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La marca de Kahim
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Libro electrónico127 páginas1 hora

La marca de Kahim

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Kahim es el niño engendrado para decidir el destino del mundo. Por su parte, Seth, una joven atormentada en busca de la razón de su destino, está decidida a consumar una venganza que siente cada vez menos suya. Dos caminos entrelazados entre sí a pesar de las advertencias de los Dioses - Máquinas que gobiernan un mundo postapocalíptico.
Una historia de traición, sacrificio y pecado donde las ataduras del pasado tendrán que ser dejadas atrás a la sombra de aquello que los hombres llaman amor.
IdiomaEspañol
EditorialGuantanamera
Fecha de lanzamiento11 may 2017
ISBN9781524304591
La marca de Kahim
Autor

Raúl Piad Ríos

Raúl Piad Ríos, nacido el 23 de noviembre de 1989 en la ciudad de Matanzas, Cuba, donde actualmente reside. Es licenciado en Estudios Socioculturales por la Universidad de Matanzas, y egresado del XVIII Curso de Técnicas Narrativas del Centro de Formación Literaria Onelio Jorge Cardoso en 2016. Se desempeña como especialista en la Casa de la Memoria Escénica de su ciudad natal. Ha obtenido diversos premios, entre los que se encuentran el segundo lugar en el concurso organizado por la revista Juventud Técnica del año 2014, Premio "Óscar Hurtado 2015” en la categoría de ciencia ficción, Premio “Mabuya” 2015 en la categoría de cuento y mención en el Premio Calendario de Ciencia Ficción 2017 por su libro Lo mejor es soñar.

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    La marca de Kahim - Raúl Piad Ríos

    está.

    I. El legado de Seol

    Una ciudad se alza sobre el páramo. Inmensidades que no pueden ser descritas en palabras. Hálito del sol que lo abrasa todo. Visiones fugaces de lo que fue.

    Corona hendida sobre el polvo, columnas de llamas que intentan opacar el sol.

    Sangre. Sangre sobre el desierto.

    La urbe era pura, inmaculada y liviana como las nubes. Sus amplias calles, pavimentadas con bloques de mármol y cubiertas con pórticos sostenidos por elegantes pilastras, eran el refugio con el que sus habitantes soñaban cuando se hallaban lejos. El lugar de reposo que nadie jamás lograría corromper.

    Durante doce días resistió el asedio de la horda extranjera que atravesó el país como un río desbordado. En vano se esforzaron sus defensores en oponer resistencia ante el demoníaco fanatismo de los atacantes. Aferradas a las rejas de sus hogares contemplaron las mujeres la entrada del ejército enemigo; su llanto cesó cuando las lanzas se hundieron en los costados acorazados de hombres y bestias por igual.

    Luego rieron, abandonadas por la locura, cuando los miembros de sus esposos eran cercenados por espadas de doble filo, como ramas de árboles azotadas por el hacha del leñador. Los agresores, inmunes al dolor y anhelantes del botín que les esperaba, no perdonaron a nadie. En sus pupilas brillaron los cascos de los corceles danzando sobre los caídos, estandartes que ondeaban cual frágiles barcas sobre un mar de acero, una explanada enlosada de cadáveres aún calientes.

    La guerra y el miedo descendieron del cielo como la amenaza de una tormenta a punto de estallar.

    Tras la batalla, el gozo por la victoria obtenida y la alegría que brinda el olvido yaciente en el fondo de una botella. Otra ciudad, otro triunfo en el nombre de los caídos.

    Los hijos de Seol están siendo vengados.

    En medio del caos que trae consigo la purificación de los herejes, un grupo de hombres festeja en silencio. Fueron los primeros en tomar las armas y los últimos en envainarlas. Apenas se atreven a deshacerse de algunas piezas de la armadura, solo beben y ríen al comentar algún episodio del pasado combate.

    Un sentimiento los acerca a la verdad que los ampara, parece tan real que casi logra convencerlos. Al escuchar el primer grito de batalla su sangre se convierte en aceite hirviente y la ira, impetuosa y pesada, late y se filtra como un férvido veneno por sus cuerpos.

    Son fuertes, entrenados sólo para matar por la gloria de Seol.

    Una mujer, apenas una adolescente de amplias caderas, se acerca con una bandeja y la coloca ante ellos. Hace una reverencia y se aleja, tratando de ocultar el temor que la envuelve.

    Uno de los guerreros, gigante de armadura negra cuya superficie muestra las batallas de las que ha sido testigo, recorre con lascivia la generosa extensión de sus nalgas, apenas cubiertas por un mugriento vestido. Pero el acero de un guantelete atenaza su hombro y el más cercano de sus compañeros niega con la cabeza. El hombretón asiente y ahoga en el vino sus intemperantes deseos.

    Casi sin querer ambos miran hacia el rincón donde yace una figura envuelta en un manto que cubre sus rasgos, esbeltos y angulosos. Sobres sus pies, la espada que nunca abandona cubierta de sangre, antigua y nueva.

    Se preocupan.

    Seth, su adorada y temida comandante, aquella que los ha guiado en más de mil combates, hoy no festeja como otras veces. Les inquieta su silencio, ese mutismo que desde hace días la domina.

    Cada uno de ellos conoce las lisonjas con que la oscuridad acaricia su mente tras cada batalla. En los peores momentos la envuelven para sustraerla de la realidad y consolarla a su manera. Pero todo tiene un precio, un reverso de la medalla: la soledad y la penumbra restan realidad a las cosas, pero engullen todo cuanto está en el exterior, falseando sus contornos.

    Saben que quien mata desde joven se transforma en un predestinado. Desde el momento en que derrama sangre por primera vez, su camino está marcado y no podrá hacer otra cosa más que entregarse al asesinato.

    Es su ineluctable destino. Ella lo sabe y nunca le importó.

    Hasta ahora.

    ―Nunca Alir, ni siquiera cuando la sed nos devoraba y el hambre era una tortura continua, la había visto así ―susurra al fin uno de ellos. Mandíbula deformada y rasgos carentes de expresión matizan su rostro.

    ―Algo ha cambiado, Dalreth. Hoy, mientras saltábamos sobre las murallas, la he visto. Ha perdonado a un soldado enemigo, por primera vez en su vida demostró clemencia ―asiente un guerrero delgado, todo arrugas y cicatrices.

    ―¡No puedo creer que la demoníaca Seth, la de las manos rojas, se encuentra cansada luego de aplastar dos o tres cráneos! ¡Esto es algo que no se ve todos los días! ―suelta de improviso el gigantón, envalentonado por la bebida ―¡Eh, capitana! ¡Podrías mostrar un poco más de ánimo, que las cosas van mejor que nunca!

    La aludida sacude la cabeza y mira hacia ellos, extrañada, como si despertara de un sueño.

    ―¿Cansada? ―en su voz no hay tristeza, solo resignación ―No, viejo zorro, harta de tomar tantas vidas sin sentido.

    ―¿Pero qué dices? ―el aliento del titán cae sobre ella ―Cuando se combate por vengar a los caídos, cada enemigo asesinado es un tributo a nuestros muertos. Tú más que nadie deberías saberlo.

    ―¿A cuántos hemos matado ya? ―su mirada se alza pesadamente ―¿Lo sabes, Rael, hijo de Seol?

    ―No acostumbro a contar las moscas que aplasto, siguen siendo moscas a pesar de todo. Soportar sus picadas es peor.

    ―Estoy de acuerdo con Rael, aunque habla como el borracho que es ―la voz serpentina de Alir es casi un silbido―. La derrota es dolor. Estar a merced de un enemigo… morir angustiado siendo testigo del vergonzoso final; es algo que no somos capaces de soportar.

    ―Eso solía creer yo... por eso gritaba, para no escuchar los alaridos de los niños cuando eran arrebatados de los brazos de sus madres. Creía que me hacían más fuerte, pero...

    ―¡Seth, espera! ―ahora Dalreth se incorpora ―los Ancianos tiene oídos por todas partes...

    Ella no le escucha pero su mano parece fundirse con el pomo de la espada.

    ―Nuestras victorias son huecas… A veces creo que estas guerras han sido una gran farsa. Esta no es mi venganza.

    ―Es la venganza de Seol, el pago que las almas de nuestros primogénitos exigen.

    ―O eso nos han hecho creer. En cuanto todos caigan borrachos partiré al desierto, sola ―su rostro es impasible, no refleja la determinación que impregna sus palabras.

    Esta vez todos saltan al unísono, como movidos por algún resorte invisible. Nueve sombras se arremolinan a su alrededor.

    ―¡Te has vuelto loca!

    ―¿Desertar, ahora? ¿Después de todo lo que hemos pasado juntos, del sufrimiento que hemos tenido que soportar?

    ―Estoy decidida. Esta mañana encontré un soldado moribundo e intenté brindarle ayuda. Con su último aliento me habló de un espectro que vaga por el desierto, una presencia siniestra que ni las mentes más aberradas podrían haber sido capaces de imaginar. Tengo la corazonada de que está relacionado con aquella figura que vi.

    ―¿Ahora le haces caso a los desvaríos de un moribundo? ―una mano cae sobre el hombro de la mujer ―¡Estamos en el medio de la nada!

    ―Lo sé. No están obligados a acompañarme. Ni siquiera tú, Yssa.

    ―¿Y mandar al infierno nuestro juramento? ―el referido señala la gruesa telaraña de arrugas que se extiende sobre su rostro. ―Yo soy... somos unos asesinos. En eso nos hemos dejado convertir. Te ayudamos porque nos salvaste la vida, pero no creas que ahora puedes comportarte como una estúpida niñita y dejarnos atrás.

    ―Cada uno sigue su camino, el mío es una senda solitaria. No están obligados a nada ―murmura ella.

    ―Eres una ingrata, y lo peor de todo es que ni siquiera lo niegas ―rezonga Yssa―. Y nosotros, unos imbéciles por seguirte la corriente.

    ―¡Entonces está decidido! ―aúlla Rael ―El ejército, el desierto, los jodidos Ancianos ¿cuál es la diferencia? Al final todos acabarán por matarnos, de una forma u otra.

    Vuelven otra vez los gritos y los cantos de victoria. Y junto a ellos brotan, uno a uno, los incendios que consumen los restos de la ciudad conquistada. Los rostros demacrados y pálidos de los sobrevivientes buscan refugio entre las ruinas, desbordados por una antigua y única resignación.

    Muchos de ellos comprenden por primera vez lo que es la muerte en toda su trágica inexorabilidad. El humo y las llamas cubren el horizonte, tratan de creer que lucharon por algo más que sus hogares y sus vidas; por el honor de los ancestros y los supervivientes, los que aún pueden enorgullecerse de los sacrificios realizados por los inmolados.

    Un silencio ensordecedor desciende sobre el llano.

    II. El desierto de los espíritus

    El sol es inmutable como el paso del tiempo, nadie puede desafiarlo y quedar impune. Sus rayos, luminosos y ardientes, castigan sin misericordia a los que se atreven

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