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Los Rostros Perdidos
Los Rostros Perdidos
Los Rostros Perdidos
Libro electrónico436 páginas18 horas

Los Rostros Perdidos

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Tres hombres -o acaso un mismo hombre-, en tres épocas y circunstancias radicalmente distintas, se ven enfrentados al desconocimiento radical de sí mismos
Porque, en circunstancias extremas, un hombre puede dejar de reconocerse. Al actuar de una forma poco adecuada a la imagen que se había edificado de su alma, por ejemplo.
•Como un feroz inquisidor medieval que siente que empieza a entender a la bruja que está juzgando.
•O un intelectual radicalmente comprometido que se encapricha de una frívola admiradora.
•O un revolucionario “diseñador de sueños” en una sociedad del futuro, que decide canjear las esperanzas de la sociedad por un sueño a su medida.
Y claro, cuando llega el momento, tienen dificultades para llegar a un acuerdo con su Dios.
Y tienen que hablar con un Dios sin rostro.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 sept 2012
ISBN9781301002375
Los Rostros Perdidos
Autor

Dimitry Kashkaroff

Dimitry Kashkaroff. Nacionalidad española, nacido en Venezuela de padres rusos. Habla ruso, español e inglés. Se ha casado dos veces, con dos mujeres fascinantes. Doctor en Periodismo, probablemente haya perdido el tiempo estudiando Matemáticas, Ingeniería, Periodismo, Filosofía, Sicología, Dirección de Cine, Sicoanálisis, Sofrología y Magia Cabalística. Dirigió la revista "Gente Joven", produjo un programa de radio sobre música clásica jazzificada, "Arabescos"; Ha trabajado como Director Creativo en agencias de Madrid, Caracas, San Francisco y Bogotá. Ha volado en "ala delta", saltado en "bungee" y volado en ultraligero. Ha nadado en el Orinoco, ha subido al Roraima y ha sobrevolado el Salto Ángell. Ha buceado en arrecifes coralinos en el Caribe. Ha hecho camping en toda Europa. Y ha hecho el Camino de Santiago. Conoce los museos Metropolitano y Moma, los Guggenheim de New York y Bilbao, el Museo Vaticano, el Prado, el Thyssen, el Reina Sofía, el British Museum, el Louvre, el Palazzo d'Uffizi, el museo Rodin, el Hermitage, la Galería Tretiakov, el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas y las catedrales de toda Europa. Ha visto bailar a Nureyev, a Plitetskaya, a Alicia Alonso, a Bocca, a Barishnikov y a las mulatas del Copacabana. Se ha extasiado con Pau Casals, Plácido Domingo, Antonio Mairena, los Rolling Stones, Police, Paco de Lucía, Alfredo Kraus, Carreras, Al Di Meola, Santana, Pavarotti, Yo-Yo Ma, John McLaughlin y Montserrat Caballé. Ha entrevistado a Borges, García Márquez, Vargas Llosa y Frederick Forsith. Ha tenido el placer de discutir acaloradamente con Margaret Mead. Presume de haber conocido personalmente al Dalai Lama. Ha escrito las tres novelas que encontrarás en ”Barnes & Noble” y está escribiendo otra, "Juego de rol".

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    Los Rostros Perdidos - Dimitry Kashkaroff

    Todos los hombres…

    Todos los hombres son esencialmente débiles.

    Ni uno solo resistiría una prueba extrema de sus más sólidas convicciones. Y viven con la esperanza de nunca ser sometidos a ese examen definitivo.

    Para llegar hasta la hora de la muerte sin haber tenido que avergonzarse de sí mismos.

    Todos los hombres son esencialmente fuertes.

    Cada uno tiene el poder de desafiar, con un único acto de voluntad, hasta sus más sólidas convicciones. Y viven con la esperanza de permitirse algún día esa suprema prueba de libertad. Para llegar hasta la hora de la muerte sin haber tenido que avergonzarse de sí mismos.

    El Hombre sin Rostro y el Vendedor de Identidades.

    El infierno no existe. Pero está densamente poblado.

    Lo advirtió apenas abrió los ojos.

    Las nubes, según su milenaria costumbre camaleónica, debían esculpirse a imagen y semejanza de los sueños de cada eventual testigo de su paso.

    Pero ese día, por algún motivo, habían decidido hacer una excepción.

    Y así, esa mañana, el viejo tarot de algodón negó su augurio mímico a nuestro personaje, un hombre de algo más que mediana edad que, justo en ese momento, despertaba bajo la sombra de un sauce. En otras circunstancias, arrancado del sueño por el capricho acrobático de un rayo de sol que logró filtrarse entre la triste geometría vegetal del follaje, es muy probable que el hombre se hubiera sorprendido ante el espectáculo de unas nubes limitadas a serlo.

    Pero otros asuntos, mucho más preocupantes, ocuparon su atención recién amanecida.

    (Anoche... Anoche no puedo recordar qué paso anoche qué hago aquí... Tenía que decidir algo importante algo importante ocurrió anoche pero no puedo recordar... Pero no es eso no es eso... ¿qué hago aquí?...)

    Esa mañana, las pesadillas parecían empeñadas en demostrarle que no necesitaban la excusa del sueño.

    Aterido de frío, acalambrado, con agudos dolores en más articulaciones y músculos de los que nunca sospechó tener, el hombre se desperezó preguntándose por qué y cómo había amanecido en un lecho desconocido.

    (Un sauce... Un sauce y sus ramas parecen caer desde el cielo... Pero claro si estoy de espaldas ¿qué hago yo de espaldas en este banco?... Estoy en un parque acostado en un banco en un parque que no conozco ¿qué hago aquí?...)

    Acurrucado en un viejo banco de madera y a medida que se disipaban las brumas del sueño, El Vagabundo –porque lo era aún ignorándolo– descubrió con horror que permanecían las de la memoria.

    (No... Espera... Tranquilo pero cómo voy a estar tranquilo si no recuerdo quién soy si no recuerdo... Nada... No... Espera... Tranquilo... No debo tener la cabeza muy despejada qué habré tomado anoche vamos a ver... Mis amigos... Sí... todo debe ser una mala broma una estúpida broma si solo pudiese recordar... Espera no pierdas la cabeza... No puedo haber olvidado todo yo estudié... Estoy seguro de haber estudiado... Sí... Tuve compañeros y mis padres... ¿Cómo era ella debió existir una ella seguro que no puedo olvidarla seguro nadie olvida tanto y no puedo haber bebido de esa manera ni me duele la cabeza...)

    Cada vez más asustado, el Vagabundo Sin Memoria se acarició con gesto maquinal la mejilla para constatar la matutina falta de tersura y descubrió que sus dedos se sumergían en una enmarañada barba de varias semanas de vida.

    (Barba... Barba no puede ser estoy seguro de haberme afeitado ayer... ¿Ayer?... Si me acordase de lo que sucedió ayer lo recordaría todo sí... Pero la barba no tiene sentido qué me pasa?...)

    Tampoco acertaba su memoria a explicar su indumentaria. Porque en lugar de un cómodo pijama, que quizás hubiera encontrado razonable por costumbres más arraigadas que cualquier recuerdo, se descubrió instalado en un ropaje de vocación bastante menos burguesa.

    Un viejo traje de franela gris arropaba con la insolencia de su a todas luces miserable historia al cuerpo desconocido que esa mañana era el suyo. Un traje cuya talla, algo superior a la que los huesos del hombre merecían, varias desgarraduras, viejos remiendos sucesivos y lamparones de diversa índole, contaban con mayor prolijidad que las palabras una larga saga de distintos dueños y construían, con escrupuloso rigor en los detalles, una rigurosa antropología de la miseria.

    Debajo del traje, una vieja camiseta de lana, probablemente virgen y presumiblemente roja algún lejano día, completaba el discreto atuendo.

    Y en los pies, en desafiante contraste, un par de zapatillas de trotar, casi nuevas, en rutilantes oro y plata, ponía un confortable punto final a una teoría estética de lo posible.

    Semejantes esfuerzos escenográficos se veían aderezados por dos detalles que, aún siendo del todo coherentes con la indumentaria, le parecieron particularmente sorprendentes a nuestro sorprendido personaje.

    Al levantar su brazo derecho para tocarse la cara, al mismo tiempo que descubría su inesperada situación capilar, advirtió también que alzaba del suelo una pequeña taza de aluminio policromado, atada con un sucio cordel a la muñeca.

    En aquel momento, como cabía esperar, la taza se encontraba vacía, pero, al registrar sus bolsillos para rechazar o corroborar las terribles insinuaciones de su atrezzo, el Cada Vez Más Asustado Vagabundo los encontró provistos de abundante moneda fraccionaria.

    No había en ellos, sin embargo, ningún tipo de papeles ni documentos, ningún género de señas de identidad.

    (Coño... ¿Qué es esto qué puede ser esto... No recuerdo no puedo recordar quién soy es absurdo no?... Y la barba el traje la taza las monedas... todo parece querer decirme que soy un mendigo pero no!... Debo haber tenido un ataque de amnesia sí eso debe ser... Sé que debo tener un pasado cercano sí cercano muy distinto a mi presente... Debo serenarme... ¿Cuánto tiempo llevaré ya en este estado días meses no puedo saberlo... Necesito saber dónde estoy quién soy qué hacer buscar ayuda... Y tengo hambre...)

    Harto de permanecer en tan incómodos lecho y posición y dispuesto a hacer algo para desentrañar el misterio de su identidad y otros misterios, el hombre guardó la taza en un bolsillo, pensando que podría serle útil y, con cierta dificultad y considerable alivio, se levantó y miró a su alrededor.

    El parque, que en ese momento le pareció pequeño, apenas algo mayor que un gran jardín, parecía encontrarse casi desierto. Su césped, que calificaría de algo abandonado cualquier jardinero británico, revelaba su condición de oasis de segunda, de paraíso de clase media, alejado de los mejores barrios residenciales. Le añadía, sin embargo, un toque de frescura, de naturalidad, de así es como deben ser las cosas.

    La opinión del hombre que inauguraba en el parque la conciencia de su identidad harapienta era a todas luces compartida por media docena de alegres ardillas que correteaban infatigables por unos pocos árboles viejos y enormes y parecían estallar de vitalidad, como plateados fuegos artificiales vivientes, al lanzarse con un salto imposible al suelo y cruzar en vertiginosa carrera el breve trecho que separaba un árbol del otro.

    (Para hacer una cortés visita a sus congéneres supongo pero qué voy a hacer qué...)

    En el centro del parque, cuatro vetustos bancos de madera rodeaban una tranquila fuente de agua que parecía presidir con su brillo la reunión. Sobre ella, un ingrávido colibrí permanecía clavado en el tiempo, idéntico a sí mismo largos instantes de su alada vida.

    El leve canto del agua sobre la piedra invitaba al disfrute de una tranquilidad que el hombre se sentía muy lejos de poder aceptar pero también invitaba a refrescarse y eso le pareció inaplazable.

    Con una decisión que insinuaba un carácter enérgico en su pasado enterrado por la memoria, se acercó a la fuente y, formando un cuenco con sus manos que descubrió sucias y agrietadas como reliquias abandonadas, las sumergió en la fresca promesa del agua y bañó con ella su rostro que, recordó, no recordaba.

    (Al menos eso es fácil de solucionar aunque resulta terrible pensar que no recuerdo ni mi aspecto tal vez es mejor algunos aspectos es mejor olvidarlos pero qué sentido del humor es ese... Me miraré en el agua...)

    Apenas ésta se hubo calmado, El Vagabundo buscó su imagen en las profundidades del húmedo espejo, en su monótona inversión de la exactitud, y se encontró con la mayor sorpresa de su vida justo cuando se sentía a salvo de sorpresa alguna.

    No tenía rostro.

    Y no se trataba de que careciese de ojos, nariz o boca, no.

    Sus manos, que recorrían con afán exploratorio sus facciones en un intento inútil de desmentir un sentido con mucha mayor experiencia como testigo, confirmaban la existencia del usual equipamiento sensorial.

    (Pero no puedo ver mi cara no puedo verla eso no es una cara eso me pasa por hacer chistes idiotas quisiera ver un rostro mi rostro cualquiera no esa mancha sin nombre...)

    Porque un velo de indefinición, de imprecisión visual, cubría lo que debía haber sido el rostro del Vagabundo. Todo un fenómeno de... ¿mimetismo gestual? ¿camuflaje facial? ...que convertía a nuestro personaje en absolutamente irreconocible para cualquiera, despojándolo de todo aspecto, de toda expresión y hasta de la más remota posibilidad de una personalidad.

    Resultaba de veras extraordinaria su incapacidad para generar prejuicios.

    La mayor parte de los seres humanos –y el parque estaba empezando a llenarse de ellos– pasaría de largo ante un individuo con semejante fachada fisonómica.

    Incluso, es muy probable que algunos tropezasen con él, casi invisible por su carencia de entidad.

    Pero si alguien, por algún motivo, se detuviera a examinar sus facciones, como entonces hizo él mismo en el estanque, ni con la mejor voluntad podría determinar el color o el tamaño de sus ojos. Ni precisar si su mentón era enérgico o su frente amplia, si su piel era tersa o cetrina, si su sonrisa era amable o su ceño adusto.

    Ni siquiera podría negar con certeza que fuese del todo lampiño.

    Y aunque, claro, tampoco llegase a sentir verdadero miedo ese presunto escudriñador de sus rasgos (porque a nadie podría asustar tan absoluta carencia de personalidad), con toda seguridad se alejaría con toda la rapidez que le permitieran sus piernas, con la sensación indefinida de haberse topado con algo que no debe ser, con un error de la naturaleza, y con la firme voluntad de olvidar de inmediato el encuentro.

    Objetivo, por cierto, muy fácil de alcanzar por la ausencia de cualquier elemento recordable.

    (Así... Así será muy difícil que alguien pueda reconocerme no sin contar con la colaboración de la vista qué voy a hacer habrá alguien que me ayude?...)

    Cercano al estupor, El Hombre Sin Rostro retrocedió unos pasos tambaleantes y miró a su alrededor sin pensar en lo que veía mientras buscaba alguna solución realista a su problema imposible.

    (Las autoridades... Sí... Hay cosas que se saben sin necesidad de recordarlas sé que deben haber autoridades alguien oficialmente provisto de respuestas y estarán de uniforme y su gesto será formal y es impensable no reconocerlos pero podrán ellos?... No debo perder los nervios ya he perdido la identidad la memoria y el rostro no debo perder los nervios pero nadie querrá oírme con este aspecto con este no–aspecto que tengo un mendigo sin rostro... No ganaré nada pidiendo ayuda no sabría explicarles nada decirles nada en absoluto dónde habrá un policía?...)

    Una vez más, parecía confirmarse la imposibilidad de encontrar algo cuando se busca. Pero, a falta de guardias, vigilantes y demás servidores del orden público, nuestro hombre descubrió que el parque parecía haber crecido y haberse poblado de repente por una abigarrada y pintoresca multitud.

    Una verdadera tropa de paseantes de la más diversa índole y condición llenaba de prisas y afanes la hace poco bucólica tranquilidad del paisaje.

    (Pero cuándo habrán aparecido han tomado por asalto el parque y hace pocos minutos no había nadie... Debo estar delirando sí todo parece un delirio pero de dónde habrán salido?...)

    El ex–remanso de tranquilidad y edén de las ardillas se había convertido en un hormiguero humano y bullía de actividad. Parejas de jóvenes enamorados estrenaban juramentos de amor eterno que pulían aún, recitándolos con mayores tablas y soltura, más veteranos contendientes en lides amorosas y repetían, con renacida convicción por la certeza de estar muy cerca de su último ensayo, Romeos y Julietas invernales.

    Jóvenes de todas las edades, enfundados en vistosos uniformes de superhéroes norteamericanos, trotaban con el entusiasmo que surgía de sus condiciones físicas y con el ritmo que surgía de los equipos de sonido que colgaban de sus cinturones, esquivando a viejos de todas las edades, en blancas vestiduras de santones orientales, que templaban su cuerpo con las pausadas contorsiones del Tai–Chi con la serenidad que surgía de su certeza de vivir para siempre.

    Una bandada de niños revoloteaba entre los adultos, atropellaba a enamorados y deportistas, arrancaba las flores de los parterres, perseguía a pedradas a las ardillas y llenaba de gozo los corazones de los poetas que, instalados algunos sobre el césped y otros, más afortunados, más veloces o más despiadados, en bancos que lograron birlar a alguna pareja, lloraban tinta y escribían mentiras sobre la inocencia.

    Algunos de esos niños inspiradores, los más felices, privados de manera temporal del amoroso cuidado de los insensatos autores de sus días, disfrutaban de una situación de libertad condicional que los hacía particularmente peligrosos. Porque sus cancerberos provisionales, rollizas institutrices de algún rincón del planeta que los padres de la criatura consideraban serio, pragmático y sensato, demostraban esa sensatez dedicando sus atenciones a sus amantes viajantes de comercio después de armar a sus pequeños protegidos con enormes y letales cucuruchos de helado que los convertían en una amenaza mayor que los carteristas y los vendedores que también abundaban en el parque.

    Los carteristas –ahora lo ves, ahora no lo ves, sutiles y poco ambiciosos malabaristas de lo ajeno– se aprovechaban del arrobamiento amoroso de los viajantes de comercio, institutrices y demás fauna caída en redes cupídicas para despojarlos de sus monederos–cartillas de racionamiento de felicidad.

    (No cabe duda de que es domingo tiene que ser domingo se siente en sus rostros ellos al menos tienen rostro en sus gestos por lo menos sé qué día es aunque no sirva para nada saberlo...)

    De vez en cuando, entre delirantes aullidos de admiración de la chiquillería, que no se sabía muy bien a quienes apoyaba, los coleccionistas de monederos eran sorprendidos in fraganti y perseguidos con mucho entusiasmo y poco éxito por grupos de feroces guardias pretorianos o gurkas o guardias pontificios o policías montados del Canadá o por cualquier absurda combinación de represores titulados.

    (Hace escasos minutos estaba buscando un guardia un policía y ahora están por todas partes y los hay de todo tipo... Qué curioso no puedo recordar reconocer cuáles son los míos los míos alguno lo es?... Debería quizás acercarme a uno de ellos pedir ayuda pero no... Son muy distintos a mí cualquiera que tenga un rostro lo es pero ellos más no sabrán entender no podrán no querrán ayudarme...)

    Aún más estragos que los carteristas causaban entre los paseantes los vendedores, que desplegaban su mercancía y tendían sus artes de persuasión, como redes, en los cruces de senderos del parque.

    El peligro y la ciencia de estos mercaderes de la tentación consistían en la naturaleza de los artículos que vendían, casi siempre inútiles y casi siempre considerados imprescindibles por los niños. Estos tenían el poder de aniquilar toda ilusión de un día más o menos feliz para sus paseadores si sus deseos no eran satisfechos y los paseadores lo sabían y los vendedores también y se aprovechaban de ello.

    Claro está, no todos vendían globos–cocodrilos, barcos con ruedas o pistolas de caramelo.

    Uno de ellos vendía caretas. Y no precisamente a los niños.

    (Qué curioso parece tener mucho éxito ahora que me fijo la mayoría de la gente lleva una... El vendedor sin embargo no y mira que es un hombre original...)

    El Vendedor de Caretas era un hombre de avanzada edad que parecía decidido, con dignidad patética por su insuficiencia, a desmentir la ya consumada derrota que proclamaba a voces su indumentaria.

    El fracaso –parecía decirle al mundo con su actitud y con su curiosa mercancía–, debido con frecuencia a una largamente reiterada falta de acierto en las opciones o a un nunca desmentido desdén de la suerte, podía ser sobrellevado con entereza imponiendo una férrea disciplina al gesto y a la apariencia.

    Su cabello casi negro todavía, peinado con pulcritud y muy engominado, contrastaba con la nívea blancura de su perilla. Y ambos, cabello y barba, mostraban inequívocas señales de haber sido recortados con técnicas y recursos nada ortodoxos.

    Pero lo que resultaba de veras sorprendente era su traje, glorioso estandarte de la incombustible vocación de dignidad de su portador. Porque si a primera vista parecía un traje de cuadros normal e incluso barato, una segunda mirada revelaba su hechura prodigiosa: el traje estaba íntegramente conformado por centenares de retales, por multitud de trozos de diversos paños y telas cosidos con cuidado entre sí, formando una casi hermosa taracea. Cuadros de terciopelo que podrían calificarse de nuevos coexistían en perfecta armonía con sedas casi antiguas de tan viejas que eran y nobles brocados se codeaban sin rubor con recios trozos de arpillera.

    Con este inédito estilo de encarar el problema indumentario, El Mercader parecía haber logrado una prenda inmortal, capaz de perpetuarse por el sencillo procedimiento de reemplazar, una y otra vez, sus partes más golpeadas por el tiempo o por las circunstancias.

    Era probable que fuera también su hipertrofiada sensibilidad a las apariencias la que había anudado una pajarita negra –que poco después El Hombre Que No Se Recordaba descubrió de papel– en torno al blanco cuello de su camisa. Y la que había señalado su rumbo profesional en el azaroso piélago de los negocios.

    Sus máscaras, hay que decirlo, eran realmente buenas.

    Pero, a fuer de sinceros, habría que reconocer también que lo que las hacía tan especiales, lo que les confería un carácter nunca menos que mágico y contribuía a las dimensiones épicas de su éxito entre los compradores, que se arremolinaban en torno al Vendedor del Traje Regenerable y luchaban con denuedo por la posesión de uno de esos disfraces del rostro, era la actitud de los demás hacia sus usuarios.

    Porque, por una tácita y misteriosa convención que parecía ir más allá del más lúdico espíritu carnavalesco, todo el mundo en este mundo que intentaba entender el Vagabundo Sin Rostro aceptaba como cierta la identidad que pregonaban las caretas de sus portadores, sin cuestionar de modo alguno y en ningún momento su legitimidad y sin permitirse ni tan siquiera sugerir la posibilidad de que existiese un disfraz de por medio.

    Más aún, parecía que cada enmascarado asumiese, adoptase, creyese, diese por cierta la nueva identidad que disfrazaba la suya primera que, según parece, no era siempre la auténtica.

    (Qué bien se ven si casi parecen felices dicen que reír... Por qué recuerdo esto y no algo útil... Dicen que reír hace la felicidad qué importa cuál es la causa y cuál la consecuencia sucederá igual con las máscaras?... No lo sé no puedo saberlo aún pero cualquier rostro es mejor que ninguno...)

    Rostros, eso sí, había muchos y muy variados en el mostrario del Traficante de Fisonomías. Pero no figuraba en la escalofriante colección ninguna de las tradicionales máscaras que poblaban de falsos miedos y aún más falsas alegrías los míticos carnavales de Río, Colonia o Venecia.

    No estaban los esperpénticos Hombres–Lobo de fin de semana ni las Momias de utilería ni los Príncipes Azules que destiñen a la primera lavada ni las Bellas Durmientes ni las Negritas ni los Arlequines ni los Sandokanes ni las Fantasías Carioca de provincia.

    La originalidad y el valor práctico de esos rostros, de esas personalidades instantáneas que ofrecía El Comerciante al mejor postor, radicaba, más aún que en su notable verosimilitud, en su pasmosa cotidianeidad.

    Porque no aspiraban a crear más ilusión que la de ser posibles.

    Pero tampoco se conformaban con menos.

    Así, mientras una de las máscaras juraba ser un carnicero italiano razonablemente honesto que trabajaba duro toda la semana y aunque se emborrachaba los sábados no golpeaba a su mujer y la acompañaba a misa todos los domingos, otra presumía de haberse graduado hace ya dos años de economista en una prestigiosa universidad europea pese a no haber cumplido aún los veinticinco cosa que no le había impedido sino todo lo contrario acumular una sólida experiencia erótica.

    Al lado de una pecosa careta que colgaba de la rama de un árbol esperando un cuerpo al que prestar su vida y que afirmaba con absoluta convicción, y no era posible desmentirla mirándole a los ojos, que aún siendo de pueblo y haber cumplido con creces los treinta o quizás justo por eso no se arrepentiría el hombre que decidiese considerarla suya, otra se exhibía a sí misma como ejemplo de la inexorabilidad del destino, que había decidido convertir a un hombre guapo y rubio en alcohólico que, pese a haberse educado con los jesuitas y aprendido a jugar polo y acostumbrado a comer con cubiertos de plata y haber paseado por los más sofisticados rincones del reino de las penumbras capitalinas acompañado por hermosas herederas, lo condujo sin remisión a su presente miserable.

    (Es curioso sí es curioso que muchos compradores elijan máscaras a veces tan poco favorecedoras por qué lo harán?... Claro está que no todo el mundo sabe elegir pero algunas caras parecen recomendar no llevarlas puestas y aún así... Yo sé cuál elegiría si pudiese adquirir una yo la necesito más que nadie... Quizás aquella de joven médico con clínica propia y una distinguida clientela envidiado por los hombres y adorado por las mujeres pero qué haría yo con un rostro como ese no sabría qué hacer... Quizás aquella otra...)

    Poco a poco, El Hombre Sin Un Solo Rostro se había acercado al Hombre Que Tenia Muchos y se dedicó a admirar, sin mucho entusiasmo aparente, la prodigiosa colección. Junto a él, docenas de clientes potenciales inspeccionaban la mercancía, seleccionando un rostro para sustituir, de ahora en adelante, al suyo.

    (No esa tampoco sería adecuada para mí o debería decir mejor yo no sería adecuado para ella... Parece ser debe ser no todos pueden usar cualquier rostro no todos pueden permitirse la ficción de ser triunfadores quizás sea cuestión de talla...)

    Un examen crítico de las máscaras, por breve que sea, llevaría a cualquier observador atento y suspicaz –y El Vagabundo lo era– a la conclusión de que algunas de las más populares habían sido vaciadas en grandes cantidades usando un solo molde y retocadas luego por el artista para permitirles crear la ilusión de unicidad.

    Y eran esas caretas, las más vulgares, las más solicitadas por el público que, por el contrario, muy pocas veces mostraba verdadero interés por las piezas únicas.

    (Como ese poeta joven condenado a permanecer inédito mientras viva porque para cualquier poderoso sería demasiado peligroso reconocer la grandeza de su talento a una distancia menor que la profundidad de una tumba... O esa mujer no puede ser solo una careta no esa mujer bendecida por todos los talentos y condenada a no encontrar jamás en un hombre un espíritu capaz de hablar de tú a tú con el suyo... Condenadas por su propia singularidad pero hay algunas que no... Algunas máscaras no parecen lastradas por un destino difícil algunas máscaras como la de aquel comerciante cuyas preocupaciones en la vida no han de ser nunca mayores que la calvicie algo prematura por qué solo hay una?... O hasta las máscaras guardan secretos en su vida?...)

    –Es una cuestión de comodidad.

    –¿Ah?

    –El secreto de la elección de un rostro es, simplemente, una cuestión de comodidad – repitió el Vendedor de Identidades, dirigiéndose con cortesía al asombrado Vagabundo.

    –No entiendo –dijo éste, que solo entendía que alguien le dirigía la palabra pese a su menguada apariencia– ¿Qué tiene que ver la comodidad? ¿No es lo mismo elegir una máscara que otra?

    –¡De ninguna manera! –dijo el Hombre del Traje Regenerable, en un arrebato de santa indignación contenido con rapidez– De ninguna manera –repitió, más calmado– El uso de las máscaras es un complejo juego de convenciones. Nadie cuestionará jamás la realidad de tu careta...siempre que seas capaz de creer en ella. O al menos un poco –y rió al decir aquello– A ninguna Fe se le puede exigir demasiado.

    El Simpático Mercader se olvidó, de momento, de su numerosa clientela para dedicar toda su atención al Hombre sin Rostro y explicarle los principios básicos de su especialidad.

    –No es fácil dar vida a algunas caretas, ¿sabes? –dijo con algo que sonó a orgullo profesional– Existen caretas muy exigentes, caprichosas, difíciles de encarnar. Para asumirlas se requiere una gran, una tremenda confianza en uno mismo. Valor quizás. Imaginación desde luego, cierta dosis de locura. Lo que te dije. No son cómodas para la inmensa mayoría. Otras, por el contrario, se parecen a los sueños de cualquiera.

    (Sueños... sueños... que terrible no recordar ni los sueños no hay nada más propio nada más importante ni el rostro... No es extraño que no pueda reconocerme...)

    –Y hablando de comodidad –dijo luego el Traficante de Apariencias cambiando de tono mientras acercaba su tranquila mirada azul al inexistente rostro del Vagabundo y, entrecerrando los ojos como haciendo fuerza con la mirada, intentaba perforar el velo de indefinición que lo cubría– mucho me temo que a ti no te quede cómoda ninguna. ¿O acaso –dijo con un súbito brote de cauta esperanza– has visto alguna que se te parezca? ¿Lo suficiente como para intentar ser ella?

    El silencioso encogimiento de hombros del Hombre sin Rostro fue correctamente interpretado como una negativa y el Mercader del Traje Regenerable, con un suspiro resignado, se agachó para rebuscar en una vieja y enorme bolsa de lona que arrastraba detrás de sí. La mirada furtiva del más anónimo de los mendigos se sumergió también (siguiendo la estela dejada por las manos del Mercader) en las profundidades de la bolsa, descubriéndolas pobladas –infierno de látex– de máscaras excepcionales.

    (Vivas parecen vivas están vivas lo sé sin un cuerpo están más vivas que yo sin un rostro pero por qué las oculta?...)

    –Son máscaras... con problemas de compatibilidad. –dijo el Hombre del Traje Regenerable sin interrumpir su búsqueda, adivinando las incursiones visuales del Sin Rostro y respondiendo a su no formulada pregunta– Algo exigentes algunas, caprichosas otras, no vayas a creer que carentes de atractivos. ¡De ninguna manera! Pero –¿Cómo te diría yo?– con atractivos de esos que, como casi todos los atractivos verdaderos, requieren tiempo, paciencia y amor para ser descubiertos. Digamos que... no es fácil convivir con ellas.

    –Por ejemplo, sé que por aquí, en algún lugar, sé que tengo una máscara, sí, una bella máscara la recuerdo muy bien me dio algunos problemas pero creo que puede servirte es una buena máscara sí señor. Porque tú –dijo haciendo una breve pausa en su búsqueda y dirigiendo una significativa mirada a la ausencia de facciones de su interlocutor– necesitas un rostro. A la gente ¿sabes? le gusta saber a qué atenerse. Y todos, hasta los dioses, necesitan reconocerse en el espejo.

    –Pero yo no quiero un rostro cualquiera. –Respondió con seguridad y convicción el renuente cliente– ¡Quiero el mío! – añadió con menos aplomo al sentirse el blanco de las burlonas miradas que le dirigían El Mercader de Apariencias y algunos de sus clientes.

    –¡Qué tontería! –dijo indignado pero no mucho El Mercader quien, al parecer, se había tomado muy a pecho, quizás por considerar un reto a su capacidad profesional, el solucionar el muy especial problema de su muy peculiar cliente– Muy pocos rostros merecen una segunda oportunidad. Además, no existen oficinas de rostros perdidos. Y puedo asegurarte que tu rostro no está en mi bolsa. Y, sobre todo, nunca te ofrecería un rostro cualquiera –añadió, mientras hurgaba con renovado entusiasmo en su saco.

    –¡Viste! ¡Aquí está! ¡Sabía que la encontraría! –dijo el Vendedor de Caretas, ofreciendo a la luz con expresión de satisfecho orgullo el rostro de un mendigo sesentón.

    Durante largos instantes, los dos hombres permanecieron en silencio, exhibiendo uno su mercancía en pose que recordaba al David de Donatello mostrando la cabeza de su enemigo –inmortalizado perdedor, inmortalizado víctima culpable, inmortalizado vencido– y admirándola el otro, pasmado ante aquella máscara, obra maestra del hiperrealismo, capaz de narrar, sin entrar en inútiles detalles, una historia tan conmovedora, tan patética, tan más allá de todo consuelo y de toda esperanza, que irremediablemente debía despertar sentimientos compasivos hasta en los más herrumbrosos espíritus y movilizarlos, sin remisión, al ejercicio activo de la limosna.

    No era, qué duda cabe, el rostro de uno de esos hombres que otros hombres podrían juzgar nacidos para la desgracia y la miseria. No era el rostro congestionado de un perdedor vocacional, aficionado en demasía a burlarse de las maldiciones bíblicas (investigaciones recientes demuestran fehacientemente que no puede haber sido solo una), reacio al trabajo, enamorado del ocio, apresurado a entregarse a los placeres de la bebida o de la carne, vagabundo en cualquiera de las acepciones innobles de la palabra o depravado en algún sentido.

    No era, en definitiva, el rostro de alguien que, de alguna forma, hubiese merecido la negra suerte que signaba su actual condición.

    Muy por el contrario, al contemplar la orgullosa altivez de la amplia frente suavizada por la bondad nada ingenua de unos ojos negros y profundos, el perfil enérgico y voluntarioso de la nariz y la sensualidad que debió haber sido algún lejano día agresiva de los gruesos labios desmentida o, al menos, suavizada, disculpada, por el trazo recio pero sereno y generoso con el que su historia dibujó las arrugas de su rostro, se advertía de inmediato que se trataba de un hombre de bien.

    Era, sin duda alguna, el rostro de un hombre fuerte pero honrado, inteligente, compasivo y trabajador, capaz –como todo gran hombre– de permitirse algún exceso pero sin enorgullecerse de ello; capaz también de entender incluso los errores de otro y con voluntad de hacerlo.

    Pero con el espíritu quebrado por alguna desgracia tan inmerecida como inenarrable.

    –Ninguno de ellos –dijo El Mercader mientras le ofrecía la máscara al Vagabundo con una mano y hacía un amplio ademán con la otra, señalando a su alrededor– tiene la menor posibilidad de competir en poder de compasión con este tu nuevo rostro.

    (En efecto ésta puede ser una forma de enfrentarme al mundo una solución al menos momentánea... Claro que no es gran cosa pero tampoco puedo exigir demasiado y la careta es extraordinaria pero...)

    –Pero yo no pienso que –dijo El A Punto de Ser Mendigo, ya con un rostro aunque en sus manos– la verdad es que no quiero ser un limosnero.

    –¡Sssssh! Calla. No creo que tu nuevo rostro pueda sentirse desmentido por tu elegante indumentaria, ni ésta ofendida por tu rostro –dijo El Mercader ejercitando con evidente delectación una musculatura de la ironía en baja forma– Además –añadió– no deberías decir esas cosas delante de ellos. Podrías herir sus sentimientos.

    Estrujando la serena fachada de mendigo que tenía en sus manos mientras sopesaba, angustiado, la conveniencia de adoptarla como propia, el Hombre Aún Sin Rostro miró a su alrededor para descubrir que el parque había experimentado una nueva transformación: deportistas, niños, institutrices, carteristas, vendedores de globos, gurkas, poetas y viajantes de comercio habían desaparecido, cediendo su protagonismo en el verde escenario del parque a un abigarrado ejército de mendigos.

    (De dónde surgen no puede haber tantos mendigos qué significa esto tendrá algo que ver con la máscara?... Colegas colegas todos... Son tantos nunca he visto tantos pero qué se yo lo que he visto no lo recuerdo y además qué importa pronto seré solo uno de ellos si elijo este rostro... Uno de ellos en el mejor de los casos... Que distintos son...)

    La diversidad de los mendigos congregados en el parque –algunos de los cuales rodeaban al Vendedor de Rostros y a su probable cliente, expectantes ante la eventual incorporación de éste a su gremio– era, al menos, tanta como la del muestrario de máscaras del Comerciante.

    Algunos, amén de harapientos, eran mutilados, llagados, ciegos, idiotas babeantes y nauseabundos. Como arrancados de las más oscuras páginas de un pasado que algunos nostálgicos, con necia terquedad, se empeñan en evocar idílico y humano, se arrastraban por el suelo y exhibían sus llagas físicas y morales, sus carnes y a veces sus almas purulentas, sus heridas y sus cuencas vacías, exagerando sin necesidad su ya absoluta miseria, como si esa renuncia formal a la menor traza de dignidad humana fuese exigida por alguien como condición previa para el ejercicio profesional del patetismo.

    (Ellos... no son como yo no... Son y se saben auténticos... Auténticos lisiados parias mendigos calificados... Pero... están peor que yo quién sabe?... Tal vez sea más fácil vivir sin piernas que vivir sin rostro y sin memoria o son acaso una misma carencia?)

    Algunos de estos pordioseros, ante la evidente ausencia de potenciales benefactores susceptibles de ser conmovidos, al sentirse de momento relevados de la dura obligación de mostrarse patéticos, se enderezaban

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