Los verdaderos paraísos
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Con aires de «Bildunsgroman» y de policial, «Los verdaderos paraísos» resulta, asimismo, una pieza donde el uso de ciertos recursos metaficcionales permite difuminar los límites entre realidad y ficción, al tiempo que se convierte en un sutil cuadro sobre el desarraigo, la siempre problemática aceptación del «otro» y los equívocos a los que conduce la maledicencia y el simple y gratuito rencor.
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Los verdaderos paraísos - Luis Carlos Azuaje
Presidente vitalicio: Rafael Cadenas
Presidente ejecutivo: Elías Pino Iturrieta
Junta directiva
Herman Sifontes Tovar
Gabriel Osío Zamora
Miguel Osío Zamora
Ernesto Rangel Aguilera
Juan Carlos Carvallo
Jesús Quintero Yamín
Producción
Staff Fundación para la Cultura Urbana
Foto de portada
Sin título (Ventana), circa 1960: Autor desconocido ©Archivo Fotografía Urbana
© 2022 Fundación para la Cultura Urbana
ISBN digital: 978-84-126031-6-3
www.cultura-urbana.com
Twitter: @culturaurbana
Instagram: @culturaurbanaoficial_
Facebook: Fundación para la Cultura Urbana
Los verdaderos paraísos
Luis Carlos Azuaje
XX PREMIO ANUAL TRANSGENÉRICO VEREDICTO
Nosotros, el jurado designado para escoger al ganador del xx Premio Transgenérico otorgado por la Fundación para la Cultura Urbana, luego de leer los ciento cincuenta y tres (153) originales concursantes, hemos decidido lo siguiente:
Otorgar por unanimidad el premio a la novela los verdaderos paraísos, identificada con el seudónimo «Sebastián Mor», por considerar que se trata de una obra muy bien escrita que aborda los temas del viaje, la identidad y el desarraigo. La pieza incorpora, asimismo, un diálogo con la figura de Albert Camus que deviene metáfora sobre la pérdida del hogar y la condición apátrida en la que los temas de la extranjería y el rechazo al forastero cobran una dimensión universal con base en la historia de un joven errante.
Abierta la plica el autor resultó ser Luis Carlos Azuaje.
En Caracas y Barcelona (España), a los 25 días del mes de febrero de 2021.
El Jurado:
Krina Ber
Jordi Carrión
Irma Chumaceiro
Violeta Rojo
Carlos Sandoval
Luis Carlos Azuaje
(Maracay, Venezuela, 1983)
Escritor y docente. Desde 2015 reside en Buenos Aires, Argentina, donde se desempeña como profesor de español para extranjeros. Es docente de lengua y literatura egresado de la Universidad Pedagógica Experimental Libertador (UPEL, Maracay). Magíster en filología hispánica por el Centro de Ciencias Humanas y Sociales (CSIC-CCHS, Madrid 2009) y magíster en literatura latinoamericana por la Universidad Simón Bolívar (USB, Caracas 2012). Ha publicado la novela El gran farsante (Málaga, EDA Libros, 2018). Ganador del XX Premio Anual Transgenérico de la Fundación para la Cultura Urbana (2021) con la novela Los verdaderos paraísos. Algunos de sus textos han sido incluidos en antologías de poesía y relatos breves, como Voces nuevas 2005/2006 (Caracas, Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, 2006); Velas al viento, los microrrelatos de la nave de los locos (Granada, Cuadernos del Vigía, 2010) y Antología del taller literario Los moradores (Maracay, El perro y la rana, 2012). En los últimos cuatro años ha mantenido doble residencia entre Argentina y Brasil, países a los cuales ha dedicado breves crónicas viajeras.
Contenido
XX PREMIO ANUAL TRANSGENÉRICO VEREDICTO
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Fanta
A las familias Hioki, Cunha y Ribeiro
Fanta
Los verdaderos paraísos son los que uno ha perdido.
A. Camus.
1
En el pueblo se rumora que hay un joven hospedado en la posada pesquera Pôr do Sol que habla un portugués torpe y viene de muy lejos. Por órdenes de doña Satori, la dueña de la posada, nadie le pregunta por su procedencia o su destino. Intuye, por la forma en que le habla —desacompasado, intercambiando las vocales, como si fuera víctima de un trance angustioso—, por aquel rostro de resignación —los párpados pesados, los pliegues de una piel endurecida por el sol—, que solo necesita ayuda. Necesita un trabajo y está dispuesto a hacer casi cualquier cosa.
Doña Satori no siente compasión, es poco dada a ese tipo de sentimientos. Solo cree en el chico, cree en su fortaleza, en lo que sea que haya podido llevarlo hasta ahí. Debajo de ese dolor y ese cansancio, que no son más que los signos de un largo viaje que todos hemos hecho alguna vez, hay determinación. Sea cual fuere el motivo, ahí en la posada hay trabajo para él.
Es un joven hermoso, con el cabello castaño, imberbe y de nariz pequeña, piel morena y una sonrisa discreta pero seductora. Es de mediana estatura, como de unos veintitrés o veinticuatro años. Delicado, sereno, despierta en las jóvenes mucamas una curiosidad desconocida para ellas. Ya habían visto turistas muchísimo más bellos que este muchacho, pero ninguno producía esta sensación de peligro, de materia desconocida, de ecuación no resuelta. Revolotean, se azuzan y amontonan, van y vienen, podría decirse que están inquietas, desacostumbradas a la novedad en un lugar de normas ciegas y rituales; pero es más que eso, parece como si detrás de ese hombre se avivara un fuego, una llama dulce que invitase a la cursilería. No se aguantan, se ríen inocentes entre las ropas colgadas al sol, se hacen señas y muecas delatoras. Están, qué duda cabe, erotizadas.
David, ese es su nombre, es cauto y hacendoso. Muchos días de no beber suficiente agua y yacer bajo el sol dibujan en sus brazos ramificaciones azules que sobresalen de un cuerpo vigoroso. Sus ojos, sin embargo, no despiden ninguna luz, son opacos, taciturnos, como si el pasado lo acechase, como una sombra que se proyecta bajo un cuerpo que no es el suyo.
Llegó la madrugada de un sábado a Ilha Comprida, pueblo vecino de Iguape emplazado al sur del litoral paulista. Bajó de la parte trasera de una camioneta con estacas de madera que venía de São Paulo a la costa a cargar cocos. Lo arrojaron en la isla y le señalaron hacia el oeste —levantando la mano como un navegante que ha avistado tierra—, rumbo a Iguape. Siguió de noche por una carretera larga y estrecha, con ciegos brotes de luz venidos de unos faroles distantes que marcaban una sinfonía que a él se le hizo eterna, una verdadera peregrinación. Al llegar al pueblo preguntó por una hospedería y dos borrachos le convidaron una cachaça mientras descansaba en las escaleras de la iglesia del Bom Jesus. Le indicaron una modesta posada que no habían visitado nunca, pero de la que todo el mundo hablaba, llamada Pôr do Sol. Quedaba a unas pocas cuadras cruzando la pasarela arqueada sobre el río Ribeira. Fatigado, atravesó la plaza, bordeó el río, cruzó la pasarela y a unos pocos metros se encontró con un portón azul y un largo paredón blanco y rústico con un sol rojo dibujado en el centro, lo que para él fue señal suficiente de que estaba en el lugar que buscaba. Esperó hasta el alba, recostado del largo paredón para no despertar a nadie. Solo le quedaban un par de bananas en la mochila. Se las devoró la primera de las cuatro veces que abrió los ojos antes del amanecer. En las otras tres se conformó con bostezar, mirar con devoción su pequeño reloj de pulsera tratando de que, en una disputa que suele ser muy desigual, el sueño venciera al hambre.
Dice que perdió todo en el camino. Intenta explicar cómo lo asaltaron durante la travesía, pero doña Satori no se molesta en indagar, presiente que la historia es falsa. No le inquieta, a kilómetros se ve que es un hombre honesto. En los cuarenta años que tiene a cargo de la posada ha visto pasar un desfile de trabajadores y sabe, de solo verlos, si son de fiar. Él pide permiso para usar el baño, no toma las frutas de la vasija que reposa sobre la mesa del zaguán, la vasija naranja que cada mañana ella completa para que los empleados se sirvan sin consultarle, y tampoco ha reclamado por los mosquitos que, en la única habitación disponible, con las paredes a medio frisar, acaban por convertirse en uno de esos tormentos silenciosos de la vida campestre. Doña Satori lo sabe. los japoneses siempre están evaluando las formas con discreción. Para ellos los hábitos lo dicen todo.
Doña Satori lo llama el argentino porque su idioma es el español y hace sonar la erre como si tuviera apresada la lengua e intentase liberarla haciéndola vibrar.
Tiene destreza con las manos y aprende rápido. Doña Satori necesita ayuda en la cocina. Lavar uno por uno cada siri es una tarea que, en manos de una sola persona, puede llevar todo el día. Los pescadores llegaron esta mañana del río, de donde sacaron unos cien ejemplares adocenados en sacos de papas.
Ella le enseña cómo tomar al cangrejo para que las pinzas no acaben destrozando sus manos. La precisión lo es todo, este crustáceo es ágil, de movimientos rápidos y certeros. La operación debe ser exacta, con dos dedos hay que tomarlo justo sobre el caparazón y con la otra mano restregar con la esponja los excesos de tierra y algas. Del otro lado, en el fregadero, los bichos se contorsionan y crepitan. Se amontonan dentro de las piletas que componen la larga encimera de granito que ocupa todo el centro de la cocina.
—Viene de Uruguay.
—No, viene de Argentina.
Hablan entre ellas, cacarean; las empleadas de limpieza especulan sobre el joven que camina todas las mañanas a la orilla de la playa. Lo ven llegar en la bicicleta oxidada que doña Satori tiene para los mandados. Juega con los perros de los pescadores, pasa horas sentado viendo el mar arrojando cantos rodados, como si buscara algo más allá de la línea divisoria entre el mar y el abismo, ahí donde se acaba el mundo. Nada con mucha destreza —y a veces también con algo de imprudencia—, se adentra al océano y vuelve nadando enérgico y poderoso. Bruna, vendedora de açai, lo ve bañarse solo y lo saluda. Él se le acerca y conversan un poco.
—Tu portugués está mejorando, al menos ahora te entiendo.
Le regala un vasito de açai con dos fresas y leche condensada. El joven celebra cada bocado como el manjar más delicioso sobre la tierra. Al terminar la ayuda a subir el carrito de chapas plateado por la rampa de madera que se tiende entre la vereda y la orilla.
2
Es junio. Tiene apenas un mes en el pueblo y ya saluda a los pescadores. Todos creen que es un turista curioso de esos que no faltan cuando se acercan los festejos del Bom Jesus, de esos que vagabundean por el pueblo con rostros alelados buscando no se sabe qué.
Doña Satori le enseña a limpiar róbalos. La jornada fue buena, traen abundantes ejemplares y de buen peso. Últimamente esta actividad se ha vuelto dura, la competencia ha crecido con el turismo y este pescado se ha convertido en un producto muy preciado.
—Olha aquí! —dice mientras sostiene un cuchillo inmenso. Atraviesa con el filo el vientre del pescado y lo abre en dos como una naranja. Luego mete su diminuta mano con avidez y extrae las entrañas del animal de un solo tirón.
David no es tan diestro con el cuchillo, pero se las arregla. Doña Satori le muestra el procedimiento una vez, solo una, y luego se va. Primero lo observa mientras abre uno de los pescados y lo limpia y después se marcha en silencio para continuar con las labores de jardinería. David no acaba de aceptar que se ha quedado solo con una pila de róbalos boqueando dentro de una pileta con hielo esperando a ser rebanados. Es demasiada responsabilidad embarcarse en una tarea de la que apenas entiende los rudimentos. De sus manos depende la cena de casi veinte comensales que esperan ansiosos el famoso sashimi de róbalo de doña Satori. Dos pescadores, Milton y Guilherme, empleados de la posada, beben cerveza cerca del pequeño muelle de la posada y miran a David mientras ríen como diciendo «¡buena suerte, campeón!».
Ella, entre tanto, va por ahí, menuda, con la mirada puesta en la ocupación del día. Con delicadeza arranca los botones marchitos de los jardines que rodean la casa como un templo. Esta operación diaria es necesaria para que los botones secos no roben la energía de la tierra y otras flores germinen, eso dice. A sus ochenta y un años, doña Satori ha visto crecer una familia, una posada pesquera y un pueblo en los márgenes del río Ribeira de Iguape, muy lejos de donde ella nació. Nadie mejor que ella sabe lo que es hacer