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Libro electrónico220 páginas3 horas

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Información de este libro electrónico

La historia mezcla de realidad y ficción de un hombre con una infancia difícil y una vida violenta, que se desarrolla, en parte, en una de las etapas más vergonzosas de la historia de Cuba, los sucesos de la Embajada del Perú en La Habana, los abusivos mítines de repudio y los desmanes contra las personas que se marchaban del país, las salidas por el Mariel, el traslado en embarcaciones inhumanamente sobre cargadas de personas. Finalmente llega a U.S.A. se desvía del camino correcto y entonces…
Terminada el 19 de Abril del año 2004.
IdiomaEspañol
EditorialPalibrio
Fecha de lanzamiento8 nov 2019
ISBN9781506530734
Deportado
Autor

Lazaro O. Garrido

Ciudadano Norteamericano nacido en Cuba, reside en Miami y es Licenciado en Ciencias Sociales. Tiene publicados y a la venta en Amazon los libros: El Apátrida, Contando te Cuento, La Invasión de los Verdes, Aventura en Tasquen, Chapulín ( el pequeño navegante), Deportado, Isabel, Misterios del Calendario, Remembranza, M’Bindas el africano, El Tigre y el Pájaro Azul (en inglés y en español), Cuentos Callejeros, Pesadilla, Crimen en el High School, Tres en un Zapato, Y ahora ponemos a su disposición:

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    Deportado - Lazaro O. Garrido

    Copyright © 2019 por Lázaro O. Garrido.

    Número de Control de la Biblioteca del Congreso de EE. UU.:   978150653074

    ISBN:       Tapa Dura                 978-1-5065-3075-8

                     Tapa Blanda               978-1-5065-3074-1

                      Libro Electrónico      978-1-5065-3073-4

    Todos los derechos reservados. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida o transmitida de cualquier forma o por cualquier medio, electrónico o mecánico, incluyendo fotocopia, grabación, o por cualquier sistema de almacenamiento y recuperación, sin permiso escrito del propietario del copyright.

    Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación del autor o son usados de manera ficticia, y cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, acontecimientos, o lugares es pura coincidencia.

    Fecha de revisión: 07/11/2019

    Palibrio

    1663 Liberty Drive

    Suite 200

    Bloomington, IN 47403

    805565

    ÍNDICE

    I

    II

    III

    IV

    V

    VI

    I

    39416.png

    El avión avanzó lentamente hasta situarse al final de la pista, colocándose en posición para el despegue; sus motores aceleraron, el piloto soltó los frenos y la nave se desprendió vertiginosamente, rodando por el asfalto hasta comenzar a levantar sus ruedas de la amplia y sólida línea de la pista. Raúl se llenó los pulmones del aire aromatizado que le llegaba a través de los conductos de la climatización de la aeronave, miró por la ventanilla que tenía a su derecha y durante unos segundos estuvo observando el paisaje del contorno de la pista que se deslizaba suavemente a sus pies. Cuando el aparato comenzó a tomar altura observó a lo lejos unas nubes con forma de túmulos que azulaban, los que le dieron la impresión del mar encrespado, lo cual, por un mecanismo, quizás de memoria afectiva, le recordaron de alguna manera su llegada, muchos años atrás. Apartó del lugar sus ojos, que comenzaban a humedecerse, y posó su vista en una enorme águila, majestuosa en su soledad, que planeaba en el aire, perdiendo altura, despacio, suave, casi de modo imperceptible, bajando siempre más en cada vuelta; el ave iba con sus anchas alas extendidas, inmóviles, pero flexibles al batir del aire que movía ligeramente sus plumas de un negro mate. La vio inclinarse tirándose velozmente y en picada rumbo al horizonte, dejando ver por el envés blanco de sus alas los rayos del sol que la iluminaban, observándose por entre su plumaje chorros finísimos de brillo producido por la luz solar. Raúl levantó ligeramente la vista y pudo ver detrás la silueta de múltiples edificios de la hermosa ciudad, donde había vivido durante tantos años y que ahora era como un testigo mudo de su partida definitiva de aquel controvertido país. Lanzó un profundo suspiro, todo aquel paisaje que pasaba a su vista le hizo pensar en lo insignificante que podía ser un ser humano, quizás él; dentro de aquel panorama era un objeto más en el cuadro natural que se representaba, una pincelada: como la pista, la hierba, el avión, el águila, el túmulo, la ciudad, y otras muchas cosas que han sido siempre así y seguirán siéndolo, desde la tierra que pisa hasta el inmenso universo, del cual el planeta era una insignificante partícula. La idea le estremeció, recostó ligeramente la cabeza al cristal, cerró los ojos y se puso a meditar en que a veces nos pasamos media vida sin pensar mucho lo que hacemos, viviendo, haciendo camino mientras andamos, dando pasos, acumulando experiencia en todos los órdenes, sin percatarnos muchas veces de que lo hacemos, porque hoy sucede esto y mañana aquello, desde las cosas más insignificantes hasta las más extraordinarias y trascendentales, cosas que de alguna forma influyen en nuestro carácter, nuestra cultura, amores, odios, alegrías y tristezas; de pronto algo que nos golpea en lo más profundo de nuestro ser nos obliga, de cierta manera, en unas horas, en una sola noche, a vernos en la necesidad imperiosa de revisar cada detalle, cada acontecimiento, cada decisión, cada acción que emprendimos en la vida para en ellos encontrar nuestros aciertos y errores, nuestras alegrías y tristezas, nuestros éxitos y fracasos, para finalmente determinar en qué punto nos apartamos del camino correcto y torcimos nuestra vida para entrar en un sendero que aparentaba estar lleno de flores, pero que en definitiva abundaban sobre todo las espinas.

    Le llegaron a la mente con claridad meridiana los cuentos que había escuchado alrededor del día de su nacimiento, había visto la luz por primera ocasión, casi por accidente, en una zona intrincada de Cuba; su padre se encontraba alzado en una banda anticastrista que operaba en las montañas del sur del oriente del país; la madre, con poco más de siete meses en estado de gestación, había salido a visitar unos familiares que vivían próximos a la zona donde se encontraba el padre, con la velada intención de ver a su esposo, cosa que cada dos meses, más o menos hacía. Habían pasado solo unas horas de su arribo a Charco Redondo, que era el nombre de aquella región minera, cuando se presentó aquel espantoso ciclón con nombre de mujer y con él los dolores de parto de Eugenia, su madre. Bajo un torrencial aguacero y ráfagas de viento, que comenzaban a ser fuertes, a las diez de la mañana aproximadamente un hermano de ésta, conocedor de la zona, salió del vara en tierra donde se encontraban refugiados en busca de una vecina que durante mucho tiempo se dedicaba a la labor de asistir a las mujeres en el acto de parir. La vieja, que hacía tiempo no tenía a quién ayudar en estos menesteres, porque con los adelantos y los caminos cada vez era menos frecuente que la gente pariera en la casa, se dispuso de inmediato a la tarea. Cuando se asomó empapada de pies a cabeza en agua, a la puerta tambaleante del bohío enterrado en la tierra, ya Raúl asomaba su cabeza a este mundo y sin agua caliente, ni vendaje, ni otro utensilio para cortar la tripa del ombligo que un cuchillo mal afilado fue atendido en su entrada a la vida por las manos callosas de la anciana. Minutos más tarde el agua comenzaría a llenar el local y su madre aún sangrante, con él en brazos, tapado solamente por una endeble sábana vieja, tuvo que encaramarse en el techo de guano del bohío, donde aún el agua le llegó a rozar los pies. Allí tembloroso por el frío pasó sus primeras horas o su primer día en este mundo, porque entre una cosa y otra se mantuvieron en el tejado hasta que los primeros rayos del sol del próximo día se asomaban por los contornos de la cercana serranía. Del susto a Eugenia no le bajó la leche hasta un mes más tarde, cuando ya se encontraba en el tren de regreso a La Habana. Con mucho trabajo y la ayuda de varios vecinos se alimentó al pequeño de leche de chiva, vaca, yegua o de cuanto animal estuviera en disposición de brindarla. Hay que decir que ni una fiebrecita padeció el recién nacido, que era fuerte como un toro, a pesar de que llegaba con un mes de anticipación según se creyó originalmente, aunque más tarde revisando cuentas, Eugenia se había percatado de una equivocación que de haber conocido le hubiera evitado tantos buches amargos.

    Unos meses después se supo que el padre, con ayuda del exterior y acompañado de un par de alzados se introducía en la base Naval de Guantánamo y un mes más tarde abandonaba el territorio nacional; esto le dijeron a Eugenia los miembros de la organización clandestina a la que perteneciera su esposo; se desconoce si fue cierto o no, pero por lo menos con esa ilusión vivieron siempre, porque él nunca envió una carta, ni llegó una noticia, ni nadie que dijera que lo hubiera visto allá en las tierras del Norte. En La Habana la situación de la familia se hacía insoportable, eran ahora catorce hermanos, se llevaban un año uno al otro, así que cuando Raúl cumplió su primer año el mayor recién llegaba a los catorce. Durante un tiempo la familia de Oriente ayudó con algún dinero o viandas y carne de puerco que le hacían llegar con un amigo camionero que hacía viajes con frecuencia a la urbe capitalina o algún familiar que venía a la ciudad de La Habana, para atenderse con el médico; pero según fue arreciando el gobierno con las medidas de radicalización fue en aumento la escasez de productos y cada vez los envíos eran menos frecuentes, así que Eugenia decidió repartir algunos de sus hijos menores entre familiares y amigos, quedándose solamente con los mayores, que de alguna manera podían ayudar, pero Raúl por ser precisamente el menor no pudo colocarlo con ningún familiar, por lo que a sugerencia de una hermana hizo gestiones a través de instituciones locales hasta que logró que le fuera aceptado en un orfanato. De los conocidos por los hijos de la patria. Allí en una escuela en la zona de La Víbora dejaron una triste mañana a Raúl, comenzando para él una etapa que lo marcaría definitivamente desde el punto de vista psicológico, porque comida, ropa y atenciones no le faltarían; aquella mañana se la pasó llorando, tanto fue así que llamó la atención de otro niño, trigueño de piel, de pelo muy negro y encrespado, que apenas le rebasaba unos meses en la edad.

    —¿Cómo te llamas? —le había preguntado.

    —Raúl —le había respondido aún sollozando—, ¿y tú?

    —Me llamo Joan, veo que acabas de llegar.

    —¿Cuándo vendrá mi mamá?—preguntó Raúl, ya más animado.

    —No sé —respondió Joan, encogiéndose de hombros—¿Vamos a jugar?

    —Sí —respondió Raúl y salieron caminando por el amplio patio cementado, hasta llegar frente a un niño achinado de piel oscura que respondía al nombre de Andy.

    Pronto Raúl, Joan y Andy se convertirían en un trío inseparable, dormían en el mismo salón, se sentaban en la misma mesa para comer, compartían juegos, tenían las mismas inquietudes, se acompañaban en los momentos de recreación y se defendían si algún muchacho mayor trataba de abusar con alguno de ellos. Así, en ese ambiente de soledad, abandono y lucha por la subsistencia, arribaría hasta los diez años porque pasarían siete hasta que la situación económica de Eugenia cambiara; los hijos mayores trabajaban y ella además de trabajar en un centro de elaboración de alimentos se había comprometido con un buen hombre que estaba en toda la disposición de ayudarla con sus hijos, por lo que decidió recoger a Raúl del orfanato para continuar criándolo, razón por la cual una mañana se presentó a la escuela del muchacho, se identificó y la llevaron a la oficina de la directora, una señora más bien de baja estatura, rubia y de ojos claros, quien por cada poro desprendía su oficio de educadora, quien miró a Eugenia de manera escrutadora y le dijo:

    —Me dicen que usted tiene interés en llevarse a su niño.

    —Sí —dijo Eugenia bajando humildemente la cabeza —, mi situación económica ha cambiado, ahora puedo tenerlo nuevamente conmigo.

    —Usted me disculpa la crudeza —dijo la directora—, pero Raulito lleva en esta institución más de siete años y durante todo ese tiempo usted no ha pasado por aquí ni una sola vez; ¿no cree que eso nos puede hacer dudar si realmente esa decisión es realmente bien pensada?

    —Usted no tiene idea de lo dura que ha sido mi vida —dijo Eugenia, casi en un suspiro.

    La directora la miró con cierta dureza fijamente a los ojos y le respondió:

    —Créame que tengo de usted muchos más elementos de juicio de lo que puede imaginarse; recuerde que para aceptar al muchacho fue necesario una investigación social, bien profunda, y aunque usted no lo sepa trimestralmente nuestra institución ha verificado sobre su manera de vivir y de comportarse; si le dijera que tenemos algún criterio desfavorable en cuanto a su actitud moral, seríamos completamente injustos, pero no creemos que su situación haya cambiado tanto como para hacerse cargo nuevamente del muchacho. Por otra parte ese niño se ha acostumbrado a esta forma de vivir, aquí está bien alimentado, tiene sus amigos, es conocido por empleados y profesores, en fin, ésta ha sido su casa durante los últimos siete años. Debo decirle además que casi desde su llegada ha tenido atención permanente de un psicólogo, por su tendencia violenta; usted no lo sabe pero en más de una ocasión ha respondido de manera exageradamente agresiva ante situaciones con otros muchachos de su edad o mayores que él.

    —Eso de su carácter es un problema hereditario —dijo Eugenia levantando la vista a las alturas, como buscando en sus recuerdos—; su padre, que fue engendrado en España y vino a Cuba con unos días de nacido, también fue así; según conozco así fueron sus abuelos que eran de origen alemán, miembros del partido nazi que prestaban servicio diplomático del gobierno de Hitler en España, durante la segunda guerra mundial y antes de concluir ésta salieron huyendo para América, donde se hicieron pasar por españoles, estableciéndose con otros nombres y apellidos definitivamente en Cuba. De ahí también el aspecto del muchacho, que como habrá observado es muy blanco de piel, rubio y de ojos claros. En cuanto a lo de llevarme al niño, yo insisto en que me lo entreguen.

    —Nosotros tendremos que valorar su caso -dijo la directora incorporándose de su asiento, como anunciando que la entrevista había concluido—. Llevaré su caso al claustro de la escuela, solicitaremos la opinión a nuestro organismo superior y entonces le daremos respuesta. Ahora quisiera preguntarle algo ¿Usted sigue viviendo en Arroyo Apolo?

    —Si, en la misma dirección —respondió Eugenia y levantando la cabeza con humildad continuó—.Y… ¿se demorará mucho la respuesta a mi solicitud?

    —A lo sumo quince días —dijo la directora—, llame por teléfono la semana próxima.

    Ya puesta de pie y en actitud de marcharse, Eugenia con los ojos aguados preguntó:

    —¿Podría ver a mi hijo.

    La directora con una expresión suave en el rostro le respondió:

    —Usted es su madre, tiene todo el derecho, aunque debe tener presente que para él será un impacto fuerte verla de pronto; tenga presente que nunca se le ha dicho que usted vive para no despertar en él expectativas, por eso me parece mucho mejor que nosotros lo preparemos para el encuentro y que usted pasara por aquí dentro de unos días, es decir, dentro de una semana en vez de llamar como le había dicho, mejor venga y así lo ve.

    —Bien —dijo Eugenia—, vendré por aquí el próximo viernes.

    Esa semana, tras muchas valoraciones, discusiones y consultas, en las cuales se manifestaron preocupaciones, derechos y sentimientos cruzados, se optó por una solución intermedia: se pondría a Raúl nuevamente bajo el custodio de la madre, que lo podría recoger todas las tardes, pero se le mantendría durante todo el día en la escuela, para que mantuviera, hasta cierto punto, su vínculo y además tuviera garantizada por lo menos una comida diaria y gozara de las atenciones médicas y psicológicas que le brindaba la institución.

    El viernes se presentó la madre. A Raúl se le había anunciado la visita de su madre y la posibilidad de marcharse con ella. El niño esperó impacientemente durante todo el día, hasta que aproximadamente a las cuatro le pusieron delante aquella agradable señora que decía ser su madre. Siempre recordaría aquel encuentro con un sentimiento especial, se había parado en el pasillo mirando a la mujer, que abriendo sus brazos la había dicho:

    —¿No vas a besar a tu mamá?

    La frase mamá, vacía hasta ese momento, de pronto se había llenado con aquella extraña y triste imagen que le pedía un beso; antes la había conocido en láminas de mujeres, como las maestras, que le enseñaban en clases, con las cuales sus profesores le trasladaban los más delicados contornos de los sentimientos maternos. Se detuvo por unos momentos más y con cierta tibieza abrazó a la mujer, que lloraba cuando lo tuvo en sus brazos. Esa tarde llegó a la casa de madera ubicada en una calle paralela a la calzada de 10 de octubre en el Reparto Apolo, donde se enteró de la cantidad de hermanos que tenía; allí en aquel momento vivían cuatro, una hembra y tres varones, siete, los más pequeños, continuaban viviendo con los familiares que los habían criado y dos que ya se habían casado y vivían independientes. Los que allí vivían eran mucho mayores que él, la que le seguía en edad, era Tania, quien le llevaba ocho años y se encontraba estudiando en la universidad, le llamó la atención el color de su piel, más oscura que la suya, así como su pelo que era negro como en azabache.

    —Así que éste es el pequeño Raúl —le había dicho la verle—, no sabes cuánto me alegro que estés con nosotros nuevamente.

    Así fue conociendo a Wilfredo, que acababa de cumplir los 19 años y se encontraba incorporado a las Fuerzas Armadas, había sido llamado por el servicio militar, le tomó gusto a la vida militar y juró por 5 años, ahora se preparaba en un curso de oficiales. José, que tenía 20 años y laboraba junto a Emilio, un año mayor, en un matadero que se encontraba relativamente cerca de la casa. Unos días más tarde conoció a Juaquina y Caridad, las que se encontraban casadas y lo habían visitado un domingo, para conocerlo. Los siete que se criaban con otros familiares los fue conociendo poco a poco, aunque con ellos las relaciones de la familia eran pobres y esporádicas. Su nueva situación, si bien era cierto que empeoró en lo referente a sus condiciones de vida, porque ahora tenía que dormir en una pequeña cama con dos hermanos y su alimentación y condiciones higiénicas en general de vida, eran más bien desfavorables, le había mejorado la existencia en cuanto a la libertad para moverse; ahora contaba con toda la tarde, los sábados y domingos para callejear a su

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