Emma
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La joven emprenderá así como una aventura donde las pruebas difíciles más no vendrán de las cátedras de introducción al coito y striptease, sino de la leyenda de su apellido, de desconocidos enemigos mortales, y de ser objeto del deseo de todo el alumnado. ¿Algo familiar al lector? ¿Será la escuela especial, la niña predestinada a la grandeza, los estudios excéntricos, las intrigas? ¿O el humor de Francisco Hinojosa? Ése que trasciende la parodia, juega con la imaginación y el sexo, y cuenta una historia que estalla en cada página.
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Emma - Francisco Hinojosa
Tanya
DOMINGO
En el número 35-A de la rue La Rochefoucauld, la familia du Barry discutía acerca del lugar donde cada uno de sus miembros quería pasar ese domingo. Henri, el jefe de la familia, proponía ir al Bois de Boulogne a hacer un día de campo, respirar aire fresco y guardar silencio el mayor tiempo posible. Odiaba los domingos, especialmente ese momento que llegaba siempre como a las once de la mañana en el que se hacían la inevitable pregunta: ¿y hoy qué vamos a hacer? Como sabía que sus propuestas nunca eran aceptadas, sugería casi siempre ir al Bois de Boulogne, aunque en realidad no le apetecía en lo absoluto un paseo de ese tipo. Si por él fuera, se quedaba en pijama, con la televisión encendida y bebiendo cerveza.
Como en otras ocasiones, Marguerite, su esposa, se inclinaba por visitar a su tía Conception en la campiña francesa, a poco más de hora y media de París. Y Cécile, su gorda hija de dieciséis años, insistía en ir a Eurodisney, empacarse uno o dos algodones de azúcar, dos o tres hamburguesas y tres o cuatro Coca-Colas.
Discutían.
A la hora de hacer los planes no participaba Emma, la hija única de la finada hermana de Henri, que habitaba la buhardilla de la casa y que ese mismo día cumplía dieciocho años.
En realidad a Emma nunca le pedían su opinión. Sus padres habían sido dos estrellas muy importantes de la industria cinematográfica. Al morir ellos, en circunstancias no aclaradas, los du Barry no tuvieron otra opción que adoptar a la niña, quien había cumplido entonces los diez años. Desde ese día, la mandaron a vivir al ático y trataron de que tuviera poco contacto con su prima Cécile, pues temían que la huérfana hubiera heredado las extrañas inclinaciones de sus padres y se las contagiara a su querida e inocente criatura. Emma era entonces una niña sin ángel de la guarda, una Cenicienta sin hada madrina, una Harry Potter sin Hagrid.
Como siempre que discutían qué hacer los domingos, se hizo lo que quería la señora du Barry: irían a visitar a su tía Conception, so pena de que a ella la invadiera la melancolía, la depresión del fin de semana y la rutina familiar, y terminaran los tres comiendo pizzas o baguettes en el Barrio Latino, sin verse las caras ni dirigirse la palabra. La melancolía es la melancolía es la melancolía
, se repetía para sus adentros Henri, al tiempo que evitaba echarle el humo del Gaulois a su sensible esposa. Los domingos son los domingos son los domingos
, hacía el eco su hija Cécile, que había padecido para ese entonces su primera depresión. La familia es la familia es la familia
, se repetía a sí misma Marguerite, ya subidos todos en el tren. Ninguno de los tres había leído nunca a Gertrude Stein.
La tía Conception Ponge –que había rebasado los cincuenta y cinco años– era una persona fina, honorable y muy caritativa. Todo el mundo sabía acerca de su incuestionable virginidad, ya que ella misma se encargaba de presumir a la menor oportunidad el estado de su himen. Siempre recibía con gusto la visita de la familia du Barry porque sus integrantes le parecían adorables, castos y decentes, con la condición de que lo hicieran sin que los acompañara la joven Emma, a quien aborrecía por sobre todo el mundo pecador e inmoral. Para Conception, ella era la reencarnación del Diablo. Quizás el Anticristo.
Antes de salir rumbo a la Gare du Nord para tomar el tren que los llevaría a la campiña, Marguerite cerró con llave los dormitorios y la despensa, escondió el frutero, le puso candado al cajón de los CD s y desconectó la computadora y el cable de la televisión.
–¡Emma! –gritó Henri–. Te dejamos sobre la mesa un trozo de pan, una rebanada de queso y una hoja de lechuga. Puedes tomar agua de la llave. Cuando regresemos no quiero encontrar ni una brizna de polvo en la sala, ¿entendiste? Si se te ocurre volver a robar más pan... ¡Emma!, ¿me estás escuchando?
–Ya te oí, tío.
–Si puedes permanecer en tu cuarto y no husmear por la casa, mucho mejor –añadió Marguerite–. Y cuidado con contestar el teléfono o encender la radio.
–Y que no se te ocurra volver a hojear mis libros.
–Y no vayas a usar mi lápiz labial, mi bata y mis pantuflas –concluyó la gorda Cécile, antes de tirarse un pedo.
Una vez terminadas las instrucciones, los du Barry echaron doble llave a la puerta de entrada y se marcharon. Emma vio por la ventana cómo sus tíos y su obesa prima se perdían a lo largo de la rue La Rochefoucauld. No le faltaron ganas de vomitar un conejito desde el balcón. Bajó del ático, abrió con un trozo de alambre la recámara de su prima y encendió la televisión, que sólo podía ver en circunstancias similares: a escondidas, ya que lo tenía estrictamente prohibido. Hizo lo mismo con la puerta de la alacena. Sacó una lata de paté trufado, la abrió por la parte de abajo, vació su contenido en un plato y volvió a acomodar la lata en su lugar. Sabía que tardarían en darse cuenta del hurto. Luego se dio un baño en la tina, se secó el pelo con la secadora de Marguerite, se fumó un cigarrillo de los que Henri guardaba en el cajón de su buró para emergencias y le sacó tres hilos a uno de los calzones nuevos de Cécile. Luego fue al lugar donde su tío guardaba videos porno para ver si había añadido uno nuevo a su colección.
Era un domingo como cualquier domingo, con la diferencia de que ese día era su cumpleaños, estaba sola y era poco probable que ocurriera algo que pudiera cambiar la rutina.
A LAS CINCO DE LA TARDE
Una hora después sonó el timbre. Emma puso en pausa el reproductor de DVDS y corrió a contestar el interfón, no porque esperara algo de quien llamaba, sino por hablar con quien fuera.
–Carta certificada para la señorita Emma de Brantôme –dijo una voz.
–¿En domingo?
–Estuve enfermo unos días. Desde el jueves. Reflujo. Sientes que se te quema todo cada vez que tragas. Por eso no pude entregar la carta antes. ¿Está la señorita de Brantôme?
–Soy yo. Por favor –respondió excitada la destinataria–, no vaya a dejar la carta en el buzón.
–Imposible, necesito una firma de recibido. ¿Puede bajar por el sobre?
–¿Puede usted subir?
–No nos está permitido subir a los departamentos.
–Mis tíos me dejaron encerrada con llave.
–Entonces, tendré que volver mañana.
–¡Oh, no, no, no, por favor, no me haga eso! Si regresa mañana, mis tíos se quedarán con la carta y entonces no podré leerla nunca.
–Lo siento, los procedimientos así son, señorita de Brantôme. Hasta mañana.
–Por favor, por favor, señor cartero.
–No, en definitiva.
–Ya sé –se le ocurrió decir a Emma–, voy a hacer bajar por la ventana una canastilla. Me pone el recibo, se lo firmo y me da la carta. ¿De acuerdo?
–No está en los procedimientos. Pero creo que tampoco está prohibido. Envíeme ya esa canastilla. Ah, y nunca le comente a nadie lo que voy a hacer por usted.
Ya en otras ocasiones había usado una canastilla que anudaba con una cuerda que guardaba celosamente en su clóset. Algunas veces tenía la posibilidad de pedir comida a domicilio en circunstancias similares a las que se encontraba en esos momentos. La operación se llevó a cabo sin problema.
Era la primera vez en toda su vida que Emma recibía una carta. Estaba tan nerviosa al abrir el sobre puesto que no tenía idea alguna sobre quién podría escribirle. Salvo a sus tíos, su prima, unos cuantos amigos y familiares de ellos y tres o cuatro compañeros de la escuela, no conocía a nadie en toda Francia. El nombre del destinatario estaba claro, no había ningún error: Emma de Brantôme, 35-A Rue de la Rochefoucauld (ático), 75009, París. La carta decía:
Estimada señorita Emma de Brantôme:
Como seguramente usted estará informada, a partir