Antología personal (1974-2022)
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De estas decisiones se nutre la Antología personal en la que el autor ofrece una muestra representativa de su tarea realizada; una especie de autocrítica sobre su destino de escritor, con la que intenta evaluar un resultado. Para eso, el autor ha realizado una selección de poemas, y además incluye algunas prosas que, de distinta forma, son una reflexión sobre el hecho de escribir que abarca toda su vida.
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Antología personal (1974-2022) - Santiago Sylvester
Santiago Sylvester
Antología personal
(1974-2022)
Colección El Aura
dirigida por Eduardo Álvarez Tuñón
y Mario Sampaolesi
Imagen de tapa: Sol Le Witt, Open Geometric Structure
© 2022. Libros del Zorzal
Buenos Aires, Argentina
Comentarios y sugerencias: info@delzorzal.com.ar
Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la autorización previa de la editorial o de los titulares de los derechos.
Impreso en Argentina / Printed in Argentina
Hecho el depósito que marca la ley 11723
Creía que era una aventura, y era la vida
Joseph Conrad
Índice
Prólogo | 6
POESÍA | 9
Caminamos por la ciudad | 10
La antepasada | 12
El alimento | 14
Una noche en la Place du calvaire | 15
Las casas | 17
La profecía | 19
El pacto | 21
Hamlet en el mercado | 22
Fábula breve | 23
Perro de laboratorio | 24
Un caso común | 30
Retrato | 31
La cocina | 32
Mujer en la esquina | 33
El patio | 35
La rótula | 36
Café bretaña | 37
El punto más lejano | 45
PROSA | 177
El hipo de Aristófanes | 178
Shakespeare, poeta laico | 182
Las inexistencias en el Quijote | 186
La poesia y su lector(a partir de La tierra baldía) | 196
El padre de Kafka | 199
El demonio de lo irracional(Stefan Zweig) | 208
La muerte borgeana de Borges | 215
Insistencia de la poesía | 219
Prólogo
El tiempo que ha pasado
pasa por mí
S. Sylvester
Una antología personal
se parece a la autocrítica; y la autocrítica es, como se sabe, la rama más difícil de la crítica. Consiste en asomarse a uno mismo, a lo que uno ha sido a lo largo del tiempo, evaluar resultados y optar por algunos, con la esperanza de que sean representativos de lo se pudo hacer.
Después de más de medio siglo dedicado a esta tarea, se supone que ya sé por qué la hago y en qué consiste. Pero la respuesta, si se espera alguna, no tiene tanta certeza. Por qué escribo, se vincula con lo inevitable: manía, vicio o destino, son distintas jerarquías de lo mismo. Y ya todos hemos renunciado a definir la poesía, tal vez por las muchas definiciones que ha tenido: todas incompletas y a menudo innecesarias. Lo más cierto que se ha dicho, adjudicado a más de un poeta, es que a la poesía no se la define: se la reconoce.
Quisiera que en esta selección se vea una materia viva; o dicho con alguna oratoria perdonable, que sirva para justificar la vocación de recoger por escrito emociones, ideas, observaciones, que terminan haciendo visible la trama secreta de una vida.
Incluyo algunas prosas porque en mi caso hay continuidad de asuntos y reflexiones; son tareas que conviven, se comunican y tienen incidencia recíproca y complementaria.
La ordenación de los poemas es cronológica. Como es evidente, fueron escritos en épocas distintas. Ahora, reunidos en un sólo libro, pertenecen a ese lugar común que es el presente; por eso no indico de qué libros provienen, salvo cuando me parecía imprescindible. Esa información está dada en el índice, con fechas de publicación.
Algunos poemas y prosas tienen modificaciones: unas importantes, otras imperceptibles. Esto es así porque escribir implica revisar y corregir; nada está terminado mientras lo definitivo sea un asunto pendiente.
S. S.
POESÍA
Caminamos por la ciudad
a Leonor
En un mercado compramos unas algas
y nos dijeron
su nombre quiere decir hierba del mar,
después leímos los titulares de los diarios,
caminamos por la recova
y en la Plaza de Armas
vimos cómo un hombre-orquesta
tocaba su música y bailaba,
pero no lo hacía para nosotros
sino para su hijo.
Toda la tarde
caminaste por la ciudad conmigo.
Tal vez no lo sabías
porque estabas demasiado lejos,
pero tan intensamente
has recorrido la ciudad
que cuando todo sea dispersión de la memoria
todavía te encontrarán
mirando los escaparates de una librería
en la calle San Diego,
y el fotógrafo borracho de la plaza
cuando revele sus fotografías del domingo
verá que entre los naranjos
una mujer que él no conoce
le sonríe.
Santiago de Chile, 1972
La antepasada
a Raúl Aráoz Anzoátegui
Quiero que me dejen sola
dijo la mujer –mi antepasada–
sintiendo la inminencia de su muerte.
Demasiado joven (ya nadie sabe
cuándo, exactamente, sucedieron los hechos)
se casó en esta tierra con su primo
quien estuvo enamorado, sobre todo, de sus ojos
azules.
(Aunque esto no es seguro
porque el retrato no es fiel a ese detalle,
otras memorias coinciden en lo mismo.)
Después tuvo muchos hijos;
algunos poblaron esta tierra
y otros se fueron
sin dejar ni el recuerdo de sus nombres.
Cuentan que siempre vivió para la vida,
por la intensidad con que lo hizo;
pero sólo quedan anécdotas
que más sería un ultraje recordarlas
ahora que ni el viento busca sus huesos.
Cuando supo que la muerte rondaba la casa
prefirió recibirla en el dormitorio
entre sus cosas más íntimas: retratos,
dos o tres libros, una vieja carta;
algo así como rodeada de sí misma
porque sabía que la muerte
no la buscaba solamente a ella
sino también a todos sus recuerdos.
Quiso estar sola
y esperó dócilmente que la muerte llegara;
pero en el último instante,
sintiendo una espantosa necesidad de la vida,
gritó desesperada
¡Señor, destruye al mundo conmigo!
Y el mundo fue destruido para siempre.
El alimento
a Gastón Carol
Está comiendo, come desesperadamente,
traga la comida, sostenido
de la pata de pollo como un náufrago,
unido a la vida por el plato de sopa,
abrumado sin embargo
por la momentánea anulación del mundo,
reducido el mundo al plato de sopa,
al plato de lentejas
por el que todavía
se venden todas las primogenituras
y otras cosas de más actualidad.
Todos los días, a esta hora, come
y no sabe (no tiene tiempo para saberlo)
que la oficina, los Bancos, la familia,
la Vía Láctea,
el viejo eje del mundo,
lo obligan a comer
porque necesitan que siga viviendo,
que se fortalezca,
que engorde como un pavo de Navidad.
Él es el alimento.
Una noche en la Place du calvaire
Los mendigos fumaban restos de tabaco
y se reían como si el mundo les perteneciera.
Una mujer, borracha, dormía como acunada por su
madre
entre diarios viejos, moscas
y los harapos del mundo
donde creí reconocer la bufanda de mi hermano,
pedazos de mi camisa,
botones azules que no servían para muestra de nada.
Uno al otro se cuidaban
porque sabían que no es fácil morir.
Estaban como en los juegos de la infancia
–sueltos, unidos sin memoria–
y en medio de ellos
un hombre rubio tocaba el violín
como si fuese un oficiante
que anunciaba el buen tiempo para los
desamparados.
Tenía una corbata verde
y movía armoniosamente la mano,
guiada por la música como por una profecía,
y no dejaba su sombrero en el suelo
ni pedía clemencia o tegua a la ciudad.
Más de una hora estuvimos escuchando la música
que no era de esa ciudad sino de todo el mundo
(de todas las plazas, de los caminos que dan al mar)
y de nuestra fe sin amparo
que nuevamente se perdió entre luces, carteles,
mujeres de mirada triste
y galerías humosas.
(Este poema fue escrito para recordar
una noche de 1974,
y esa música libre como un gesto inútil.)
Las casas
Las casas se pusieron inhóspitas
y tuvimos que abandonarlas a su suerte.
Primero fue la casa de los patios
donde la infancia ponía expectativa en ciertas
plantas
que todavía ofrecían protección
y en una muy querida forma de llamarnos a la mesa.
En otra casa las chirimoyas ordenaban una majestad
y el juego de los hermanos se escuchaba
como una premonición que sería demasiado
dolorosa
si alguien insistiera ahora en recordar.
Después fue la casa donde la humedad del río
se nos pegaba al cuerpo como las piernas
de una mujer que nos enloquecía,
y hasta la sombra crujía de deseo, y una lengua
nos buscaba la lengua
con la voluntad desesperada.
Y las otras casas, con amigos hasta el amanecer,
con hijos, con poemas,
con pequeños olvidos (apenas distracciones
que sin embargo después
venían a buscarnos desmesuradamente).
De todas las casas nos hemos ido.
Y cuando creíamos que ya nada quedaba de ellas
apareció una hoja en el suelo, un grito subrepticio
en un cajón, el cuaderno de la escuela
con los cuidados de la madre, un botón, el canto del
gallo.
Qué hacer entonces,
si no queremos coleccionar fracasos
ni objetos distraídos que se olvidaron de morir,
sino juntar los pedazos que sobreviven
dolorosamente
y dejarlos caer por la ventana de este cuarto piso
como quien tira una corona de novia al mar,
como un globo lamentable que aligera su carga.
Restos queridos a los que decimos adiós
con la memoria trastornada.
La profecía
Todas las tardes después de las cinco
las calles de Nueva York humean, tiran vapores a la
gente,
y es inútil que alguien diga son las cañerías
porque el humo se desentiende de su origen,
flota sin errores
y se expande como una convicción.
Dos horas después, en Christopher Street,
un hombre deja un estuche sobre el suelo
y cambia por monedas fragmentos de música.
Dos hechos aislados, unidos
por la casualidad,
pueden cumplir la profecía: Cuando la ciudad
hierva como un caldero sobre el fuego
hablará el ángel de la voz de muchas aguas,
entonces el cielo se enrollará como un toldo
y ninguna razón perdurará.
Pero dejemos las palabras enormes
y durmamos en paz: el mundo sigue por ahora.
En otras ciudades también hay humo
y motivos para la música,
y no es seguro que el Apocalipsis comience en
Nueva York
(ni en Babilonia, Nínive o Roma ardiendo)
porque ninguna otra ciudad