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Naguales
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Libro electrónico103 páginas1 hora

Naguales

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En la Costa Chica de Oaxaca, al igual que en otras latitudes de esta América nuestra, los naguales son animales visibles, tangibles, con dimensiones precisas por los lados, el frente, atrás, arriba y abajo; viven en armonía con la naturaleza y con los elementos tierra, agua, y aire; sufren con el fuego, por lo general utilizado en forma violenta contra ellos.
Pueden servirle al hombre, y servirse de él; ser compañeros, amigos, hermanos del ser humano.
Este libro reúne el contar de los vecinos sobre la interacción entre los oaxaqueños y su nagual.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 oct 2020
ISBN9786079281038
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    Naguales - Rafael López Jiménez

    nagual.·

    Godeleva

    UN DÍA preguntaron desde la calle por Godeleva. Nadie supo dar razón. No la vieron atrás del mostrador. En la tienda, la buscaron intrigados porque allí estaba hacía pocos minutos, pero desapareció. Un viejo preguntó por ella, iba de paso con rumbo al panteón.

    De pronto se escuchó un rugido aterrador procedente de la bodega.

    El dueño de la tienda envió a un empleado a ver qué sucedía. Éste fue, regresó, informó: nada. El patrón envió a otro, tampoco vio algo. Pero se oyó otro rugido, hasta asustó a los clientes.

    Una empleada se ofreció a ir.

    —Aprendan, miedosos —dijo don Pancho.

    Desde su escritorio el patrón se había dirigido a los dos empleados que dijeron no encontrar el origen de aquellos rugidos. Lo hizo como un reproche al nerviosismo con que se los vio regresar.

    Todo fue asomarse al almacén y la mujer regresó con la cara descompuesta; no paró hasta el escritorio del patrón, quien tampoco mostraba tranquilidad en el semblante.

    —Si viera, don Pancho.

    —¿Qué es?

    —… Lástima que no pueda verla.

    —¿Ver qué? Yo quiero saber qué animal está en la bodega.

    —No es animal, patrón, es Gode.

    —¿Godeleva ruge así?

    —Como tigra.

    Era una imagen extraña.

    —¿Qué hace ahí? ¿Cómo se subió?

    No recibió respuesta.

    —Parecía una gata espantada —comentaría Pancho Mayrén—. En cuatro patas, desnuda, encaramada en la tabla de los quesos que se mecía despacio, moviendo las brazas ardientes de los ojos conque resplandecía su cuerpo de azabache.

    La tabla de los quesos era común en las casas de los rancheros, como lo había sido la casona donde ahora se encontraba la tienda de abarrotes. No alcanzaba un metro de largo ni los treinta centímetros de ancho. Pendía del techo, de una viga lateral sostenida con alambre a una altura de dos metros; así los quesos se protegían de los ratones, gatos y perros, mientras se oreaban o se secaban, según fuera la demanda.

    —… Ric, ric, ric… rechinaban los alambres de la tabla —agregó don Pancho—. Y el movimiento de regreso la llevaba hacia nosotros. No salía de la sorpresa cuando oí a uno de los dependientes:

    —Y, ¿si se avienta, don Pancho?

    —¿Tú qué haces aquí? —preguntó el tendero desde afuera de la puerta porque Chefa no lo había dejado entrar, y le ordenó—: ¡vete a cuidar el mostrador!

    Con mucha precaución pusieron una escalera sostenida en la viga. A Gode le dieron una manta y un vaso con agua. Luego enviaron a su casa por una muda de ropa pues había desgarrado la que traía puesta. Su compañera, Beatriz, se encargó de atenderla.

    —Estaba asustada —comentaría Beti— estaba en peligro.

    —Vaya que fue un salto felino —celebró el tendero una vez tranquilizados.

    Ella no dijo una sola palabra del asunto, ni con todo y la presión de preguntas y amenazas.

    Poco después dejó de presentarse.

    Pero el chisme, el chisme, atraía personas a la tienda y animaban el rincón donde se hallaba el escritorio del buen conversador don Pancho:

    —Hace tiempo los animales convivían con los hombres. Se respetaban entre sí. Y se ayudaban. En muchos casos se identificaban, y era frecuente que se buscaran unos a otros. Los hombres encomendaban a sus hijos recién nacídos a los animales de la selva o de los ríos y de las lagunas, aquel era un rito mediante el cual se convertían en naguales.

    >Entre los indios no existían las religiones que ahora se conocen. El nagualismo era su religión. Después, los negros, traídos de África, aprendieron eso y lo practicaron.

    >Las personas empezaban a parecerse en algo con algunos animales. Una persona fuerte era nagual de tigre o de león. Un audaz era nagual de zorro. Y se decía: fulano es nagual de zorro, por ejemplo, o bien fulano es zorro.

    >A veces no los identifican porque las personas llevan una vida normal en su trabajo y en la relación con los demás, pero no faltan sucesos que permiten descubrirlos.

    >Acá se usan de igual manera las palabras, tono y nagual son lo mismo; y si alguien dice nahual se refiere a lo mismo.

    Godeleva Mondragón, Gode, una joven negra, fuerte, bonita, seria, trabajaba en esa tienda de Pinotepa Nacional. Cuando se trataba de vender al menudeo movía cajas y costales pesados sin arrugar la cara; sacaba los rollos de alambre de la bodega para satisfacer algún pedido. Era incansable. Prefería caminar descalza, decían que para no hacer ruido.

    A veces se le veía muy distraída, con la mirada perdida en la lejanía; los clientes la volvían a su lugar, o el patrón, con llamadas de alerta: ¡Muévanse, muévanse! ¿Qué quiere María?, ¿qué quiere José? (si se trataba de indios) ¿Qué quiere la morena?, ¿qué quiere el moreno? (si alguna negra o un negro entraban en el local).

    —Andabas muy lejos —le dijo un día un señor mirándola a los ojos— pero ya que regresaste, ¿me haces el favor de venderme un kilo de cable de tres hilos? Voy a ir a sabanear allá por tu tierra.

    Otro día una señora llegó a la tienda y no preguntó por precios o por alguna mercancía, se dirigió a ella como a una gente de mucha confianza:

    —No encuentro a mi vaca pinta. Mi marido ha sabaneado por todo el rumbo.

    —Búsquela mañana usted, en el aguaje del Palo Gacho.

    A los dos días volvió la señora. Le regaló un queso fresco envuelto en hoja de yucucata:

    —Llegó, mi’ja —le temblaba todo de miedo, de qué más— gracias.

    En otra ocasión Elia Bustos, una morena de buen ver, le puso la queja de que en La Majada, Tirso Vargas salía a molestarla cuando pasaba por ahí. Ella le aconsejó:

    —El viernes, a las cinco de la tarde, aparece tú en La Majada; le vas a decir a Tirso que no te moleste más. Pero no te vayas a asustar.

    A las cinco de la tarde del viernes, en La Majada, Tirso vio un tigre que se le acercó enseñándole los dientes y colmillos bien pelados. Se le fue el habla y perdió el color.

    —Si no hubiera sido por Elia que le habló, me mata —platicaría después con humildad el

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