Odio
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Odio - José Manuel Fajardo
COLECCIÓN POPULAR
876
ODIO
JOSÉ MANUEL FAJARDO
Odio
Fondo de Cultura EconómicaFONDO DE CULTURA ECONÓMICA
Primera edición en francés, 2021
Primera edición en español, 2022
[Primera edición en libro electrónico, 2022]
Distribución mundial
© 2019, José Manuel Fajardo
Representado por la Agencia Literaria Dos Passos
Este libro recibió el apoyo de la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs (MEET) de Saint-Nazaire para su escritura.
D. R. © 2022, Fondo de Cultura Económica
Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México
Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.com
Tel. 55-5227-4672
www.fondodeculturaeconomica.comDiseño de la portada: Teresa Guzmán Romero
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.
ISBN 978-607-16-7604-7 (rústico)
ISBN 978-607-16-7729-7 (ePub)
Impreso en México · Printed in Mexico
ÍNDICE
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
Préstamos y agradecimientos
A Anne-Marie Métailié,
cómplice de tantas historias
Nadie reparaba en él. Pasó, insospechado y mortífero, como la peste por una calle llena de hombres.
JOSEPH CONRAD, El agente secreto
I
AL ANOCHECER la ciudad se hundía en una niebla espesa que más que descender del cielo parecía surgir del río, supurada por sus aguas pestilentes. Una niebla que se arrastraba por los callejones y adquiría una tonalidad amarillenta como si se impregnara a su paso de la suciedad de los muelles y los arrabales portuarios, por más que los últimos rayos del sol lograran arrancarle a veces engañosos destellos de cobre. De madrugada su densidad resultaba atosigante y sólo con la llegada de la mañana comenzaba a transformarse sin prisa en una tenue neblina que no desaparecía hasta bien entrado el día. Londres se hacía entonces corpóreo, real, tan real que podía llegar a ser insoportable. Quizá por eso los habitantes de sus barrios más pobres apreciaban en el fondo la niebla que envolvía sus noches. Ella era la madre severa que los arropaba y ocultaba las miserias de sus vidas, una pizarra sobre la que podían dibujar sus sueños hasta que el sol volvía a levantar el velo cada jornada y la urbe, populosa, febril, bullente como un caldero que las aguas del Támesis no lograban enfriar, mostraba su rostro feroz. Una ciudad de la que emanaba un halo de corrupción que flotaba con particular densidad sobre los edificios ennegrecidos por el hollín del barrio del Soho, como una segunda neblina invisible a la mirada, pero perceptible en la alarma de la piel, que se erizaba ante el espectáculo de sus calles.
La misma arquitectura del barrio tenía algo de monstruosa. Los edificios se amontonaban enrevesados como tumores, grotescos, llenos de recovecos que parecían negar cualquier lógica. Aleros inútiles, puertas selladas, ventanas eternamente cerradas tras las que nunca se veía brillar el aliento de una luz, patios estériles a los que no se podía acceder por ninguna parte, tejados erizados de chimeneas como ejércitos fantasmas sobre los que flotaba la negra nube de almas de sus guerreros muertos. Los negocios crecían en las paredes de los edificios como excrecencias. Y tras sus escaparates sucios, las pilas de objetos arrojados, más que expuestos, semejaban proliferaciones de insectos. Tal parecía que de un momento a otro fueran a empezar a moverse por su cuenta. El barrio entero exudaba miseria, pero casi se podía escuchar también, como un enjambre de abejas, el rumor del dinero pasando de unos bolsillos a otros, un murmullo de peniques por todas partes, el menudeo de la pobreza, mínimo en cada individuo, ridículo tomado chelín a chelín, pero un jugoso negocio cuando se contemplaba toda la colmena. Éste era el secreto mejor guardado del Soho: el río de dinero que fluía por sus calles en pequeñas piezas, malbaratado por quienes debían vender lo poco que tenían para sobrevivir, inmolado en la hoguera concupiscente de quienes acudían en busca de placeres prohibidos, ahogado en alcoholes de sospechoso origen, transformado en precarios alimentos pagados muy por encima de su valor real, escamoteado de los bolsillos de los descuidados, jugado en timbas clandestinas, invertido en pagar a los funcionarios públicos que se encargaban de asegurar la luz, el correo o el orden. Dinero por todas partes y apenas un poco en cada bolsillo. La fabulosa ley de las multitudes.
En pleno corazón del Soho, a sólo dos manzanas de la plaza que daba nombre al barrio, abría sus puertas la tienda de bastones, guantes y marroquinería que regentaba Jack Wildwood. Decir que Wildwood detestaba a sus semejantes sería una manera misericordiosa de describirlo. En realidad, mister Wildwood sentía un odio feroz por la jauría
, así la llamaba, que poblaba las calles del Soho. Claro que si alguien le hubiera preguntado por sus vecinos él habría negado de buena fe que tal fuera su sentimiento. A lo sumo habría admitido contrariedad y tal vez indignación ante el espectáculo de sus vidas, pero nada más grave. Su odio se había vuelto tan natural como la respiración, era un sentimiento libre de toda connotación moral, una segunda piel de cuya existencia él mismo no tenía la menor idea. Odiaba diaria y rotundamente, y con idéntica asiduidad se quejaba de la brutalidad y del resentimiento que, según él, eran los principales atributos de la mayoría de sus conciudadanos. Una opinión en la que se reafirmaba cada noche cuando leía las crónicas del periódico en busca del relato de los robos, los crímenes y los abusos que se cometían en la ciudad.
Un observador avisado que lo viera avanzar por las calles con paso firme, la cabeza ligeramente alzada y el sombrero calado hasta las cejas podría detectar en su rostro la levísima contracción de un rictus de desagrado cada vez que alguno de los numerosos tullidos que vegetaban en las aceras enlodadas extendía hacia él su mano suplicando una limosna. Pero a los ojos de un espectador distraído sus maneras bien podrían interpretarse como una simple manifestación de indiferencia.
Mister Wildwood caminaba en realidad con la prevención de quien al atravesar un incendio intenta evitar que las llamas prendan su vestimenta. Con este sentimiento esquivaba a pordioseros, borrachos y vendedores ambulantes. Veía en la populosa pobreza que le circundaba una gigantesca hoguera, que, lejos de darle calor y confortarle en su soledad de soltero, amenazaba con reducir su vida a cenizas; una hoguera alimentada además por los agitadores que recorrían las calles clamando por una revolución que diera la vuelta al orden social como a un reloj de arena. Para mister Wildwood aquellos revolucionarios constituían una fauna prolija e incomprensible que le despertaba un miedo unánime. De nada le valían las buenas palabras de los pacíficos socialistas fabianos, pues estaba convencido de que las reformas sociales que éstos propugnaban, de llevarse a cabo, acarrearían las mismas catástrofes que el hipotético triunfo de los anarquistas y sus bombas: el fin de todo orden, la perversión de las costumbres y la ruina de la nación.
Las manifestaciones de desempleados que invadían cada vez con más frecuencia el centro de la city le ponían literalmente los pelos de punta. Y no se había cansado de elogiar, ante quien quisiera oírle, la actitud de las autoridades estadunidenses cuando, según contaban los diarios, dispersaron a tiros, el pasado primero de mayo, a los