Y fundaremos la ciudad más grande del mundo: Mitos, dioses y héroes de la Roma antigua
Por Giovanni Nucci
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Este libro se despliega a lo largo de un hilo narrativo que une las aventuras de los personajes mitológicos que contribuyeron a la existencia de Roma: Eneas y su viaje en busca de una ciudad que fundar, la guerra para conquistar el Lacio, los dioses —Marte, Venus y Saturno— que la apadrinaron, los seres agrestes que poblaban los bosques en los que se alzaría —Fauno, Pomona, Hércules y Vertumno— y los personajes reales que realmente la fundaron, como Rómulo, el primer rey, y Numa, el rey sabio.
Una mezcla de historia, leyenda, mitos, fábulas y aventuras en un cuento largo que nos lleva de la destrucción de Troya a la fundación de «la ciudad más grande del mundo».
Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte. Proyecto financiado por la Unión Europea-Next Generation EU
Giovanni Nucci
Giovanni Nucci nació en Roma en 1969. Es poeta y autor de narrativa para adultos y jóvenes. Durante más de veinte años ha estudiado, contado y reescrito mitos griegos y romanos. Recientemente se ha interesado en la obra de Shakespeare. Entre sus libros más conocidos destaca el gran éxito juvenil Las aventuras de Ulises (Siruela, 2009).
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Y fundaremos la ciudad más grande del mundo - Giovanni Nucci
Edición en formato digital: marzo de 2023
Título original: E fonderai la città più grande del mondo
En cubierta: ilustración de © Carlos Arrojo
© Giovanni Nucci, 2010
Publicado originalmente en Italia por Feltrinelli, Milán
Publicado por acuerdo con Walkabout Literary Agency
© De la traducción, Ana Romeral Moreno
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© Ediciones Siruela, S. A., 2023
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-19553-97-3
Conversión a formato digital: María Belloso
Índice
PRÓLOGO: Julio César y el cielo de Roma
PRIMERA PARTE: El viaje de Eneas
Anquises, príncipe de Troya
La destrucción de Troya
La bellísima Helena
Eneas
Dido, el amor
Sibila de Cumas
SEGUNDA PARTE: El Lacio
Latino, el rey
Acoged a los forasteros
Pico, Circe y Canente
Juno, la que siembra discordia
Hércules y Caco
El alfabeto de Evandro
TERCERA PARTE: Rea Silvia
Rea Silvia, la princesa vestal
Numitor, Amulio y el testamento de Proca
Pomona y Vertumno
Marte, el fuego y la guerra
Amulio, el tirano
Flora, la paz y la primavera
CUARTA PARTE: Roma, 753 a. C.
Fáustulo, el pastor
Rómulo y Remo
La conquista de Alba Longa
Roma
El pomerio
Júpiter en el Capitolio
EPÍLOGO: Julio César y las sardinas de Numa
A mi madre, que me llevó de la mano
A Émile, que me llevará a hombros
PRÓLOGO
Julio César y el cielo de Roma
Julio César miró al cielo y le pareció que Roma tenía una luz maravillosa. Nunca había visto una luz tan hermosa en ningún otro lugar. Y eso que los últimos veinte años los había pasado recorriendo buena parte del mundo conocido.
Se emocionó al ver la inmensidad de esa ciudad. Y al recordar que siempre se la había imaginado así: destinada exactamente a aquella grandeza.
Julio César era el jefe militar más talentoso de todos los tiempos y se estaba preparando para su último triunfo. Una vez más, había regresado vencedor. Vencedor de la guerra civil contra Pompeyo y los enemigos que en el Senado y en la República habían confabulado contra él.
El pueblo, el pueblo que siempre le había amado más que nadie en el mundo y por el cual él había luchado, ahora lo festejaba acompañándolo en su triunfo por la ciudad. Al finalizar aquel glorioso recorrido por sus calles subiría al Capitolio, al enorme templo dedicado al padre de todos los dioses. Y ofrecería a Júpiter las armas del enemigo al que acababa de vencer. Ahora el pueblo lo alababa como si fuera un dios. En varias ocasiones, durante el triunfo, alguno lo había llamado rey. «¡La corona, la corona!», habían gritado los romanos.
Eso, naturalmente, le asustaba. Porque desde hacía casi quinientos años ningún romano había vuelto a ser llamado rey. Ahora, en Roma había una república. Y sus enemigos del Senado lo acusaban precisamente de eso, de querer convertirse en un nuevo rey.
Y esto Julio César lo tenía claro: no era un dios, ni siquiera era un rey. El Estado y la República se regían por un equilibrio muy delicado. Estaba el Senado, con los patricios, padres de la ciudad; y los plebeyos, con los tribunos de la plebe. Estaban los cónsules y los demás magistrados que gobernaban. César conocía muy bien cómo Rómulo, al fundarlo, había pensado y organizado el Estado de manera que ningún hombre acaparara demasiado poder en sus manos durante un periodo de tiempo demasiado largo. Incluso él, el fundador, el primer rey, se había hecho ayudar por el Senado y los tribunos. Y fueron ellos los que elegirían a su sucesor.
En efecto, cuando Rómulo murió, los senadores no supieron muy bien a quién elegir en su lugar. No era tarea fácil sustituir a un rey tan grande y justo como lo había sido Rómulo. Finalmente, eligieron a Numa Pompilio.
Y Julio César llegó a la conclusión de que fue una buena elección. Porque era una persona equilibrada, muy sensata y con un gran sentido religioso. Porque vivía apartado de la frenética vida de la ciudad, no tenía vicios y había demostrado que no sentía demasiado apego ni por el dinero ni por la gloria. Tras años de guerras y conquistas, Numa era precisamente lo que Roma necesitaba. No un jefe militar, sino un rey que otorgara paz y prosperidad a la ciudad, que enseñase a los romanos la humildad necesaria para convertirse en una gran civilización.
¿Y acaso no ocurría ahora lo mismo con la República? Así era: Julio César pensaba que lo que ahora necesitaba Roma era un rey como Numa Pompilio, más que un jefe militar.
Y la cuestión, consideraba él, no era tanto si es mejor la monarquía o la república, sino cómo puede ser de justo y equilibrado un rey o un cónsul. ¿No sería mejor quizá un buen rey que un pésimo cónsul convertido en dictador?
La República, después de quinientos años, se había extendido como ningún otro imperio. Ahora hacía falta un nuevo equilibrio, paz. Él, Cayo Julio César, único cónsul y dictador, ¿sería capaz de proporcionar esa paz a su ciudad?
Julio César sabía perfectamente cómo la grandeza y la inmensidad de la República eran inherentes a la historia de Roma desde sus inicios. Desde su nacimiento, con los héroes que la habían fundado y los dioses que la habían protegido. Julio César pensó en Rómulo y en su hermano Remo. En cuando la loba y el pájaro carpintero les dieron de comer, salvándolos de la muerte. En el rey Pico y en su padre Saturno, en Hércules y en cómo este derrotó al horrible Caco cuando el Lacio estaba habitado únicamente por pastores, y Evandro fue a vivir allí desde Grecia. En Pomona y Vertumno, en Flora y el dios Fauno. En los dioses que gobernaban aquella tierra antes de que Eneas llegara desde Troya gracias a la ayuda de su madre Venus. Pensó en su largo viaje, en sus amoríos con la reina Dido, y en Anquises, padre de Eneas y esposo mortal de la bellísima Venus. Pensó en la guerra que Eneas había librado contra Turno. En el rey Latino y en la boda de Eneas y Lavinia. Pensó en Alba Longa, en el tirano Amulio, en la princesa Rea Silvia y en sus amores con Marte. Pensó en el pastor Fáustulo y en los gemelos que derrotaron a Amulio y fundaron la ciudad más grande del mundo.
Así pues, le parecía evidente: Roma era belleza y guerra.
Cuanto más la miraba, más claro veía cómo todo en aquellas calles, edificios, templos, en el río, en el monte de Jano enfrente del Aventino, en el color del cielo al atardecer, incluso en los puestos del mercado, en el foro, en la manera en la que los mercaderes vendían su mercancía…, todo en Roma estaba impregnado de la belleza de Venus.
Y luego la política, la construcción del imperio, la ley: el Senado, la organización de la República, la red de carreteras que unía cada provincia con la capital, la organización que hacía de Roma una ciudad políticamente perfecta. Los romanos habían adoptado la planificación, la estrategia y la prontitud necesarias para la guerra, y las habían empezado a usar incluso en tiempos de paz. Y para Roma, eso era la política.
Él, Julio César, sí que sabía algo de guerras, de Marte y de su inexplicable fuerza. Y, por tanto, también de política. Efectivamente, la grandeza de Rómulo, el primero de los reyes, había consistido precisamente en haber sabido impedir, gracias a las leyes y la constitución, que las guerras prosiguieran eternamente.
La guerra y la belleza. Marte y Venus.
Y él, Julio César, ¿no era acaso descendiente directo de la mismísima Venus? Su familia descendía de Eneas, hijo de Venus y de Anquises. Y por tanto de Ascanio, llamado Julo, hijo de Eneas y padrino de la gens Julia. Julio César pensó que había algo de divino en su grandeza, así como en la grandeza de la ciudad.
Como gran jefe militar, sabía que ahora, para ganar definitivamente, tenía que llegar hasta