que había pasado los diez primeros años de su estancia en Madrid dando de beber, primero agua y luego vino, por haber ascendido de aguador á tabernero; profesiones similares, si bien se vende agua sin que para nada haga falta el vino, pero hay tabernero convencido de que para vender vino es absolutamente indispensable el agua. Se dijo el de Lugo que después de haber apagado durante tanto tiempo la sed de los chisperos y no chisperos podría también apagar el hambre de éstos y de aquéllos, y pasó á posadero sin dejar la taberna; y como al lado del portalón hubiese una pieza bastante espaciosa con comunicación á la calle, se propuso utilizarla para servir á los que no parasen en el mesón. El gallego había adivinado el restaurant. Concebida la idea era necesario que transcendiera al público, enterándole de que allí comería por poco dinero; y después de mucho discurrir apareció un rótulo que decía: «Se sirve de comer á estudiantes y soldados y gente baja por el estilo.» El éxito fué superior á las esperanzas del tío Fariniño, pues al día siguiente lo leyó un estudiante, dió cuenta á sus compañeros del descubrimiento y al salir del áula fuéronse á admirarlo, puntualizando su entusiasmo por medio de una tempestad de gritos y silbidos y granizada de piedras. Incomodóse el gallego, pero en vano; intervino la autoridad y ésta dijo al tío Fariniño:

    —Merecido se lo tiene usted por insultar á soldados y estudiantes.

    ¿Eu?—exclamó el de Lugo.

    —Usted.

    —¿E eso?

    —¡Pues no es flojo el insulto! ¡Llamarles gente baja!

    ¿Qué discurres, pois? — se dijo Fariniño cuando estuvo solo.

    Y discurrió que cambiando baja por alta todo estaba arreglado, y al siguiente día decía el letrero: «Se sirve de comer á estudiantes y soldados y gente alta por el estilo». Nueva tempestad, nueva pedrea, nueva intervención de la autoridad, la que después de apaciguar á los ofendidos se propuso demostrar al gallego que si baja era insulto, alta añadía al insulto la mofa; y todo eso, que en dos palabras hubiera podido explicarse, fué diluído en largo discurso, porque ya había comenzado la moda de hablar mucho para decir poco ó nada; y como la autoridad no estuviese muy segura de la atención de Fariniño, interrumpió un período para preguntarle:

    —¿Entiende usted?

    Xa escoito—contestaba invariablemente y rostrituerto el de Lugo, quien añadía: ¡Eu non! cada vez que se insinuaba la idea de que había querido ofender á estudiantes y soldados.

    Volvió á discurrir el posadero, llamó al pintor y á los dos días decía el rótulo: «Se sirve de comer á gente alta, mediana y baja.»

    —Esa es la posada del mundo entero— dijo un chispero—porque aquí se da de comer á todo el mundo.

    Al oirlo dióse una palmada en la frente el gallego; volvió á llamar al pintor, y á la semana apareció encima del portalón un rótulo, cuyas letras, azules en la mitad superior y encarnadas en la inferior, decían, destacándose sobre fondo amarillo: Mesón del mundo entero.

    A él vino á parar Juan Alcarreño, y mientras el carretero soltaba la galerada, fuése al cuarto interior que le destinaron, en el que había una cama de armazón de madera, jergón abollado, colchón en huesos, almohada con guijarros y cobertor con flores, que lo mismo podían ser rosas que berros. Mala era, debido acaso á que el tío Fariniño recordaba que á mala cama colchón de vino y á que el posadero quería proteger al tabernero. Un palanganero de hierro, en otro tiempo pintado, dos sillas y una mesita que se mantenía sobre tres pies sanos, porque hacía las veces del cuarto la pared en la que estaba apoyada, constituían el mueblaje. Recibía luz la habitación de una ventana que daba á la calle. Cuarto y muebles podían ser peores, y el tío Fariniño dijo á su huésped que estaría mejor en el mesón que en el mismo palacio real; y como Juan no conocía otras grandezas que las relativas de su pueblo, que, de tan pequeñas, á medianas no llegaban, nada tuvo que objetar, guardando todas sus objeciones para el precio del pupilaje. Como la bolsa del huésped no era holgada y el posadero deseaba llenar la suya, entablóse larga discusión, llegando por último á ponerse de acuerdo.

    ___________

    CAPÍTULO III

    Quien era Juan Alcarreño.

    Cuando á Madrid vino era Juan joven cetrino, nervudo, con las carnes necesarias para envolver huesos y nervios, sin sobrantes y sin grasas. Su estatura no era alta ni baja, indeterminación que correspondía á sus cualidades físicas de belleza: tenía los ojos negros, el cabello negro, y nada decimos de la barba, porque Alcarreño contaba veinte años y apenas le apuntaba el bozo. Era hijo de Santiago Alcarreño y de Bernarda Sandero, labradores de muy mediano pasar, que á fuerza de trabajo y economía habían logrado, no sin dificultades y privaciones, criar y educar á Pedro, Juan, Fernanda y María, que constituían la prole; y como el terruño no daba con abundancia para todos, pensóse en que Juan trocara las faenas del campo por cosa que le proporcionara con más seguridad el pan, ya que el de la casa tocaba á poco por ser muchos á repartir. Bastante despejado era el joven y había aprovechado las lecciones del maestro de escuela, en particular las caligráficas, siendo su escritura notable por lo clara y regular y superando al carácter grifo inventado por Aldo Manucio al desterrar la manera gótica. No era tan regular y clara la ortografía, pero como en el pueblo no se daba importancia á tales menudencias, pasaba Juan por el escribano más entendido. Discurrían los padres en qué emplearían sus talentos sin dar con la cosa, y muchas tardes al regresar de las faenas del campo se detenía el matrimonio para consultar á algún vecino. Quien ponderaba las ganancias del barbero; quien aconsejaba que á la navaja añadiera la lanceta y se ejercitara en sacar muelas; quien que fuera abogado; otro afirmaba que debía ser médico, sin que hubiese concordancia en los pareceres ni indicase nadie la manera de realizar el suyo. Y antes de que la cosa llegara á puntualizarse hubo en el lugar movimiento inusitado. Las mujeres se asomaban á las ventanas y á las puertas y los hombres á las puertas y á las ventanas y decían:

    —¿Sabes la noticia?

    —¡Vaya si la sé!

    Pregunta y respuesta eran invariables, no habiendo logrado un vecino dar con otro que no supiera la nueva, que consistía en la llegada de D. Antonio Berruego, el hijo de la tía Pelucha, que estuvo de criada en casa del médico, luego casó con Pedro el zapatero, viviendo pobres y muriendo uno y otro en el intervalo de dos años, después de larga enfermedad, durante la cual todo les hubiera faltado á no ser las buenas almas. Antonio se había embarcado á los dieciocho años, poco antes de pasar sus padres á mejor vida, y á los treinta de ausencia volvía al pueblo. Pero ¡cómo volvía, Virgen santa! Traía oro, mucho oro.

    —Todo el que cogería en este delantal — decía la mujer del barbero.

    —Mucho más; todo el que cogería en la artesa—replicaba Maruja.

    —Podría cargar con él la galera—decía su dueño.

    Y todos hablaban con la seguridad del que está perfectamente enterado de las riquezas de D. Antonio, riquezas que nadie había visto y á cuyo poseedor nadie había hablado.

    Llegó la tarde, y al caer de ella la hija del carpintero, que estaba cosiendo, abrió el abanico, lo levantó de modo que interceptara los rayos del sol, á lo lejos miró y en dirección á la carretera y gritó á Juana, que estaba en la calle charlando hacía dos horas con una vecina de cosas que á ninguna de las dos importaban:

    —Ya está aquí el indiano.

    Exclamación que la vecina y Juana repitieron y luego todos y todas las del pueblo, que á las afueras se dirigieron á paso acelerado acompañados de todos los perros arrastrados por el alboroto. Creyó D. Antonio que era aquello prueba de cariño, y sólo lo era de curiosidad, pues su llegada constituía un acontecimiento, como lo es la de cualquiera viajero en lugar poco frecuentado. No le disgustó darse aires de rico y de protector entre aquellos que le habían visto pobretón, y cuando Santiago Alcarreño le habló de su hijo Juan, dijo D. Antonio:

    —¡Bueno! ¡Bueno! ¡Bueno!

    Con lo cual, muy animado, volvió á hablarle al día siguiente del asunto el padre, y el indiano contestóle:

    —No he olvidado lo que me dijiste, Santiago.

    Hay que advertir que á los dos días de su llegada el indiano tuteó á todo el mundo, sin distinción de edades, á pesar de que nadie se atrevía á hacer otro tanto con él y de que muchos le llamaban su merced y hasta usilía.

    Y prosiguió dirigiéndose á Alcarreño, padre:

    —El maestro me ha enterado de que Juanito es chico aprovechado.

    Movimiento afirmativo de Santiago.

    —Añadiendo que tiene un bonito carácter de letra.

    Nueva señal de asentimiento.

    —Eso sería un inconveniente si se tratara de hacer á tu hijo ministro ó general, porque la primera cualidad de todo alto personaje servidor del Estado consiste en firmar de modo que nadie sepa si se llama Juan ó Pedro, Fernández ó González.

    Aquí no hubo movimiento afirmativo ni negativo, porque Santiago no estaba enterado de tales cosas.

    —Pero como tu hijo no aspira á tanto, he resuelto enviarle á Madrid y darle un destino en el ministerio de la Gobernación.

    Esta vez el movimiento fué en la boca, que se abrió formando una o; yno salió la exclamación que se expresa por medio de tal letra, porque el asombro dejó mudo al padre del futuro empleado en Gobernación: ¡en Gobernación! Nada menos que al lado del ministro que manda á todos los alcaldes.

    Prosiguió D. Antonio:

    —Como el ministro es amigo mío...

    —¿Amigo?

    —Ya se ve.

    Sacó del bolsillo una carta y la enseño al lugareño.

    —¿Ves? Estas cartas no necesitan franqueo, porque son del ministro. Estas letras del sello dicen: «Ministerio de la Gobernación. Gabinete particular.» Mira estas letras tan bonitas de arriba. A éstas se les llama membrete y repiten lo del sobre; de manera que no se trata de una amistad oficial, sino particular, puesto que la carta dice «Gabinete particular». Tanto es así, que por dos veces usa el ministro la palabra: en el sello y en el membrete. Ahora lee: «Mi estimado amigo». Fíjate en la conclusión de la carta: «De V. afectísimo seguro servidor,» etc.; y luego añade «y amigo». Ya ves, Santiago: amigo, pero muy amigo del ministro. Y lo más extraño, añadió el indiano, es que no le conozco; pero él debe conocerme ó tener noticia de quien soy y busca mi amistad. Al desembarcar se me opusieron algunas dificultades y escribí al ministro comenzando la carta: «Muy señor mío,» pero él me contesta llamándome amigo. Después de esto yo no podía negarle mi amistad, y le escribí diciéndole que contara conmigo y dispusiera de mi poca inutilidad y de mi mucha suficiencia; digo, al revés. ¿Qué te parece?

    —¡Qué ha de parecerme, D. Antonio! ¡Qué honra para el pueblo!

    D. Antonio inclinó la cabeza hacia el hombro izquierdo, lo que equivalía á media afirmación.

    —Pero...—añadió Santiago.

    La cabeza del indiano volvió á su posición perpendicular. Había un pero á lo de: ¡qué honra para el pueblo!

    —Pero... no tengo dinero para enviar á Juanito á Madrid.

    D. Antonio dejó caer una mano sobre el hombro del lugareño; fijó en éste una mirada de alta protección, sonrióse y dijo:

    —Los gastos corren de mi cuenta.

    Alcarreño gritó:

    —¡Gracias! ¡Gracias!

    Y luego echó á correr hacia su casa vociferando:

    —¡Qué honra para el pueblo!

    Á los quince minutos todos sabían que D. Antonio era amigo del ministro, y no así como se quiera, pues era amigo particular; y el ministro, el que mandaba en los alcaldes, había solicitado su amistad.

    ¡Qué honra para el pueblo!

    La madre y las hermanas emplearon tres días en zurcir, remendar, lavar y planchar la ropa de Juanito. Cepillaron cuidadosamente la chaqueta y pantalones, á los que seguían llamando nuevos porque lo fueron cuando se compraron hacía cuatro años. Los botones fueron revisados yafirmados de tal modo que ni que hubiesen sido pegados con cal hidráulica. Á fuerza de fregar con vinagre caliente desaparecieron algunas manchitas; y cuando el remendón hubo puesto medias suelas

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