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Las aventuras del capitán sin nombres
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Libro electrónico177 páginas3 horas

Las aventuras del capitán sin nombres

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Filiberto es un genio adolescente y capitán de un moderno barco. Con ayuda de su tripulación busca vencer a su enemigo, el tiburón de los siete mares, y volverse "influencer". ¿Logrará su objetivo? ¿o descubrirá que su aventura apenas comienza?
IdiomaEspañol
EditorialEdiciones SM
Fecha de lanzamiento11 ago 2022
ISBN9786072446243
Las aventuras del capitán sin nombres
Autor

Alberto Chimal

Alberto Chimal (Toluca, México, 1970) es narrador y ensayista. Ha publicado los libros de relatos El Rey bajo el árbol florido (1996), Gente del mundo (1998), Ejército de la luna (1998), El país de los habilistas (2001), Éstos son los días (2004, Premio Nacional de cuento San Luis Potosí 2002), Grey (2006), El último explorador (2012), entre otros; las novelas Los esclavos (2009) y La torre y el jardín (2012); teatro (El secreto de Gorco, 1997, premio de dramaturgia para niños de la Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil, y Canovacci, 1998), así como las colecciones de ensayos La cámara de maravillas (2003), La Generación Z (2012) y Cómo empezar a escribir historias(2012). Fue becario del FONCA (1997-98).

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    Las aventuras del capitán sin nombres - Alberto Chimal

    Peñalosa M., Javier

    Las aventuras del capitán sin nombre / Las aventuras del capitán sin nombre / Javier Peñalosa; Iustraciones de Carlos Vélez. – México: SM, 2021

    Primera edición digital – El Barco de Vapor. Serie Naranja

    ISBN: 978-607-24-4624-3

    1. Novela mexicana – Cuenos infantiles 2. Utopías – Literatura infantil 3. Imaginación – Literatura infantil

    Dewey M863 P46

    A Raquel, octava maravilla

    y primer destino del mundo

    pg8

    1. QUERIDO CAPITAN

    Al capitán Filiberto Sangre, dueño y señor del navío Tremendo Cazador, enemigo implacable del famoso Tiburón de los Siete Mares, no le hubiera molestado en absoluto que lo consideraran un villano. ¡Al contrario! Ya hubiera querido sentirse parte de aquella tradición gloriosa de hombres malévolos, armados hasta los dientes, o bien dotados de una inteligencia superior y despiadada, decididos a conquistar el mundo. Ah, ser colega de Robur el Conquistador, del capitán Nemo, del profesor Moriarty, de Rick Sánchez... y de tantos más...

    Él mismo no quería conquistar el mundo (demasiado grande) ni se consideraba una persona especialmente cruel o despiadada. ¡Sólo quería lograr la victoria! Pero de un tiempo a la fecha le había dado por pensar que a lo mejor le hacía falta hacerse de una mala reputación. Los malos la tenían más fácil. Nadie les estorbaba en la vida. ¡La gente los dejaba hacer cualquier cosa e, incluso, les echaba una mano!

    —¡Sí! —exclamaba él, en actitud feroz, poderosa, indomable, irguiéndose hasta el último milímetro de su metro y medio de estatura, de pie en la proa de su barco, con su larga casaca negra agitándose al viento, los largos cabellos sueltos y alborotados, mirando a las estrellas cerca del horizonte de altamar—. ¡Ser conocido en todo el planeta como una figura digna de respeto y miedo! ¡Recorrer los mares en mi barco supertecnificado, sin tener que preocuparme por rutas y horarios, porque en todas partes la gente huiría de mí! Realmente estaría buenísimo. Saldrían noticias de mis hazañas en la televisión. Tendría en internet grupos de fans. ¡Se vestirían como yo! ¡Nadie podría interponerse en mi camino, en la búsqueda de.!

    —¿Señor? —dijo una voz a sus espaldas.

    El capitán Sangre dio un saltito en el aire, debido a la sorpresa, pero se las arregló para descender rápida y discretamente. Se alisó los costados de su casaca y dio media vuelta. Tras él, a unos pasos de distancia, alumbrado por las luces del propio barco, estaba Telémetro, su primer oficial y piloto.

    —¿Se encuentra bien, señor? —preguntó Telémetro.

    —¡¿Qué pretendes?! —le preguntó, indignado, el capitán Sangre—. ¿Cómo se te ocurre venir a asustarme así? Es más, ¿qué haces aquí? ¿No se supone que eres mi piloto? ¡Deberías estar en el puente, piloteando! —y para explicarse mejor, hizo como que agarraba una rueda de timón invisible y le daba vueltas—. ¿Sí me entiendes?

    Telémetro hizo un esfuerzo y puso cara de confusión.

    —Pero, señor, no estamos navegando. Estamos anclados en el puerto.

    Y era verdad: ahora que se había dado vuelta y miraba hacia la popa, el capitán Sangre podía ver, tras Telémetro, más allá del Tremendo Cazador y del muelle al que estaba asegurado, las luces del puerto y de la ciudad tras éste. Era Dakar, en el extremo oeste de Senegal, ante el océano Atlántico. En alguna parte, es más, en varias, y no tan lejanas, se escuchaba música. Tal vez la ciudad estuviera de fiesta o fuera sólo el barrio o la población del lugar viviera alegre todos los días y no necesitara una excusa especial para esa noche.

    Al capitán Sangre no le gustaban las fiestas; le gustaba estar en altamar o, por lo menos, imaginarse allá, cazando; venciendo a su gran adversario y conquistando la gloria sin que nadie lo molestara ni le pusiera obstáculos. En todo caso, era cierto que a veces se dejaba llevar por la emoción; se distraía, digamos...

    —Ah —dijo—. Sí. Claro. El puerto. Dakar, zona antigua. Ya sabía. Te estaba poniendo a prueba, mi fiel Telémetro. ¡Todo está bien! Regresa a tu puesto. Y en el camino dile a Barrena que me haga de cenar.

    —¿Algo en especial, señor?

    El capitán Sangre se quedó callado, pensando. ¿Qué comerían, en una noche como aquélla, los grandes villanos? ¿O qué pedirían los grandes cazadores y exploradores de otros tiempos, Richard Francis Burton, Amelia Earhart, Roald Amundsen, Tempest Anderson, Juan Sebastián Elcano; todas aquellas gentes a las que también envidiaba enormemente y, de hecho, desde antes de envidiar a los villanos?

    Empezó a hacer caras, que era algo que le sucedía siempre que se ponía a pensar con gran esfuerzo, porque no deseaba dar a Telémetro la impresión de que no se decidía, y, sin embargo, debía reconocer (como siempre a la hora de cenar) que no se decidía. ¡Los villanos y los exploradores se daban tremendos banquetes! ¡Se llenaban de comida y bebida! ¡No les importaba nada su estómago porque nunca les dolía y porque tenían estómago de hierro...!

    —¿Lechita y pan, señor? —preguntó Telémetro al fin.

    —¡¡No digas lechita!! —vociferó el capitán Sangre—. Se oye infantil.

    —Ayer me había autorizado a hacerlo, capitán, porque tampoco quería que Barrena le sirviera un vaso muy grande.

    —¡Ash, has de estar en todo! —se quejó el capitán, que tenía catorce años y diecisiete días, y se preocupaba (además) por las ideas que su edad pudiera causar entre sus subordinados y cualesquiera otras personas, por no hablar del Tiburón (y su extraña compañía).

    Y entonces se le ocurrió que, tal vez, no debería estar maltratando a Telémetro, que tan fiel le había sido siempre. ¡Ay, la debilidad!

    Pero Telémetro no puso cara de enojo, ni de nada, cuando le respondió cortésmente:

    —Sí, señor. Muchas gracias, señor. Trato de estar en todo porque me interesa atenderlo como es debido.

    —Ya ve y dile —ordenó el capitán Sangre.

    Y Telémetro le hizo un saludo, tocándose el ala de la gorra que llevaba puesta, antes de retirarse.

    2. ¡TIBURON, TIBURON!

    En este momento, tal vez, debería responder algunas preguntas que los lectores suelen hacer al encontrarse con personajes inusuales como el capitán Filiberto Sangre. ¿Cuál es el origen de este capitán? ¿Cómo es posible que se apellide Sangre? ¿Cómo puede tener catorce años, hacerse llamar capitán e ir por el mundo al mando de un barco de pesca o pirata o ballenero? ¿Cómo logró hacerse de una tripulación de robots? (¿Ya les dije que todos sus tripulantes lo son: Telémetro, Barrena, Fresadora, Mandrino, Torno, Garlopa y Berbiquí; todos individuos serviciales, atentos, de relucientes carcasas y rápidos cerebros electrónicos?).

    ¿Y de dónde saca los recursos para todo esto? ¿Dónde están sus padres? ¿A qué hora va a la escuela? ¿Va a la escuela? Etcétera, etcétera, etcétera.

    O tal vez no. Nunca se sabe. A lo mejor a quienes están leyendo estas palabras no les importan tanto los antecedentes, y yo puedo seguir directo a contar lo que pasó el siguiente día, con el Tremendo Cazador ya lejos de Dakar, en aguas internacionales, avanzando a toda máquina, sus radares a toda potencia, sus pantallas mostrando lo que el sufrido Mandrino, marinero del barco, ya estaba de cualquier manera viendo, desde el puente de mando, a través de unos poderosos binoculares: la aleta gigantesca del Tiburón de los Siete Mares, afilada, amenazadora, abriendo un surco entre las olas, como si desafiara al capitán y a su gente...

    ¿Qué opinan ustedes? ¿Me salto los detalles? ¿Paso al encuentro con el pez monstruoso y milenario, de dientes afilados como cuchillos de cerámica?

    Dado que hasta acá no se escucha bien lo que dicen, y que no se trata de hacer enojar a nadie, hagámoslo del siguiente modo:

    pg14

    —¡No! —gritó el capitán Sangre. Estaba de nuevo parado en la proa, pero esta vez era de día (y desde luego que se había ido a cenar, dormir y desayunar; es decir, no se había quedado allí toda la noche), y estaba hablando por un teléfono satelital—. Le digo que no me apellido Sangre. Es mi nombre de capitán. No, no es nombre artístico porque no soy artista. Técnicamente soy un gran ingeniero, un niño genio, si quiere. ¿Sí sabe que yo diseñé y construí por mi cuenta el Tremendo Cazador? ¿Qué es un barco único en el mundo, tan fuerte como un destructor, tan veloz como una lancha rápida, tan resistente como un submarino nuclear? ¿Que también construí a su tripulación? ¿Que sí, es cierto, tuve una pequeña herencia de una tía excéntrica, pero la invertí toda en este proyecto? ¿Y que mis padres no querían que me fuera, desde luego, pero siempre he sido voluntarioso, por lo que me fui de todas maneras? Mire, en la isla de la que vengo hay una ley llamada PCPE, o sea, de Protección a los Ciudadanos Precoces y Excéntricos...

    —¿Con quién está hablando? —preguntó el marinero Torno, mientras trapeaba el piso de la cubierta, a Fresadora, la segunda oficial. Torno era bastante cilíndrico, fuerte y pesado, aunque también podía moverse bastante rápido.

    —Con un periodista, creo —respondió Fresadora, que era cromada, eficaz y muy brillante en todos los sentidos de la palabra—. La verdad, me extraña que hayan llamado precisamente ahora y que él haya contestado, pero bueno, ya ves que le hacen muy poco caso... Y que eso le importa mucho...

    —¡A trabajar! —ordenó, cortante, Telémetro, que pasaba junto a ellos—. ¡Fresadora, al puente! ¡Y tú, luego trapeas! ¡A sus puestos! ¿Qué les pasa...?

    Torno puso algo parecido a una cara de exasperación y señaló al capitán, que seguía hablando por teléfono, sin darse cuenta de que el Tiburón de los Siete Mares ya se distinguía a simple vista, en el horizonte, mucho más cerca que un minuto antes.

    —¡Ay, no puede ser! —exclamó Telémetro—. ¿No es inverosímil que precisamente le llamen por teléfono en este momento?

    —Si no fuera una locura, diría que somos personajes de una historia. Y ahora hace falta pasar información sobre nosotros a... —empezó Fresadora, pero los dos la miraron de modo tal que ya no quiso continuar—. Por eso decía que era una locura —agregó.

    —¿Tienes un problema en los circuitos? —preguntó Telémetro, justo al mismo tiempo que el capitán Sangre presumía:

    —Y todo está pensado para atrapar finalmente a la amenaza. Usted sabe. ¡Todo el mundo lo sabe! El Tiburón de los Siete Mares, el más grande y terrible depredador de los océanos...

    —Señor... —dijo Telémetro.

    —La bestia espantosa...

    —Señor... —insistió Telémetro.

    —¡El terror de marineros e isleñas...!

    —¡Señor! —gritó el sufrido Mandrino desde el puente, pero como el puente es, de hecho, un cuarto cerrado, más arriba y más atrás de la cubierta principal del barco, no se oyó nada.

    —¡... de chicos y grandes!

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