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En La Habana no son tan elegantes
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Libro electrónico188 páginas3 horas

En La Habana no son tan elegantes

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Ocho son los cuentos de "En La Habana no son tan elegantes", todos desarrollados en un mismo espacio: una vieja casona del siglo dieciocho. Ocho relatos que se despliegan a través de una prosa desenfadada, a veces lírica y en ocasiones procaz, que se expanden con un dinamismo y una belleza sorprendentes. Ocho relatos enlazados, no solo por el único lugar donde transcurren, sino también por una diestra reaparición de personajes y asuntos, que muestran cada vez nuevas interpretaciones, nuevas pistas, y que van configurando un pequeño universo desesperado y amargo, y es esa misma desesperanza la que lleva al humor, a la ironía. Ocho ficciones que se contradicen y se reafirman en la risa y la congoja.
IdiomaEspañol
EditorialRUTH
Fecha de lanzamiento20 sept 2017
ISBN9789591020284
En La Habana no son tan elegantes

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    En La Habana no son tan elegantes - Jorge Ángel Pérez

    Título

    En La Habana no son tan elegantes

    © Jorge Ángel Pérez, 2014

    © Sobre la presente edición:

    Editorial Letras Cubanas, 2014

    ISBN 978-959-10-2028-4

    E-Book - Sandra Rossi Brito (Edición-corrección) / Javier Toledo Prendes (Diagramación)

    Libro Impreso - Edición: Ana María Muñoz Bachs / Dirección artística: Alfredo Montoto Sánchez / Imagen de cubierta: Alejandro Escobar Mateo

    Instituto Cubano del Libro / Editorial Letras Cubanas / Obispo 302, esquina a Aguiar / La Habana, Cuba. E-mail: elc@icl.cult.cu

    Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

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    Autor

    Jorge_%c3%a1ngel_p%c3%a9rez.jpg JORGE ÁNGEL PÉREZ, nació en Encrucijada, Villa Clara, en 1963. Varias distinciones han destacado la valía de este narrador, a pesar de que insiste en demostrarnos la insignificancia de los premios literarios. En 1995 ganó el premio David de la UNEAC con su libro Lapsus Calami. Unos años después publicó la novela El paseante cándido, que cuenta con dos ediciones en la Isla y otras en el extranjero, luego de que ganara los premios Cirilo Villaverde de la UNEAC (2000), y el Grinzane Cavour (2004) que otorga la fundación italiana del mismo nombre. Su novela Fumando espero (Letras Cubanas, 2004) dividió en polémico veredicto al jurado del Premio Rómulo Gallegos, para convertirse en la primera finalista del certamen en el año 2005. En 2006 ganó el Premio Iberoamericano Julio Cortázar por su cuento «En una estrofa de agua», que aparece recogido en el libro En La Habana no son tan elegantes, por el que recibió el Premio Cuento Alejo Carpentier 2009. Por toda su obra le fue conferida la Distinción por la Cultura Nacional.

    Ocho son los cuentos de En La Habana no son tan elegantes, todos desarrollados en un mismo espacio: una vieja casona del siglo dieciocho. Ocho relatos que se despliegan a través de una prosa desenfadada, a veces lírica y en ocasiones procaz, que se expanden con un dinamismo y una belleza sorprendentes. Ocho relatos enlazados, no solo por el único lugar donde transcurren, sino también por una diestra reaparición de personajes y asuntos, que muestran cada vez nuevas interpretaciones, nuevas pistas, y que van configurando un pequeño universo desesperado y amargo, y es esa misma desesperanza la que lleva al humor, a la ironía. Ocho ficciones que se contradicen y se reafirman en la risa y la congoja.

    Dedicatoria

    A Isabel de Bobadilla, que previó el fuego, que esperó el rescate.

    Para Eugenio C., que trajo luz al barrio en sus dos cubos, y para Rafael H., quien prometió volver para traernos toda el agua.

    Para La Habana más humilde.

    En el reino del fuego, somos una hoguera de seres.

    Gastón Bahelard

    Tengo una pequeña molestia de existir.

    Un amigo citando a Fontenelle

    En una estrofa de agua

    A todos los desaguados de La Habana,

    a sus aguadores

    Su padre nunca escuchó hablar de Anaximandro de Mileto, sin embargo, entraba en el agua asegurando que el hombre descendía de los peces. El hijo lo miraba nadar: una braceada y luego otra, agitados levemente los pies. Rítmicos los movimientos de su padre en el avance, en la conquista de la otra ori ll a. El hombre desciende de los peces, decía, y tomaba entre las manos un poco de agua para que el niño contemplara aque ll a transparencia, entonces se hundía en las profundidades para reaparecer en un salto erguido, en largos silbos que imitaban al delfín.

    Y se sumergía otra vez.

    Esteban contemplaba embelesado las habilidades acuáticas de su padre, y también se reía escuchándolo decir en cada salida, en cada salto, que era tilapia, que era jurel, tiburón, sardina. Esteban disfrutaba de cada pez que era su padre. A veces decidía él mismo:

    —Ahora serás cangrejo.

    Aunque el padre prefiriera el nadar fluido, era capaz de complacer al hijo, y abandonaba el agua. Con sus manos hacía patas y tenazas, separando bien el pulgar del resto de los dedos juntísimos, y de lado corría acercándose al hijo que esperaba con carcajada y una nueva decisión:

    —Ahora serás anguila. —Y manos y brazos eran aletas que impulsaban el buceo.

    Alguna vez no regresó de la zambullida, ni siquiera sabiendo que en la orilla, sentado y con los ojos fijos en el agua, estaba esperándolo el muchacho. Lentas las horas y él quietísimo sobre la yerba, sin atreverse a entrar. A fin de cuentas su padre descendía de los peces, su padre era un pez que en cualquier momento le daba la sorpresa, salía a flote y mostraba la más húmeda sonrisa. Nunca pensó ofrecerle ayuda y mucho menos pedírsela a otros, solo levantaba los ojos para mirar al cielo, a las blanquísimas formas de las nubes. Lejana advertencia las llamaba su papá, y salía corriendo cuando estaban a punto de brotar. Siempre esperaba al agua en el agua, porque el agua es la naturaleza que conduce, también decía.

    Esa vez, Esteban supo el preciso momento en que se desbordarían las nubes para caer metiéndose en el río, fijándose para siempre a la corriente en donde hacía un rato había entrado su viejo. Siguió creyendo que saldría jadeante y chorreando agua, que aspiraría un poco de aire para volver a sumergirse, y así sucesivamente hasta que se cansara, hasta que le advirtieran los pulmones, el dolor en las piernas y en los brazos. Esteban miraba al agua y luego al celaje, a las blancas formas que lo habitaban. Esa vez no volvió, aunque supiera que el niño lo esperaba en la orilla, sentado, sin moverse, preguntándose a qué lugar lo conduciría esa naturaleza, mirando la transparencia de las gotas que alimentaban la abundancia.

    No podía contar lo sucedido, de ninguna manera iba a traicionar la confianza del padre que lo llevó esa vez para que viera su última zambullida y seguir luego la corriente. Esteban quería que el pez en que se había convertido el padre nadara tranquilo, siguiendo el rumbo de las aguas. Él no iba a traicionar su voluntad, lo dejaría allí para siempre, a fin de cuentas los hombres venían de los peces y en ocasiones volvían a ellos. Para estar seguro, entró Esteban a la corriente y se dejó llevar por ella. Él, que siempre había preferido mirar desde la orilla, nadó buscándolo entre las algas, en las conchas del fondo, en los ojos de cada pez.

    Cuando estuvo seguro volvió a su casa.

    Lo difícil fue soportar los gritos de la madre, las amenazas. Encerrado en el cuarto escuchó cada lamento, un llanto quejoso. Y Esteban quieto, silencioso. No quería flores para su padre, prefería nubes desbordadas alimentando la abundancia de esas aguas, uniéndose a la corriente. Suplicante lloraba la madre y pedía auxilio. Fueron sus dudas las que lo traicionaron. La madre chillando, y él encogido, preguntándose: ¿Qué debo hacer? Y el miedo lo llevó a rendirse, y contó que su padre decidió no volver, que entró al agua y que allí se convirtió en pez.

    —Tu padre se ahogó —gritó la madre de Esteban y lo llamó imbécil.

    Y fueron todos a hurgar en las profundidades, y como no lo encontraron, porque el cuerpo tomó por rumbo la corriente, agarraron un pedazo de madera livianísima y encima le colocaron una vela grande y encendida, y siguieron su curso, tanto como duró el trayecto, y allí donde se detuvo la madera tan liviana y se elevó la llama de la vela, volvieron a husmear en las profundidades y sacaron el cuerpo inerte y abultado del padre de Esteban, y lo llevaron a la casa, y toda la noche lo lloraron reunidos, y lo dejaron luego en las honduras de la tierra, y volvieron a llorar, y cada vez que pasó un año retornaron hasta aquel pedazo de tierra donde dejaran al ahogado, para poner flores y para llorar otra vez.

    Esteban cree que no debió decir una palabra, no era una vela encendida sobre un pedazo de madera lo que añoraba su padre, y mucho menos que lo sacaran del agua para llevarlo a un abismo cavado en la tierra, ni que le pusieran flores y lo lloraran una vez al año.

    Esteban debió haber callado. Ahora su padre no iba a perdonarlo.

    Y escogió Esteban las preguntas o quizá lo fueron asaltando. ¿A qué lugar el agua, la naturaleza que conduce, habría llevado a su padre? ¿Acaso estaba su cuerpo de pez difuminado en las regiones seminales del mundo? ¿Acaso disuelto en los átomos del agua? ¿Era su padre un hombre? ¿Era un pez? ¿Era un tiburón o era un delfín? ¿Era vivo? ¿Era cadáver? ¿Era esqueleto de espinas? ¿Qué era? Si era cierto, como decía su padre, que el agua era la naturaleza que conduce, hasta Esteban trajo dudas, muchas dudas, y sobre todo carencias. Era su culpa, al menos creía eso. Él abandonó al padre que ahora lo castigaba con penurias, con lagunas de carencias.

    Agua, agua, agua, repite, suponiendo que la reiteración, la insistencia, le traerá las respuestas, y también el agua.

    Reiteración, repetición, énfasis, insistencia..., eso habita en los muros de su casa: Agua, water, aqua, eau.

    Esteban llena de reclamos sus paredes.

    Con caracteres fenicios, griegos, cirílicos y romanos que vierten agua, demanda Esteban. Con alfabeto latino escribió agua, y hay letras góticas y unciales de hermoso trazo, en el techo y en el piso, que hacen leer agua. En la puerta una cascada, y en las ventanas arroyos. Un fondo marino coincide con el fondo de su palangana. Él mismo compuso las figuras del aguamanil que tiene forma de flamenco con las alas desplegadas. Perfiló el rostro de Isaac, el cuerpo todo; con el índice muestra el profeta el valle Gerar, indica a sus pastores el lugar donde deben cavar, descubrir el manantial. Y con tonos más fuertes dibujó a los pastores de Isaac trabajando, y también a los otros, a los que siempre habitaron el valle, cuando saturaban de tierra el hoyo, cuando sofocaban el manantial que encontraron los pastores del profeta. Y de nuevo extiende Isaac el dedo e indica cavar. Y los unos cavan y los otros tapan, hasta que se reconcilian después que el hebreo mostrara por tercera vez el índice, después que diera la orden de cavar. Esa vez ninguno tapa lo que otros cavan. Y debajo del pozo que perforaron todos y que pintara Esteban en su aguamanil, escribió «Libertad» para celebrar la reconciliación y el agua que brotaba.

    Todo eso dibujó, y solo después del último trazo colorido le dio uso. Parecía una garza hundiendo al revés su cabeza en el fondo marino de la palangana. Agua, agua, agua, lee Esteban en las paredes y en el techo, mientras deja escapar un chorro pequeñísimo desde su vasija coloreada. Extasiado mira el fluir lento que cubre en transparencia el fondo de la palangana. Por un rato más se queda mirando y mete las manos y al sacarlas deja colgando los dedos y disfruta de las gotas en la caída y la hondura que provocan en el agua estancada del fondo de su palangana. Unción divina, se dice, y mira el arroyo dibujado en la ventana y las nubes del techo a punto de estallar, y la puerta promete una avalancha. Agua intuye en cada rincón. Insistir, porque solo la insistencia llevará a buen fin su obsesión. ¡Qué perturbado Esteban por el agua! ¡Qué triste el hombre cuando lleva las manos a la palangana y descubre otra vez la transparencia que tiene entre sus manos, y salpica su cara, refresca su nuca y mira el aguamanil en su interior! ¿Cuánto queda?

    Siempre queda poco.

    El infeliz no conoce la abundancia y se culpa, el desdichado suplica la armonía del chorrito, que sea la moderación, que venga la prudencia, pero solo recibe la escasez. Mientras quede un lugar vacío, libre de esas cuatro letras, no terminará el infortunio. Hay espacios sin el trazo de letras. Toma el pincel y lo hace deslizarse. Lentísimo resbala, no hay mucha agua para diluir la acuarela. Lento, pesado, torpe el pincel en su trayecto. Agua escribió en el blanco de la pared, y se pregunta si debe contar las veces que lo ha hecho, solo así sabrá cuánto falta, cuántas veces más deberá ligar con agua sus pigmentos de color. Podría cubrir todas las paredes, todo el espacio, con la clara imagen del agua cayendo luminosa desde el techo: un salto, una cascada gigantesca rompiendo en el suelo, en el fondo acuoso de su habitación. Gotas y gotas que de tan juntas y exaltadas se tornen blancas y espumosas. Agua, agua, agua, balbucea, esperando inundación o al menos una imagen.

    Esteban se impacienta.

    ¿Cómo tapar aquellas letras con una catarata? ¿Con qué agua va a diluir esos pigmentos? ¿Cómo enjuagar su cara y refrescar su nuca? ¿Qué hará sin dibujarla? ¿Qué hará sin atraerla? Le gustaría el óleo para dibujar en sus paredes, pero con qué va a comprarlo si el dinero apenas le alcanza para el agua. ¿Qué hará si se termina? Deberá suponer su transparencia en las paredes o marcharse para siempre. Lo peor es que otra vez tiene que borrar los rastros de pintura de sus manos. Otra vez la palangana, el aguamanil. La garza deja escapar un chorrito, solo un poco, debe ahorrar, conseguir que no caiga fuera. Esa misma alcanzará para otra vez. ¿Llegará el momento en que no pueda lavar sus manos?

    Esteban se desespera.

    Debería gritar, exigir, pedir ayuda. Vocear desde el balcón con todas sus fuerzas. Aunque pierda la voz debe gritar. Gritar agua, alargar la a mientras tenga aliento. Y no importa que la policía venga a averiguar el motivo de los gritos, debe gritar también cuando ellos lleguen, cuando se acerquen y pregunten, y si lo amenazan debe gritar más, y mucho más, y si van más allá de la amenaza, chillar, hacer escándalo. Quizá deba pedir perdón a su padre usando toda la potencia de su voz. Podría decirle que está seguro de que los hombres descienden de los peces. Podría ir al mar y zambullirse, podría ir al río para hablarle:

    —Perdóname, papá.

    Esteban debería gritar, un grito en medio del silencio sería justo, mas para él es demasiado, conoce sus limitaciones. Nadie en el barrio escuchó antes su voz, solo el aguador, la única persona que subió en años las destartaladas escaleras.

    El Crema se anuncia desde abajo y Esteban abre la puerta, le da los buenos días y un sorbo de café. El aguador es amable, lo considera su mejor cliente; al contrario de Esteban, nunca pronuncia la palabra agua, prefiere la mímica para indicar lo que propone: hace sonar un silbato y flexiona la mano con movimientos rápidos, de arriba abajo indica una llovizna. A veces silba, despliega los brazos como si fueran aletas y empina la cabeza imitando a un delfín que se yergue en la superficie del agua, pero a Esteban no le gusta esa manera, y el Crema no soporta la palabra, dice que si la nombra le pesan más los cubos, por eso prefiere la mímica e intenta no mirar a las paredes de la casa. Muy bien conoce el aguador la ansiedad de su mejor cliente, su infinita desgracia. Está enterado de su historia, de la culpa que lo atosiga. Todos en el solar conocen la desgracia. Esteban cree que está pagando, que es su padre quien lo juzga y que no basta con dibujar en las paredes. Esteban cree en la posibilidad del grito, en el reclamo, pero conoce sus limitaciones y por eso calla.

    «¡Qué hombre tan triste!»

    Eso piensa el Crema y le dice que en la casa hace falta una mujer, que cualquier día lo invita a tomar cerveza para que olvide. «Te hace falta una mujer. Las mujeres y la cerveza son buen remedio». Es que el Crema conoce muy bien la desgracia de su mejor cliente. Sabe de su padre, de la desaparición y el enterramiento. Escuchó los cuentos de Mojarrita. Así llamaban al padre de Esteban, quien realmente se nombraba igual que el hijo: Esteban.

    Porque

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