Patagonia
Por Juana Espín
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Patagonia es un viaje a las entrañas emocionales de una mujer y de una tierra, un recorrido de adentro-afuera y de afuera-adentro por los territorios geográficos de las pasiones, las traiciones, la memoria y de las comunidades mapuches sometidas por los intereses capitalistas de las grandes multinacionales.
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Patagonia - Juana Espín
Después de muchos años sin pisar las tierras de sus padres, Patagonia se embarca en un viaje a Esquel, en Argentina, con el objetivo de realizar una investigación periodística sobre su abuelo. Una vez allí la recibe Ramón, un viejo amigo de la familia con quien, nada más llegar, inicia una peligrosa y apasionada aventura. Confundida por esta situación se instala en un piso compartido con unos activistas con los que enseguida creará fuertes vínculos de afecto.
Patagonia es un viaje a las entrañas emocionales de una mujer y de una tierra, un recorrido de adentro-afuera y de afuera-adentro por los territorios geográficos de las pasiones, las traiciones, la memoria y de las comunidades mapuches sometidas por los intereses capitalistas de las grandes multinacionales.
Patagonia
Juana Espín
www.edicionesoblicuas.com
Patagonia
© 2016, Juana Espín
© 2016, Ediciones Oblicuas
EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
c/ Lluís Companys nº 3, 3º 2ª
08870 Sitges (Barcelona)
info@edicionesoblicuas.com
ISBN edición ebook: 978-84-16627-45-5
ISBN edición papel: 978-84-16627-44-8
Primera edición: junio de 2016
Diseño y maquetación: Dondesea, servicios editoriales
Ilustración de cubierta: Jaume Marco
Queda prohibida la reproducción total o parcial de cualquier parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, así como su almacenamiento, transmisión o tratamiento por ningún medio, sea electrónico, mecánico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin el permiso previo por escrito de EDITORES DEL DESASTRE, S.L.
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A mis abuelos…
Agradecimientos y aclaraciones
Quiero expresar mi profunda gratitud a todos los vecinos de Esquel y muy especialmente a Marta Sahores por su ayuda, acogida y aportación de información, así como a Juan Rodríguez y Radio Kalewche, con los que pasé una tarde formidable en la emisora. Al equipo de la página web No a la Mina de quien he tomado prestados algunos acontecimientos y manifestaciones. Así como al espacio cultural Melipal y a la librería Macayo, cuyo dueño, muy amablemente, al no tenerlo en papel, me copió en un pen el libro: Esquel y su «No a la mina»: Cronología de la lucha de un pueblo en contra de los abusos del poder político y económico, de Juan A. Zuoza.
Agradecer también a todos los que leyeron con paciencia el borrador y me aportaron sugerencias: Isabel Picazo de Fez, Marta Salvador y especialmente a Gisela Socolovsky que me ayudó con los diálogos argentinos, a mi hija Marta Bertomeu por sus aportaciones, entusiasmo y apoyo, así como a mi gran amigo Jaume Marco, que además de regalarme una portada maravillosa ha participado en todos los procesos de la novela. Y finalmente a mi madre Carmen Cánovas por darme el visto bueno y emocionarse con cada una de mis letras.
Patagonia es una historia de ficción, todos los personajes son imaginarios, aunque la mayoría de los lugares que se describen y las luchas sociales de la trama sean reales.
Quiero aclarar también que en la novela se han alterado nombres, datos cronológicos y de lugar, en beneficio y unificación de la historia.
I. Paisajes rotos
Un hombre de pelo cano y cara sonriente la espera en la estación; en las manos lleva un cartoncito escrito con su nombre: Patagonia. Y más que un nombre a ella le parece un destino, y más que un destino, un axioma. Tonto, pensarán todos los que llegan, ya sabemos que estamos en Patagonia.
Ramón la lleva a un todoterreno verde que tiene aparcado cerca, ella lo deja andar delante y lo observa: andares de alguien convencido de sí mismo, de alguien que se va a girar y decirle con el dedo apuntando: hay tres clases de mujer, las que cuentan, las que no y… ¿tú a cuál perteneces?… Al moverse le vuela el pelo de taza, pelo de pijo chaquetitas. Del bolsillo del pantalón saca el mando que dirige al coche como un rayo láser, y este parpadea de lejos con un silbido y una bajada de seguros. A Patagonia le entra tierra en las sandalias, algo que odia pero que ahora le gusta, tierra de Patagonia rechinando entre sus pies, faquir que se clava clavos con placer para entrar en el otro mundo. Ramón se vuelve hacia a ella y le hace un gesto con la mano, la sonrisa no se le desdibuja un instante, Patagonia detiene ese momento para luego poder recordar. Mis primeros pasos en Patagonia perseguían una sonrisa con la tierra metida entre los dedos de los pies.
Ramón la conduce a su casa donde la primera noche, le explica, podrá quedarse, quizá alguna más; le ha fallado un contacto para alquilarle una habitación cerca de su casa. Ramón fuma mientras habla y el humo le sale junto a las palabras y todo vuela por la ventanilla, el codo sacado en vértice y el otro brazo apoyado contra el volante, cómodo, sí, se le nota cómodo y relajado, ella también lo está, es como si se trataran desde siempre. Ramón le explica lo que hace en Esquel de forma vaga y algo liado, ella no lo escucha, está más pendiente del paisaje, del momento. Entran en la ciudad, a ella le parece un pueblo del Pirineo aragonés con sus chocolaterías y pistas de esquí, o del Lejano Oeste Americano, o un decorado de Doctor en Alaska. Un valle atrapado entre los Andes y otras cordilleras como animales recostados de lomos redondos y dormidos, marrones, peludos, de vegetación en una parte; y en la otra, gigantescos montículos del color de las especias del Gran Bazar de Estambul, agigantados, terrosos, picudos; y Esquel es una muesca liliputiense entre esas dos formaciones, y el coche, un juguete de niño, y ellos, dos moscas atrapadas tras el cristal. Los alrededores de la estación de autobuses están sin asfaltar con una hilera de casas pequeñas y separadas entre sí, con un máximo de dos pisos, techos pintados de colores, algunos de chapa con una pequeña ventana en lo alto; alrededor, perros de casa y vagabundos, gatos, niños correteando despreocupados del tráfico; en el cielo el humo de las chimeneas; de las casas sale olor a cocina barata y carne braseada en leñera; en el viento el ladrido de los perros y el canto de pájaros junto al graznido de aves desconocidas por Patagonia. Quietud.
Una vez en el centro, la ciudad es agradable, calles anchas y arboladas, y al final de cada una de ellas, como un anfiteatro al fondo, los cerros otra vez. Ramón le dice sus nombres y a ella le suenan a propiedades de un Monopoly rústico: cerro Zeta, Veintiuno, Cruz, Nahuel Pan. Él continúa informando como si fuese un guía turístico: Esquel es la ciudad de los Relojes de Sol, dice agachando la cabeza para encender un cigarro; están por todas partes, y en las dos rotondas de las que nacen las únicas calles diagonales, hay dos Rosas de los Vientos. La astronomía aquí es importante. Somos unos treinta mil habitantes, la ciudad es un área de servicios para los establecimientos rurales que la circundan, conservando a pesar del turismo un estilo rural. Cruzan calles con escaparates especializados en vestimenta y equipos para pesca, esquí y montañismo, otros comercios de artículos regionales, de hechuras textiles, dice Ramón, que están hechas por descendientes de los aborígenes de la región, por los mapuches; que la cocina tiene raíces galesas, y que hay un tren turístico, de trocha angosta, único en el mundo, llamado La Trochita. En Esquel no hay semáforos, dice Ramón, solo pasos de peatones que suelen respetarse, pero ten cuidado al cruzar; y cuando te duches sentirás que el agua sabe a hierro, como cuando chupas una herida. Has llegado en la mejor época, en invierno la luz del día dura poco porque las montañas cubren el sol, en verano, en cambio, no hay noche, es una larga siesta que se prolonga todo el día. Patagonia lo interrumpe, ¿por qué hay un cartel al entrar en la ciudad que pone NO A LA MINA? ¿Dónde?, dice Ramón, la ciudad está llena de ellos. Era un cartel de madera como de bienvenida. Ah, eso, Ramón suspira, ya te lo contaré bien pero en esta extraña ciudad dicen que No a todo, con el ochenta por cien de funcionarios, ningún negocio interesa lo suficiente, ni siquiera el turismo. No hace mucho una gran empresa ofreció traer más aviones al aeropuerto, un buen negocio turístico, y dijeron también que No. Yo puedo entender el No a la mina porque si no se tiene cuidado contamina, pero bien controlado, eso no sería problema y se generarían muchos puestos de trabajo, y sin embargo, también No, No y No. Se encoge de hombros y sonríe: son así, los esquelenses son así, un poco raros, ya lo verás; Patagonia piensa en Ayna, el pueblo de Albacete donde se rodó Amanece que no es poco, y en que sus habitantes, veinte años después, todavía desarrollan aquel rol para el que los llamaron como extras, siguen reproduciendo frases de la película con los turistas que llegan en la ruta de las localizaciones. Se imagina a Ramón preguntando algo y a los esquelenses diciéndole que No a todo. Patagonia se ríe y vuelve a Ramón, que sigue ahí sin parar de explicarle cosas. También hay gente que sabe ver más allá y ve con buenos ojos lo que las mineras están haciendo…, pero bueno, ya te iré contando poco a poco, hemos llegado.
En la casa los recibe Inés, la mujer de Ramón, Ramón las presenta y pasan al comedor. Luz indirecta, cada cosa en su lugar correspondiente, muebles robustos de tronco, chimenea en una esquina, cuadros abstractos sobre paredes amarillas y un par de sofás enfrentados, uno blanco, el otro negro. La mesa preparada con platos de la región y en el centro, iluminado como un protagonista teatral por una lámpara colgante, un cuenco de flores naranjas parecidas a las Margaritas; son Mutisias, la flor Esquel, dice Inés.
Inés está delgada y parece frágil, con extremidades de ave; al andar también se le mueve el pelo, una melena rubia que aparta cada poco de los ojos, la recoge tras las orejas sin parar en un tic nervioso, pero el pelo vuelve a su cara como una crin ingobernable. Inés acompaña a Patagonia a su habitación para que deje las maletas, suben una estrecha escalera de caracol que cruje en cada peldaño de madera vieja; la maleta y Patagonia no caben a la vez en la curva, Inés se da la vuelta y con su patita de pájaro con el pelo tapándole la cara levanta la maleta como si no pesara nada; es fuerte, piensa Patagonia. La habitación es pequeña, con una ventana diminuta de las de buhardilla, habitación de plancha y cestos de ropa limpia, huele a detergente caro. Sobre un sofá que Patagonia deberá desplegar para dormir, Inés ha dejado unas sábanas azules y una toalla blanca con olor a jabón fresco.
Ramón se coloca la servilleta sobre las piernas, se remanga la camisa hasta el codo y pasa el plato de truchas ahumadas a Patagonia, ¿te pongo?, vale, dice Patagonia divertida ante tanta ceremonia. Ramón deposita el pescado en su plato mirándola insistente a los ojos. Luego la carne, dice, hemos preparado carne roja porque hay luna llena y se desmenuza y sabe mejor. ¿Sabes?, te perdí la pista hace como quince años, me dijeron mis padres que habías aprobado unas oposiciones y te habías casado, después de que te separaste, que seguías en el mismo gabinete de prensa y nada más hasta que faltó tu abuelo, y ahora va y estás aquí. Ramón se agacha para decir esto, pone la cabeza junto a los cubiertos como una ardilla y la mira desde abajo; una mirada que Patagonia de repente reconoce. Qué pequeño es el mundo, sigue Ramón, quién nos iba a decir que íbamos a juntarnos aquí después de tantos años. Patagonia lo mira también fijamente, pues mira sí, a mí también se me hace raro, la verdad es que si te hubiese visto por ahí sin saber que eras tú no te habría reconocido, como supongo que tú a mí tampoco; yo también te perdí la pista, un día saliste en la conversación de cuando te fuiste a Canadá a estudiar y cómo te envidié. La última vez que te había visto yo tenía trece años y tú me querías enseñar a jugar al ajedrez, eras el repelente niño Vicente. Ramón ríe a carcajadas achinando los ojos y señalándola con el dedo. Esta me la pagas, Patagonia, además tú eras la rara que no te gustaba jugar a nada, ¿sabes de qué me acuerdo mucho?, de los vestiditos que te hacía tu madre con corbatita y todo. Tú eres un poco cerdo, dice Patagonia. Inés se levanta y va a la cocina a por el postre; no le hagas caso, Patagonia, dice por el camino, él es así de gracioso; Ramón, déjala que cuente ella. Patagonia y Ramón se miran y encogen de hombros. Se quedan callados. Inés vuelve a sentarse y deja una tarta blanca sobre la mesa. Es blanca por la capa de mantequilla pero por dentro es negra. Típica galesa, hecha con pasas, almendras, cáscara de naranja, higos…, pruébala, está muy buena, a nosotros nos encanta, ¿verdad, Ramón?, dice Inés. Patagonia continúa mirando a Inés: yo quise irme a Madrid a estudiar pero no me dejaron mis padres y terminé en el CEU, una universidad católica en la que se juntaban creyentes y no creyentes, porque era lo único que había. ¿Y cómo desde Canadá terminaste aquí?, dice Patagonia volviéndose a Ramón. Allí hice derecho, dice Ramón rellenándole la copa de vino y volviéndola a mirar fijamente. Después entré en un bufete aburrido y me matriculé en publicidad, fue el periodo más divertido, conocí a gente y me ficharon en una multinacional, luego me llamaron de otra y me cambié, allí aprendí a infantilizar ciudadanos y crear consumidores, el sistema necesita consumidores y yo aprendí a crearlos. Trabajé con especialistas en el cerebro que analizan cómo reaccionamos a los olores, los colores, las frases para trabajar el miedo a la crítica de tu vecino, para vendernos lo que no queremos y lo que no necesitamos, a veces nosotros mismos hacíamos de conejitos de indias y picábamos, aun sabiendo lo que pasaba; para no quedar como idiota, uno acaba haciendo lo que los demás para no desmarcarse, es la necesidad de aprobación y el miedo al rechazo, siempre hay dos personas dentro de ti, el tema me pareció apasionante… Ramón se levanta y vuelve de la cocina con una botella de champán, y esto para celebrar tu bienvenida, se sienta, pela la boca de la botella despacio y presiona el corcho haciendo una mueca de fuerza con la boca, el tapón sale disparado mientras Patagonia e Inés se agachan con miedo, el tapón rebota en el techo con estruendo y cae en el centro de la mesa. Esa muesca del techo quedará como recuerdo tuyo, dice Ramón. Ramón rellena las copas y continúa rememorando sobre aventuras comunes de los padres de Patagonia y los suyos, y dice que ahora van a ser ellos los que las continúen aquí. Inés se aburre, se nota en su mirada perdida, como acostumbrada a estas situaciones. Aun así pone de su parte, pregunta a Patagonia cuánto tiempo piensa quedarse, qué la ha decidido a venir. Patagonia contesta poco entusiasmada, ni ella misma sabe esas cosas, pero deja claro que dispone de poco dinero, que la herencia de su abuelo es pequeña: un piso en España que ha alquilado y el alquiler de su propio piso son sus ingresos para venirse. Esos dos alquileres serán de lo que disponga cada mes. Asume que tendrá que compartir piso pero no le importa, está dispuesta a lo que sea con tal de quedarse un tiempo que no va a programar. A Inés se le agotan las preguntas, a Patagonia las respuestas. Ramón y Patagonia siguen su conversación sin más interrupciones. ¿Tus padres también explican en todas las cenas el día que se llevaron a la cabaña la cría de guanaco perdido?, los míos martirizan a todo nuevo comensal que llegue a casa. Entre ellos se animan a contar la versión de uno y de otro, discuten de forma figurada, solo para contarlo de nuevo con otras palabras. No te acuerdas bien, Ramón, dice mi madre, y mi padre enseguida: ¿que no?, pero si nos miraba fijamente… Y Patagonia transportada lo sigue, igual que los míos, llega a ser insoportable aunque yo en secreto los envidiaba, hubiese dado lo que fuera por haber estado ahí. Inés saca café y mate con unos pastelitos de hojaldre, los deja sobre la mesa y se excusa, le duele la cabeza, está cansada: tendréis mucho de que hablar y yo mañana madrugo. Besa a Patagonia en la mejilla, un solo beso, Patagonia queda con la cara puesta para otro beso que no recibe y queda suspendido en el aire, Ramón, algo desconcertado ríe, aquí solo damos un beso. Me alegro de que estés aquí, dice Inés mientras da un beso a su marido en la boca diciendo a la vez muac, vuelve a retirarse el pelo tras las orejas. Buenas noches. El comedor queda en silencio, Patagonia y Ramón también, incómodos, pero solo unos segundos, minutos después siguen en su conversación de sobremesa con la mesa puesta todavía. Se pasan al sofá, Ramón le pregunta si conoce el Fernet, Fernet con coca-cola, ¿lo has probado alguna vez?, ella niega con la cabeza, ¿no?, pues te voy a gastar una putada, porque cuando lo pruebes no podrás dejarlo. Está hecho de hierbas: mirra, ruibarbo, manzanilla, cardamomo, azafrán…, dice levantándose en un impulso que le hace mover el pelo, abre una puertecilla del mueble de enfrente y saca dos vasos de boca ancha y cristal duro, una botella como de vino tinto con una vitola en la boquilla y un círculo sobre la etiqueta en la barriga con el mismo anagrama: un águila con las alas extendidas en pleno vuelo posándose sobre una bola del mundo. ¿Sabes?, continúa Ramón sentándose de nuevo en el sofá con una pierna cruzada sobre el asiento. Lo aplicamos a todo: para bajar la comida, para la resaca, hasta para los dolores de regla, dice meneando la cabeza de lado a lado y ríe echando su pelo de taza hacia atrás. Fer-net significa hierro pulido por la placa de hierro al rojo vivo que se usaba originalmente para preparar el licor, lo trajeron los inmigrantes italianos. Y ahora te voy a poner su canción, dice levantándose otra vez y dirigiéndose al equipo de música escondido tras otra