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El año que nieve
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Libro electrónico162 páginas2 horas

El año que nieve

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Libro sólido y discreto, signado por la contención, el minimalismo y una marcada preocupación estética. Historias realistas, relativas a conflictos humanos que suceden en la Cuba actual. Un volumen sobre amores y pérdidas, encuentros, desencuentros y angustias cotidianas, cuyos protagonistas asumen decisiones cruciales sin hacer ruido. Escapan sus cuentos, no obstante, de la solemnidad y la desesperanza, en virtud del aliento humanista y la refractaria voluntad de resistencia que aflora de sus páginas. En la obra narrativa de Rubén Rodríguez, El año que nieve marca otro derrotero literario, una variación de estilo, otra manera de narrar.
IdiomaEspañol
EditorialRUTH
Fecha de lanzamiento15 abr 2024
ISBN9789591025203
El año que nieve

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    El año que nieve - Rubén Rodríguez González

    autor

    RUBÉN RODRÍGUEZ GONZÁLEZ (Holguín, 1969)

    Narrador, periodista, editor y crítico de arte. Tiene publicados los libros de cuentos Eros del espejo (Ediciones Holguín, 2001), La madrugada no tiene corazón (Ediciones Loynaz, 2006), Unplugged (Ediciones La Luz, 2014), El tigre según se mire (Editorial Guantanamera, Madrid, 2016), Pintura fresca (Ediciones Holguín, 2017) y Los amores eternos duran solo el verano (Editorial Letras Cubanas, 2019), y las novelas Majá no pare caballo (Ediciones Holguín, 2003) y Gusanos de seda (Ediciones Loynaz, 2006). Entre los premios obtenidos en narrativa se cuentan el Celestino, el César Galeano, el Cirilo Villaverde, La Edad de Oro, el Ismaelillo, el Abril y el de la Crítica Literaria 2009, así como una mención en el certamen internacional de cuentos Casa de Teatro, de República Dominicana. Relatos suyos aparecen recogidos en varias antologías de Cuba, España y República Dominicana.

    Libro sólido y discreto, signado por la contención, el minimalismo y una marcada preocupación estética. Historias realistas, relativas a conflictos humanos que suceden en la Cuba actual. Un volumen sobre amores y pérdidas, encuentros, desencuentros y angustias cotidianas, cuyos protagonistas asumen decisiones cruciales sin hacer ruido. Escapan sus cuentos, no obstante, de la solemnidad y la desesperanza, en virtud del aliento humanista y la refractaria voluntad de resistencia que aflora de sus páginas. En la obra narrativa de Rubén Rodríguez, El año que nieve marca otro derrotero literario, una variación de estilo, otra manera de narrar.

    Exergo

    Solo está esto de consuelo: una hora aquí o allá cuando nuestras vidas parecen, contra todos los augurios y expectativas, abrirse y darnos todo lo que hemos imaginado, aunque todos menos los niños (e incluso hasta ellos) saben que esas horas serán inevitablemente seguidas por otras, más oscuras y más difíciles…

    Michael Cunningham. Las horas

    Jabón

    La mujer los vio pasar, levantando el polvo del terraplén. Con su inequívoca apariencia de extranjeros. Sus grandes mochilas a la espalda. La saludaron con un hola entusiasta, alzando sus brazos largos con ademán desmañado. Les vio descender la pendiente que conducía a la playa.

    Era una pareja joven, aunque la hembra parecía mayor. Había que mirarlos bien para descubrir al macho por la pelusa blancuzca sobre el labio y en las mejillas, porque ambos tenían los pelos largos. Él traía una cola de caballo y la muchacha llevaba sueltos sus crespos dorados. Vestían ropas ligeras: pantalones amplios de color ceniza, camisetas verduscas, sandalias de suela gruesa y apariencia tosca.

    Tenían la piel tostada, pero no con el tono de churrasco que lucían las personas por aquellos contornos, pescadores a los que el salitre les había curtido el pellejo. No. La piel de los jóvenes tenía textura aterciopelada y la ligera tonalidad canela que provoca la exposición a un sol más benévolo y el uso habitual de cosméticos protectores.

    Antes venía mucha gente a esa playa; familias completas, parejas en auto, pocas personas solas. Llegaban hasta la casa para comprarles cerdos, que ellos sacrificaban y les entregaban listos para asar. A veces aparecían extranjeros que les tomaban fotografías y les dejaban cosas: ropa usada, espejuelos para el sol, juguetes de playa… Pero ella se había quedado sola y ya casi no venía nadie.

    Les vio de lejos un par de veces en que salió. Jugaban en el agua baja, gritaban como niños, se besaban. Se notaba la diferencia de colores en sus pieles, sobre todo en los muslos, que se veían de un blanco cremoso, como leche condensada. El muchacho traía una malla que se le antojaron calzoncillos. La chica llevaba biquinis estampados en flores azules, pero se había quitado la pieza de arriba, para broncearse las tetas. No se percataron de que la mujer les miraba. Parecían felices, con un gozo animal que a ella no le resultó común. Se preguntó cómo podían permanecer expuestos tanto tiempo al sol intenso, a una hora en que ni siquiera se veía volar a los pájaros.

    Puso a salcochar un plátano verde que tomó del racimo colgante de una viga. Para cocinar no usaba el agua salobre del pozo, sino la que almacenaba en tanques oxidados. Cada dos semanas venía un camión cisterna a dejarle agua potable; ella pagaba con pescados o cangrejos y se acostaba con el camionero, si este se lo proponía. En ocasiones, recogía el agua de lluvia que permanecía empozada en los canalones, luego de llover. La utilizaba para lavar su ropa. Pero ya casi no llovía. A veces, divisaba alguna gallina y la atraía lanzando puñados de arroz; la mataba de una pedrada o la golpeaba con un palo; cocinaba una parte y salaba el resto de las piezas. Las plumas las arrojaba a la letrina. Cuando pasaban preguntando por el ave, ella respondía que no la había visto, que se la habría comido una iguana, o un perro.

    El día era cálido y la brisa tibia aventaba remolinos de arena. Cuando el sol recalentaba las planchas del techo, la mujer se sentaba entre las uvas caletas, donde seguía sudando pero sin la sensación de ahogo. Ella pensaba que la casa era un horno y recordaba la que se llevó el huracán, con frescas paredes de tabloncillo y la techumbre de guano. En esta también se calentaban las paredes gruesas, construidas con bloques de cemento, las persianas de metal y las puertas contra las cuales la arena crepitaba como lluvia seca. Les habían dicho que la carpintería metálica sería eterna. Sin embargo, ya los cierres estaban trabados, los remaches saltaban como perdigones y el óxido corroía las piezas de metal. Tampoco los marcos encajaban en los huecos de los umbrales, y sobresalían como piezas de rompecabezas.

    Cuando el muchacho vino, ella comprobó que su piel no era tan perfecta como lucía de lejos y que tenía una cicatriz en la frente y arañazos en las piernas y los brazos, quizás provocados por la vegetación áspera de la costa. En patojo español le preguntó si conocía de alguien que les rentara un cuarto donde pasar la noche, porque les había gustado el lugar y deseaban pernoctar allí. Ella le respondió que la suya era la única casa en aquella parte y que no alquilaba, sin explicarle mucho, desconfiada. El muchacho la miraba con expresión atónita, intentando captar el sentido de las palabras; para componer frases se auxiliaba de un librito pequeño y grueso. La muchacha esperaba a cierta distancia, sentada sobre un tronco. El joven ensayaba nuevas frases defectuosas y arrugaba mucho la frente al explicar. La mujer negaba con la cabeza, de pie en el umbral.

    Desalentado, el joven se volvió hacia la muchacha e hizo un ademán perezoso con la mano, indicándole que viniera. Ella se colgó su mochila a la espalda y trajo la otra. Miró a la mujer con expresión cándida y esta pensó que la muchacha miraba como los animales. El joven echó a andar por el terraplén y la muchacha lo siguió. No se apuró por alcanzarlo. El agua del mar, o quizás la brisa, les había apelmazado el cabello, que ahora lucía correoso. Tenían los brazos y las piernas enrojecidos. Debían de estar locos para asolearse de aquella manera, y también para aventurarse por el terraplén a mediodía. Les gritó y los jóvenes se detuvieron y miraron en dirección a la casa. Agitó una mano, indicándoles que volvieran. Ellos se detuvieron frente a la casa, le sonrieron haciendo visajes interrogativos; sudaban. La mujer percibió, mezclado con el dulzón olor a coco, tufos que le recordaron el vaho del comino y la cebolla. Le asombró que la muchacha llevara las axilas y las piernas sin rasurar. Les dijo que se podían quedar, hablándoles despacio. Adoptaba el acento afectado que las personas poco instruidas utilizan para conversar con los extranjeros.

    Ni siquiera estaba segura de su decisión. Estaba habituada a la soledad. A hablar con monosílabos y frases cortas, incluso con el hombre que le traía el agua. A él le asombraba su silencio, que no gimiera ni gritara cochinadas, sino que pujara sus larguísimos orgasmos, con aquella expresión extática en el rostro.

    A los jóvenes les dijo que podían quedarse esa noche. El muchacho preguntó cuánto les costaría, ella se encogió de hombros, se rascó el pelambre preguntándose cuánto les podría pedir por pernoctar allí. En otro tiempo les habría tumbado unos cocos, pero el ciclón había abatido los cocoteros. Abrió la mano con los dedos extendidos, el joven sonrió con expresión de duda y abrió, a su vez, la mano derecha. Ella asintió y abrió y cerró sus dedos, como imitando una luz titilante. El joven miró a la muchacha y esta movió la cabeza afirmativamente, haciendo un piquito con su boca.

    La mujer les indicó con la mano que podían dejar sus bultos junto al camastro. Los jóvenes conferenciaron en una jerigonza que ella atendió con expresión estúpida, como si comprendiera. A veces la miraban y sonreían, meneando la cabeza. Sacaron una bolsa de galletas y una botella plástica con refresco y se pusieron a comer sin ofrecerle; ella salió de la casa, para que no les pareciera que tenía hambre. Les escuchaba roer como ratones, mientras hablaban. Se preguntó qué sabor tendrían esas galletas que no se parecían a las que había comido. Se sentía molesta por haberles aceptado. No le gustaban los extraños. Sin embargo, no siempre había sido así; antes de que todo sucediera le gustaban las visitas, cuando los bañistas invadían la playa. Su hombre les vendía pescados y cangrejos, les asaba cerdos y el niño trepaba los cocoteros para tumbar cocos que también vendían, luego de que el marido los agujereara de un machetazo. Algunos solo bebían el agua y dejaban los cocos tirados, entonces el niño los recogía y el padre los partía para que ella y el niño se comieran la masa.

    Sacudió la cabeza para espantar los recuerdos, entró en la casa y le dijo al joven que le pagara por adelantado; él sacó un billete y se lo tendió. La muchacha le pasó la bolsa de galletas con expresión ingenua y ella la rechazó, diciendo que no le gustaban. La muchacha no insistió, hizo un nudo en la bolsa y la echó en su mochila. La mujer se sentía espiada. La muchacha tenía los ojos verdes con el iris dorado, como dos pequeñas flores. El joven los tenía grisáceos. Como un bicho malo, pensó ella. No hay comida, les gruñó, e hizo los ademanes correspondientes a comer y negar, señalándoles. Se encogieron de hombros y el joven buscó en el librito grueso. Ella resumió: No-Comida. Él la miró con atención, leyéndole los labios. Conferenció con la muchacha, que asintió elevando las cejas. Esto le hizo gracia a la mujer, que soltó una carcajada. Corearon la risa, mirándose.

    Se sintió aliviada. Bajó de la hornilla de petróleo una cazuela humeante, de la que sacó el plátano negruzco y lo aplastó con un tenedor sobre un plato de aluminio manchado. Lo espolvoreó con sal y salió a comerlo al exterior, sentada sobre el tronco del cocotero caído. Le supo bien, aunque se había puesto un poco amargo de tanto hervir. Mascaba con fruición, degustando la papilla resinosa antes de tragarla, una crema salada de plátano y saliva que le calentó el estómago. Se preguntó si debía cocerles un par de plátanos a los visitantes, y se respondió que seguro traían sus bolsas repletas de comida sabrosa. Una iguana procedente de la manigua reptó hacia ella y le arrojó un poco de arena con el pie, para espantarla.

    Regresó a la casa, los jóvenes le sonrieron moviendo las cabezas, sudaban. Ella les dijo que esas casas eran calientes pero no se las llevaban los ciclones, que salieran a disfrutar del ventilador de los pobres. Los jóvenes no comprendieron. El marido solía usar esas frases que a ella le hacían tanta gracia: el ventilador de los pobres, para referirse al viento; el cine de dios, para la naturaleza; el refrigerador natural, el mar que mantenía frescos los alimentos durante los días de playa.

    La mujer movió las manos hacia afuera como quien azuza gallinas, indicándoles que salieran por la puerta trasera. Los jóvenes, sofocados, percibieron un soplo fresco que les hizo reír otra vez. Se acomodaron sobre un cajón, uno contra el otro, con sus pelos sudorosos adheridos a los cuellos. El muchacho se había quitado la camisa y la mujer vio de reojo, mientras fregaba los cacharros, su costillar dorado. Tenía los pies grandes, con pulgares desproporcionados, y las pantorrillas musculosas. Le preguntaron por señas qué había más allá del patiecito;

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