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Crimen en Compostela
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Libro electrónico251 páginas3 horas

Crimen en Compostela

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El detective Nivardo Castro y el periodista Carlos Conde investigan el asesinato de un conocido y millonario constructor en el centro histórico de Santiago de Compostela. Sus indagaciones revelarán una trama en la que el sexo, el dinero y la codicia han marcado las turbulentas relaciones de sus protagonistas. Y todo ello sin dar la espalda a la ciudad milenaria, que se convierte en un hermoso a la vez que cruel escenario, vibrante de historia y misterio.

Galardonada con el I Premio Xearis, Crimen en Compostela está considerada como la obra fundacional de la novela negra gallega, con más de cien mil ejemplares vendidos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento3 abr 2014
ISBN9788446039815
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    Crimen en Compostela - Carlos González Reigosa

    Akal / Básica de Bolsillo / 296

    Carlos Reigosa

    Crimen en Compostela

    Diseño de portada

    Sergio Ramírez

    Reservados todos los derechos. De acuerdo a lo dispuesto en el art. 270 del Código Penal, podrán ser castigados con penas de multa y privación de libertad quienes sin la preceptiva autorización reproduzcan, plagien, distribuyan o comuniquen públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, fijada en cualquier tipo de soporte.

    Nota a la edición digital:

    Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

    © Carlos G. Reigosa, 2014

    © Ediciones Akal, S. A., 2014

    para lengua española

    Sector Foresta, 1

    28760 Tres Cantos

    Madrid - España

    Tel.: 918 061 996

    Fax: 918 044 028

    www.akal.com

    ISBN: 978-84-460-3981-5

    Para los que saben que vencer no es más que otra forma

    de ser vencido.

    Para los que aman la vida a pesar de saber en qué consiste.

    Para mis perdedores favoritos, que huyen dispuestos a combatir de nuevo.

    Para ti también que estás ahí atrapado.

    El azar no puede ser responsable de todo.

    Louis Charpentier, El misterio de Compostela.

    I

    Era lo más inesperado y extraordinario que le habían propuesto desde que, unos siete años antes, un norteamericano apellidado Stevenson lo invitara a ir a Nueva York y hacerse aventurero internacional. ¿Aventurero internacional? Era para desternillarse de risa... ¿Y por qué precisamente él? El norteamericano, alto y corpulento, después de observarlo con descaro, había sido contundente:

    —Sé que eres el tipo indicado.

    El tipo indicado, ¿para qué?

    —Para eso. Yo entiendo. Ya verás como no me equivoco.

    Sin pensarlo dos veces, como si –a falta de algo mejor– se lanzase a un abismo necesario, había aceptado aquella propuesta. Y durante el vuelo a Estados Unidos no dejó de repetirse:

    —Esto es absurdo. Esto es completamente absurdo. Esto es lo más absurdo que he hecho en mi vida.

    Era la misma frase que, unos siete años después, en 1984, repetía –aunque con menos énfasis, más divertido– en un avión de Iberia que se disponía a despegar del aeropuerto de Madrid-Barajas con destino al de Lavacolla, en Santiago de Compostela. Porque, a pesar de los reparos de entonces y de ahora, lo cierto era que en ambos casos –como en muchos otros a lo largo de su vida– había terminado por aceptar las ofertas. Y esto era lo que contaba. Por otra parte, en la base de las cosas más interesantes que le habían ocurrido, ¿no encontraba siempre decisiones de este tipo, decisiones que un día también tuvo por alocadas o absurdas?

    Mientras el avión rodaba hacia una de las pistas de despegue, Nivardo Castro creyó percibir por la ventanilla una dimensión distinta del aeropuerto, algo que, por más que indagó con la mirada, no fue capaz de expresar en palabras. Le ocurría, como en otras ocasiones, que el aeropuerto no le parecía el mismo desde las instalaciones de tierra que desde el avión. Era como si le alteraran la perspectiva o le distorsionasen la noción de la realidad, y el sosiego de que disfrutaba antes de embarcar, en la cafetería, le fuese arrebatado de repente, sustituido por una creciente inquietud dentro del aparato. Y este cambio lo atribuía a las luces de las pistas –especie de procesión de la Santa Compaña–, a la velocidad del avión, a..., a cualquier elemento externo que no conllevase admitir que le daba miedo volar. Porque esta era la verdad: Nivardo Castro sufría lo que unos llaman aerofobia o acrofobia y otros –quizá solo más pedantes– aviofobia o jet síndrome. Y, por más voluntad que ponía, desde el mismo momento en que subía a bordo, en su cabeza se domiciliaba una conclusión trascendente y desencantada: el ser humano es una cosa minúscula e indefensa que puede desaparecer en un instante sin que le importe a nadie ni nada cambie en el mundo. Era algo en lo que él, hombre de acción, no pensaba nunca jamás..., excepto cuando un avión con él dentro encendía los motores y empezaba a deslizarse despacio hacia la pista de despegue.

    Después de asumir una vez más esta conclusión –unos pocos minutos de espanto y de pavor–, respiraba fuerte, se acomodaba en el asiento y se disponía a leer la revista o el periódico facilitado por una azafata. Así sucedía siempre, en todos sus viajes..., pero no sucedió en este porque, después de echar una ojeada a las pistas e instalaciones de Barajas, después de hacer la meditación del hombre insignificante y desvalido, después de respirar fuerte y retener el aire unos segundos en sus pulmones, Nivardo Castro recordó por qué estaba en aquel avión. Y entonces no pudo evitar sonreír con ganas.

    —Porque esto es cuando menos divertido –se confesó entre dientes.

    Sin quererlo, sin proponérselo, quizá invitado por las reflexiones surgidas acerca de su miedo a los aviones, Nivardo Castro comenzó a rememorar su vida, que se le figuró de repente llena de acontecimientos sueltos, aislados, entre los que casi no era capaz de establecer una relación. Desfiló primero ante sus ojos su infancia en la áspera montaña luguesa de Mondoñedo, poblada de queirogas en flor, densos retamares e incontables variedades de tojos que él aún recordaba en sus denominaciones originales: arnios, canos, albares, gateños, brañegos, molares, mansos... Eran sus años de niñez rural, de pastoreo y de labranza, en una tierra tradicional de labriegos, muy poco antes de que un cura entusiasta convenciese a sus padres de que el mejor rumbo para él, tanto en lo espiritual como en lo material, era hacer los estudios eclesiásticos. Él conocía entonces el Mondoñedo bullicioso y alegre de los días de feria y mercado y de las otoñales fiestas de As San Lucas, y, cuando le dijeron de ir a estudiar a esta villa, acogió la idea con complacencia. Pero pronto descubrió un Mondoñedo muy diferente: silencioso, melancólico, medieval y levítico, en el que el bien y el mal, casi inexistentes en la realidad, libraban una pesada y agotadora contienda teórica. Un Mondoñedo inmutable, en el que el paso de los días no aportaba ningún cambio sustancial.

    Nivardo Castro recordaba aquella etapa como si no perteneciese a su vida, como si no le hubiese ocurrido a él: las clases de latín, las complicadas explicaciones bíblicas, los ejercicios espirituales, las horas de recogimiento..., todo aquello se le figuraba ya interminablemente lejano. En cambio, sí que se reconocía en el muchacho de dieciséis años que, expulsado del seminario, regresaba –avergonzado, pero también dichoso–, a sus campos originarios y vivía hechizado sus primeras experiencias eróticas y amorosas; como se reconocía también en el joven que, a los dieciocho, se sumaba a una fluida corriente de emigrantes a Europa: aquel mozo que barrió calles en Alemania y soportó largas jornadas de trabajo al sol en carreteras francesas... Y que dio con sus huesos, después del sorteo del servicio militar, en un Sahara todavía intitulado «Español».

    Lo recordaba todo con una extraordinaria lucidez y lo identificaba como suyo, como propio. Allí, en aquel Sahara, fue atraído –captado, se decía– por la Legión y en sus filas prolongó su estancia tres años de soles implacables y de sirocos cegadores (años que, más tarde, en Nueva York, recordaría con nostalgia y con cariño, perdido en un medio fantasmal y hostil, plagado de rascacielos y de desconocidos). Y a los veinticuatro años se encontró de vuelta en la península y sin trabajo. Había conocido a una hermosa e infortunada ferrolana llamada Cristina, que ejercía el antiguo oficio en Las Palmas, y se estableció con ella en Madrid. En estas circunstancias estaba aquella noche –había pasado ya un septenio– cuando un norteamericano apellidado Stevenson y de nombre Arthur Frederick lo miró fijamente, de un modo provocador, en un club llamado Small Trumpet.

    Rememoraba en el avión hacia Santiago la incomodidad (e incluso el dolor) que le causó aquella mirada inquisitiva, fría y dominante, que parecía dirigida a un cerdo o a una vaca con el propósito de calcular o tantear su peso... No pudo sustraerse al encanto de evocar aquellos momentos. Y otra vez se encontró, por virtud del recuerdo, ante aquel gigante de mirada febril, a punto de dirigirse hacia él para reprobarle su actitud. Pero fue entonces cuando el norteamericano dio dos o tres pasos, se acercó a Nivardo y, con acento gangoso, de borracho, le dijo:

    —Tú eres un gran tipo, Robert. Tú eres un gran tipo.

    —Yo no me llamo Robert. Yo me llamo Nivardo, yanqui de mierda.

    —Oh, yanqui de mierda, es muy bonito, me gusta. Yo pienso lo mismo que tú de los yanquis –dijo. Luego, sonrió, paseó por la sala su mirada turbia y beoda y guardó un largo silencio. Pero súbitamente se volvió, saltó hacia donde estaba Nivardo y le metió un rodillazo en la boca del estómago. Nivardo, cogido de sorpresa, se dobló dolorido, rodó al pie del mostrador y, durante unos segundos –que le parecieron interminables– se retorció y boqueó como un pez fuera del agua, mientras sus ojos se agrandaban como si quisiesen abandonar sus órbitas. Cuando por fin pudo levantar la cabeza y dirigir la mirada hacia su rival, vio que estaba de espaldas, descuidado, otra vez acodado en el mostrador.

    Nivardo se puso de pie como pudo, apretando la boca del estómago con el antebrazo izquierdo, y fue hacia el americano con el ánimo de propinarle su mejor golpe. Pero el adversario, que permanecía distraído solo en apariencia, se revolvió y, después de hacer un rápido desplazamiento lateral, le hundió el puño izquierdo en los riñones y el derecho otra vez en la boca del estómago.

    Nivardo logró trabarse en la barra del mostrador y no caer al suelo, pero la mirada se le nubló y percibió que sus pulmones demandaban cada vez más oxígeno. El gigante americano ni lo miró: recobró su expresión indiferente, se acodó de nuevo en la barra y bebió un largo trago de su consumición. Nivardo sospechó que su rival esperaba un nuevo ataque y que toda su calma y su abandono no eran más que una treta para que se confiase y tener así la oportunidad de golpearlo de nuevo y machacarlo. Comprendió entonces que aquel hombre con el que se estaba pegando no era un borracho. Ni lo era ni lo estaba... Y, si era así, ¿por qué se estaban peleando? Solo tenía una cosa segura: que había recibido todos los golpes repartidos desde el comienzo del altercado. Esto lo llenaba de rabia y le hacía pensar en lanzarse a ciegas contra él. Pero una voz cautelosa y persuasora le susurraba que, si lo hacía, se iba a repetir la misma acción y el americano acabaría por quebrarle el costillar.

    Paseó la mirada alrededor y vio la curiosidad en las caras de otros clientes, todos ellos convertidos en plácidos e inconmovibles espectadores. Y entonces tuvo que refrenar otra vez el impulso de echarse sobre él... Se arrastró por el suelo, aferrado a la barra, hasta donde estaba el norteamericano y, cuando llegó a su lado, se limitó a decirle:

    —Te voy a partir el alma, yanqui de mierda. Antes o después, nos vamos a encontrar de nuevo... y te la voy a partir.

    —Me encontrarás aquí –respondió el gigante, indiferente, sin volverse.

    Nivardo salió del club a trompicones. El estómago le dolía cada vez más, como si se le hubiesen clavado en él varias costillas rotas. Atravesó sin rumbo calles y plazas, llevado por la rabia, y fue a parar al Club Mastín, donde acostumbraba a recalar su compañera Cristina. Entró y pidió –uno detrás de otro– dos cubalibres. Cristina le preguntó qué le había pasado. Él respondió que estaba cansado y que se iba a acostar.

    Durante varios días no volvió por el club en que fue golpeado, e incluso llegó a pensar en no volver nunca. Pero mientras el dolor físico menguaba con el paso del tiempo, otro dolor más agudo crecía en su ánimo hasta hacérsele insufrible. Cristina, que lo encontraba con frecuencia taciturno y ensimismado, insistía en preguntarle qué le pasaba. Él no contestaba, o se limitaba a decir que no pasaba nada que no tuviese remedio.

    Pero un día, después de cenar, Nivardo Castro se levantó de la mesa con determinación, airado y decidido, y dijo:

    —Esto no puede quedar así y no va a quedar así. Yo no soy un cobarde ni le tengo miedo a ese cagón.

    Guardó una pequeña pistola en la chaqueta y metió una navaja en el bolsillo de atrás del pantalón. Salió a la calle, paró un taxi y le dio al conductor la dirección del Small Trumpet. La contaminación y la noche se habían confabulado para entenebrecer Madrid. Las luces titilaban con un cerco de aparentes palomillas muertas, minúsculas y residuales, surgidas de los cientos de miles de tubos de escape que trasegaban humeantes por las calles.

    El taxi lo dejó en la entrada del club. Cruzó despacio la acera, traspasó el umbral y, ya dentro, permaneció al lado de la puerta hasta que sus ojos se acostumbraron a la escasa luz de unos farolillos rojos. Cuando pudo distinguir las imágenes –e incluso las caras–, fue hacia la barra. Enseguida comprobó que el norteamericano no aparecía por ningún lado o, al menos, no estaba visible.

    —Creí que ya no volverías más –le dijo la muchacha que acababa de preguntarle qué quería tomar. Nivardo, creyéndose objeto de una burla, se volvió irritado hacia ella, pero en la cara de la joven solo descubrió una expresión pícara de complicidad y de admiración. Entonces, con tono seco, pero amable, pidió un cubalibre, y aún no lo había probado cuando un conocido al que llamaban Fraile –no sabía si de apellido o de mote– se acercó a él y le dijo:

    —Viene todos los días. Llega un poco más tarde...

    Nivardo Castro no sentía ningún temor. Había tomado parte en peleas de riesgo en Canarias, en Barcelona, en Madrid... y no recordaba haber estado nunca tan seguro de que iba a abatir a su adversario. Quizá porque nunca había pasado tanto tiempo dilucidando la conveniencia o no de un enfrentamiento. Y cuanto más lo pensaba, menos tiempo le concedía de pie, delante de él, a su rival. Por momentos, incluso llegaba a imaginar –tantas eran las ganas– que el gigante se derrumbaba antes de que él llegase a tocarle. Era como una pesadilla. Porque Nivardo sí que deseaba tocarle, ¡y cómo lo deseaba! No concebía nada que anhe­lase más en aquel instante.

    Era posible que el norteamericano supiese lucha libre o algunas de las llamadas artes marciales, pero también él las conocía y estaba seguro de que a su adversario no le iban a servir de nada. Porque Nivardo pensaba golpear primero, golpear seguido y golpear siempre, con toda la contundencia, con toda la eficacia, con todas sus fuerzas: golpes secos, rápidos, de difícil o imposible respuesta. Sus puños iban a sucederse como las gotas de agua en una tromba, como si el cielo se abriese en una arroyada con chuzos de punta. Así lo había determinado y resuelto: golpear, golpear, golpear, sin descanso ni tregua. Y si a pesar de esto las cosas se torcían, aún le quedaba la posibilidad de rajarlo con la navaja o tumbarlo con la pistola... Pero, al pensar en esto, se le vino encima la imagen hosca de un futuro carcelario –que bien podía ser largo y tedioso– y un sabor amargo se le extendió por la boca. Se hizo entonces el propósito de evitar en lo posible los males mayores.

    Desde que dejó la Legión, donde había hecho buenos amigos, no logró entusiasmarse con nada. Buscó trabajo y lo consiguió en algunas ocasiones, pero nunca de un modo duradero. Corrían malos tiempos para la forma de vida que le gustaba... Volvió entonces a recordar al muchacho en el que no se reconocía, aquel estudiante en el Seminario de Mondoñedo que, de no ser por la irascibilidad de una hora, quizá hubiese llegado a ser cura y, ¡quién sabe!, incluso obispo. Y descubrió un fuerte contraste entre aquel posible destino y el de terminar de matón en un bar por una pendencia cualquiera, sin saber muy bien por qué motivos...

    —Ponme otro doble.

    Mientras esperaba rememoró lo que vino después del seminario. La necesidad de huir de aquel cerco rural, de aquellos montes tan queridos, de aquella esclavitud en una tierra que exigía, por el mero sustento, esfuerzos sobrehumanos. Y la emigración. Aquella algarabía de mozos diciendo que en Holanda, en Alemania, en Francia, había algo que conquistar, algún premio que ganar. Pero para eso, para conseguirlo, había que ir a aquellas tierras... Era el tema de las conversaciones del domingo, después de la misa, con todos los chicos dándose ánimos unos a otros: «Aquí no hay nada que hacer», «Yo me voy», «Los que se queden siempre serán unos muertos de hambre»... Así un día y otro día, al caer la tarde, en los encuentros fortuitos en las encrucijadas de los caminos, en los pastoreos por prados y algaidas, en los cultivos y labores compartidos de tierras de labranza o de montes de cava. Hasta que un día Ricardo Braña dijo la palabra definitiva: «Yo me voy el cinco de febrero». Nivardo nunca olvidaría aquella jornada. Había comenzado enero y era un martes por la noche. Nivardo, sin dudarlo, le respondió: «Yo me voy contigo». «No puede ser, antes tienes que arreglar los papeles», le dijo Ricardo, y le explicó todo lo que tenía que hacer. Lo hizo y, dos meses después, Nivardo Castro salió para Francia en un renqueante y perezoso tren que se empeñó en dormir en Hendaya y que...

    —Parece que me buscabas –dijo el corpulento americano, que acababa de situarse al lado de un Nivardo burlado y sorprendido, que reaccionó lo mejor que pudo.

    —Sí, te buscaba. Quiero devolverte algo.

    —¿Sabes luchar? ¿Crees que puedes conmigo?

    —Estoy seguro. Y tú también lo estarás muy pronto.

    El estadounidense se acercó aún más, con una sonrisa amable y simpática. Rodeó los hombros de Nivardo con uno de sus brazos y le dijo:

    —Me alegra mucho verte de nuevo. Desde el primer momento estuve seguro de que no me equivocaba contigo, pero ya empezabas a tardar. Hombres como tú, cautelosos, inteligentes, valerosos y fuertes, es justamente lo que nos hace falta, lo que necesitamos.

    Así y allí –como en las más vulgares películas había empezado su peripecia con la «Stevenson Co.», un pequeño ejército de aventureros, escoltas, detectives privados y guardas de toda suerte y condición, dirigidos por los hermanos Arthur F. y John R., que le prestaban su apellido a la casa central. Y, sin transición –volaba ya sobre tierras gallegas–, se le vinieron encima sus años en Estados Unidos, su etapa de aprendizaje en la «Stevenson» y, sobre todo, las clases de investigación impartidas por un viejo y tozudo irlandés que se llamaba Jack Kirkmann, un hombre que tenía compendiado todo su saber en dos máximas: «Lo probable es siempre sospechoso» y «Cuando todas las pistas apuntan en una dirección,

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