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Matar a Pablo: La cacería del criminal más buscado del mundo
Matar a Pablo: La cacería del criminal más buscado del mundo
Matar a Pablo: La cacería del criminal más buscado del mundo
Libro electrónico438 páginas6 horas

Matar a Pablo: La cacería del criminal más buscado del mundo

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En agosto de 1992 el Gobierno colombiano reactivó la unidad de operaciones especiales denominada Bloque de Búsqueda. Formada por 1500 hombres, su objetivo era capturar vivo o muerto a Pablo Escobar, jefe del cártel de Medellín, el hombre que llegaría a controlar el 80 % del mercado mundial de la cocaína, el narcotraficante más buscado del mundo y el más temido por su crueldad a la hora de enfrentar y aniquilar a sus oponentes. En Matar a Pablo, Mark Bowden narra la fascinante historia del plan secreto urdido por los Gobiernos de Colombia y Estados Unidos para dar captura al gran capo colombiano del narcotráfico. Gracias al acceso a documentos confidenciales, a los testimonios de militares, agentes y funcionarios, el autor recrea la trama de acontecimientos que puso fin al terror de todo un país, provocado por uno de los criminales más astutos y sanguinarios del siglo XX.
El 2 de diciembre de 2023 se cumplirán 30 años del asesinato de Pablo Escobar. La lista de criminales que la cultura popular ha ido asimilando con oscuro entusiasmo no deja de aumentar, pero difícilmente exista uno tan despiadado y poderoso que haya puesto contra las cuerdas a un país entero.
IdiomaEspañol
EditorialBig Sur
Fecha de lanzamiento11 oct 2023
ISBN9788412731842
Matar a Pablo: La cacería del criminal más buscado del mundo
Autor

Mark Bowden

Mark Bowden is the author of Road Work, Finders Keepers, Killing Pablo, Black Hawk Down (nominated for a National Book Award), Bringing the Heat, and Doctor Dealer. He reported at The Philadelphia Inquirer for twenty years and is a national correspondent for The Atlantic Monthly. He lives in the Philadelphia area.

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    Matar a Pablo - Mark Bowden

    Cubierta_EPUB_Matar_a_Pablo.jpg

    Título original: Killing Pablo: The Hunt for the World’s Greatest Outlaw

    © del texto, Mark Bowden, 2001

    Publicado por acuerdo con Grove Press, un sello de Grove Atlantic, Inc.,

    Nueva York, NY, EE. UU.

    © de la traducción, Sandra Lafuente, 2023

    © de esta edición, Editorial Big Sur S. L., 2023

    ISBN (edición digital): 978-84-127318-4-2

    ISBN (edición rústica): 978-84-127318-3-5

    Corrección ortotipográfica: Carlos González Nieto

    Diseño y maquetación: Ulises Milla

    Fotografía de cubierta: Pablo Escobar en una foto de la policía colombiana tomada luego de su arresto en Medellín en 1976.

    Web: editorialbigsur.es

    Email: contacto@editorialbigsur.es

    Instagram: @bigsureditorial

    X: @bigsureditorial

    Queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo las sanciones establecidas en la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

    Índice

    Prólogo. 2 de diciembre de 1993

    El ascenso de El Doctor. 1948-1989

    La primera guerra. 1989-1991

    Encarcelamiento y fuga. Junio de 1991 - septiembre de 1992
    Los Pepes. Octubre de 1992 - octubre de 1993
    La matanza. Octubre de 1993 - 2 de diciembre de 1993

    Epílogo

    Fuentes

    Agradecimientos

    Notas

    Mark Bowden (Estados Unidos, 1951)

    Licenciado en 1973 por el Loyola College de Maryland, Bowden fue redactor del Philadelphia Inquirer entre 1979 y 2003. Sus trabajos periodísticos han sido publicados por Men’s Journal, The Atlantic, Sports Illustrated y Rolling Stone. A raíz de su libro Black Hawk derribado, Bowden ha recibido reconocimiento internacional. El libro fue llevado al cine en 2001 por Ridley Scott. Su libro Matar a Pablo ganó el Premio Cornelius Ryan 2001 al mejor libro de no ficción sobre temas internacionales. Sus libros más recientes son The Finish: The Killing of Osama Bin Laden y Hué 1968: el punto de inflexión en la guerra del Vietnam. Bowden ha recibido el Abraham Lincoln Literary Award y el International Thriller Writers Award por su trayectoria profesional. Actualmente se desempeña como profesor adjunto en la Universidad de Delaware.

    Foto: Andrew Lih / Fuzheado - CC BY-SA 4.0

    Matar a Pablo

    La cacería del criminal más buscado del mundo

    Mark Bowden

    Traducción de Sandra Lafuente

    F

    Para Rosey y Zook

    Prólogo.

    2 de diciembre de 1993

    El día que mataron a Pablo Escobar, su madre Hermilda llegó al lugar a pie. Se había sentido enferma más temprano y estaba en una clínica cuando se enteró de la noticia. Allí se desmayó.

    Tras recuperar la consciencia, fue directamente a Los Olivos, el barrio al sur del centro de Medellín donde los reporteros de la televisión y la radio decían que había ocurrido el suceso. Las multitudes bloquearon las calles, así que Hermilda tuvo que aparcar el coche y caminar. Iba encorvada y caminaba con rigidez, a pasos cortos, una dura mujer mayor con el pelo gris y un rostro huesudo y cóncavo. Unas gafas de cristales grandes descansaban ligeramente torcidas en su nariz larga y recta —la misma de su hijo—. Llevaba un vestido estampado de flores pálidas y, aunque sus pasos eran pequeños, caminaba demasiado rápido para el ritmo de su hija, que tenía sobrepeso. La mujer más joven se esforzaba para seguirle el paso a la mayor.

    Los Olivos estaba compuesto de hileras de bloques irregulares de dos y tres plantas con minúsculos patios y jardines al frente, muchos de ellos con palmeras rechonchas que apenas alcanzaban la línea del techo. La policía mantenía a las multitudes detrás de los cordones. Algunos residentes habían trepado a los tejados para obtener una panorámica mejor. Había entre la muchedumbre quienes comentaban que sí, definitivamente habían matado a Pablo Escobar, y estaban los que decían que no, que la policía había disparado a un hombre pero que no era él, que Escobar se había escapado otra vez. Muchos preferían creer que había huido. Medellín era el hogar de Pablo. Fue allí donde hizo su fortuna y donde su dinero levantó edificios de oficinas y complejos de apartamentos, discotecas y restaurantes. Y fue allí donde hizo viviendas para los pobres: la gente que había ocupado chabolas de cartón y plástico y hojalata y que hurgaba en los montones de basura de la ciudad con pañuelos atados a la cara para protegerse del hedor, buscando cualquier cosa que pudiera limpiarse y venderse. Fue en esa ciudad donde construyó estadios de fútbol con iluminación para que los trabajadores pudieran jugar de noche, y donde asistió a cortar cintas para inaugurarlos. Algunas veces jugaba él mismo en los partidos. A pesar de ser un hombre regordete con bigote y una extensa papada —ya una leyenda—, seguía siendo bastante rápido con los pies; en ello coincidían todos. Fue aquí, en esta ciudad, donde muchos creían que la policía nunca lo atraparía; no podrían, ni siquiera con sus escuadrones de la muerte y todos sus dólares gringos y aviones espías y quién sabe qué cosas. Fue aquí donde Pablo se escondió durante dieciséis meses mientras lo buscaban. Se había movido de escondite en escondite entre gente que, de haberlo reconocido, nunca lo habría entregado: en aquellos lugares en los que se ocultaba había fotos de Pablo con marcos dorados colgadas en las paredes; oraban para que él tuviera una larga vida y muchos hijos. Y —él lo sabía bien— quienes no rezaban por él, le temían.

    La mujer mayor avanzó con determinación hasta que unos hombres de apariencia severa y con uniformes verdes detuvieron el paso de ella y de su hija.

    —Somos familia. Esta es la madre de Pablo Escobar —explicó la hija.

    Los oficiales no se inmutaron.

    —¿Acaso no tenéis madre? —les inquirió Hermilda.

    Cuando se corrió la voz a rangos superiores de que la madre y la hermana de Pablo Escobar habían venido, les permitieron el paso. Con un escolta, las dos mujeres atravesaron los flancos de coches aparcados y se dirigieron hacia el destello de las sirenas de las ambulancias y de los vehículos de la policía. Las cámaras de televisión las captaron mientras se aproximaban. Un murmullo atravesó la multitud.

    Hermilda cruzó la calle hasta una pequeña parcela de césped en la que yacía el cuerpo de un hombre joven. Tenía un agujero en el centro de la frente y sus ojos, que se habían vuelto opacos y lechosos, miraban en blanco al cielo.

    —¡Tontos! —gritó Hermilda a la policía y comenzó a reír vigorosamente—. ¡Tontos! ¡Este no es mi hijo! ¡Este no es Pablo Escobar! ¡Mataron al hombre equivocado!

    Los soldados indicaron a las dos mujeres que se hicieran a un lado. Desde el techo del garaje bajaron un cuerpo atado a una camilla, un hombre gordo descalzo con pantalones vaqueros arremangados y un jersey azul. Su cara redonda y barbuda estaba hinchada y ensangrentada. La barba era negra poblada y tenía un extraño bigotito cuadrado con los extremos afeitados, como Hitler.

    Fue difícil reconocerlo al principio. Hermilda boqueó y se puso de pie a su lado en silencio. Tenía una sensación de alivio, pero también de pavor, mezclada con dolor y rabia. Sintió alivio porque al menos había acabado la pesadilla para su hijo. Y temor porque creía que su muerte desataría todavía más violencia. No deseaba nada más que el fin de todo esto, especialmente para su familia. Que todo el dolor y la sangre derramada murieran con Pablo.

    Cuando se iba, apretó los labios con vigor para no mostrar emoción alguna. Solo se detuvo un momento para decir ante el micrófono de un reportero:

    —Al menos ahora descansa.

    El ascenso de El Doctor.

    1948-1989

    1

    En abril de 1948, no había en Sudamérica un lugar más estimulante para estar que Bogotá, Colombia. En el aire se respiraba el cambio, una carga estática que aguardaba una guía para seguir un rumbo. Nadie sabía con exactitud de qué se trataba, solo que estaba al alcance de la mano. Toda la historia previa parecía haber anticipado este momento en la vida de una nación, quizás incluso de un continente.

    Bogotá era entonces una ciudad con más de un millón de habitantes que se derramaba por las laderas de verdes montañas hacia una sabana amplia. Estaba rodeada de picos empinados al norte y al este, y se abría llana y vacía hacia el sur y el oeste. Si se llegaba por aire, durante horas no se veía nada más que montañas y cadenas de picos color esmeralda, los más altos de ellos tapados con nieve. La luz tocaba los flancos de las cordilleras ondulantes en diferentes ángulos, creando tonos cambiantes de cartujo, hiedra y salvia, todos ellos cortados con ríos afluentes de color marrón rojizo que se fundían y ensanchaban de forma gradual en la medida en que corrían cuesta abajo, hacia valles fluviales tan profundos que se veían casi azules. Y luego, desde estas cordilleras vírgenes, emergía abruptamente una moderna metrópolis, la gran plaga de concreto que cubría la mayor parte de una llanura ancha. La mayoría de los edificios de Bogotá eran de dos o tres plantas de altura, hechos con un preponderante ladrillo rojo. En el centro-norte de la ciudad había grandes avenidas ajardinadas, con museos, catedrales clásicas y agraciadas mansiones antiguas que competían con las más elegantes urbanizaciones del mundo. Pero en el sur y en el oeste aparecían los barrios pobres, donde desplazados de la violencia de la selva y las montañas buscaron refugio, empleo y esperanza y, en cambio, encontraron nada más que una pobreza paralizante.

    Al norte de la ciudad, lejos de esta miseria, una reunión estaba a punto de ocurrir, la Novena Conferencia Interamericana. Ministros de Exteriores de todos los países del hemisferio estaban allí para firmar la carta de la Organización de Estados Americanos, una nueva coalición patrocinada por Estados Unidos que se había diseñado para dar más voz y prominencia a las naciones de América Central y América del Sur. La ciudad se había acicalado para el evento: limpiaron las calles, removieron la basura, dieron capas de pintura fresca a los edificios públicos, pusieron señalización nueva en las carreteras y, a lo largo de las avenidas, instalaron banderas coloridas y plantaron jardines. Hasta los limpiabotas de las esquinas estrenaron uniformes. Los funcionarios que asistían a reuniones y fiestas en esta capital sorprendentemente urbana tenían la esperanza de que la nueva organización traería orden y respetabilidad a las repúblicas en crisis de la región. Pero el evento también atrajo a críticos y agitadores de izquierdas, entre los que estaba un joven líder estudiantil cubano llamado Fidel Castro. Para ellos la naciente OEA significaba doblegarse, venderse; una alianza con los imperialistas gringos del norte. Según los idealistas de toda la región que allí se congregaban, el mundo de la posguerra seguía en disputa, en una contienda entre el capitalismo y el comunismo, o al menos el socialismo. Jóvenes rebeldes como Castro, que entonces tenía veintiún años, anticipaban una década de revolución. Derrocarían a las calcificadas aristocracias feudales de la región y establecerían la paz, la justicia social y un auténtico bloque político panamericano. Andaban en la onda, estaban furiosos, eran inteligentes y creían, con la certeza de los jóvenes, que el futuro les pertenecía. Vinieron a Bogotá con el objetivo de denunciar la nueva organización y planearon una conferencia alternativa para organizar protestas en toda la ciudad. Buscaban la guía de un hombre en particular, un político colombiano de cuarenta y nueve años con una popularidad enorme, de nombre Jorge Eliécer Gaitán.

    ¡No soy un hombre, soy el pueblo!, era el eslogan de Gaitán. Lo pronunciaba de forma dramática al final de los discursos para exaltar a sus eufóricos admiradores. Gaitán era mestizo, un hombre con la educación y las formas de la élite blanca del país, pero con la complexión rechoncha, la piel oscura y el pelo grueso y oscuro de los indios, las castas más bajas de Colombia. El aspecto de Gaitán lo marcaba como un outsider, un hombre de las masas. Nunca pudo pertenecer completamente al pequeño y selecto grupo de los ricos de piel clara que eran amos de la mayoría de la tierra y de los recursos naturales de la nación, y que durante generaciones habían dominado sus Gobiernos. Estas familias dirigían las minas, eran dueñas del petróleo y cultivaban las frutas, el café y los vegetales que conformaban el grueso de la economía de exportación de Colombia. Con la ayuda tecnológica y el capital de las poderosas corporaciones de Estados Unidos, se hicieron ricas vendiendo la inmensa abundancia de la nación a América y Europa. Y habían usado tales riquezas para importar a Bogotá una sofisticación que la igualaba con las grandes capitales del mundo. El color de la piel de Gaitán lo apartaba de aquella aristocracia local y lo conectó con los excluidos, los otros, las masas de colombianos considerados inferiores y a quienes les impidieron el acceso a las riquezas de esta economía de exportación y de sus privilegiadas islas de prosperidad urbana. Pero ese vínculo le daba poder a Gaitán. Sin importar cuán educado y poderoso pudiera llegar a ser, estaba unido de forma irrevocable a esos otros cuya única opción era trabajar en las minas o en el campo, con salarios de subsistencia y sin oportunidades para recibir educación y una mejor vida. Eran ellos quienes constituían la vasta mayoría electoral.

    Eran tiempos difíciles. En las ciudades campeaban la inflación y una tasa alta de desempleo, mientras que en los pueblos de la montaña y la selva, que constituían la mayoría de Colombia, había hambre, inanición, y faltaba el trabajo. Las protestas de campesinos furiosos, que promovían y lideraban agitadores marxistas, se habían vuelto más violentas. Las cabezas del Partido Conservador y sus financistas, ricos terratenientes y mineros, respondieron con métodos draconianos. Hubo masacres y ejecuciones sumarias. Muchos predijeron que este ciclo de protestas y represión conduciría a una guerra civil sangrienta (los marxistas lo veían como una revuelta inevitable). Sin embargo, la mayoría de los colombianos no eran ni marxistas ni oligarcas; solo querían la paz. Deseaban el cambio, no la guerra, y para ellos esta era la promesa que Gaitán representaba. Aquella esperanza lo había hecho inmensamente popular. En un discurso que dio dos meses antes, delante de una multitud de cien mil personas en la plaza de Bolívar de Bogotá, Gaitán suplicó al Gobierno que restituyera el orden y urgió a los presentes a que expresaran su repulsa y autocontrol no con chiflidos y ovaciones, sino con el silencio. Se dirigió directamente al presidente, Mariano Ospina:

    Pedimos que se ponga fin a la persecución de las autoridades. Así lo pide esta inmensa multitud. Lo que pedimos es sencillo pero importante: que la Constitución sea la que gobierne nuestras luchas políticas [...]. Señor presidente, detenga la violencia. Queremos que se defienda la vida humana, eso es lo mínimo que la gente puede pedir […]. Nuestra bandera está a media asta, esta multitud silente, este llanto mudo de nuestros corazones pide solo que nos trate como le gustaría que lo tratásemos a usted.

    Con un telón de fondo tan explosivo, el silencio de esta muchedumbre resonaba con mucha más fuerza que los vítores. Muchos en la multitud simplemente ondearon sus pañuelos blancos. En los grandes mítines como aquel, Gaitán mostraba el temple necesario para dirigir Colombia hacia un futuro bajo el imperio de la ley, justo y pacífico. Llegaba a los más profundos anhelos de sus compatriotas.

    Abogado habilidoso y socialista, Gaitán era, en palabras de un informe de la CIA preparado años después, un ferviente antagonista de las estructuras oligarcas y un orador fascinante. Era también un político perspicaz que convirtió su atractivo populista en un poder político real. Cuando la conferencia de la OEA se congregó en Bogotá en 1948, Gaitán no solo era el favorito de la gente, sino el líder del Partido Liberal, una de las dos organizaciones políticas más importantes del país. Su llegada a la presidencia en las elecciones de 1950 fue considerada por todos poco menos que como una certeza. No obstante, el Gobierno conservador encabezado por el presidente Ospina no había incluido a Gaitán en la delegación bipartita, formada para representar a Colombia en la cumbre que reunía a los representantes de tantos Estados americanos.

    Las tensiones eran muchas en la ciudad. El historiador colombiano Germán Arciniegas escribiría después que un viento helado de terror soplaba desde las provincias. La víspera de la conferencia, una turba atacó el coche en el que iba la delegación ecuatoriana y rumores de violencia terrorista parecieron confirmarse ese mismo día, cuando la policía capturó a un trabajador que intentó poner una bomba en la capital. En medio de todo el barullo, Gaitán permanecía de bajo perfil en su despacho de abogados. Sabía que a su momento le quedaban todavía unos años; estaba preparado para esperar. El desdén que recibía del presidente no hacía sino aumentar su estatura entre sus seguidores, además de entre los jóvenes de izquierdas más radicales que se reunían para protestar y quienes, de otra forma, habrían descartado a Gaitán como un liberal burgués con una visión muy tímida para la ambición que ellos perseguían. Castro había hecho una cita para entrevistarse con él.

    Gaitán estaba ocupado en la defensa de un oficial del Ejército acusado de asesinato, y el 8 de abril, el día de la conferencia de la OEA, logró que lo absolvieran. Más tarde esa mañana, algunos periodistas y amigos pasaron por su despacho para felicitarlo. Conversaron alegremente, discutieron sobre dónde ir a comer y quién invitaría la comida. Un poco antes de la una, Gaitán bajó por la calle con el pequeño grupo. Todavía quedaban dos horas para su encuentro con Castro.

    Cuando dejaron el edificio, el grupo pasó al lado de un hombre grande, sucio y sin rasurar que los dejó pasar y luego corrió para darles alcance. El hombre, Juan Roa, se detuvo junto a ellos y sin decir palabra apuntó con una pistola. Gaitán se giró rápidamente y se dirigió a buscar seguridad en el edificio en el que se encontraba su despacho. Roa comenzó a disparar. Gaitán cayó con heridas en la cabeza, los pulmones y el hígado, y murió una hora más tarde cuando los médicos intentaban salvarlo desesperadamente.

    El asesinato de Gaitán marcó el inicio de la historia moderna de Colombia. Habría muchas teorías sobre Juan Roa: que lo reclutaron la CIA o los enemigos conservadores de Gaitán, o incluso los extremistas comunistas que temían que la revolución se pospusiera con su ascenso. Rara vez en Colombia los asesinatos carecían de motivos plausibles para sus crímenes. Una investigación independiente de agentes de Scotland Yard determinó que Roa, un místico frustrado con delirios de grandeza, había alimentado un rencor propio contra Gaitán y actuó en solitario. Pero, como lo mataron a golpes en el sitio donde ocurrió todo, se llevó sus motivos a la tumba. Cualquiera que hubiera sido la intención de Roa, sus disparos desataron el caos. Toda esperanza de un futuro pacífico en Colombia terminó con este asesinato. Las inquietantes fuerzas de cambio explotaron en El Bogotazo, un brote de disturbios tan intenso que dejó en llamas grandes sectores de la capital antes de expandirse a otras ciudades. Muchos policías, devotos seguidores del líder asesinado, se sumaron a la turba furibunda en las calles. Lo mismo hicieron estudiantes revolucionarios como Castro. Los izquierdistas se pusieron bandas rojas en los brazos y trataban de encauzar a las multitudes; percibían con excitación que había llegado su momento. Pero pronto se dieron cuenta de que la situación se había descontrolado. Las turbas se hicieron más grandes y la protesta derivó en destrucciones, borracheras y saqueos aleatorios. Ospina sacó al Ejército a la calle, que en algunos lugares disparó contra la gente.

    El futuro que todos visionaron murió con Gaitán. El esfuerzo oficial por exhibir una nueva era de estabilidad y cooperación se había empañado gravemente: las delegaciones extranjeras visitantes firmaron la carta de constitución de la OEA y huyeron del país. Las esperanzas de la izquierda de encender en Sudamérica la nueva era comunista se hicieron cenizas. Castro se refugió en la embajada cubana mientras el Ejército perseguía y arrestaba a agitadores de izquierdas, a quienes culpaban del levantamiento. Pero hasta el recuento de la CIA sobre los hechos concluyó que los izquierdistas fueron víctimas de lo ocurrido como todo el mundo. Un historiador de la agencia escribió que para Castro el episodio fue profundamente decepcionante: [los disturbios] pudieron haber influenciado en su decisión de adoptar en Cuba, en los años cincuenta, una estrategia de guerrillas en vez de una revolución basada en desórdenes callejeros urbanos.

    El Bogotazo fue finalmente aplacado en Bogotá y en las otras grandes ciudades, pero permaneció en la Colombia indómita durante años, transformándose en un periodo pesadillesco y sangriento tan vacío de significado que simplemente se le llamó La Violencia. Un estimado de doscientas mil personas fueron asesinadas en ese periodo. La mayoría de ellas eran campesinos incitados a la violencia, atraídos con fervor religioso por el derecho a la tierra y una desconcertante variedad de temas locales. Mientras Castro llevaba a cabo su revolución en Cuba y el resto del mundo se enfrentaba en la Guerra Fría, Colombia permanecía confinada en esta danza cabalística con la muerte. Milicias públicas y privadas aterrorizaban las zonas rurales. El Gobierno combatía a los paramilitares y las guerrillas, los industriales combatían a los sindicatos, los conservadores católicos luchaban contra los liberales herejes, y los bandidos tomaron ventaja de todo aquel saqueo sin restricciones. La muerte de Gaitán había desatado los demonios, que tenían menos que ver con el mundo moderno que surgía que con el pasado profundamente problemático de Colombia.

    Colombia es un criadero de criminales. Siempre ha sido ingobernable, una nación de una belleza salvaje e impoluta, repleta de misterios. Desde los blancos picos de tres cordilleras que forman su columna occidental hasta la densa selva ecuatorial que se ubica al nivel del mar, el país alberga muchos lugares para esconderse. Hay rincones de Colombia que aún no han sido tocados por el ser humano. Algunos de ellos están entre los únicos lugares vírgenes que quedan en este pisoteado planeta, donde botánicos y biólogos pueden descubrir nuevas especies de plantas, insectos, aves, reptiles y hasta pequeños mamíferos y ponerles sus apellidos.

    Las culturas ancestrales que florecieron aquí estaban aisladas y fueron tenaces. Cualquier cosa crecía en ese suelo tan rico y con un clima tan diverso y templado. Así que no había mucha necesidad de comerciar o crear industrias. La tierra atrapa como una testaruda y dulce enredadera. Quienes vinieron se quedaron. A los españoles les tomó casi doscientos años subyugar a un solo grupo de gente, los taironas, quienes vivían en un exuberante rincón a los pies de la Sierra Nevada de Santa Marta. Los invasores europeos los derrotaron finalmente de la única forma posible: matándolos a todos. En los siglos xvi y xvii, los españoles trataron sin éxito de gobernar desde el vecino Perú, y en el siglo xix Simón Bolívar trató de anexar Colombia a Panamá, Venezuela y Ecuador para formar un gran estado sudamericano, la Gran Colombia. Pero ni siquiera el gran Libertador pudo mantenerlas unidas.

    Desde la muerte de Bolívar en 1830, Colombia ha sido orgullosamente democrática, pero el país nunca llegó a comprender cómo evolucionar pacíficamente en la política. Su Gobierno es débil por diseño y tradición. En vastas regiones del sur y el oeste, e incluso en los pueblos de montaña de las afueras de las grandes ciudades, viven comunidades apenas tocadas por las nociones de nación, el Gobierno o la ley. La única influencia civilizatoria que alcanzó al país entero fue la Iglesia católica, y eso se logró solo porque los inteligentes jesuitas injertaron sus misterios romanos en los antiguos rituales y creencias. Su esperanza era cultivar una fe híbrida, nutriendo, desde las raíces paganas del cristianismo, una versión con sabor local de la única verdadera fe. No obstante, en la obstinada Colombia, el catolicismo tomó un desvío y se convirtió en otra cosa: una fe enriquecida con ancestralidad, fatalismo, superstición, magia, misterio… y violencia.

    La violencia acecha a Colombia como una plaga bíblica. Las dos facciones políticas más grandes, los liberales y los conservadores, combatieron en ocho guerras civiles, solo en el siglo xix, sobre el papel de la Iglesia y el Estado. Ambos grupos eran abrumadoramente católicos, pero los liberales querían mantener a los sacerdotes fuera de la escena pública. El peor de estos conflictos, que comenzó en 1899 y se llamó la guerra de los Mil Días, dejó más de cien mil muertos y arruinó en su totalidad lo que se había establecido del Gobierno y la economía nacionales.

    Atrapado entre estas dos fuerzas violentas, el campesinado colombiano aprendió a temer y a desconfiar de ambas. Encontraron a sus héroes en los forajidos que vagaban en la Colombia salvaje como violentos agentes libres que desafiaban a cualquiera. Durante la guerra de los Mil Días, el más famoso de ellos fue José del Carmen Tejeiro, quien aprovechó para jugar con el odio popular hacia los poderes en conflicto. Tejeiro no solo robaba a los acaudalados terratenientes que eran sus enemigos; también los castigaba y humillaba, forzándolos a firmar declaraciones como José del Carmen Tejeiro me dio cincuenta latigazos como represalia por haberlo perseguido. Su fama le ganó seguidores más allá de las fronteras de Colombia. El dictador venezolano Juan Vicente Gómez obsequió a Tejeiro una carabina incrustada en oro, con lo cual sembraba más inestabilidad en el país vecino.

    Medio siglo después, La Violencia engendró una nueva y colorida colección de forajidos, hombres que se llamaban Tarzán, Desquite, Tirofijo, Sangrenegra y Chispas. Errantes por el campo, robaban, saqueaban, violaban y mataban. Pero como no eran aliados de ninguna de las dos grandes facciones, mucho del pueblo llano veía sus crímenes como golpes asestados contra el poder.

    La Violencia amainó solo cuando el general Gustavo Rojas Pinilla tomó el poder en 1953 y estableció una dictadura militar. Rojas Pinilla estuvo al mando de Colombia durante cuatro años antes de ser derrocado por oficiales militares de una vocación más democrática. Entonces los liberales y los conservadores pusieron en marcha un plan nacional para compartir el Gobierno, alternándose la presidencia cada cuatro años. El sistema daba la garantía de que no saliera adelante ninguna reforma real o progreso social: cualquier medida tomada por un Gobierno podía ser revertida por el siguiente. Los famosos bandidos continuaban sus incursiones y robos en las montañas y ocasionalmente intentaron a medias sumarse a las bandas de otros. Al fin y al cabo, no eran idealistas ni revolucionarios, sino delincuentes. Aun así, toda una generación de colombianos creció conociendo sus hazañas. Los bandidos eran héroes, a pesar de sí mismos, para muchos de los aterrorizados y oprimidos pobres del país. Mientras el Ejército de los oligarcas de Bogotá cazaba a los bandidos uno a uno, la nación observaba con fascinación y lamentos. Hacia la década de los sesenta, Colombia se había acomodado en un estancamiento forzado: las guerrillas marxistas —sucesoras modernas de la tradición de los bandidos— estaban en las montañas y selvas, y en el Gobierno central crecía el poder de un pequeño grupo de familias ricas de la élite de Bogotá, sin facultades para llevar a cabo un cambio real y, de todas formas, sin voluntad para hacerlo. La violencia, que ya estaba hondamente arraigada en la cultura, continuó, se profundizó y se distorsionó.

    El terror se convirtió en un arte, un estado de guerra psicológico con una estética cuasi religiosa. En Colombia no bastaba con dañar o incluso matar a su enemigo: había que seguir un ritual. Las violaciones debían hacerse en público, delante de los padres, madres, esposos, hermanas, hermanos, hijos e hijas. Y antes de matar a un hombre, se lo hacía suplicar, gritar, jadear… o quizás primero mataban a sus seres más queridos ante sus propios ojos. Para traspasar los límites de la repugnancia y el miedo, mutilaban a las víctimas de forma grotesca y las dejaban expuestas a la vista de todos. A los hombres les embutían la boca con sus propios genitales; a las mujeres les cortaban los pechos y estiraban los úteros hasta lo alto de las cabezas; a los niños los mataban no por accidente sino lentamente, con placer. Cabezas cercenadas se dejaban en picas en las carreteras. Los asesinos colombianos perfeccionaron sus marcas, maneras distintivas de mutilar a sus víctimas. La firma de una de las bandas era rebanar el cuello de la víctima y luego sacarle la lengua hacia la garganta por la apertura del corte para dejarle una grotesca corbata. Estos horrores rara vez tocaban directamente a los urbanitas educados de las clases gobernantes de Colombia, pero las ondas del miedo se extendieron por todos los rincones del país. Ningún niño que creciera en Colombia a mediados del siglo xx era inmune a ello. La sangre corría como las aguas rojas arcillosas que bajaban de las montañas. El chiste que contaban los colombianos era que Dios había hecho una tierra tan bella, con una naturaleza tan rica en todos los sentidos, que eso era injusto para el resto del mundo: Dios tuvo que empatar la puntuación, buscar el equilibrio, poblando a Colombia con la raza más cruel de la humanidad.

    Fue justo durante el segundo año de La Violencia cuando nació el más grande criminal de la historia, Pablo Emilio Escobar Gaviria, el 1.º de diciembre de 1949. Con la crueldad y el terror aún vivos en las montañas que rodean su nativa Medellín, se alimentó con las historias de Desquite, Sangrenegra y Tirofijo. Eran todos leyendas, la mayoría todavía vivos, pero a la fuga. Pablo tenía la edad suficiente para entender lo que escuchaba sobre ellos. Y más adelante los superaría con creces.

    Cualquiera puede ser un delincuente, pero para estar fuera de la ley se requiere tener seguidores. El criminal representa algo, usualmente sin esfuerzo propio. Por muy viles que fueran los motivos reales de forajidos como los que estaban en las montañas colombianas, o como los estadounidenses inmortalizados por Hollywood —Al Capone, Bonnie y Clyde, Jesse James—, una gran cantidad de gente de a pie los apoyaba y seguía sus sangrientas hazañas con cierto deleite. A sus actos, ya fueran egoístas o sin sentido, se les atribuía un significado social. Los crímenes y la violencia que cometían eran golpes contra el poder distante y opresivo. Su sigilo y astucia para evadir soldados y policías eran motivo de celebración, pues estas eran las tácticas consagradas por los desposeídos desde tiempos ancestrales.

    Pablo Escobar se consolidó a partir de estos mitos. Mientras que los otros delincuentes se quedaron estrictamente como héroes locales, establecidos solo en el símbolo, el poder de Pablo alcanzaría la escala internacional y sería real. Cuando estuviera en la cima, Escobar amenazaría con usurpar el Estado colombiano. La revista Forbes lo calificaría como el séptimo hombre más rico del mundo en 1989. Su violento alcance lo convertiría en el terrorista más temido del planeta.

    Su éxito le debió mucho a la historia y cultura singulares de su país, y, en efecto, a su propio suelo y clima, con sus abundantes cosechas de coca y marihuana. Pero un ingrediente igual de importante era Pablo mismo. A diferencia de cualquier otro criminal, él entendió la potencia de convertirse en leyenda. De la suya hizo un oficio; la creó y la alimentó. Era un matón y un vicioso, pero tenía consciencia social. Era un cruel capo criminal, pero también un político con un genuino estilo personal encantador que —al menos para algunos— trascendía la fealdad de sus actos. Era sagaz y arrogante, y lo suficientemente rico para exprimir esa popularidad. Tenía, en palabras del expresidente colombiano César Gaviria, una especie de genio innato para las relaciones públicas. A su muerte, miles le guardaron luto. Multitudes causaron disturbios cuando llevaron la urna de Pablo por las calles de su ciudad natal, Medellín. La gente apartaba a los portadores y abría la tapa del féretro para tocar el rostro frío y rígido del cuerpo de Escobar. Todavía hoy cuidan con esmero su tumba, que sigue siendo uno de los lugares turísticos más populares de la ciudad. Pablo Escobar representaba algo para ellos.

    ¿Qué exactamente? No es fácil entenderlo sin conocer Colombia y los tiempos en los que Escobar vivió. Pablo también era un hijo de su tiempo y su lugar. Era un hombre complejo, contradictorio y, en definitiva, muy peligroso, en gran medida por su talento para manipular a la opinión pública. No obstante, esa misma cualidad para complacer a las masas era también su debilidad y fue lo que finalmente acabó con él. Un hombre con menos ambición seguiría vivo, todavía rico y poderoso, llevando una buena vida y al descubierto en Medellín. Sin embargo, Pablo no se contentaba con la riqueza y el poder. Quería ser admirado. Quería ser respetado. Quería ser amado.

    Cuando era un niño pequeño, su madre Hermilda, la verdadera influencia que lo formó, hizo un juramento delante de una estatua en su pueblo natal, Frontino, situado en el noroeste rural del departamento colombiano de Antioquia. La estatua, un icono, era la del Santo Niño de Atocha. Hermilda Gaviria era una maestra de escuela, una mujer ambiciosa, educada e inusualmente capaz para aquella época y aquel lugar. Se había casado con Abel de Jesús Escobar, un ganadero independiente. Pablo era su segundo hijo, ella ya le había dado a Abel una hija. Pero Hermilda estaba maldecida con la impotencia. Debido a su conocimiento e ímpetu, sabía que se le escapaban de las manos los destinos de su ambición y de su familia. Era consciente de esto, pero no solo de esa forma abstracta y espiritual como los hombres y mujeres religiosos aceptaban la autoridad de Dios: esta era la Colombia de los años cincuenta; el horror de La Violencia lo impregnaba todo. Al contrario de las ciudades relativamente seguras, en los pueblos como Frontino y Rionegro, donde Hermilda y Abel vivían entonces, la muerte y la violencia eran algo común. Los Escobar no eran revolucionarios; eran miembros inquebrantables de la clase media. En sus inclinaciones políticas, se aliaron con los terratenientes conservadores locales, lo cual los convertía en objetivos de los ejércitos liberales y de los insurrectos que vagaban en las montañas. Hermilda buscaba protección y solaz en el Santo Niño de Atocha con el apremio de una esposa joven y una madre a la deriva en el mar del terror. En sus plegarias ella prometía actos concretos y grandiosos. Algún día, decía, construiría una capilla para el Niño de Atocha si Dios protegía a su familia de los liberales. Sería Pablo quien la construiría.

    Pablo no creció pobre, como él y sus periodistas a sueldo afirmarían más tarde. Rionegro no era un suburbio de Medellín, sino un conjunto de haciendas de ganado relativamente

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