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Fumando espero
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Libro electrónico252 páginas4 horas

Fumando espero

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"Fumando espero" es una novela sobre la libertad y la belleza, sobre la necesidad de trascender desde los más caprichosos motivos. El poeta Virgilio abandona Cuba para conseguir un preciado anhelo, el embalsamamiento de sus manos. Pedro Ara, un famoso embalsamador, se desempeña en la compleja Argentina de Borges y el general Perón. El protagonista debe desafiar, junto al resto de los personajes de la historia, el fanatismo político, la revolución de Perón y la propia muerte de Evita que le ha robado a su anatomista. Virgilio debe destruir la momia de la primera dama e involucrarse en la densa materia de la Historia para hallar la trascendencia, para poder convertir lo bello en una sustancia legítima para todos los tiempos. Es "Fumando espero" un texto que privilegia la anécdota, el viaje como finalidad, y que reconstruye una versión posible de una Argentina ambigua. En esa nueva búsqueda de lo real se libera la imaginación de un Virgilio que traza los acontecimientos desde la literatura, desde un sitio exterior donde se suscita un esencial descubrimiento de los hechos del pasado, de lo apócrifo del pasado y sus alteraciones. Esta novela resultó en 2005 primera finalista del Premio Rómulo Gallegos.
IdiomaEspañol
EditorialRUTH
Fecha de lanzamiento20 sept 2017
ISBN9789591019424
Fumando espero

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    Fumando espero - Jorge Ángel Pérez

    El día que me quieras

    Tales eran las dimensiones de mi ombligo que el médico usó término griego para definir el mal que me aquejaba: onfalitis, señora, su hijo sufre una onfalitis.

    Dos días llevaba en este mundo y desde ya me convertí en atracción para el vecindario y en motivo de discordia entre el médico y mamá. Su hijo sufre una onfalitis, aseguró el médico a mi madre, haciéndola sentir culpable: «El cuer­po del bebé debió ponerse en contacto con gérmenes de su vulva, señora, toda la zona pélvica puede estar infectada». Dos horas duró el careo. Dos horas de confrontación y es­clarecimiento. Mamá, severísima, increpando al médico por sospechar la existencia de gérmenes en su vulva, defendien­do su pulcritud como gato boca arriba, porque ella era lim­pia, la más limpia, y nunca sintió un escozor, ni siquiera una ligera molestia; jamás, fuera del aseo, llevó un dedo a sus partes, nada que denunciara la existencia de tal enferme­dad. «Pregúntele a mi marido y observe a mis hijos. Tres partos sin la necesidad de un médico. Cada vez recibió la comadrona niños sanos y rozagantes».

    ¿Qué Parca dictó tan horribles presagios a este cuerpo? Yo hipando tras el llanto, quejoso por la inflamación, por el dolor, y exhibiendo un ombligo atroz y desproporcionado. Tan grande era la superficie infectada, tan roja y caliente, que el médico usó un término griego en lugar de referir que padecía de inflamación en el ombligo. Onfalitis, señora, su hijo padece de una onfalitis, y mamá empecinada en desacreditar al médico: «La tijera estuvo lista desde va­rios días antes del nacimiento: afiladísima y desinfecta­da». Se encargó ella misma de la asepsia. Tan empeñada estaba mamá en que la tripa fuera separada de mi cuerpo con el mismo objeto con que zanjaron la de mis herma­nos, que no dejó a nadie trabajar por ella. Los quince días previos al parto los ocupó sacando filo a ambas ho­jas de la tijera, para dejarla más tarde entre borbotones de agua hirviente. ¿Qué bacteria era capaz de soportar una hora de calor y burbujeo? El alumbramiento ocurrió en Mantua el 8 de agosto de 1912.

    Nunca he dudado de la molestia de las Parcas ante el empeño aséptico de mi madre y por su devoción hacia la tijera que cortaría la tripa de mi ombligo. ¿Con qué hebras tejieron, entonces, mi destino? Dice mamá que chillé como un cerdo en el instante en que su matador le atraviesa el corazón con un cuchillo afilado. Gimoteando yo mi dolor y reídas Las Parcas por su venganza. Tan desgarrador era mi llanto que mamá me tomó en sus brazos llamándome Cucú. «Cucusito de mamá, pobre el niño al que le duele el ombliguito que cortó una bruja destripadora, no llore más mi Cucú, mamá lo va a curar». Mi hermana Eneida creyó, al escucharla, que mi nombre era Cucú, siempre tuvo muy buen oído y para entonces ya hablaba. Aunque me registraran el día del bautismo con el nombre de Virgilio, no he consegui­do que Eneida me llame de otra forma, para ella siempre he sido Cucú. Tan en serio tomó los comentarios de mi madre que odió en lo adelante a la comadrona, dando como única razón el abuso que cometiera al cortar la tripa de mi ombli­go con una tijera larga y muy afilada. «Al menos pudo haberte lavado un poco, Cucú, ¡estabas tan sucio!»

    Después sí que me lavaron bien, y como mamá se negó a seguir los remedios que recomendara el médico, me emba­durnaron la parte donde hicieran el corte con una loción: Ombligo de Venus, el aceite que hacía que sanara pronto y que no creciera. Según la comadrona, si no se unta Ombligo de Venus el tejido intenta crecer, regenerándose, igualito a la estrella de mar cuando le arrancan una de sus puntas. Parece que mi dosis de Ombligo de Venus fue exacta y bue­nos los masajes. A pesar de la infección de mis primeros días tengo un ombligo precioso, un ligero hundimiento en la parte baja de mi abdomen.

    No recuerdo nada de ese día ni de los que sucedieron más cercanos. Por más que intento no consigo ver el rostro de la comadrona pidiendo a mamá que pujara, no percibo sus manos atrapando mi cuerpo ni cortando diestra el cor­dón. Creo en la importancia de ese instante, sobre todo por el énfasis que puse en los chillidos, al menos eso me conta­ron. Cualquier cosa puede ser trascendente, solo depende del énfasis. El corte de mi ombligo y su infección fueron trascendentes, pero no puedo detallar mucho, no consigo insistir, el énfasis se pierde en el intento. Me pregunto si sería capaz de mantener el interés de algún lector sobre este evento. El corte de mi ombligo y una enfermedad provoca­da por Las Parcas durante doscientas páginas sería dema­siado retórico y carente de acciones.

    Si me lo propongo puedo lograrlo, quizá haciendo co­nexiones entre mi ombligo y los de otros. El de Visnú sería una buena elección; el ombligo al que le crece la flor de loto de donde sale Brahma. Me apena que del mío no salga nada. A veces sí, cuando me descuido puede llenar­se de una costra negra; húmedo el polvo, se va pegando al huequito. Si persisten en el abandono podría dar vida a un vegetal.

    ¿Qué tal si me dibujara a mí mismo sobre un papel, como si fuera el individuo de Da Vinci en Las proporciones del hombre? Será buenísimo, de esa manera conseguiré cierta conformidad con mi cuerpo y sus proporciones, pero creo que esa simetría en mí resultaría inexacta. Observando mi ombligo he comprobado que está más cerca de la pelvis que en el resto de los humanos, que la distancia de la cabeza al ombligo es mayor que la que existe del ombligo a los pies. Soy un hombre desproporcionado, definitivamente asimétrico. Talento tengo, y mucho, cómo podría negárseme la certeza de la existencia de mis aptitudes si soy inteligente. Sin embargo, es mi propia inteligencia la que me obliga a comparar el talento que poseo con mi fealdad. Soy feo y excelente poeta. Estoy seguro de que futuras generaciones quedarán admiradas con mis versos, pero yo no estaré para mirarlo, para disfrutar de sus encantamientos. Soy poeta per­durable y pobre mortal. Soy asimétrico. ¿Será también culpa de Las Parcas, de la enfermedad que provocaron el día de mi nacimiento y que el médico definiera con término griego?

    Conozco lo que me han contado mi madre y mi hermana Eneida. Me gustaría que me asistieran, fluidísimas, esas imá­genes, las imágenes siempre ayudan. Soy un voyeur que precisa de un resquicio por donde entrarle a las cosas. Un detalle mínimo puede despertar mi imaginación, su ausencia me anula. Si tuviera una foto sería distinto. Un retrato de la comadrona cortando el ombligo mientras mamá, con los la­bios recogidos hacia delante y en círculo, parezca pronun­ciar: Cucú. Mucho me ayudan las fotos, me encantan. He dedicado largas horas a la contemplación de fotos familia­res. Como soy hombre de tradiciones, un espíritu atávico me anduvo rondando. Las conversaciones con mi hermana y las fotos fueron el centro de mi existencia. Ese atavis­mo me anuló durante un tiempo. En cada retrato intenté encontrar una explicación de los sucesos trascendentes de mi vida y de las vidas de los míos. Tengo uno que me encanta. Mi hermana y yo sentados en una poltrona, casi desnudos: ella con un blúmer, yo con un calzoncillo. En la foto, como si hiciera un pequeño giro, quedó mirándome a los ojos; algu­nas veces, cuando la observo, tengo la sensación de que me increpa y que está molesta con mi comportamiento, en otras ocasiones su expresión celebra mis actos, sus ojitos brillan admirados y me sonríe. Cuando debo solucionar un asunto, cuando dos posibilidades me asedian y mi hermana de car­ne y hueso no está delante, pregunto a la de la foto. Si sus ojos brillan, si en los labios consigo notar una sonrisa, tomo una determinación contraria a la que tomaría en el caso de que la notara seria y con ademán increpante. Si he roto con algunas costumbres y ciertos atavismos, no puedo abando­nar este. En careo con la foto tomé decisiones en múltiples ocasiones. Ahora recuerdo, al descubrir mis largos y delga­dos dedos flexionándose sobre las teclas de esta máquina de escribir, una decisión importante.

    Aunque tuve a Eneida parada frente a mí en incontables circunstancias, aunque la consultara una y mil veces mirán­dola a los ojos, fue el retrato el que me llevó finalmente a tomar una determinación. Me pregunto cuál de Las Parcas se posó en la foto, cuál de ellas ocupó el lugar de los ojos de mi hermana para hacerme viajar a Buenos Aires.

    Mucho he mentido o evasivas han sido mis respuestas a quienes se interesaban por los motivos que me obligaron a marcharme. Aún hoy se empeñan en asegurar que la única razón que me impulsara al exilio, a pasar frío en Buenos Aires cuando en La Habana se morían de calor, fue la penuria de mi bolsillo; miseria de espíritu tienen quienes se limitan a dar esta como única razón. Una beca y la pobreza literaria de la ciudad me sirvieron para dar el salto y eso comuniqué a todos como pretexto. No faltó quien intentara persuadir­me. «Si buscas una verdadera vida literaria el lugar es Pa­rís». Quizá tuvieran razón, pero antes no había estado en el viejo continente para caminar cerca del Palais Royal, nunca pude sentarme y alargar la mano, para alcanzar una taza en el café de la Regence. No vi a Mayot jugar al ajedrez ni me interesó tal juego; soy apasionado a los naipes como las viejas damas francesas, sin embargo me hubiera gustado ver a Mayot en aquella sala de la Regence desafiando a Diderot. El escritor iba cada tarde a jugar una partida y a cumplir con la escritura de El sobrino de Rameau. En su lugar tuve la sala de ajedrez del Café Rex en la calle Co­rrientes; qué extrañas relaciones guardan las salas de aje­drez con la escritura. Tuve el café Rex, y en lugar de Diderot, a un conde polaco exiliado en Buenos Aires: Witold se lla­maba, y su apellido era Gombrowicz. Pero ninguna de esas razones me llevó a la letrada ciudad del sur. Yo, Virgilio, mentí, intrigué, realicé pequeñas y grandes maniobras con tal de llevar a buen fin un proyecto, mi obsesión.

    De esta obsesión poco conocía la Eneida. Algo le conté a punto de partir, también a mi amigo Pepe, bajo juramento de absoluta discreción. Quedaron espantados al enterarse de que el motivo de mi viaje a Buenos Aires tenía que ver con la presencia en la ciudad de cierto aragonés, de nombre Pedro Ara, attaché cultural de la embajada española en Argentina y famoso embalsamador, tanto que alguna vez le encargaron la restauración de la momia de Lenin sin que aceptara. Escuché hablar de él e incluso pude ver la foto de una de sus obras: el busto embalsamado de un mendigo. Era maravilloso, y al verlo quedé absorto; la atracción que en mí produjo me obligó a guardar cama durante varios días; no alcanzaba a pensar en otra cosa, ni siquiera la lectura ayudó a que apartara mi pensamiento de tal asunto; fiebre, sudores y la imagen del mendigo, resultaron mi única com­pañía. El viejo embalsamado parecía presto a cumplir con sus faenas de mendicante, que en cualquier momento, ata­viado con sus ropas raídas, saldría a la calle. Pedro Ara, sin duda, era un eternizador, el más importante de los que yo hubiera oído hablar.

    Abandoné la cama exclusivamente para buscar un fotó­grafo: quería hacerme retratar junto a una calavera, un pri­mer plano donde aparecieran el cráneo y mi cara detrás. Completada mi solicitud, inicié una comparación. En una mano tomé la foto donde aparecía el mendigo en lo alto de un pedestal; la que consiguiera de mí el fotógrafo lindante al cráneo, en la otra. En el retrato que encargué se apreciaba lo que más tarde sería yo mismo: hueso despoblado, ama­rillento y compacto calcio que llegarían también a descom­ponerse, y no sería más que granitos de calcio batidos por el viento. Aparecían en el retrato mi presente y mi futuro. Entendí lo que me quitaba el sueño, la causa de mis preocu­paciones: estaba obsesionado con la trascendencia, o me­jor, con la eternidad física, y digo mejor porque la trascendencia significa la aceptación de un pasado y un fu­turo, y yo quería que el primer predicamento de mi cuerpo estuviera en la existencia fuera del tiempo, que no tuviera un pasado ni un después, que siempre me nombraran en pre­sente. ¿De qué serviría la permanencia de mis versos? ¿Para qué ser un grande de la poesía, admirado rapsoda, si mi cuerpo podía ser volatilizado por un ligero vientecillo? Yo no deseaba tan solo la eternidad que podían aportarme los versos, añoraba verme convertido en materia incorruptible.

    No volví a separarme de las fotos, apetecía la eternidad del mendigo. En momentos de duda consulté el retrato de mi infancia, indagué en la mirada de Eneida cuando fue pre­ciso decidirme. Antes realicé una prueba, y esa prueba con­tundente terminó por aclararme algunas dudas. En la má­quina de escribir coloqué ambas fotos: la del mendigo y la mía con la calavera. Encerrado en mi cuarto movía los de­dos golpeando los pulsadores. A la izquierda el retrato donde aparezco con la calavera, y a la derecha el mendigo eterno en su pedestal. Cada golpe en las teclas tratando de llenar el blanco de las páginas hacía que se desplazara el rodillo con mi foto girando junto a la página, alejándose cada vez más a la izquierda. En el instante de apretar la palanca la imagen del mendigo conseguía el centro: la eter­nidad lo asistía. Encerrado en mi cuarto, acompañado por aquellas fotos, un cigarrillo humeante y mi máquina de es­cribir, tuve la certeza de que asistía a un evento singular: estaba consiguiendo la permanencia de mis páginas y de­bía asegurar la de mi cuerpo.

    Siempre he pensado en grande. Ubicada a la izquierda mi mortalidad, la alejaba. No la negué, no intenté esconder­la, era ella, la angustia de saberme mortal, lo que me haría escribir mis mejores versos. Serían ellos los que me pon­drían frente al embalsamador.

    Como mi cara estaba por encima del cráneo era la pri­mera en perderse con los giros del rodillo, la calavera emergía airosa, la muerte física me perseguía, la desaparición de mi cuerpo se volvía evidente. Sin embargo, cuando el mendigo era tragado por el rodillo permanecía el pedestal, también perpetuo. Solo los eternos, los incorruptibles inmortales, tie­nen la venia de descansar sobre un zócalo. Aquel que fue menesteroso alcanzó más apostura, su pobreza se transfor­mó en garbo y una columna sostenía su donaire, mientras yo, pobre mortal, no sería más que puro hueso descarnado.

    Eso fue solamente el inicio. Las visitas a Flora la manicura completaron mi idea fija. Adoro estas manos con las que escribí excelsas páginas. Son, por suerte, la parte más hermosa de mi cuerpo. Cada semana visité a Flora, ella notó la belleza de mis manos, adoraba las ajenas. «Las tu­yas, Virgilio, son las más hermosas». Su casa, con cuadros de pintores famosos donde resaltaba esa parte del cuerpo, era un santuario de manos. Gustaba infinitamente de El ca­ballero de la mano al pecho, el cuadro del Greco; de este mismo pintor tenía otra reproducción: San Ildefonso escri­biendo. Según ella, el mismo amaneramiento del santo era el que imaginaba en los instantes de mi escritura. Sobre su mesita de trabajo tenía un Buda javanés absolutamente des­nudo, que con las uñas de una mano limpiaba las de su con­traria. Cierto día me esperó con una sorpresa: «Desde ahora tú serás la amante de Ludovico Sforza», y mostró displicen­te La dama del armiño colgando de una pared; la cara no era la misma que pintara Leonardo, no eran los ojos de la duquesa, ni la boca pequeña, ni su larga nariz. Transforman­do cada rasgo, ella misma trazó mi cara en el lugar de la de Cecilia Gallenari. Yo era La dama del armiño; el pelo ceñi­do y abierto al centro hacía resaltar la estructura abombada de mi cabeza; del cuello me colgaba un aderezo de perlas y los senos eran apenas perceptibles. Flora sonrió cuando me detuve a observar asombrado la mano que acariciaba al animalito, y miré también las mías: eran idénticas. Leonardo había admirado la belleza de unas que eran sinónimas de las mías. La visión de esas manos, los comentarios de Flora, me llevaron al recuerdo de Maxime du Camp visitando a su amigo Flaubert. Maxime no había reparado antes en las manos de su amigo, ni siquiera en tiempos de amistad glo­riosa, en los instantes en que entregaba Madame Bovary a la Revue de Paris. Tenía conciencia de la grandeza de la novela pero nunca la relacionó con las manos del autor. No percibió su excelencia hasta aquellos días de amistad lastimada, hasta aquel día en que lo visitara en su casa de Ruan. Ese día imaginó a Flaubert escribiendo; sujeta la pluma hundiéndola en el tintero, luego al papel blanquísi­mo en el que tatuaría cada suceso memorable de la nove­la. Conmovido las miró por largo rato y debió de quedar perplejo imaginando el instante en que Flaubert describe la agonía y la muerte por envenenamiento de madame Bovary. Años después hablaría de tal encuentro.

    Supongamos que acababa de releer la novela, que frente a él recordara el instante en que Carlos descubre las manos de Emma manipulando las agujas para coser unas almohadillitas. Emma se pincha y sale sangre de su dedo, lo lleva a la boca, chupa la sangre, vuelve a manipular la aguja para volver a pincharse, vuelve a chupar para cortar el sangramiento, para que Carlos descubra esas manos, para que lo sorprenda la blancura de esas uñas brillantes y de agudas puntas, más limpias que los marfiles de Dieppe y cortadas en forma de almendras. ¿Eran bellas las manos? No para Carlos Bovary. No tenían la palidez que lo habría deslumbrado, demasiado enjutos los dedos. ¿Acaso mira­ba Flaubert sus manos para describir las de Emma? ¿Eran sus dedos flacos o regordetes? ¿Describiría la forma que repudiaba para una mujer? ¿Será que al mirar las suyas des­cribió las opuestas? El caso es que lo que más disfrutó de Emma el médico fueron los ojos que, aunque pardos, pare­cían negros. Lo que más gustó a Carlos fueron los ojos de la hija de Rouault, sin embargo se detiene más en las manos, las describe minucioso, con tanta pomposidad y fineza que el lector cree en el deslumbramiento que sufrirá luego con los dedos. Pero no, no gustó de sus manos a pesar de dete­nerse en ellas en ese primer encuentro, como en ninguna otra parte del cuerpo. ¿Cuál habría sido el modelo de belle­za de manos al que aspiraba Flaubert? ¿Serían entonces sus manos, las mismas que impresionaron a Du Camp, merecedoras de ser embalsamadas? ¿Podría la visión de las mías inquietar a alguien del mismo modo en que impresiona­ron a Maxime las de Flaubert? La emoción de Flora tenía que ver con su oficio de manicura, con la belleza que supo­nía en mis dedos, con el placer que sentía al pedirme que me sentara frente a ella y cortar las cutículas, emparejar las uñas, bañarlas con un tenue brillo. «Para que sean tan limpias como los marfiles de Dieppe», observaría después de mi comen­tario de esa tarde. Pero yo quería más, no me conformé con saber del deslumbramiento de Flora por la tersura de mi piel, quería a miles de Du Camp extasiados con mis dedos, que los asociaran con los instantes en que en la soledad de mi cuarto me entregaba a la escritura. La mano en la frente dando vida a una historia; en el pecho, apaciguando el dolor de un personaje, quería a una Eneida du Camp, a un Pepe du Camp, a un Lezama du Camp. ¿Habría reparado Lezama alguna vez en mis manos? ¿Se habría preguntado cómo manipulaba el lápiz, cómo oprimía las teclas? Duda­ba, y de tal duda salieron mis deseos de hacer eternas mis dos manos. ¿Qué hacer? Pregunté a Eneida. Mi hermana sonrió consentidora.

    Esas fueron, lo confieso ahora, las causas que me lleva­ron a Buenos Aires. Nadie como Pedro Ara podía conse­guir esa eternidad. Mis manos volverían a La Habana embalsamadas, escoltadas por páginas brillantes. Siempre anhelé que fueran exhibidas dentro de una urna en la Socie­dad Económica de Amigos del País. Mi infinitud desafiante debía colmar la paciencia de todos mis enemigos y la impa­ciencia de mis admiradores. Lezama sería de los primeros en verlas. Imaginaba su vasto cuerpo subiendo las empina­das escalinatas, jadeando por el asma. He alucinado con la posibilidad de mirarlo por un huequito en el instante en que se detiene ante mis manos embalsamadas, protegidas por el cristal de la urna. Abajo una nota: «Manos del reputado». Reputado, palabra que me gusta, es definitoria. También po­dría decir: célebre, influyente, glorioso, renombrado, ilustre, pres­tigioso, famoso. Esa es mejor, famoso, porque eso soy yo, un escritor famoso, divino: eterno. Las manos del grafómano, las más excelsas manos de la literatura cubana, con las que escri­biera tantos poemas, y obras de teatro, y cuentos, y novelas. Mis manos, desprendidas del cuerpo, un poco más allá de las muñecas, blancas sobre un cojín rojo. Soñaba con su reacción y lo imaginaba boquiabierto y sudoroso. Algo incrédulo, se agacha para reconocerlas. «Son las mismas», dirá. Recorre el curso de mis venas, por donde no circula más la sangre, Pedro Ara las llenó de algunas sustancias raras. Con trabajo se inclina para estar más seguro y mira

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