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La ruta de los inocentes
La ruta de los inocentes
La ruta de los inocentes
Libro electrónico204 páginas3 horas

La ruta de los inocentes

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Información de este libro electrónico

No busques lo que no está perdido, solo abre tus ojos.

El libro se trata de la vida de una mujer desde las adversas circunstancias en las que nace hasta que muere de muy anciana. Desde pequeña, su vida estará ligada a la de su vecina, una mujer maravillosa que la educa y la guía con una fuerte espiritualidad. El libro está lleno de historias de amor, poder, guerras, pasión, crímenes y amistades inquebrantables que se van entrelazando entre sí.

Es un libro narrado con sencillez, en el que se plasman los recuerdos y experiencias de vida de dos mujeres de distintas generaciones pero con un mismo fin: el de encontrar la felicidad.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento9 sept 2021
ISBN9788419009555
La ruta de los inocentes
Autor

Gabriela Rigail

Gabriella Rigail nació el 30 de enero de 1963 en Ecuador. Se graduó de bachiller en el colegio Liceo Panamericano. Trabajó en un jardín de infantes, luego se casó a los veintiún años y tiene cuatro hijos.

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    La ruta de los inocentes - Gabriela Rigail

    Prólogo

    Es curioso cómo, la mayor parte de las veces, las palabras se juntan sin ningún significado; como sucede con aquellas que se dicen en la rutina diaria, cuando hablamos sin comunicar nada trascendental, nada que nos llegue al alma o que nos eleve ni siquiera un poco. Otras veces, sin embargo, no podemos acogernos a la comodidad del silencio y, sin poder callar, emerge un grito que erupciona como un volcán que se resiste a tragar su propia lava… Esas son las palabras importantes, las que están cargadas de amor, culpa, sabiduría y compasión.

    Mi bisabuela se llamaba Catherine Larson y, cuando me contó la historia de su vida, tenía noventa y dos años. A pesar de que se encontraba entre la luz y la sombra, y que a sus pulmones no les quedaba mucho aire que inhalar, me habló de todos esos sentimientos y, para ello, cerró sus ojos y vagó por el pasado dejando que se derramaran los recuerdos que, como arterias, recorrían su memoria.

    Me habló de la compasión y de la maldad en su más pura esencia, aquella a la que hasta en el mismo infierno le cerrarían las puertas. Me contó los secretos; aquellos que, por cobardía, solo se confiesan antes de morir y se ocultan en vida; aquellos que delatas para limpiar tu conciencia, en vez de llevártelos piadosamente a la tumba. Y también me habló de la sabiduría; no de la que alimenta la mente y el espíritu a través de los libros o las ciencias, sino de la más pura, la que dan los años vividos, la resignación, el sacrificio y la paz.

    Mount Angel

    Todo empezó en 1924, en Mount Angel o Ciudad de las Campanas, como se conocía a ese pueblo de Oregón de tan solo ochocientos habitantes. En invierno, sus colinas y prados, limpios y blancos, servían de terreno de juego para que la chiquillería del lugar se deslizase en sus trineos. En las demás estaciones, los campos se llenaban de gente que araba, sembraba y cosechaba sin descanso. Las manos callosas y las espaldas fuertes de hombres y mujeres no eran suficientes cuando los vientos azotaban por días enteros sin dar tregua. A pesar de todo, aquella tierra era el hogar de sus habitantes, más que las paredes y techos que los cobijaban. Allí no solo sembraban trigo, centeno y maíz, sino también sudor y lágrimas. Y, junto a aquellas semillas que crecían, también afloraban nuevas esperanzas de porvenir. Ellos amaban a esa tierra y esa tierra los amaba.

    En las semanas próximas al invierno, una cortina oscura envolvía el sol y las nubes espesas castigaban por días la población. En ese momento, la tierra de los caminos y pavimentos, las grises edificaciones y el triste color del cielo se unificaban creando gran desolación en las calles, solo perturbadas por el traqueteo de las carretas que pasaban. Por ello, y a pesar del frío, la primera nevada era festejada y el sol volvía a brillar iluminándolo todo.

    Aquella mañana había despertado con un espléndido cielo abierto. Los abetos se vestían de blanco, y el graznido de los gansos se confundía con el sonido del agua, que se abría paso entre las rocas del estrecho río Mill Creek. Este, junto a un pequeño bosque, dividía las granjas del pueblo, que estaban separadas unas de otras por unas cuantas millas.

    Una de ellas, que se alzaba en la mitad de un campo de fresas, era el hogar de Samuel Larson, el veterinario, y de su esposa, Sara, la maestra. A pesar del crudo invierno, la casa era tibia y acogedora: sobre los ventanales caían pesadas cortinas de tela escocesa que contrastaban con las paredes blancas, donde colgaban cuadros con alusiones a cacerías y meriendas campestres; del techo abovedado colgaba un eslabón del cual se suspendía una pequeña lámpara de época, que alojaba velas falsas sobre delicados platillos; los cojines bordados, con las típicas frases de «hogar dulce hogar», rodeaban la estancia; el olor a leña ardiente que emanaba la chimenea de piedra invitaba a guarecerse y, en las noches, el destello que proyectaba la luna a través de una pequeña ventana iluminaba un piano de cola.

    Sara Larson pasaba gran parte del día en su habitación, soportando un embarazo frágil y avanzado. Sus grandes ojos sombreados y el hermoso pelo negro que descansaba sobre sus hombros le daban una gracia inusual y un aspecto juvenil, a pesar de sus treinta y cuatro años. Poseía esa mirada de ilusión y arrogancia que tienen las mujeres embarazadas, conscientes de ser superiores al resto por llevar una vida dentro, por tener dos corazones, alimentar dos cuerpos y cobijar dos almas.

    Su esposo, Samuel, algo tímido, de pequeños ojos huidizos y quijada prominente, oía atentamente las recomendaciones del doctor William Bennett. Este hablaba pausadamente y, mientras auscultaba a Sara, una arruga de preocupación marcaba su entrecejo.

    —Te veo bien —comentó—, aunque la presión está un poco alta. Reposo absoluto, ¿de acuerdo? Será un hermoso bebé, ya lo verás.

    Una bebé —interrumpió Sara—. Recuerda que es una niña y se llamará Catherine, ¡Sí, Catherine Larson suena bien!

    —Ah, sí… olvidaba que tienes las facultades de Morgana, la adivinadora del pueblo —replicó el médico y rio burlonamente.

    —¡Oh, no! Morgana es única. Yo solo tengo el presentimiento de que será una niña.

    —Esta vez lo lograremos, Sara. La bebé nacerá fuerte, tengamos fe.

    Ella asintió y miró a través de la ventana una espesa niebla que se acercaba. Podía ver las nubes azuladas a lo lejos, un poco escondidas tras las colinas, y sentir el tenue soplo de la ventisca que llegaba hasta la casa con olor a arroyo, refrescando su respiración. Por primera vez sentía miedo, el peor de los miedos: el oculto, que no se ve, pero se siente; contra el que no puedes luchar porque es interno, ataca desde lo profundo, es sigiloso, se vuelve el dueño de tus pensamientos, controla tus latidos… ¿Cómo enfrentar lo que no se toca, lo que no se oye? ¿Cómo luchar contra un enemigo que vive escondido en ti? Sara podía percibir la preocupación en la voz del médico, adivinar lo que diría, pero lo dejaba hablar.

    —No quiero que te preocupes de nada —dijo el Dr. Bennett esbozando una leve sonrisa—. Ni que te quedes sola mientras Sam está ausente revisando el ganado de otras granjas. Tengo entendido que tienes una buena amistad con tu vecina Harriet Mills, esa encantadora señora inglesa a la que todos en el pueblo llaman Nani.

    Ella percibió agradecida el reconfortante peso de su mano sobre la suya.

    —Así es, Will, todos la llaman Nani cariñosamente, aunque no se la razón. Es una mujer maravillosa, y tanto Sam como yo tenemos en común con ella el amor por la poesía.

    —No me sorprende, Sam es un romántico empedernido. Por cierto, he oído que la señora Mills tiene en su casa una biblioteca que no le pide favores a la del pueblo de Salem.

    —Es cierto —dijo Sara sonriendo—, Nani es una enciclopedia andante.

    La mujer se incorporó para despedirse y el médico la besó en la frente.

    Existía entre los dos un cariño genuino. Eran de la misma edad, aunque él aparentase más años debido a su cojera y a un carácter discreto y comedido. El doctor Bennett era un médico parco, acostumbrado a transitar por los precarios senderos que se mueven entre la vida y la muerte; sin embargo, cuando estaba con Sara, su temperamento cambiaba, pues se conocían desde niños y aquellos recuerdos rompían toda frialdad.

    —Vendré la próxima semana, pero avísame si se presenta algún problema, no quiero que venga ninguna partera.

    —Así lo haré. Gracias, Will.

    Al día siguiente, Sara despertó alegre. Un pálido sendero de grava blanca tapizaba el camino, escuchaba a Sam preparar té en la cocina y le hablaba a su hija suavemente, como acariciando las palabras:

    —Hola, pequeña, ¿puedes oír las puertas rechinantes o el ruido que hace tu padre cada mañana al subir por la escalinata? Creo que no, tú solo oyes mi voz, mis suspiros, mis palabras de aliento. Ves las paredes rosadas de esta habitación y percibes el olor a leña de la estufa a través de mis sentidos. Te siento vivir dentro de mí.

    Los minutos pasaban lentos. Sam entró con la bandeja del desayuno.

    —¡Buenos días, amor! Traigo té y unas tostadas con miel.

    El hombre colocó la bandeja encima de una mesita de cerezo, junto a un ramillete de violetas, y la habitación se llenó de olor a pan quemado. Sara sonrió.

    —¿Cómo te las estás arreglando sin mí?

    —No te preocupes, todo está en orden: la casa limpia, la ropa lavada y puse en el horno un estofado que trajo esta mañana Nani.

    —Esa mujer es un ángel sin alas… —dijo Sara—. ¿Sabes que los vecinos cuentan que, cuando llegó a la granja con su esposo, el señor Mills, traían consigo cuatro carretas llenas de muebles y libros? También oí decir al notario del pueblo que ella provenía de una familia inglesa muy acaudalada y que había heredado una considerable fortuna.

    Sam se sentó al lado de su esposa, cubrió sus hombros con un chal y la acarició, mientras le hablaba al vientre.

    —¡Hola, hija, tu madre está segura de que eres una niña! No sé cómo lo sabe, pero mejor no discutir con ella. ¡Te conoceremos pronto y te vamos a mimar tanto que serás la más consentida del pueblo!

    Sara se llevó un sorbo de té a los labios.

    —No recuerdo si te conté alguna vez que, cuando era pequeña, mi padre solía dejarme una taza de té en mi mesita de noche y, cuando despertaba, el aire revelaba el aroma del anís que se había metido por todos los rincones de mi habitación. Por aquel entonces, las fragancias se olían con más intensidad. Y ahora, al pasar los años, es como si permanecieran escondidas en un pequeño rincón de nuestra memoria…

    —Te entiendo, me pasa lo mismo con el olor al fermento de la levadura, mi madre le ponía mucha a la masa con la que preparaba el pan.

    —Sí, los olores llevan recuerdos. Aún hoy, si cierro los ojos, puedo oír las cerezas latiendo bajo el fuego de la estufa, y sentir aquella masa delicada que se pegaba a mi paladar, deshaciéndose junto al manantial de pulpa granate del pastel que hacía mi madre. Así eran esos olores y sabores del pasado, que a veces aparecen cuando menos los esperas y te arrastran con nostalgia hacia aquel tiempo lejano. —Él se acercó a la ventana con ademán de cerrar las cortinas—. ¡No!, ¡no las cierres todavía! Hoy quiero que el día caiga despacio —dijo Sara y fijó la vista en los árboles que tiritaban de frío, mientras las velas del candelabro ardían, calentando sus manos—. ¿Recuerdas, Sam, cuando nos conocimos? Era otoño, el viento que silbó en mis oídos esa noche arrastró miles de hojas que despertaron bajo mi ventana, iluminadas de naranja y oro.

    —¡Claro que lo recuerdo! Nunca olvidaré cuando te vi por primera vez; me quedé hipnotizado con tu belleza. Había llegado a este pueblo a visitar a unos parientes y me sentía cansado, pues mi viaje en tren desde Portland había sido largo. Tú estabas cerca del andén, apoyada en un álamo. Sobre sus ramas se posaban unos gorriones que se restregaban el plumaje, con el pico gacho, ocultándose del viento. Y tus cuadernos reposaban sobre una cama de hojas quemadas por el sol. Te veías tan frágil, con tus partituras bajo el brazo, mientras yo rezaba para que no oyeras el silbato del tren y así poder mirarte unos minutos más. La fragancia de unos limoneros te rodeaba y, desde ese instante, te amé.

    Sara sonrió.

    —Eres un romántico. Ni siquiera recuerdo dónde iba aquel día.

    —No te burles.

    —Si no me burlo. ¡Me encanta!, sigue…

    —A mis treinta años, me sentía como un hombre viejo que no espera que nada extraordinario ocurriera en su vida y eso me daba calma. Mi existencia se había fundamentado en un solo sentimiento: el del abandono; y aquella ausencia de afectos había apaciguado cualquier pasión que hubiese anhelado nacer en mí. Sin embargo, cuando te vi, tuve la convicción de que ese día y todas las cosas que lo rodeaban habían sido creados para nosotros, para que ese momento se presentara. ¿Cómo una mirada podía darle sentido a una vida de repente?, ¿cómo podía despertarla de un letargo que parecía infinito?

    —¿Por qué nunca me habías dicho esto antes?

    —No lo sé, pero me pareció que hoy era el momento.

    —No sabía el impacto que tuve ese día en ti.

    —¡Pues el impacto fue tan grande que decidí asentarme en este pueblo con la esperanza de volver a verte! Antes de aquel día yo no creía en el amor, pero a esa mañana nublada le entró de súbito una claridad total, como si el sol y los astros se pusieran en perfecta armonía, para que te pudiese ver con más claridad.

    —¡Mi marido se ha convertido en un poeta!

    —Veo que te sigues burlando.

    —¡No, no, amor! Sigue contándome.

    —Al final, hasta ciego te hubiese encontrado. Como un perro que huele y reconoce a su amo entre la multitud, sin verlo. Nunca olvidas lo que despertó tu corazón por primera vez, el momento exacto en que te dijiste en voz alta: «¡Estoy vivo!». Pero vivo en realidad, no por el solo hecho de hablar, comer o dormir, sino vivo en el más sublime de los sentidos; siendo imposible disimular la sonrisa que me acompañó desde aquella mañana y que con vergüenza trataba de ocultar. A pesar de que todo el resto de mi mundo se derrumbaba, yo era feliz, porque acepté que esa era la ley del amor y el derecho del hombre.

    Ella sonrió.

    —Yo solo vi a un hombre con la mirada escondida bajo un sombrero… —Lo besó en los labios—. ¡Soy muy afortunada en tenerte! ¡Te amo, Sam, pero tengo miedo! —Él la apretó con suavidad contra su pecho.

    Los días y noches pasaron cargados de un ligero temor. El Dr. Bennett llegó el día programado y dejó su sombrero y su bastón, con punta de plata y cabeza de águila, en el perchero de la entrada.

    —¡Buenos días, Sam, vengo a ver a mi mejor paciente! A propósito, ¡veo que te has comprado un coche!

    —Sí, es de segunda mano, pero va bien. Sube, se acaba de despertar; duerme gran parte del día. Yo aprovecharé que estás aquí para revisar el ganado y vacunar unos becerros.

    —¿Sabes qué?, nunca olvidare cuando Sara me contó que había conocido a un veterinario de Portland. Yo estaba preocupado y pensé: «Mi amiga de la infancia con un forastero». Pero ahora… ahora no sé qué haría este pueblo sin

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