Gigantescos, deformes o peligrosos, los monstruos se conceptualizan como seres anómalos que desafían el orden y la norma. Unicornios, siameses, basiliscos, licántropos o ballenas se integran plenamente en esa categoría de lo maravilloso, lo horrendo y lo terrorífico que tan a menudo se encuentran en la propia definición del prodigio. Los monstruos, sin embargo, no son patrimonio exclusivo de la literatura de terror, de las fábulas ni de los libros medievales de viajes: también los textos sagrados exploran la existencia de criaturas grotescas, desmesuradas o aberrantes, incluida la Biblia. ¿Cuáles son, pues, las principales criaturas monstruosas descritas en el libro sagrado? ¿Cuál es su simbología? ¿Y qué función despliegan los monstruos en el texto?
Nos hemos acostumbrado a utilizar el término monstruo en una variedad de contextos en apariencia contrapuestos. Lo mismo se usa para aludir a una anomalía de la naturaleza como para referirse a seres de tamaño descomunal, a criaturas especialmente feas o espantosas, o incluso a las personas que poseen dotes extraordinarias y sobresalientes en un campo determinado. Si se atiende a la etimología del término, sin embargo, vemos que «monstruo» deriva del latín , un vocablo emparentado tanto con –«mostrar, revelar»–, como con –«advertir»–. En las culturas de la antigüedad y en especial en aquellas de matriz politeísta, el monstruo era una criatura que pertenecía al ámbito religioso y que transmitía un mensaje divino. En Mesopotamia, los adivinos interpretaban el nacimiento de seres deformes como expresión del parecer de las divinidades, como también lo hacían los romanos, quienes veían los como presagios catastróficos. En la antigüedad, por tanto, la existencia de