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Las Notas del Corazón/Canto Sobre el Océano
Las Notas del Corazón/Canto Sobre el Océano
Las Notas del Corazón/Canto Sobre el Océano
Libro electrónico172 páginas2 horas

Las Notas del Corazón/Canto Sobre el Océano

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Niza, 1922. Tímida y púdica, Elnoire tiene dos grandes amores: Adrien y su pianoforte. Cuando él le impone elegir entre su relación y la música de su corazón, Elenoire está desesperada. Renunciar a uno de los dos significaría morir. Durante un viaje hacia Niza, los dos esposos se pierden en un viaje encapotado de surrealismo, donde encuentran personajes particulares, como un pintor ciego que pinta solo desnudos de mujer y un aventurero que vive en las grutas sobre el mar, junto a sus gatos y a un viejo órgano tubular. Luego, el mar traerá a un asesino consumido por el remordimiento que enseñará a Elenoire el estremecimiento de la pasión. Mientras Adrien busca consuelo entre los brazos de una bellísima violinista, ella descubre en sí una fuerza y un ardor que no sospechaba poseer. Posa desnuda para el pintor, se confronta con su alma y descubre el fuego de su propia femineidad. La mujer que emerge poco a poco parece la misma que Adrien dejó, pero, al mismo tiempo, es diferente. Y ahora, es él quien debe ser perdonado, si no quiere perder al único verdadero amor de su vida.

Una historia de amor, intensa y romántica, que llevará al lector en un éxtasis de notas y poesía. 

IdiomaEspañol
EditorialBadPress
Fecha de lanzamiento1 jun 2018
ISBN9781507165645
Las Notas del Corazón/Canto Sobre el Océano

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    Las Notas del Corazón/Canto Sobre el Océano - Federica Leva

    Las notas del corazón

    CANTO SOBRE EL OCÉANO

    De Federica Leva

    *Novela finalista del premio literario para novelas inéditas Las alas de la fantasía de Chieti en 2005

    *Novela ganadora, 1er premio, del concurso literario para novelas inéditas promovido por la casa editora Ennepilibri de Imperia, 2006.

    *Novela premiada como premio especial en el concurso literario para novelas editadas Penna d’autore de Turín en 2006.

    Dedico esta novela a todos los que aman la música y logran atraparla incluso en las pequeñas cosas, como el suspiro de una ola contra las rocas o el aparente silencio de la noche.

    Un pensamiento especial va dirigido a la memoria de Massimiliano, un joven pianista que eligió descansar para siempre en el mar, acunado por el ancestral canto de la vida que nace, se apaga y se renueva.  Sus cenizas, esparcidas en el mar de Francia en el día de su último cumpleaños transcurrido en esta tierra, ahora viven en la música y en los hilos del viento.

    Y como ellos, se han vuelto canto de eternidad.

    1

    Está bien pensar en los problemas de la vida,

    Pensar en los grandes músicos y, sobre todo,

    Despertar en los demás el pensar en ellos.

    C.Debussy

    Paris, marzo 2000

    A aquella hora, solo quedaban algunos visitantes todavía en las amplias salas del Louvre, bajo escrutinio de las alas majestuosas de las pinturas y del tapiz purpúreo de la puesta del sol. Faltaban pocos minutos para cerrar, también yo debía dirigirme a la salida más cercana, pero, incapaz de abandonar el desfile de arte, ignoré las señas de los guardias y me dirigí a una zona desierta, donde el reverberar del día se retraía para dejar lugar a la llegada de la noche. Con el andar lento, la mirada soñadora; me deslicé de cuadro en cuadro, ventanas abiertas a mundos lejanos e irreales, similares a una barca en un río, empujada por aguas perezosas, pero impacientes.

    El sonido del timbre me llevó bruscamente a la realidad. Eran las 17:30, y mi atardecer de despreocupado vagabundeo por las plazas históricas y museos llegaba ya al final. No estaba en Paris por placer, y estaba a tiempo de volver al hotel para revisar el proyecto para el que había sido enviado a Francia por la empresa de ingeniería de construcción que representaba. El día siguiente, participaría en un congreso de filiales como miembro italiano, y antes de cenar deseaba mirar algún gráfico y repetir alguna parte de mi discurso. Más tarde, lo sabía, no tendría ni el tiempo ni el deseo de hacerlo. Algunos amigos me habían invitado a una velada en el Théatre Musical de Paris, y no habría podido llevar en la mano un ensayo científico después de estar ebrio por el éxtasis de un concierto de pianoforte y orquesta.

    Estaba por resolverme a tomar el camino que conducía a la escalera, cuando fui atraído, embrujado, por una pintura un poco distante de las demás, de dimensiones modestas y cortada en dos por una sombra oblicua. No reconocía la firma del pintor, aunque se trataba indudablemente de un impresionista, y la placa estaba vacía. Me detuve a admirarlo. El artista tenía un talento significativo para los colores y un trato insólito, como si hubiese taponeado en la tela las nubes de un sueño, y había sabido evocar una belleza tan inquietante en los ojos entre cerrados de la mujer retratada que me incendiaba el alma: no era el manojo de zarzas que la encadenaba, rosada en su desnudez, la que daba vida a su rostro, sino una tristeza brillante y sublime, que parecía aflorar de un largo, atormentado sufrimiento. Sentí el urgente deseo de tocarla e impulsivamente extendí la mano, pero antes de que pudiese acariciarla una voz resonó a mi espalda, en francés.

    —¿Le gusta? Era una mujer bella, aunque pocos lo supiesen.

    Me giré sobresaltado.

    —Yo... No quería... —balbuceé, y el hombre sonrió.

    No era el guardia: llevaba un alto sombrero negro y un abrigo anticuado, y la barba poblada lo asemejaba a un filósofo del siglo pasado. Se me acercó y pude oler su aliento, menta de campo mezclada con una leve fragancia de tabaco:

    —¿Sabe quién es la mujer retratada, señor? ¿Sabe de música?

    —No cuanto quisiera —admití. Había algo extraño en la manera en que me miraba, y habría querido que no se me acercase tanto. ¿Quién era? ¿Qué quería de mí?

    El hombre se rio, de una risa baja que rebotó tenebrosa en el techo abovedado, y murmuró:

    —Tal vez no, pero compró un boleto para el concierto de esta noche, ¿verdad? —Abrí los ojos, estupefacto, pero, incluso antes de que pudiese preguntarle cómo es que lo sabía, el desconocido señaló con el bastón a la mujer del retrato—. Es Elenoire Lanter, la más virtuosa pianista y compositora parisina de comienzos del siglo XX —Su voz vibró con ternura—. La música que escuchará esta noche es suya.

    —Lo siento, señor, no la conozco. Creía que la música de esta noche estaba compuesta por Debussy...

    —Se le ha atribuido inapropiadamente, como a veces sucede. Elenoire y Claude Debussy fueron amigos, en vida, y ella se dejó influenciar por las enseñanzas de un gran maestro. Sin embargo, se superó en ingenio, a pesar de la agitación que acompañó la decadencia del Romanticismo, y escribió, entre otras, una música que nunca fue tocada... pero usted pudo escucharla. Por esto ha notado el cuadro.

    Lo miré confundido, seguro de que estaba loco. Pero entonces debía estarlo también yo, porque en aquel momento me pareció escuchar una melodía lejana, similar al sonido de un ave exótica, e inmediatamente después, los sonidos se hicieron más cercanos y se elevaron como una ola en el océano abierto. De pronto, me sentí abrumado por una armonía al mismo tiempo apasionada y, al mismo tiempo, lleno de tal timidez virginal que no podía haber surgido más que del alma de una mujer. En mi mente hicieron eco algunas notas de pianoforte acompañadas de cadencias orquestales, luego volvió a caer el silencio.

    Parpadeé, desorientado, y me di cuenta de que el hombre estaba canturreando el aria que había escuchado, ¿o solo la imaginé? ¡Qué tonto!, me reproché. ¡Dejarse sugestionar a tal punto por el relato de un desconocido! Aquel viejo de ojos de huracán era un ilusionista, un estafador, y yo me dejé engatusar como un niño miedoso.

    —Un cuadro no tiene el poder de llamar al pasado —declaré, recomponiéndome—. Las leyendas de Homero pertenecen a la lírica antigua, no al mundo real. ¡Ni quiera jugar conmigo!

    —Entonces, ¿Por qué escuchó la llamada de la pintura? —Me observó con ojos grandes, magnéticos—. Se detuvo a admirarlo, y casi nadie lo nota. ¿Cómo es posible?

    —No lo sabría —balbuceé inseguro—. Si el pintor fuese célebre, o si Madame... ¿Cómo la ha llamado? Ah, sí, Lanter... fuese famosa, los curiosos estarían mirándola, como sucede con la Mona Lisa. Pero la señora no es renombrada, y yo ignoraba incluso que las mujeres componían, en el tiempo en que vivió.

    —Se olvida de Clara Wieck Shumann, medio siglo atrás. —me corrigió gentilmente—. Y Fanny Mendelssohn-Barholdy Hensel, a los comienzos del siglo XVIII y Wanda Landowska en la primera mitad del silgo XIX.  Elenoire fue igualmente grande, a pesar de que su nombre se apagase en el olvido y a los músicos que la sucedieron no les dejó más herencia que algunas pistas para pianoforte, clavecín y orquesta. La música que escribió no abandonó nunca su casa. ¡Las largas alfombras de las salas y de los pasillos estaban salpicadas de nevadas de partituras, así de insaciable era su genio e incesantemente sacudido por el aire de la inspiración! Aquella, y no la fama, era su alegría —rio fuertemente, como si mirara con nostalgia un recuerdo perdido en el tiempo—. Dentro de algunos años, nadie la recordará más, pero no tiene importancia, si otras personas, como usted, saben escucharla y se detendrán, aunque sea por unos minutos, con su retrato y con su música.

    Una vez más pensé estar en compañía de un loco: y tuve miedo. Quería alejarme, los guardias estaban comenzando a apagar las luces de las salas y sobre nosotros se había extendido un silencio surreal. Éramos los últimos visitantes que quedaban en esas habitaciones y aunque yo era alto y vigoroso, la cercanía de aquel viejo me inquietaba.

    —Temo que usted esté jugando conmigo, señor —dije con frialdad, para contenerme— el aria que ha entonado hace poco era más etérea que el canto de los ángeles. Si la música es el espejo del alma de un artista, dudo que algún pintor haya persuadido algún día a Madame Lanter a desvestirse y dejarse retratar envuelta en zarzas, como una pecadora.

    —Habla de Elenoire como si la hubiese conocido, pero usted es muy joven para que pueda haber tenido el placer de besarle la mano —sonrió él—. Madame Lanter era casta y pura, es verdad, pero cuando posó para este retrato no era feliz. ¿Sabe dónde fue ejecutado y por quién?

    —No.

    Maldición, ¿Por qué le estaba permitiendo atraparme en una conversación? Lancé una mirada hacia las altas puertas de la sala, pero no me moví.

    El viejo inclinó ligeramente la cabeza, sin perder su sonrisita burlona.

    —Entonces ignorará también qué la obligó a tanto. Hay un misterio, en su vida, que nunca fue revelado. Sin aquel misterio, hoy, Elenoire no estaría aquí, recluida en este cuadro, burlándose del tiempo con su belleza eterna.

    Volví a mirar la pintura, dudoso. No podía impugnar la maestría del pintor, las pinceladas eran mínimas y perfectas, y los colores estaban mezclados unos con otros con una rara habilidad. Sin embargo, el rostro no me parecía particularmente gentil. Era triangular y pálido, tan diferente de aquel de las mujeres que siempre había admirado, pero había dado cualquier cosa porque esos ojos ámbar, escondidos entre las zarzas entrecruzadas, se levantasen para clavarse en los míos.

    —¿Un misterio? —murmuré— ¿Qué misterio?

    El viejo no esperaba más que aquella pregunta. En sus ojos brilló una luz de exultación.

    —Si quiere descubrirlo, búsqueme esta noche, después del concierto.

    Por instinto, tuve el impulso de rechazar. ¿Por qué habría querido descubrir el secreto de aquella desconocida? Está bien, no de una mujer cualquiera, admití, sino de una compositora de principios del siglo XX que se hizo retratar desnuda entre las zarzas... tal vez no bella, pero seductora. Exacto, debí reconocer que eso me intrigaba. ¿Cómo es que su música era tan espiritual, mientras que ella encarnaba una sensualidad impalpable y casi sufrida?

    —Tal vez iré —cedí, y el hombre me miró a los ojos divertido.

    —¿Tal vez? —Había una nota de ironía en su voz. Pasé un suspiro, ya vencido.

    —Lo buscaré. —prometí— Hasta más tarde.

    Me alejé con pasos decididos, pero antes de salir de la habitación me giré para buscarlo: no lo había escuchado caminar, a mi espalda, y me esperé a verlo todavía delante del cuadro, en adoración de la insólita belleza de Elenoire. En cambio, donde antes había estado el viejo, ahora solo el crepúsculo temblaba en el abrazo envolvente de los cuadros. Fui recorrido por un escalofrío de terror, seguro de que mis sentidos me estaban jugando una extraña broma y, abrochándome el abrigo, me apresuré a dejar el museo.

    ***

    Cuando el teatro se vació, al final del concierto, lo esperé junto al pianoforte. ¡Estúpido! Me insulté. ¿Qué esperabas de ese viejo loco? ¡Ya vete! En silencio, mi respiración hacía eco como una cuerda de violín, larga y vibrante, el suspiro de la música. Creía que el desconocido se había burlado de mí y que no vendría. Estaba por volver al hotel, impaciente, cuando escuché su pesado paso y el sonido del bastón acercarse por una entrada secundaria. Mientras pasaba delante de los sillones de la primera fila, aquel hombre extraño intercambió alguna palabra de adiós con el personal de limpieza y se despidió con una carcajada.

    —Nos entretendremos mucho, Armand. Vuelve mañana. —El servidor obedeció y, mientras dejaba la sala, el viejo me alcanzó en el escenario. Me miró apenas. Con movimientos lentos y melancólicos, recogió una rosa cortada de los setos que adornaban la media luna de la orquesta y la puso en la cola del piano—. Belleza y elegancia, en el trono de la armonía suprema: la música—: murmuró, y se sentó en la banquita brillante, posando las manos en las teclas de marfil.

    —¿Por qué quiere develar el secreto de Elenoire precisamente a mí? —le pregunté, apoyándome en el piano, a su lado. El hombre tocó una melodía alegre, y sus ojos, coronados por unas cejas grises, mostraron una sonrisa maliciosa.

    —Porque se enamoró de ella solo al mirarla. ¿Acaso no es así? —Enrojecí violentamente, irritado por la transparencia de mis emociones, pero el viejo estaba con los ojos cerrados; siguiendo una partitura grabada en la memoria y no hacía caso a mi perturbación.  En la pieza que tocó, reconocí que reanudaba la parte final del concierto, la más sentida y emotiva; cuando el pianoforte había entonado el adagio, los ojos

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