Las formas de la oscuridad
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Venecia. En una tarde de niebla, Emma, joven escritora, se encuentra con Claudio, un fascinante artista ciego. Entre los dos nacerá un sentimiento cuyo significado se irá desvelando paulatinamente a partir de las arias de ópera con las que se abre cada capítulo.
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Las formas de la oscuridad - Rossella Scatamburlo
Traducción de Mar Cobos Vera
CAPÍTULO I
Vi ravviso, o luoghi ameni,
in cui lieti, in cui sereni
sì tranquillo i dì passai
della prima gioventù!
Cari luoghi, io vi trovai,
ma quei dì non trovo più!
[Vincenzo Bellini, La sonnambula, acto I, escena VI]
Venecia era la ciudad donde había estudiado, donde había pasado los años de la universidad. A ella estaban ligados sus más bellos recuerdos, pero también sus ansiedades, sus miedos, los amores frustrados y los sinsabores.
Venecia era la ciudad que amaba porque en ella veía reflejados sus estados de ánimo y sus contradicciones.
Era la naturaleza anfibia de esa ciudad lo que más la atraía e inquietaba al mismo tiempo, su convivencia armoniosa y perdurable entre la tierra y el agua. Había observado en muchas ocasiones que, cuando sube la marea, el agua invade y penetra en la ciudad que, a su vez, la acoge como hace una mujer cuando recibe a su esposo.
Se preguntaba si también ella habría encontrado alguna vez esa armonía entre las emociones y los sentimientos que la tenían dividida, porque parecían hechos de texturas distintas: fuertes e impenetrables como la tierra y fluidos y ligeros como el agua.
Sobre todo, admiraba el encanto de esos días en los que una niebla espesa envolvía la ciudad y mirando al horizonte no conseguía discernir el límite entre el cielo y el agua cuando el vapor surgía de la laguna como una emanación, como una exhalación de su propia respiración. Los límites perdían toda su precisión y todo resultaba borroso y ella se encontraba a solas consigo misma. Tras pasar entre las callejuelas venía a ser engullida por la ciudad y entraba a formar parte de un todo inmenso mientras que, al mismo tiempo, también ella absorbía parte de la ciudad porque, al respirar la niebla, esta entraba por su nariz y la humedad le llenaba los pulmones.
En una tarde brumosa, mientras se sentía parte de la ciudad y la ciudad formaba parte de ella, Emma se encontraba recorriendo el largo trayecto que en Santa Elena separaba su oficina de la parada del vaporetto. Respiraba profundamente el aire frío de finales de enero, regenerando los pulmones oprimidos durante muchas horas transcurridas en el calor de la oficina. La oscuridad relajaba sus ojos cansados de tanto tiempo delante del ordenador y el silencio al caminar por la avenida le ayudaba a estirar los músculos contraídos en la zona de las sienes. Al cabo de unos pocos pasos, estaba ya lista para vaciar la mente de todas las obligaciones de la jornada.
Caminaba tranquila, si bien no había llegado todavía al final de la avenida, cuando se dio cuenta de que, lentamente, un poco más adelante, estaban saliendo del silencio de la niebla dos siluetas: una grande y otra más pequeña.
El vapor humeante y blanquecino que la envolvía no le permitió saber inmediatamente quién venía de frente, pero conforme se acercaban, las figuras se hicieron más nítidas y entonces pudo ver a un hombre acompañado de su perro.
A Emma siempre le habían gustado mucho los animales, especialmente los perros, así que su atención se detuvo en aquel gran ejemplar de labrador. Se sorprendió al ver que este mantenía un paso lento y controlado, sin ningún giro imprevisto, ni ninguna parada o desvío de la ruta para poder curiosear entre el césped de los lados de la avenida, como habría hecho cualquier otro perro por lo general.
Pensaba que le habría gustado acariciarlo, pero ese pensamiento fue interrumpido de repente cuando se percató de que el animal llevaba un arnés inconfundible y entonces todo le quedó claro. La atención de Emma se desplazó de inmediato al hombre que agarraba firmemente la correa del perro y notó su mirada perdida hacia lo que tenía delante pero que no veía.
La invadió una sensación repentina de ternura y pensó en lo fuerte que debía de ser el vínculo que unía al hombre y al animal, un caso literal de fe ciega.
Ahora solo unos cuantos pasos la separaban de ellos y entonces se dio cuenta de que al hombre se le había caído algo del bolsillo. Emma se apresuró a cogerlo del suelo.
—Señor, se le ha caído esto —dijo acercándose y tendiéndole una diminuta tarjeta de visita con los caracteres en relieve.
El hombre hizo que el perro se detuviera tirando un poco de la correa. Emma pudo observar en su rostro un leve gesto de recelo y, a la vez de sorpresa cuando se acercó, así que añadió:
—Perdone, he visto que se le había caído esta tarjeta del bolsillo y la he rescatado del suelo.
La voz de Emma sonaba ligeramente avergonzada, pero el hombre debió de comprender que quien estaba delante de él no era una amenaza, por lo que tendió la mano para que ella le pusiera ahí la tarjeta.
Los dedos de Emma rozaron la mano del hombre y este sintió un tacto delicado y amable. Cerró instintivamente la mano para retener la de la chica y averiguar quién estaba delante, pero ella ya la había retirado, así que se encontró apretando la tarjeta mientras las puntiagudas esquinas le presionaban la palma. Después, pasó los dedos por la cartulina y reconoció una de sus tarjetas de visita.
—Muchas gracias, señorita —le dijo con voz dulce y cálida.
Emma se quedó un momento en silencio pensando en cómo había hecho el hombre para saber lo joven que era; luego pensó que debía de ser por la voz.
—De nada, buenas tardes —le respondió mientras se alejaba.
El hombre permaneció inmóvil todavía un instante escuchando los pasos que se perdían con un sonido ligero y regular. Inspiró profundamente el aire húmedo y percibió unos suaves matices florales. Al cabo de un rato, se metió la tarjeta en el bolsillo y se tocó la mano esperando reconstruir el breve instante en el que los dedos de la joven habían rozado su piel. Pulsó un botón en su reloj. «Son las seis», dijo una voz mecánica.
El rumor de los pasos de la chica ya no era audible y su perfume se había disuelto en la niebla, así que prosiguió su camino.
CAPÍTULO II
Com’è gentil la notte a mezzo april!
È azzurro il ciel, la luna è senza vel:
tutto è languor, pace, mistero, amor,
ben mio perché non vieni a me?
Formano l’aure
d’amore accenti,
del rio nel murmure
sospiri senti.
Il tuo fedel si strugge di desir;
Nina crudel, mi vuoi veder morir!
Poi quando sarò morto piangerai,
ma ritornarmi in vita non potrai!
[Gaetano Donizzetti, Don Pasquale, acto III, escena VI]
––––––––
Como siempre, Emma puso sus cosas en una caja y salió de la oficina. Se aseguró de haber cerrado bien la puerta del piso y la de la entrada y, empezó a caminar lentamente por la avenida. Estaba contenta de haber conseguido sacar todo el trabajo del día y de haber podido tachar, así, todas las entradas de su agenda. No teniendo asuntos laborales en que pensar, su mente se fue automáticamente al pensamiento fijo que la obsesionaba desde hacía unos días. Habían pasado ya seis meses desde la publicación de su última novela y quería ponerse a escribir lo antes posible. El problema era que no conseguía encontrar una historia que contar o material interesante con el que forjar una trama. Todo le parecía banal y, además, el trabajo no le dejaba últimamente mucho tiempo libre, ni siquiera para pensar tranquilamente. Sabía de sobras que su mente necesitaba momentos prolongados de tranquilidad para vagar en libertad, pensando en cualquier cosa, sin ninguna voz autoritaria que la llamase al orden para resolver las tareas más urgentes.
Le gustaba dejar que sus pensamientos volasen libres, que se evadieran de los detalles del mundo real, a la vez insignificantes, para crear asociaciones nuevas y construir conexiones inusuales, hasta encontrarse pensando en cosas absurdas, sin ni siquiera recordar qué había originado tales pensamientos. Ese continuo desfase entre lo real y lo imaginario no parecía en un principio llevar a ninguna parte, pero luego se revelaba en filones de creatividad.
Muchas veces, por ejemplo, se centraba en observar a una persona sentada en un transporte público. Esperaba a ver si escuchaba música, o si leía, o si tenía la mirada perdida en lo que había al otro lado de la ventana. Observar cómo lee una persona o el modo cómo se expresa con quien tiene al lado, su postura y su modo de vestir eran para ella detalles a partir de los cuales podía imaginar la vida de ese individuo.
Emma sonrió pensando que, por algún tiempo, iba a poder observar a una señora de unos cuarenta y cinco años que cada mañana cogía su mismo autobús. Esta se sentaba siempre en el mismo sitio y leía un folletín romántico con una expresión mixta entre el sueño y la melancolía. Vestía de un modo impecable pero anónimo, con tonalidades grises o beige, sin ningún toque animado o de color.
A Emma le acababa de venir a la cabeza el término «solterona» para catalogarla. Es cierto que era eso lo que daba a pensar la mujer, pero quién sabe si luego se correspondía con la realidad. De todos modos, en el fondo, eso no le importaba. Lo que de verdad contaba para Emma era achacarle una historia: un desengaño amoroso de juventud, un amor no correspondido o una viudez precoz. Luego se preguntaba cómo era posible que, para una mujer, estar sola signifique atribuirse el término casi peyorativo de «solterona» y ser considerada una fracasada, mientras que, para un hombre, estar soltero es casi un alarde y un orgullo.
Emma volvió al presente y pensó que necesitaba liberar las cadenas de su mente. Observó la avenida y buscó algún detalle que pudiese inspirarla. Deseaba con todas sus fuerzas volver a escribir y sabía que la mente produce energía y que la energía, a su vez, forma la materia; entonces, estaba segura de que una nueva novela nacería de sus pensamientos.
Observó los álamos de la avenida. Su tronco era grueso e imponente, pero las ramas estaban desnudas todavía y parecían sentir la ausencia de las hojas que las habían abandonado hacía unos cuantos meses. Como gigantes cansados y adormecidos, alineados a los dos lados de la avenida, la miraban desde lo alto, esperando pacientemente una primavera que tardaba en llegar y que los vestiría de fiesta otra vez. Por ahora, solo los veía como una procesión de tristes fantasmas que la acompañaban.
Le vino a la cabeza que habían pasado varias semanas desde su encuentro con aquel señor ciego y