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Me llamo Siba y soy una piedra
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Libro electrónico83 páginas1 hora

Me llamo Siba y soy una piedra

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¿Quién me iba a decir a mí, como piedra que soy, que la vida pudiera regalarme novedades, quién? ¿Cómo a una milenaria como yo, podían sacudir el alma tanto los movimientos de un humano? Desde la sorpresa al terror, desde el amor a la muerte, desde el silencio al estruendo, no hay mucho ni poco, tan solo el temblor de las primeras cosas, hasta para una piedra tan normal como yo. Dejo aquí las palabras que dedico a mi querida Alicia, donde quiera que estés.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 ene 2014
ISBN9781310118838
Me llamo Siba y soy una piedra
Autor

Ana Hernández Vila

Mofred es mi palco escénico, mi alma salvaje, el lugar donde soy, siento, duermo, sueño. Es el tiempo aparte donde me encuentro y me muevo. Es el silencio del telón que se aparta cuando los ojos se abren, la historia vive y se comparte en secreto. Todos esperan atentos, mis versos también.Mofred es yo, yo soy Mofred. Salió de mí un día para salvarme de un profesor al que le gustaba romper mis poemas antes de leerlos. Ese día firmé : Mofred.Me salvé.

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    5/5
    Este libro es muy bueno me encanta leerlo y leerlo una y otra vez ?

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Me llamo Siba y soy una piedra - Ana Hernández Vila

Me llamo Siba y soy una piedra

By Ana Hernández Vila, mofred

Copyright 2014 Ana Hernández Vila, Mofred

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Me llamo Siba y soy una piedra

***~~~~***

Hacía frío cuando el pequeño Adriel encontró mi escondite, mi hogar, en el interior de un medio-tronco decorado con los sabrosos toques variados de la naturaleza. Aunque su corazón despierto intuyese la extraña aventura, juraría que jamás habría imaginado toparse con las historias de una vieja piedra como yo. Supongo que para una piedra no es fácil hacer amigos si no son ellos los que se paran a observar con curiosidad la quietud que nos caracteriza. En mi caso, el umbral de mi palacio fue el desencadenante de mi suerte. Adriel estaba jugando con las hojas que caían y mi casa, que era lo que yo mejor conocía, atrajo a sus ojos descubridores. No me vio enseguida. Varias hojas me cubrían y él, fascinado por las formas y colores diferentes, las iba tomando una a una entre sus dedos hasta que quedé destapada ante aquella hermosa sonrisa: sus ojos amarillos y verdes reflejaban mi superficie irregular de lunares. Enseguida acercó su mano donde me acomodó suavemente para hacerme bailar con el aire, mientras su risa adecuaba los ritmos en medio de aquel manto maravilloso de hojas multi-coloradas. Recuerdo aquel momento con gran emoción y me cuesta hacer que mis lunares no se pongan ellos mismos a sonar como el aire de aquel día… son cosas que no pueden evitarse.

Adriel y su familia acababan de mudarse a la granja que estaba a escasos metros de mi bonito tronco. Era una granja antigua, la más antigua que había en esa zona del bosque. La última vez que había estado fuera de mi tronco, sólo había una granja y un montón de desaparecidos. Ahora, había alguna casita más, pero estaban alejadas de la granja. Los dueños la habían abandonado después de talar tantos árboles como estimaron. Se marcharon tranquilos, sin más. ¡Tanto daño y sufrimiento en manos de un capricho efímero y despiadado! Tanto, tanto y tanto, que doblegó las ilusiones de mis queridos Birjutfs y así mismo, las de todos los que permanecíamos naturalmente ligados a la tierra. ¡Todos! La llegada de los dueños de la granja – nunca supimos si eran realmente granjeros; dueños sí, de eso estábamos seguros, y avaros también – condenó al bosque a un inmenso silencio, lo apagó casi por completo. Llegaron poco después de la gran tormenta cuando, a mi pesar, la historia de mis queridos Birjutfs difuminaba sus trazos en el olvido y los árboles aparecían tan vulnerables y deshojados. Es cierto que la tormenta había desvalijado ya gran parte de los tesoros del bosque pero nunca quedó tan desolado como cuando posaron esos avaros sus manos pegajosas.

Uno a uno, fueron desapareciendo. Unos partieron a donde sus sonrisas pudieran oírse sin miedos, otros quedaron eternamente encallados en este lugar, vacíos de recuerdos, llenos de miedos, olvidados de ellos mismos, y a mí me escondieron en mi medio-tronco, protegida de la locura que expulsa a los sueños de la realidad. Deseaba que alguien viniera a curiosear al viejo tronco, que viniera a rescatarme… pasaron inviernos, primaveras, veranos y otoños, y nadie se asomaba, ni siquiera un poco. El viento me cansaba ya con sus solos. Alguna rara vez, escuchaba el ruido ligero de un ave que posaba sus patas despacio sobre las hojas… enseguida echaba a volar. Era tanta la soledad que me rodeaba que podía incluso percibir el nivel de sorpresa de las lombrices que quedaban a salvo. Aquella tarde esperaba ser una más y sin embargo todo se daba vueltas, las hojas, sus colores, las gotas de agua y alguna lombriz, hasta el viento acompasó los sonidos y me echó una mano: Adriel se asomó… ¡por fin!

Después de alzarme hacia la luz y voltearme varias veces encantado con los colores cambiantes de mis lunares, me guardó en su bolsillo y comenzó a correr. Sus padres tenían caballos y los relinchos se escuchaban repetidos y ansiosos. Estaban nerviosos porque sentían bien la tristeza de la tierra. Un bosque abandonado de ruidos aleatorios no es tan fácil de llevar, en un principio. El miedo de los Birjutfs había impregnado todo el lugar con un soneto fúnebre que intimidaba a los animales y sus pasos se volvían sigilosos al pasar. Adriel era el único que corría. Luego se paró, en seco, y abrió una puerta. Era la granja. Me sacó de su bolsillo y me dijo:

Te dejo aquí ahora, me voy a comer, no te escondas. ¿Vale?

*

Hacía mucho que no me hablaban y he de reconocer que la emoción hizo que mis lunares se conmovieran. Tardó bastante en volver. Pero no me importó. Era extraño estar apoyada encima de una cama tan blandita y seca, sin escuchar los silbidos del viento ni las caricias de las hojas que venían a posarse sobre mí. Me gustaba esta sensación de novedad. Teniendo en cuenta además que novedad no es precisamente muy común entre las de mi especie – o eso cuentan –, pueden imaginarse ustedes ¡cuál euforia fue la mía! Cierto es que solía estar acostumbrada a rozar las novedades de los Birjutfs, pero claro, de eso hacía ya bastante… Los niños Birjutfs venían siempre a mi tronco con sus juegos disparatados y me relataban sus aventuras… ¡Cómo se reían de todo! ¡Cómo nos reíamos todos! Las canciones, las bromas, el atrevimiento delante de un adulto, los gritos, las cosquillas y los bailes, las carcajadas pegajosas y tremendamente contagiosas, los secretos y amoríos, las carreras, las guerras de flores y sus estruendos estornudos… ¡Ah! ¡Qué maravillosa y excéntrica chillería de correteos y embustes graciosos! Todo desapareció con la tormenta. Luego… Teo… y luego… nada más, el nada más absoluto hasta que me encontró Adriel. Y esta vez, la novedad era mía. Estaba allí, apoyada en un colchón mullido, con un oso de peluche cerca al que le habían colocado la nariz del payaso que reía inerte sobre la almohada. Era mi viaje y estaba consciente. Mi primer viaje. Desde mi alcoba en los adentros de un viejo sabio roble hasta el acogedor colchón de mi nuevo amiguito – ya había viajado antes pero de eso hace tanto que ni

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