De Zinc y Cobalto
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De Zinc y Cobalto contiene cinco historias, cinco mundos diversos, cinco momentos ajenos y cercanos a la vez. Guardan entrelíneas detalles importantes, que hacen resonar un eco en la psique de los recuerdos, los despiertan. Pues es la naturaleza humana la que trasciende de todas ellas, como también lo hacen el zinc y el cobalto, que trascienden del anonimato de las tablas periódicas, en todas las relaciones íntimas y antiguas que mantenemos con la fisionomía de nuestros cuerpos y el legado de nuestras culturas.
Ana Hernández Vila
Mofred es mi palco escénico, mi alma salvaje, el lugar donde soy, siento, duermo, sueño. Es el tiempo aparte donde me encuentro y me muevo. Es el silencio del telón que se aparta cuando los ojos se abren, la historia vive y se comparte en secreto. Todos esperan atentos, mis versos también.Mofred es yo, yo soy Mofred. Salió de mí un día para salvarme de un profesor al que le gustaba romper mis poemas antes de leerlos. Ese día firmé : Mofred.Me salvé.
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De Zinc y Cobalto - Ana Hernández Vila
De Zinc y Cobalto
By mofred - Ana Hernández Vila
Copyright 2020 Ana Hernández Vila, Mofred
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El Agua de las Nubes
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De Zinc y Cobalto
~*~
Indice
De papel −
El paseo −
El viejo −
La Hacienda de los Vallejo y Guzmán −
Una vida secreta −
~*~
De papel
~
Había decidido escribirte sobre un trozo de papel, que pudiese viajar hacia ti como se hacía antes. Era más personal. Quedaban marcadas las huellas de mis dedos. También quedaban las marcas de mi pulso. Me gustaba la imposibilidad de que el papel quedase liso e impecable. Los pequeños relieves húmedos que lo arrugaban eran necesarios, hablaban parecido a mi piel. Cada emoción quedaba impregnada en aquellas arrugas, cada latido de más se apoyaba en mis letras, se pegaba en ellas. Había decidido escribirte y dilatar la historia que me agarra a ti, cantarla con el vibrato ritmado de mis recuerdos. Busqué una hoja especial. Abrí varios cajones. Saqué todo tipo de papel: blanco, de calco, papel tamizado, papel tupido, papel más fino, de seda, cartulina y cartoncillos, trozos irregulares, cuartillas, folios, restos de recortes, restos de regalo, papel satinado, también pinocho y japonés… en fin, todos los que guardaba. Elegí uno de hilo, color hueso. Cogía el sudor de mis manos y agarraba la punta del bolígrafo lo suficiente para que las letras fluyesen sin resbalar. Luego elegí el bolígrafo. Puse los que tenía esparcidos sobre la mesa, los removí con los ojos cerrados y escogí uno al azar. Salió verde. Lo cambié por el negro que me gusta más. Me senté y empecé a escribir. Hola. Me quedé parada con el punto. Toda esa historia que te quise cantar, todos los recuerdos que me latían, TODOS, se pararon de golpe.
[índice]
~*~
El paseo
~
Bruno tenía el pelo lacio y largo de joven, de color negro intenso, casi azulado, como sus cejas, que eran, ya de aquélla, anchas y ostentosas. Lo llevaba siempre a media melena. Se divertía moviéndolo de lado a lado, mientras paseaba por la arboleda de álamos que atravesaba el barrio de sureste a noroeste. Tenía a las mujeres de su edad loquitas, se las llevaba de calle a todas. Él lo sabía y presumía; aprovechaba las miradas furtivas de sus enamoradas, para lucirse con los gestos que había estado entrenando frente al espejo. Bajaba todos los días al paseo, a dejarse ver con su melena, a pavonearse en su desfile particular, de un extremo al otro del paseo. No bajaba nunca a la misma hora. Era una de sus normas. Quería asegurar el juego narcisista, alentando el deseo de sus pretendientes, que no tardaban en cacarear con secretos y chismes que inventaban, mientras esperaban impacientes la llegada del adonis. Fueron acudiendo siempre más mujeres al paseo. Ansiosas y deseosas por cautivar al joven de la melena negra, empezaban ellas también a practicar poses y gestos. Incluso, hacían apuestas por quién sería la afortunada elegida. Pasaron los días, los meses, los años, pero Bruno no elegía a ninguna. La voz corrió de un barrio a otro, por toda la ciudad; todas las mujeres querían verlo.
Con el tiempo, el juego narcisista de Bruno dejó de ser inocente. La alameda tranquila, que había conocido de niño, se había transformado en un bulevar de pasarela, de bocina y de luces, con chiringuitos de patatas fritas y frutos secos, de caramelos, de pendientes y collares, de helados, de cerveza y refrescos. Bruno también había cambiado. Todo aquel hermoso pelo, que había lucido a los veinte, se le había caído y en su lugar, brillaba una calva desvergonzada de color rosa pálido, como la de su padre y la de su abuelo. El juego coqueto, que tanto le había divertido, se había transformado en uno más bien retorcido, que lo condenaba a bajar a desfilar, fingiendo una realidad inexistente. Se había convertido en un mero mono de feria, con su boina de pelo artificial y unos ridículos gestos, que estiraba de lado a lado en el paseo, a las órdenes de las voces vehementes que lo vitoreaban y silbaban con alevosía. No podía huir de aquel circo. No recordaba cuándo se le había ido de las manos. Tenía miedo, pavor de enfadar a las fanáticas del paseo, que lo agredían con piropos ofensivos. La mayoría lo asustaba. Algunas comparaban fotos del pasado. Cuchicheaban. Chismeaban. Las más atrevidas y resentidas se vengaban burlándose de él, acompañándolo en su desfile, con bailes y cánticos que lo degradaban.
Bruno estaba cansado. Todos los días, la misma canción. A las siete de la mañana, llegaban los primeros camiones. Aparcaban en las aceras del paseo y montaban, uno tras otro, sus puestos de cacahuetes, de chucherías, de bisutería o de lo que tocase. Los bancos de la alameda estaban vacíos a esa hora, menos uno, que de