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Concierto de Violin para un Hada Triste
Concierto de Violin para un Hada Triste
Concierto de Violin para un Hada Triste
Libro electrónico125 páginas1 hora

Concierto de Violin para un Hada Triste

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Información de este libro electrónico

Griboyedov, un músico con problemas de inspiración y de amor, huye por la estepa rusa y se encuentra con Fieya, un hada frustrada porque su único objetivo en la vida era el de ofrecer un poco de felicidad a los seres humanos que venían al lago Katúñ con la intención de poner fin a sus días.
Pero nunca logró satisfacer a uno solo de ellos.
Porque jamás halló un solo ser humano, ni uno solo, que supiera elegir sus deseos.
Aún así, vuelve a intentarlo, una última vez, con Griboyedov, a quien le ofrece el amor de una compositora fallecida hace dos siglos.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 sept 2012
ISBN9781301112333
Concierto de Violin para un Hada Triste
Autor

Dimitry Kashkaroff

Dimitry Kashkaroff. Nacionalidad española, nacido en Venezuela de padres rusos. Habla ruso, español e inglés. Se ha casado dos veces, con dos mujeres fascinantes. Doctor en Periodismo, probablemente haya perdido el tiempo estudiando Matemáticas, Ingeniería, Periodismo, Filosofía, Sicología, Dirección de Cine, Sicoanálisis, Sofrología y Magia Cabalística. Dirigió la revista "Gente Joven", produjo un programa de radio sobre música clásica jazzificada, "Arabescos"; Ha trabajado como Director Creativo en agencias de Madrid, Caracas, San Francisco y Bogotá. Ha volado en "ala delta", saltado en "bungee" y volado en ultraligero. Ha nadado en el Orinoco, ha subido al Roraima y ha sobrevolado el Salto Ángell. Ha buceado en arrecifes coralinos en el Caribe. Ha hecho camping en toda Europa. Y ha hecho el Camino de Santiago. Conoce los museos Metropolitano y Moma, los Guggenheim de New York y Bilbao, el Museo Vaticano, el Prado, el Thyssen, el Reina Sofía, el British Museum, el Louvre, el Palazzo d'Uffizi, el museo Rodin, el Hermitage, la Galería Tretiakov, el Museo de Arte Contemporáneo de Caracas y las catedrales de toda Europa. Ha visto bailar a Nureyev, a Plitetskaya, a Alicia Alonso, a Bocca, a Barishnikov y a las mulatas del Copacabana. Se ha extasiado con Pau Casals, Plácido Domingo, Antonio Mairena, los Rolling Stones, Police, Paco de Lucía, Alfredo Kraus, Carreras, Al Di Meola, Santana, Pavarotti, Yo-Yo Ma, John McLaughlin y Montserrat Caballé. Ha entrevistado a Borges, García Márquez, Vargas Llosa y Frederick Forsith. Ha tenido el placer de discutir acaloradamente con Margaret Mead. Presume de haber conocido personalmente al Dalai Lama. Ha escrito las tres novelas que encontrarás en ”Barnes & Noble” y está escribiendo otra, "Juego de rol".

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    Concierto de Violin para un Hada Triste - Dimitry Kashkaroff

    Concierto de Violín para un hada triste

    Por Dimitry Kashkaroff

    Smash Word Edition

    Octubre 1995

    Sumario.

    1.- Un hada pasada de copas.

    2.- No sabéis pedir un deseo.

    3.- El mejor cliente de Rusalka.

    4.- Exceso de talento.

    5.- Las desventajas de ser otro.

    6.- El espía que supo demasiado.

    7.- Más amor del necesario

    8.- Como dos deseos pueden ser unos.

    9.- Fugas espectrales.

    10.- Confesión Post Mortem.

    11.- Me gustó su Adagio.

    12.- Exceso de vida.

    13.- Comprendí que estaba muerta.

    14.- Amor entre las ruinas.

    15.- No amarás un espectro.

    Personajes

    Notas

    1.– Un hada pasada de copas.

    Cualquier viajero que, cansado, o abrumado por la insolencia de la geografía rusa, decidiera hacer un alto en su camino en Rusalka¹, disfrutaría de un inesperado atractivo, adicional a los del paisaje.

    Y además, gratuito.

    Porque al caer la noche, todas las noches y con sólo abrir un poco las pesadas ventanas, los huéspedes de esa rústica posada situada en un recodo de la carretera, a pocos pasos del lago Katúñ, tienen el raro privilegio de extasiarse ante un excelente concierto de violín. Ejecutado fuera de la posada, en las orillas del lago.

    Aquello, claro, resulta particularmente sorprendente en invierno.

    Si la curiosidad le impulsara a salir y la noche le permitiera hacerlo, ese hipotético viajero descubriría a un hombre de unos sesenta y sin duda intensos años, de pelo blanquísimo, hirsuta barba del mismo color y ojos brillantes como diamantes negros, que, con un cigarrillo entre los labios y sentado sobre un leño a la orilla del lago, toca con pasión de lunático un Stradivarius tan legítimo como su talento, sin advertir a nadie que se le acerque o sin dar muestras de hacerlo.

    Lo hace todas las noches del año. En uno de los parajes con inviernos más fríos en nuestro planeta.

    Y si nuestro viajero indagase un poco, descubriría que Arjipov, el joven y pelirrojo tabernero dueño de Rusalka, le da a Griboyedov (que así se llama el violinista, Nikolai Vladimirovich Griboyedov) las tres comidas y una pequeña habitación en la buhardilla. Con vista al lago, en justa compensación por su música.

    Claro está, algunas veces, el viejo necesita unas monedas para reponer una cuerda rota, comprar cigarrillos o una shapka² nueva o para dejar una limosna a los pobres, que los hay sin consuelo de violines, en la pequeña iglesia de madera donde todos los domingos reza sin pedir nada a su Dios.

    En esas ocasiones, Nikolai Vladimirovich también toca de día y acepta una que otra propina.

    Pero entonces, su música se parece más a la destreza de fenómeno de feria de sus dedos que a su alma de viejo adolescente.

    Porque de noche toca recordando a Tania.

    Y, con su música, le ruega a Fieya que vuelva a intentar un milagro.

    El violinista llegó al lago hará unos veinte años, durante una fuerte tormenta invernal.

    Al salir de la curva, el lago emergió de repente ante su vista, velado por las densas cortinas de nieve como el improbable fantasma de un mar en medio del bosque. Los árboles, de punta en blanco como novias de la noche rusa, parecían burlarse de los súbitos estertores del vehículo, quizás en un intento de persuadir a éste de las evidentes ventajas de su absoluta inamovilidad vegetal.

    En una carretera rusa, en una comarca tan aislada del mundo como lo había estado el país y en una noche tan tormentosa como su historia, a Nikolai Vladimirovich Griboyedov empezó a fallarle el coche.

    Una situación así, en los últimos días del invierno, hubiera llenado de justificada zozobra el espíritu de cualquier persona en sus cabales, claro. Porque –como sabréis todos vosotros– las promesas primaverales no han salvado a nadie de morir congelado.

    Griboyedov, como solía hacer en circunstancias difíciles, intentó engañarse silbando Dos guitarras, un sortilegio con excelente reputación entre los de su gremio. Pero debo decir que aquel percance, más que asustarlo, le había puesto triste.

    Y no precisamente por la tendencia a la melancolía del alma sin duda alguna eslava que animaba a Griboyedov.

    La verdad era que ya le habían fallado demasiadas cosas en su vida.

    "Bien, bien, –se dijo, o acaso le dijo al coche– caminas todavía, ruedas pero fallas, pierdes el ritmo, toses, anuncias tu final inminente. Sabes que estás llegando al límite de tus fuerzas… Igual que tu conductor… Un esfuerzo más, compañero. ¿Crees que valdrá la pena? ¿Un último esfuerzo de tus demacrados caballos sin fuerza, ah? Anímate, creo ver una luz..."

    Ante la perspectiva de una inminente renuncia del coche a ulteriores esfuerzos, el poco convencido Griboyedov trató de animarle, desafiarle, azuzarle: No, si sólo eso me faltaba. Después de todo, parece incluso que tendré que darte las gracias, por no haberme dejado tirado en medio de la carretera y haberte arrastrado, jadeante y conmigo a cuestas, hasta un refugio. ¿Podrás hacerlo?

    Pronto descubrió, con alivio de náufrago besando playa, que la lejana luz filtrada por la niebla se convertía en el fantasma de un viejo letrero de neón.

    Con la mitad de sus letras fundidas, anunciaba a todo el que quisiera atender su mensaje (y Griboyedov quería) la existencia –justo debajo de él– de una hospitalaria taberna: Rusalka.

    El invierno había obligado a encerrarse hasta a la luz. Para protegerse del frío, todas las contraventanas del edificio estaban cerradas y, a través de la niebla, solo se apreciaba la silueta del vetusto caserón de dos pisos, iluminada por la débil luz del reclamo publicitario.

    En vista de las circunstancias, Monsieur Griboyedov, pese a la voluntad de fuga que lo había arrastrado hasta aquellos lejanos parajes, se vio obligado a detenerse, con la intención de pedir albergue y preguntar por un mecánico en la taberna.

    "¿Habrá alguien capaz de resucitar tus poquitos, escuálidos, caballos? –se dijo– Y además...¿Valdrá la pena? "

    Empujado por la inexistencia de opciones, Griboyedov cerró con llave su asmático vehículo, preguntándose por qué lo hacía, recogió su magro equipaje –un violín en su estuche y una maleta no mucho más grande que éste– y atravesó casi a la carrera el breve pero denso trecho de niebla que lo separaba de la puerta del establecimiento. Al entrar en la taberna, sacudió con energía la nieve de sus pesados zapatos de invierno, maldijo las extravagancias de su sino y se sintió a punto de arribar a una determinación trágica por irreversible.

    "Una vez más, –pensó– una isla de calor. Acogedora incluso. Pero, como todas ellas, irremediablemente ajena".

    El hombre, alto, de hombros anchos, larguísimas piernas y bien cuidada barba entrecana, suspiró una vez más y, tras quitarse el pesado abrigo, la barata shapka de piel de conejo y los guantes, y entregárselos junto con su maleta a un pecoso muchacho que se acercó a atenderlo, puso el violín sobre una de las mesas y le echó un vistazo al salón principal del establecimiento.

    Se trataba de una habitación de considerables dimensiones, que no parecía demasiado llena con una decena de robustas mesas de cuatro puestos, cubiertas por muy limpios pero muy remendados manteles blancos. Un enorme aparador, poblado de botellas, vasos y unas cuantas fuentes con pirozhkí³ (pocas: el lugar no parecía demasiado frecuentado) ocupaba una de las paredes. La chimenea se encontraba en la de enfrente y el alegre crepitar de sus llamas la convertía en protagonista indisputada de cualquier jornada que confluyese en Rusalka.

    Cualquiera de nosotros, feliz de haberse librado con tanta facilidad de un accidente que pudo haber sido fatal, cansado, ante la visión espléndida y reconfortante del fuego, hubiera descansado unas cuantas horas antes de dedicarse a solucionar el futuro de un automóvil con demasiado pasado.

    Más aún en la situación de aquel señor quien, por poco que se hubiera detenido a pensarlo, hubiera tenido que confesar que aquel vehículo y cualquier otro vehículo no le importaban gran cosa.

    Porque, aquí entre nosotros, no tenía lugar alguno a donde ir.

    Pero, aún así, Griboyedov exigió algunas respuestas antes de permitirse pensar siquiera en aceptar los amables ofrecimientos que le hiciera el dueño del establecimiento.

    Una copita de vodka, caballero. Hay que entrar en calor. le dijo éste y también: Pruebe unos de estos pirozhkí que mi mujer acaba de preparar. No encontrará otros así en toda la región.

    Y refrendaba la sinceridad de sus opiniones con su robusta cintura y amplios carrillos sombreados a esas alturas de la jornada por una muy poblada barba.

    Pero el viajero se mantuvo inflexible ante aquellas tentaciones por lo que el posadero, tras emitir un suspiro que fue todo un discurso de incomprensión absoluta, no tuvo más remedio que confirmarle a aquel hombre extraño

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